XIV

– Vamos, no me diga… -la voz del periodista suena con un inevitable matiz sarcàstico-, como si la Embajada no tuviera constancia de la llegada al puerto de Tánger de varios de estos cargamentos.

– Da usted demasiada importancia a los rumores.

Sir George Masón pronuncia estas palabras observando de frente al corresponsal del London Times desde el otro lado del escritorio. Es un hombre grueso, de unos sesenta años, algo calvo, con enormes carrillos rosáceos que dan la impresión de no haber necesitado nunca un afeitado y ojos pequeños y astutos.

– Además -añade-, no creo que Alemania e Italia sean capaces de ejercer una influencia sobre la política española que pueda poner en peligro los intereses del Reino Unido y, si así fuera, no dude de que tenemos los medios apropiados para defendernos.

– Claro, por supuesto. No voy a ser yo quien ponga en cuestión la indiscutible superioridad militar de la Royal Navy -replica Kerrigan con su habitual socarronería-› pero ¿no cree que sería mejor controlar la situación antes de llegar a esos extremos?

El cónsul británico se lleva el cigarro habano a los labios con actitud lenta y reflexiva, se lo quita, mira cómo arde el círculo encendido de la brasa en el extremo y se lo vuelve a llevar a la boca con la misma parsimonia antes de responder.

– Los informes a los que se refiere -esgrime el cónsul dando muestras de hacer acopio de toda su paciencia- fueron objeto de un atento examen por funcionarios diplomáticos del Foreign Office, y además han sido remitidos a otros ministerios como el de la Guerra y al departamento de Comercio y Exportación. Créame, de momento no hay nada por lo que preocuparse.

El diálogo transcurre en el interior de uno de los despachos de la primera planta del consulado británico en Tánger. La claridad grisada del exterior entra tamizada a través de las cortinas de color cereza y le da a los objetos una tonalidad extraterritorial que a Kerrigan le hace pensar en el mobiliario de una antigua plantación: el gran ventanal abalconado, sus pequeños vidrios en el dintel del arco, la mesa de palorrosa, un guerrero masai tallado en ébano. Sobre la pared del fondo, destacan inequívocamente los símbolos del imperio. Junto al mástil con la bandera enrollada, pende un óleo de gran tamaño del rey Jorge V a caballo, blandiendo un sable con la mano derecha mientras con la izquierda sujeta la brida del corcel, la misma imagen que reproducen en miniatura los sellos de cinco peniques. A través del tabique que separa el despacho de las oficinas, se oye el sonido de las máquinas de escribir, una conversación sobre pasaportes, ajetreo de funcionarios, idas y venidas. El corresponsal del London Times reconoce por un momento algo vagamente familiar, no sólo por el idioma, que le recuerda el ambiente de la redacción del periódico en Bloomsbury Square. La vieja eficiencia británica, laboriosa y obstinada como el diagrama de un enjambre. Más allá de la ventana se distinguen los altos plátanos de la Place de France, sus copas redondas, las manchas fugaces de las bandadas de pájaros que surcan el cielo formando extrañas geometrías. Kerrigan se levanta y empieza a pasearse de un extremo a otro, eligiendo cuidadosamente los cuadrados de baldosa para cada paso.

– Conoce tan bien como yo la tensa situación que está viviendo la República española, y la existencia de grupos militares que conspiran contra el gobierno constitucional.

Al mismo tiempo que habla, Kerrigan vigila al diplomático con una mirada cargada de sobreentendidos.

– Si quiere saber mi opinión sobre lo que ocurre en ese país -ahora las manos del cónsul, blandas e hinchadas, repletas de manchas pardas en el dorso, acarician el filo repujado de la mesa con un ademán repetitivo e involuntario-, le diré que no creo que a estas alturas exista ninguna posibilidad de una solución pacífica a la crisis. La República ha demostrado su incapacidad para evitar la revolución social y la nación está cada día más dominada por el bolchevismo. Desde mi punto de vista, una intervención controlada del Ejército para restablecer el orden, como ocurrió en 1923 con el general Primo de Rivera, no sería la peor de las soluciones. Tenga en cuenta que el ejército español cuenta con una profunda tradición liberal desde el siglo pasado y amplios sectores de la oficialidad profesan gran admiración hacia la historia militar de Inglaterra.

– ¿Está diciendo que una dictadura militar en España sería conveniente para los intereses del Reino Unido? -pregunta Kerrigan incrédulo, deteniendo sus pasos súbitamente y dirigiéndose a su interlocutor con una mueca de estupor.

Alrededor de ellos, negras e impunes en la atmósfera del despacho, flotan las palabras.

