VI

Frente a los vapores y los barcos abarloados de la estación marítima, las terrazas de los cafés, con sus mesas al aire libre y los toldos extendidos, semejan la cubierta de un crucero de lujo. El calor es menos intenso a esta hora. Philip Kerrigan permanece tranquilamente sentado en una esquina, saboreando su té a la menta. Piensa que de no ser por los camareros árabes y los caftanes y chilabas que de vez en cuando se ven al otro lado de la calle, Tánger podría parecer cualquier alegre ciudad europea de veraneantes: camisetas listadas en blanco y azul, zapatillas de lona, sandalias, sombreros de paja con velos de muselina, gorras marineras… La misma indumentaria que usan los turistas ociosos en Niza, Saint-Tropez y Venecia mientras sorben sus aperitivos y hojean la prensa del corazón o completan los crucigramas del periódico.

Los últimos rayos de sol enrojecen el declive de la loma que asoma al estrecho. El atardecer es una hora peligrosa. A veces su contemplación produce una especie de desdicha. Los hombres siempre han mirado la línea del horizonte de la misma manera, soñando, recordando. Kerrigan ha abandonado su mesa y está ahora acodado en la barandilla que rodea los muelles fascinado por el abanico de claridades que se expande hacia el oeste. Un transbordador acaba de entrar en el recinto del puerto. Piensa que una forma de odiar esta costa es verla así, tan bella durante unos instantes que uno casi se siente en la obligación de abandonarla para siempre. Tal vez un día lejano la imaginará del modo exacto en que ahora la está viendo y deseará regresar. ¿Cómo saber con antelación cuáles son las cosas que no recordaremos y cuáles las que jamás se olvidarán? La memoria humana está llena de cables que se entretejen en una red tan intrincada como las que se usan para hacer trampas. ¿Cómo saber si un recuerdo es algo que se tiene o que se ha perdido? En ocasiones, las conexiones quedan cortadas y todo el pasado se borra en el tiempo de un pestañeo. Otras veces los destellos eléctricos abarcan una determinada zona del córtex sin que nadie pueda adivinar el porqué de la iluminación de esas células cerebrales y no de otras. La añoranza surge cuando se encadenan sucesivos estados de ánimo sin nexo aparente entre sí: la sensación de cansancio o una cierta flaqueza de corazón, los graznidos de las gaviotas, el lomo grasiento del agua, una declinación especial de la luz… El corresponsal del London Times se siente de pronto transportado por una extraña corriente que lo retrotrae hasta un río lleno de barcazas donde flota sigiloso un aire de mujer: Catherine Broomley, Cathy, Cat.

Difícil no recordar sus manos blancas y frías apoyadas en el pretil del puente de Southwork, junto a la estación de Cannon Street. Tenía la cara alta, un poco echada hacia atrás, la blusa abierta en el cuello, la chaqueta de lana sobre los hombros. Su expresión era dulce y hogareña, había en sus ojos algo de niña tímida y un poco ilusa. Lo miraba confiada, incapaz de malinterpretar su silencio, esperando sólo una respuesta. Kerrigan piensa que hay cosas que no se pueden llegar a entender por mucho que uno lo intente: la mente de una muchacha, el último sol del crepúsculo, cómo en un momento toda la amabilidad de un rostro puede quedar desplazada por una palabra. El periodista aprieta sus manos contra la baranda de hierro, notando en los dedos el tacto áspero de la herrumbre, un gesto sordo y contenido. Ningún ruido llega desde el agua salvo el del agua misma, pero él no puede escuchar ese leve chapoteo sin oír al mismo tiempo su propia voz hace mucho tiempo, como la punta de una aguja sobre un disco que gira. Percibe con claridad el punto de inflexión en el que el lenguaje inició una pendiente escurridiza, esbozando un movimiento de huida, el tono impostado, como si fuera otro el que hablara, el que estuviera razonando una argumentación casi convincente. Ella después ya no volvió a preguntar nada, los labios sellados. Sólo miró hacia el río mientras él la tomaba del brazo, quizá avergonzada por tener que fingir. Hay recuerdos fáciles y recuerdos difíciles. La memoria es así, una enemiga fiel, está cuajada de quemaduras que en el momento menos pensado vuelven a arder, lesiones no del todo cauterizadas, llagas con las que hay que aprender a vivir. Nada grave. Todos tenemos algo en lo que mejor no pensar.

