XIX

– ¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?

– No. Gracias, Bugallo. Puede irse.

El comandante Uriarte permanece ante el espejo a medio afeitar, la barbilla erguida y apretada, los dedos recorriendo meticulosamente la piel para comprobar que no queda ninguna aspereza. Limpia el filo enjabonado de la navaja en una toalla y vuelve a mirarse en el espejo. El tubo de luz sobre el lavabo le da a su rostro un aspecto de cansancio, resalta las arrugas del entrecejo y la hinchazón bajo los párpados, envejeciéndolo como si hubieran transcurrido años en lugar de semanas desde el día en que llegó destinado a la guarnición de Tetuán con el cometido de instruir un sumario sobre la muerte del coronel Morales. A través de la ventana entreabierta observa la pared oscura del cuartel con sus dos torreones y los alféizares de ladrillo rojo. Oye las voces enérgicas de los suboficiales que dirigen la instrucción en el patio: un sonido acompasado de fusiles golpeando al unísono la gravilla del suelo o los hombros de los soldados. Mientras termina de vestirse procura infundirse confianza tratando de convencerse de que no hay nada que pueda alterar la normalidad de un orden tan inflexible y tan estrictamente regulado como el de un cuartel. Después de repasar mentalmente la agenda del día, se sienta en una esquina de la cama para calzarse las botas embetunadas y relucientes que acaba de traerle el ordenanza. Ajusta con cuidado el correaje a la cintura, se cala la gorra de plato y, antes de abandonar su cuarto del pabellón de oficiales, oye lejano el toque de corneta que acompaña cada mañana la formación de la guardia y el izado de la bandera.

La rutina, el horario inmutable, la sucesión minuciosa de cada una de las obligaciones que puntean la disciplina de un día como cualquier otro. Todo ha de regirse por la precisión, igual que el mecanismo de un reloj. A las ocho en punto el comandante toma un café en el bar de oficiales y finge no advertir la hostilidad y el silencio que se origina cuando los demás se percatan de su presencia. Antes de las nueve ya se encuentra sentado en su escritorio, bajo el retrato oficial del presidente de la República, que parece vigilarlo con el rostro hinchado y bulboso a través de sus gafas redondas. Sobre la mesa están las hojas de permiso que debe firmar, declaraciones juradas de algunos oficiales, informes balísticos… Más que los hechos que rodearon a la muerte del coronel Morales, le preocupan ahora los signos de alteración que ha venido percibiendo durante los últimos días: reuniones a deshora en la Comisión de Límites, visitas de civiles entrando en el cuartel por la puerta trasera de los almacenes de la cantina, conversaciones bruscamente interrumpidas cuando él aparecía. Y por si eso fuera poco, aún estaba la carpeta con supuestas «pruebas concluyentes», como había dicho el día anterior el periodista inglés que se las había entregado en mano en presencia del agregado militar de la Embajada.