– Si quiere interpretarlo de ese modo -concluye finalmente sir George Masón, frunciendo el ceño y rebulléndose incómodo en el sillón.

Kerrigan levanta la cabeza. Su mirada gris adquiere durante un momento una rigidez mineral. Después, avanza unos pasos, apoya las dos manos en el borde del escritorio dejando descargar en ellas todo el peso de su cuerpo inclinado hacia adelante y comienza a hablar sin alzar la voz, pero modulando con énfasis la entonación.

– Francamente, he de admitir que realmente ha conseguido usted sorprenderme. Nunca hubiera imaginado que el Whitehall, con la excusa de una cruzada antibolchevique, pudiera llegar a mostrarse tan permisivo ante las actividades nazi-fascistas en el comercio de armas.

– Yo no he dicho eso -replica el representante del gobierno británico visiblemente molesto.

– ¿De verdad creen ustedes que la intervención de Italia o Alemania en el asunto español será inocua para los intereses británicos? ¿Se han parado a pensar que tal ayuda podría ser pagada con compensaciones territoriales o con materias primas: hierro, cinc, mercurio, tungsteno…? -dice remarcando enfáticamente esta última palabra-. Y aun en caso de que no fuera así, ¿cree que si España entrase dentro del Eje ítalo-germano se podrían seguir manteniendo las cuantiosas inversiones británicas y la hegemonía sobre el comercio exterior español de las empresas del Reino Unido? Eso por no hablar de la seguridad de Gibraltar como base naval ni de la alteración del equilibrio europeo, ni de la posibilidad de una segunda guerra. ¿No se les habrá escapado, por ejemplo, que Francia quedaría con tres Estados fascistas en sus fronteras?

– Vamos, vamos, no sea usted catastrofista -replica el cónsul poniéndose en pie y saliendo entre el lustroso sillón de cuero y la mesa-. Si España continúa con su proceso de sovietización eso sí que supondría el fin de nuestro dominio financiero en el país por muchos años. Además entre los militares españoles no hay, que yo sepa, ningún peligroso político doctrinario como Adolf Hitler, ni ningún imprevisible demagogo fascista como Benito Mussolini, sino profesionales prudentes, conservadores, nacionalistas, que si se deciden a intervenir será sólo para combatir el caos y el espectro del comunismo.

– Carezco de fe -dice Kerrigan torciendo la boca con una sonrisa agria-. Nosotros, los ingleses, somos un pueblo sin fe. Puede que algún día tengamos una mística -añade enigmáticamente sin preocuparse demasiado porque el cónsul entienda el significado de su reflexión.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Nada. Ahora comprendo que gran parte de la actividad diplomática consiste en permanecer sentado, sin actuar, esperando sólo a que suceda lo que podía haberse evitado. Tal vez toda esta conversación no ha sido más que un complicado disfraz con el que usted trata de ocultar algo que yo todavía ignoro -Kerrigan hace una pausa, y sosteniendo el cigarrillo entre dos dedos en alto, añade-: algún día se darán cuenta de adonde nos ha llevado a todos la farsa de esta política de ojos cerrados. Pero entonces será demasiado tarde.

Mientras sale del despacho y se dirige a las oficinas administrativas con la" disculpa de renovar su pasaporte, Kerrigan piensa en el largo artículo que el London Times no publicará. Considera que si la gran baza diplomática de los golpistas consiste en convencer al gobierno de Su Majestad de que su movimiento va dirigido contra un soviet virtual y que por lo tanto el régimen republicano no merece ningún apoyo de los Estados democráticos, entonces los conspiradores han logrado su primer objetivo. Está convencido de que en el orden político, los llamados principios o ideales no existen como algo independiente de la realidad o vinculado a determinados valores espirituales: la libertad, la justicia o el sentido del honor. Tal vez también sea ingenuo pensar que tales valores puedan existir por sí mismos en el terreno personal.

Kerrigan reflexiona de una manera vaga y sin método. Con el desaliento regresa a su mente un estremecimiento súbito de autodesprecio. Piensa que cuando uno choca consigo mismo, con un acto o una palabra que pronunció sin entender bien el motivo, y el tiempo pasa y el entendimiento no llega, entonces busca resarcirse en sucesos grandes y ajenos, acontecimientos que con su magnitud lleguen a ocultar la pequeña responsabilidad individual. Es una manera inconsciente de guardarse de los propios errores que no hay posibilidad de enmendar. Un mecanismo zafio pero humano.