A la izquierda, al final del arenal, los cerros de Andyera se recortan contra el cielo, grises y carcomidos como un montón de piedra pómez. Kerrigan todavía permanece un rato inmóvil, tratando de dejar atrás las meditaciones amargas y de concentrarse en sus siguientes pasos. Respira el fuerte olor de la marea y piensa que mañana soplará de nuevo el levante, trayendo marejada en el estrecho. Después se echa a andar deprisa, con las manos en los bolsillos, como si de pronto reparara en que es tarde para llegar a alguna parte. Más allá del paseo marítimo, en los barrios del malecón, una muchedumbre hormigueante toma la calle. Su trabajo comienza en vez de terminar con la puesta de sol. Los vendedores encienden las lámparas de carburo en sus carretones, las teteras hierven sobre trípodes en pequeñas hogueras improvisadas que llenan el aire de espejismos del humo, una mujer se inclina sobre un barreño de agua, su boca queda descubierta al beber de un cucharón. Al otro lado, las barcas de pesca forman una curiosa constelación de luces que arden como velas en la superficie del mar. Kerrigan va saltando de unas embarcaciones a otras, abriendo un camino que le conduce hasta un paquebote adentrado en la oscuridad. Después de salvar el desnivel para abordarlo, entra sigilosamente en la cámara donde se guardan las sacas del correo. La puerta está abierta y tal como esperaba no hay nadie en la cabina de guardia. Por muy inteligente que uno se crea, siempre es necesario tener un punto de partida, una dirección, algún indicio por leve que parezca, un cabo de cuerda de donde empezar a tirar. Lo único con lo que Kerrigan cuenta son las indicaciones de Ismail. En los tendones de su cuello, con repentina aceleración, palpita involuntariamente un nervio. Después de la entrevista con Masón en el consulado, lo que sacó en limpio es que Inglaterra no ve más peligro que la posibilidad de que la Unión Soviética gane una plaza en la otra esquina de Europa. Frente a eso, las actividades de italianos y alemanes y los contactos que el partido nazi pueda tener en Marruecos le parecen asuntos secundarios.

El corresponsal del London Times atraviesa la cubierta y baja a la sala de máquinas, lentamente, apoyándose en las paredes. Una vez allí, enciende un fósforo para orientarse entre las sombras. Mira a su alrededor tratando de encontrar algún rastro de lo que está buscando. Registra cuidadosamente el armazón de hierro, los engranajes metálicos, recorre al tacto las tuercas y los tornillos, examina las turbinas. En alguna parte tiene que estar, piensa. Aunque sabe que no hay nadie más en el barco, siente una aleteante sensación de peligro, que le hace sentirse extrañamente joven, como cuando empezó a trabajar en la sección de local del London Times y tenía que recorrer los barrios más turbios de Londres en busca de alguna crónica de sucesos. De pronto no advierte que el suelo desciende en un escalón y, al tropezar, su cabeza va a dar contra la viga de hierro que atraviesa el techo transversalmente. Un golpe seco que le hace contraer los músculos de la cara en un gesto de dolor. Entonces, al levantar la vista hacia arriba, lo ve. La pequeña maleta ha sido amarrada con cinta adhesiva a la parte superior de la viga. Dentro, tal como le había contado su ayudante, están los auriculares, el selector de voltaje, los enchufes y las pinzas para conectar a la batería, un aparato de morse y una pequeña máquina para cifrar mensajes. Kerrigan examina cada artilugio con atención: nunca había visto una emisora tan completa y tan hábilmente camuflada. Antes de cerrar de nuevo las correas y volver a colocarla en el mismo lugar, se fija en la inscripción de la tapa delantera: Klappe Schlieben. El nombre no le dice nada, salvo su procedencia alemana, algo que ya daba por supuesto. Una emisora de esas características daría a quien la tuviese la posibilidad de enviar mensajes sin peligro de ser detectados por los servicios telegráficos de ninguna cancillería. Kerrigan tiene la sensación de estar ante la punta de un arrecife cuya gran masa destructiva permanece en su mayor parte sumergida y oculta. En la cubierta del barco, el viento nocturno sopla fresco. El corresponsal del London Times mete la mano en el agua y se moja la frente dolorida, justo a la altura de la sien. La brecha no es muy profunda, pero le escuece. Antes de abandonar el barco, mira con curiosidad hacia las lentas aguas negras, donde, a menos de una milla de distancia, un carguero permanece anclado.