Habría dado cualquier cosa porque aquellos documentos no contuvieran más que bulos inventados por extranjeros ociosos incapaces de entender el espíritu leal del Ejército, su entrega y su neutralidad. Pero los papeles que tiene delante no ofrecen lugar a dudas: un informe exhaustivo sobre las actividades de la casa Moses-Hassan en los que se pone de manifiesto la entrega por parte de un oficial de la guarnición de pagos irregulares a nombre de la empresa H &W, documentos y actas que relacionan esa empresa con el gobierno alemán y la identifican como una entidad receptora de fondos reservados para contratos de defensa; movimientos de cuentas correspondientes a los meses de marzo, abril y mayo; boletines de la Internacional de Ginebra con la lista de suscriptores; cables procedentes de la Embajada británica; un telegrama interceptado por Scotland Yard del general Von Blomberg, ministro de la Guerra, dirigido al cónsul alemán en Marruecos con las palabras «Unternehhmen Feuerzauber» subrayadas en rojo y traducidas a mano al español como «Operación Fuego Mágico»; todo evidencia la existencia palpable de una conspiración en estado muy avanzado. El comandante Uriarte, perdiendo su habitual compostura, da un puñetazo sobre la mesa que tiene el efecto de volcar el cenicero sobre las hojas esparcidas por la superficie, pero al momento recompone el gesto porque oye un toque de nudillos en la puerta. Guarda los documentos en el cajón y recupera el semblante frío y sereno antes de responder «Adelante». El sargento Bugallo aparece de nuevo, tímidamente, en el umbral de la puerta. No es precisamente un tipo de complexión militar. Su estatura es pequeña y el exceso de musculatura en los hombros todavía le da un aspecto más achaparrado. Tiene una nariz prominente y las orejas muy rojas contra el pelo cortado casi al ras. Pero la vulgaridad de los rasgos pronto queda eclipsada por unos ojos castaños y francos que al comandante Uriarte le recuerdan los de algunas ardillas cuando asoman entre los matorrales. A pesar de su rudeza y de sus andares torpes, el sargento Bugallo le había inspirado simpatía desde el primer día, antes incluso de saber que estaba afiliado a la UMRA y que guardaba en su taquilla varios números de la revista de la organización militar republicana. Sin embargo, nunca se había permitido manifestarle ninguna confianza porque por formación y también por carácter era tan incapaz de tratar arbitrariamente o con desdén a un inferior como de comportarse con él de igual a igual.

– Le traigo la relación de soldados presentes en el cuartel y los pases de salida para que los supervise.

El comandante Uriarte repasa minuciosamente la lista por orden alfabético, esperando que el sargento abandone el despacho para continuar con la consulta de los documentos guardados en el cajón. Pero el ordenanza permanece parado frente a él sin moverse, dando vueltas a la gorra entre las manos, inquieto, con la camisa manchada de sudor en las axilas, sin decidirse a salir.

– Gracias, Bugallo, puede irse -dice el comandante con una entonación amable pero que suprime cualquier posibilidad de que prolongue por más tiempo su permanencia allí.

A pesar de ello el sargento sigue sin moverse ante la extrañeza del comandante, que ahora levanta la vista hacia él y lo observa más sorprendido que incómodo.

– Con su permiso, mi comandante, quisiera decirle algo. A lo mejor es meterme donde no me llaman, pero le veo siempre tan ocupado con la investigación que a veces me parece que no se da cuenta de muchas cosas que están ocurriendo en el cuartel delante mismo de todos nosotros y de usted, con perdón, y, bueno…

– Continúe, Bugallo -le insta el comandante cada vez más intrigado.

– Es que en la cantina se oyen cosas y también en las cuadras. Ayer mientras ensillaba las muías oí una conversación entre el capitán Ramírez y el teniente Ayala. Ellos no podían verme porque yo estaba detrás del portillo que da al pajar. Tampoco es que yo pretendiese escuchar nada, pero a veces uno oye lo que no quiere o lo que no debe y entonces sabe lo que no debe saber, y, bueno el caso es que…

La voz humilde, un poco ronca del sargento, continúa balbuceando palabras confusamente, disculpas y circunloquios que evidencian su timidez y la dificultad para expresarse.

El comandante avanza una mano hacia el tabaco y acerca la llama al cigarrillo pausadamente, como para dar tiempo a que el sargento recobre la calma.

– Y bien, ¿qué es lo que oyó? -pregunta finalmente recostándose contra el respaldo de la silla y evaluando a su interlocutor a través de la cinta de humo.

– Bueno, hablaban de un telegrama cifrado que había venido de Ceuta y lo nombraron a usted, señor. Dijeron que no estaban seguros de usted y que si fuera necesario, cuando llegase el momento, se lo llevarían por delante como hicieron con el coronel Morales. Eso dijeron, mi comandante, exactamente esas palabras: como con el coronel Morales.