En las dependencias administrativas, Kerrigan saluda con familiaridad a una de las secretarias, mientras le entrega el pasaporte. Intercambian unas cuantas frases intrascendentes. La mujer toma el documento de 94 páginas con pastas azules y doradas, imprime un sello con el certificado de prórroga en la última hoja y, antes de devolvérselo, introduce subrepticiamente en su interior un papel de cable cuidadosamente plegado.

Afuera, un sol tibio amarillea el asfalto todavía húmedo por las lluvias de los últimos días. Pasadas las legaciones extranjeras, en las zonas más umbrías quedan restos de algunos charcos sucios. Kerrigan contempla la superficie marrón del agua al pie de los altos bloques de apartamentos recién construidos con una punzante sensación de agravio. De la lluvia estancada le viene por asociación el recuerdo de Elsa Quintana, el cabello mojado, los ojos quietos, alguna cosa allí contenida, el punto exacto en que la desorientación cruzó su rostro y él la interpretó como una argucia malévolamente femenina en su intención. El corresponsal del London Times siente que hay algo en la naturaleza de las mujeres que resulta profundamente equívoco: su facilidad para hacer confidencias a los extraños, una especie de amoralidad o código indescifrable que tantas veces le ha inducido a error. El propio énfasis del cuerpo cuando se insinúa es una de esas armas, más mortífera cuanto más inocente e instintiva e inexplicable. Odia ese sentimiento lo mismo que odia los artículos que escribe con habilidad trivial, la búsqueda de datos, nombres, correspondencias. Aborrece la profesionalidad que le empuja a seguir a una mujer por la información que pueda procurarle. Desprecia su espíritu suspicaz y depredador, inadecuado para expresar lo que siente, o peor aún, inadecuado para sentir, un defecto que se le ha albergado en el alma y que a lo largo de toda su vida ha intentado acallar para quedarse donde quería estar, en una especie de distancia del mundo, un lugar personal e inmutable en el que permanecer a salvo de las emociones.

Kerrigan se dirige hacia la medina caminando por el lado soleado de la plaza, entre las briznas de luz, con el cuello levantado y las manos hundidas en los bolsillos de la americana. Los árboles de los jardines están cuajados de pájaros que inundan la atmósfera de un gorgojeo ensordecedor. Desde que empezaron las lluvias, la temperatura ha bajado considerablemente y el aire se ha vuelto más fresco ya impregnado de olor a carbón y a cáñamo. Deja atrás los restaurantes de la rue de la Liberté, las oficinas y los quioscos de prensa. Tuerce a la izquierda por una de las callejas laterales donde varios mozos fuman kif al pie de los carros tirados por mulos, a la espera de ser reclamados para transportar algún equipaje. Cuando llega al bazar se encuentra con que el portón del patio está abierto. Bidones, palas de fogón y piezas herrumbrosas tapadas con lonas viejas permanecen amontonadas contra los muros con el aspecto decrépito de los talleres de desguace. El corresponsal del London Times llama dos veces a Abdullah, pero no obtiene respuesta. Mientras curiosea entre el material de desecho, ve aparecer en el extremo de la escalera que da a la tienda al ayudante del prestamista, un muchacho larguirucho ataviado con una gastada chilaba de tela de saco, que le invita a entrar. En el interior del bazar los tapices permanecen aún enrollados, las esteras sin desplegar y las valijas cerradas con correas. Por lo demás todo está igual, los mismos almohadones de cretona sobre el diván, la alfombra de color rosa pálido con una trama mohosa en una esquina, donde la humedad oscurece el tejido. Hasta la lamparilla de aceite continúa en el mismo lugar. De todos modos el espacio le parece a Kerrigan menos agobiante que la última vez.

– ¿Está el señor Abdullah? -pregunta Kerrigan.

El chico menea la cabeza hacia los lados. Tiene los ojos hinchados y el pelo revuelto como si acabara de despertarse. Con un gesto de la mano indica cortésmente al periodista que tome asiento. Una gata de pelaje atigrado maúlla debajo de la mesa. Kerrigan intenta acariciarla, pero el animal emite un gruñido y sale corriendo hacia el otro extremo de la tienda.

Al poco rato, por la puerta lateral que comunica con la vivienda, aparece Abdullah bin Saiyid con las manos tendidas esgrimiendo una amplia sonrisa que Kerrigan no sabe muy bien cómo entender ya que esperaba encontrarlo algo reticente después del último encuentro.

– Pasaba por aquí y pensé… -miente el periodista.

– Me alegro de que haya venido. Puedo ofrecerle té o whisky si prefiere.

– ¿No lo prohíbe el profeta?

– El profeta no tenía mayor conocimiento del whisky. Debemos interpretar sus palabras con un criterio moderno.