No es posible distinguir las sombras que hay más allá de la muchedumbre que se agolpa en los muelles. Peregrinos a orillas de una ciudad, piensa Kerrigan, olvidándose de Tánger o pensando que Tánger es tan sólo un decorado de teatro: palmeras con el espinazo doblado por el viento, viejas paredes veteadas de cal, esa luna de obsidiana en un extremo del cielo. Se para a encender un cigarrillo ahuecando la mano para proteger la llama. Antes de tirar el fósforo, sonríe irónicamente con el cigarrillo colgado en la boca, al imaginar lo que pensaría su redactor jefe si supiera la clase de asuntos en que anda metido. Fraser era el clásico periodista inglés lleno de prejuicios patrióticos que no había salido nunca del viejo edificio de Bloomsbury Square y que aún creía en los postulados heroicos de la profesión, en los mitos coloniales de principios de siglo como el de Lawrence de Arabia o el de Henry Morton Stanley, el tipo que encontró a Livingstone, tras dos años de búsqueda por encargo del director del New York Herald. Todavía recuerda las palabras de despedida que le dedicó en su despacho antes de salir hacia su destino en África: «Hay momentos en los que un periodista se debe preocupar más por los intereses de su país que por una noticia». Una buena máxima para un editorialista, pero al fin y al cabo él no es más que un corresponsal. A Fraser le gustaba el estilo de los grandes reportajes, como los que Kerrigan había enviado sobre los disturbios entre las tribus árabes y los italianos en Libia, las descripciones del desierto, el estallido de los morteros, hombres arrodillados en las zanjas, esa clase de cosas… ¿Cómo decirle que esas crónicas fueron escritas en su mayor parte sin salir del campamento donde un coronel explicaba lo ocurrido en una aburrida conferencia de prensa con un mapa del territorio al fondo y, si lo tenía a bien, respondía a algunas preguntas de los periodistas sobre bajas y suministros con la ambigüedad de rigor? Esa era la información de primera mano con la que los enviados especiales redactaban sus magníficos reportajes, dignos del premio Pulitzer, que, todo hay que decirlo, debían contar previamente con el visto bueno del departamento de censura de las respectivas embajadas. Y frente a eso, ¿qué podía significar una absurda trama en la que tal vez se viera comprometido el propio honor de Inglaterra? Kerrigan sacude la cabeza y emite un suspiro largo que tanto puede significar el final de una larga reflexión como el desaliento que le inspira la vida, su trabajo o la propia condición humana.

Las luces de carburo de los carretones siguen brillando en los zaguanes, punteando una delgada línea quebrada que se pierde en la noche. Kerrigan siente cómo se van amontonando los sonidos, las voces ininteligibles, lugares y gentes que existen materialmente con sus rostros y sus nombres y sus pasados y que, sin embargo, por un momento, y al ser observados, se convierten en algo tan etéreo y escurridizo como el mismo aire de un continente extraño. Se quita la chaqueta y camina con ella colgada al hombro, la mirada baja, como si pretendiera descubrir escrita en el suelo alguna verdad inaccesible. Piensa en su ayudante, el rostro de Ismail siempre le ha dado a Kerrigan la impresión de una energía controlada, los ojos aleteando constantemente sin dejar escapar ningún detalle. Recuerda la conversación con él a propósito de Wilmer y opina que, tal vez, ha llegado el momento de someter a prueba la consistencia de sus informaciones.