Por un momento al comandante Uriarte se le desenfoca la vista, como si mirara a lo lejos. Imagina al coronel en su despacho, con la guerrera desabrochada y la cabeza un poco caída sobre el pecho, sintiendo lateralmente en el cuello el roce aceitoso y frío del cañón de una pistola. Como ráfagas pasan ante él las distintas imágenes, todas las hipótesis que había barajado durante días sobre cómo pudieron ocurrir los hechos, la forma inequívoca en la que el coronel debió manifestarse cuando sus subordinados lo sondearon para saber cuál sería su actitud en el supuesto de que se produjera una sublevación del ejército. Tal vez había intentado disuadir a sus agresores sin demasiada convicción o quizá había optado por un silencio digno sabiéndose fracasado de antemano. Mientras recompone mentalmente la escena del crimen, el comandante Uriarte mantiene la misma expresión inalterada sin dejar traslucir ninguna emoción. Mira pensativo hacia la ventana donde el aire se va condensando en un azul tan nítido como sólo puede serlo en el mes de julio. Más allá contempla cómo la luz chorrea en la explanada desnuda entre las dos garitas con almenas, haciendo resaltar el escudo rojo y dorado sobre el portón.

– Gracias, Bugallo -dice por fin con voz serena, como si acabara de salir de una especie de trance.

– A la orden, señor -responde el sargento un poco aturdido, confundiendo la fórmula de despedida, haciendo sonar los tacones de las botas al cuadrarse antes de salir.

Al mediodía, el comandante Uriarte abandona el despacho de comandancia. Pasa por la antesala de las oficinas administrativas entre las mesas alineadas a ambos lados de las paredes donde suena el tecleo de las máquinas de escribir y el zumbido monótono de las aspas de los ventiladores. Atraviesa la galería exterior y el cuarto de transmisiones. Un cabo permanece inclinado sobre el aparato de radio moviendo el dial. El comandante sale al corredor dejando atrás la voz metálica del locutor que está emitiendo el parte informativo mezclada con un fondo confuso de interferencias y ráfagas estridentes de pitidos. Baja por la escalerilla de hierro y cruza el patio aplastando la grava bajo los tacones de sus botas con un ritmo holgado sin prestar atención a los dos pelotones en formación que permanecen alineados bajo el sol. El sargento Bugallo, desde la ventana del pabellón de suboficiales, lo ve desaparecer por la puerta que comunica con la Comisión de Límites, con un brillo en los ojos de orgullo y admiración por aquel oficial circunspecto al que jamás había oído levantar el tono de voz ni utilizar los modos desabridos y despóticos que eran habituales en los mandos. «Ahora va a hacer algo», piensa imaginando al capitán Ramírez y al teniente Ayala a punto ya de ser arrestados en el cuarto de banderas y despojados de sus estrellas, con los rostros lívidos, completamente desencajados, incrédulos, porque en su prepotencia nunca hubieran sospechado que aquel comandante recién llegado, al que consideraban un leguleyo sin coraje, tuviera arrestos para someterlos a semejante humillación. El sargento Bugallo está convencido de que la entereza del comandante Uriarte, su forma de caminar con la cabeza erguida como si lo guiara una determinación imperiosa, el poder hipnótico de sus ademanes y aquella voz grave y serena que destilaba autoridad, bastarían por sí solas para reducir enérgicamente cualquier conato de desobediencia u hostilidad. En la mente del ordenanza la figura del comandante se agranda por momentos con la invulnerabilidad de los héroes. Pero cuando horas más tarde suena el toque de retreta y los soldados forman de nuevo en el patio, ya sumido en sombras, aún no se ha producido ninguna detención y el sargento Bugallo empieza a alarmarse porque nadie en todo el día ha vuelto a ver al comandante Uriarte: ni en la Comisión de Límites, ni en su despacho, ni en la cantina, ni en ningún otro lugar.

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