– De todos modos prefiero té, gracias -sonríe Kerrigan-. Es un poco temprano para empezar a pecar.

Abdullah hace una seña a su ayudante que al momento se acerca con una tetera humeante.

– ¿Así que pasaba por aquí?

– Bueno, no exactamente -reconoce el periodista; y añade diplomáticamente-: a decir verdad quería disculparme por mi intromisión del otro día.

– Ah, se refiere usted al asunto de la señorita española… Una mujer realmente interesante -exclama admirativamente Abdullah mientras se echa hacia atrás recostando la cabeza en el respaldo del diván.

La túnica adherida a los muslos le marca una profunda hendidura bajo el vientre.

– Ayer mismo estuvo aquí, vino acompañada de un hombre de uniforme, un tipo malencarado. Ella parecía un poco… inquieta.

– ¿Empeñó finalmente el anillo?

– Por supuesto, pero no se preocupe: le ofrecí una cantidad más que razonable. No quiero que piense que pertenezco a esa clase de hombres capaces de aprovecharse de una dama necesitada. ¿Quiere verlo de nuevo?

Abdullah se dirige hacia una de las vitrinas sin esperar respuesta y le muestra la pieza sobre un paño negro de terciopelo. Kerrigan toma la joya en sus manos, examinando la piedra dura y brillante al trasluz como si la viera por primera vez.

– ¿Cuánto quiere por él?

– Todavía no está en venta. Le prometí a la señorita que lo mantendría durante unas semanas.

El periodista saca varios billetes del bolsillo interior de la americana y los deja en el centro de la mesa. Abdullah niega con la cabeza esbozando una sonrisa obscena en la que relampaguean sus dos molares de oro.

– No querrá que falte a mi palabra por una cantidad de dinero tan escasa.

Kerrigan extrae algunos billetes más de su cartera y los añade al montón que reposa sobre la mesa.

– Bueno -sonríe Abdullah amablemente recogiendo el dinero-. Esto ya es otra cosa.

El corresponsal del London Times envuelve cuidadosamente el anillo en el interior del paño y se lo guarda en el bolsillo. Mira a Abdullah con la desagradable sensación de que el árabe ya contaba con que él acabaría por hacer exactamente lo que había hecho. De todos modos tener el anillo en su poder le reconforta de una extraña manera.

– Y ahora que ya hemos cerrado nuestro negocio, le diré gratuitamente algo que puede interesarle. Su gobierno tiene agentes por toda la medina. Se gasta el dinero con cualquier árabe o judío que le cuente mentiras. Y luego telegrafían esas informaciones falsas a su país. Voy a hablarle con franqueza, las cajas que le mostré el otro día…

– Me he dado cuenta de que ya no se encuentran en su almacén -le interrumpe Kerrigan.

– Bueno, sí. Hay mercancías que no deben permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Quería decirle que la materia prima es de origen español pero la fabricación es alemana. Los alemanes son expertos en circuitos eléctricos ¿Ve este refrigerador? -dice incorporando con cierto cuidado su voluminoso cuerpo, y señalando un recipiente rectangular-. Es un regalo personal del señor Wilmer.

– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– Señor Kerrigan, usted es inglés. Los ingleses siempre han sido neutrales y buenos clientes. Además usted se porta bien con mi cuñado. Los árabes tenemos un gran sentido familiar y, en cualquier caso, los asuntos entre europeos a nosotros no nos conciernen en nada.

– Salvo en lo que se refiere a las transacciones comerciales, supongo.

– Ah, amigo -sonríe el árabe-, veo que va usted comprendiendo. Si algo desagradable ocurriera en Tánger, los oficiales coloniales nos echarían la culpa a nosotros. Quiero que usted sepa que no sentimos ninguna inclinación por nadie. Sólo estamos dispuestos a colaborar con aquel que nos proponga mejores negocios.

– Entiendo -responde Kerrigan poniéndose en pie para irse.

– Tenga cuidado -dice el prestamista, tocando tímidamente la manga del periodista-. Le tengo aprecio. No me gustaría que sufriera usted ningún percance.

Cuando Kerrigan sale al exterior una gruesa gota de agua le moja la chaqueta a la altura del hombro. En el alero hay una canaleta rota que chorrea como un grifo. Vacila un momento y después sale caminando despacio detrás de un carro con tinajas de leche que ocupa todo el ancho del callejón y va bamboleándose entre los baches. Mira hacia arriba con aprensión, como quien trata de escudriñar algún indicio, pero en el espacio estrecho por encima de los tejados no hay nada más que un rectángulo de cielo ondulante y blanco.

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