Una de las callejuelas del malecón le conduce hacia la puerta de Bab el Bahr. Sube con parsimonia los escalones que llevan a la medina. Bajo la luna, las paredes de la ciudad vieja refulgen como los huesos de un esqueleto. Kerrigan nota un pequeño corazón latiéndole en la herida de la sien. Encuentra el bazar del cuñado de Ismail con dificultad. El portón de madera da a un patio interior donde apenas se distinguen los sacos amontonados, grandes rollos de alambre y las cajas cubiertas con lona junto a otros objetos amorfos imposibles de identificar. Al fondo, se adivina la tenue claridad de una lámpara de queroseno. Kerrigan camina en dirección a la luz, hasta llegar a una estancia que le hace pensar en la cueva de Alí Babá. Muchas veces había tenido esa sensación en las casas árabes, recintos cerrados al exterior, camuflados, como palacios escondidos. Es un cuarto amplio recubierto de alfombras. Un anciano con túnica azul permanece recostado sobre unos cojines junto a una mesa baja en la esquina más alejada de la entrada, las mejillas hundidas, la tez adelgazada y curtida, como la membrana de un tambor. Hay valijas junto a las paredes y fardos de tejidos de colores amontonados al lado de un telar. Dos criaturas descalzas entran correteando entre las vitrinas. La presencia de Kerrigan no parece intimidarles demasiado. Tras ellos aparece una mujer joven que camina muy erguida, como caminan las mujeres que han llevado cántaros en la cabeza desde niñas, el pelo encendido de henna, los brazos caídos bajo el amplio vestido. Kerrigan la ve acercarse a la mesa donde está recostado el anciano e inclinarse para susurrarle algo al oído. A continuación se dirige hacia el periodista, cubriéndose el rostro. Con un ademán le indica que espere y se retira dando unos pasos hacia atrás con una levísima inclinación de cabeza. El corresponsal del London Times echa una ojeada a su alrededor. El techo de filigrana de estuco al estilo mudéjar está un poco desconchado. Dentro de las vitrinas hay cajas de madera de cedro policromada, cofres con incrustaciones de nácar, rifles bereberes de cañón largo, fundas de cuero sin curtir decoradas con borlas, dagas omaníes, collares y brazaletes de plata, piedras de lapislázuli… La débil iluminación aumenta el efecto irreal de la atmósfera, dando una impresión borrosa, como si lo que se viera fuera el reflejo tembloroso de las imágenes sobre un espejo. Un sirviente entra portando una bandeja, la deposita sobre la mesa rinconera donde está el anciano e invita al recién llegado a sentarse. Kerrigan bebe lentamente el té dulce sintiendo el calor de la taza en los dedos. Pronuncia el nombre de Ismail en un intento por iniciar una conversación con el hombre de la túnica azul, pero el anciano continúa con expresión hermética, consciente de su dignidad en presencia de un extraño, sin dar la mínima muestra de haberle entendido. Kerrigan empieza a sentirse incómodo, piensa que tal vez no haya sido buena idea acudir al bazar. Un hombre grueso de mediana edad, con babuchas de color amarillo y bonete blanco en la cabeza, se acerca desde una puerta lateral. Camina con lentitud, mirando sus propios pasos como si quisiera demostrar que tiene en sus manos el poder de alargar o detener el tiempo.

– ¡Salam alaikum! -saluda en árabe ofrendando una radiante sonrisa con dos dientes de oro que destacan en su rostro cetrino-. Soy Abdullah bin Saiyid.

– ¡Alaikum as salam! -contesta Kerrigan-. Ismail me dijo que usted tenía algo que mostrarme -dice confesando el motivo que le ha llevado hasta allí para evitar que el objeto de su visita se pierda entre los recovecos y la tenaz cortesía envolvente de los marroquíes.

– Oh, sí -responde Abdullah, al tiempo que enjuaga la taza de Kerrigan, vaciando el fondo de té que quedaba y volviendo a escanciar desde arriba el líquido humeante. A continuación sirve al anciano:

– Mi padre -dije, a modo de presentación-. Sólo habla árabe pero ha vivido lo suficiente para entender el idioma de los ojos y de las manos. En tiempos fue conductor de caravanas.

El anciano se lleva la taza a los labios contrayendo el gesto de la boca como si hubiera rozado una brasa encendida.

– ¿Ha visto nuestra tienda? Tenemos objetos muy antiguos: tapices, armas, joyas… Las joyas siempre han representado la codicia y la belleza. Algunas son de origen europeo. Siempre hay alguien que se ve en la necesidad de empeñarlas. El veinte por ciento es un buen interés. Sólo pido más cuando dudo de la garantía. Unas veces vuelven a recuperarlas, otras no. Fíjese en esta pulsera con incrustaciones de esmeralda -indica incorporando su voluminoso cuerpo con cuidado y mostrándole a Kerrigan la pieza sobre un paño de terciopelo-. Perteneció a la familia del archiduque de Austria, pero no creo que a usted le interese esta clase de objetos -añade con una sonrisa artificiosa que deja al descubierto sus dos piezas de oro.

– Ismail me dijo que tenía algo importante -responde Kerrigan tratando nuevamente de ir directo al grano.

– Oh, claro. La información también puede ser una mercancía valiosa y usted es periodista, ¿verdad? Será mejor que me acompañe al patio.

Abdullah coge el candil que reposa en el suelo y comienza a andar en dirección a la puerta por la que entró Kerrigan. Están nuevamente entre los sacos amontonados y las cajas cubiertas con lona. Abdullah se detiene y alumbra un contenedor metálico.

– ¿Ve eso? -pregunta a Kerrigan mientras abre la tapa y levanta un molde cóncavo y alargado que brilla con destellos cromados.

– Tiene forma de pez -opina el periodista, fijándose en el dispositivo triangular como una aleta bífida adosado a la pieza principal.

– Cientos de cajas como ésta han llegado al puerto en los últimos meses, repartidas en diversos cargamentos -dice Abdullah, sin satisfacer del todo la curiosidad del periodista.

Kerrigan tiene la impresión de que el cuñado de Ismail se complace de algún modo en proporcionarle una instrucción incompleta, como si disfrutase al subrayar su ignorancia.

– ¿Conoce al señor Wilmer?

– Por lo que sé es el representante comercial en Marruecos de varias empresas alemanas -contesta Kerrigan.

– Sí, pero tal vez no sabe el papel político que desempeña aquí en la organización del partido nazi.

– Da la impresión de que tiene usted todo un servicio secreto -responde Kerrigan con cierta admiración, mientras saca de su cartera un billete de cinco libras y vuelve a mirar el interior de la caja; a la luz de la lámpara puede apreciar con precisión la porosidad del metal-. No se parece exactamente a las bombas de mano ni a un proyectil de largo alcance.

– Me llegaron algunos de estos moldes al almacén entre otros residuos. Siempre encontramos alguna aplicación para las piezas que ustedes los europeos desechan, una polea para el riego, el émbolo de un motor, un condensador… Los materiales mejores se hallan en el basurero del monte Yebel el-Kebir, donde los cuarteles españoles abandonan la chatarra que consideran inservible. ¿Comprende?

– Francamente, no mucho -miente Kerrigan, con la intención de que el comerciante sea más explícito en sus insinuaciones.

Abdullah permanece un instante inmóvil con expresión inescrutable.

– Sólo deseo que usted recuerde lo que ha visto -dice-. Quizá algún día tenga que escribir sobre ello.

Después se despide aduciendo obligaciones familiares y empieza a caminar hacia el bazar dando por terminada la conversación.

Kerrigan se queda solo en la penumbra del patio rumiando algo. Antes de la conversación con el cuñado de Ismail ya conocía la relación de Wilmer con algunos oficiales del ejército español. No era ninguna novedad. Pero ignora las razones que podría tener Abdullah para darle esa información y hacerlo de un modo tan comedido, ocultándole datos que sin duda conocía. De cualquier modo, tampoco es tan extraño, piensa, aquí cada cual tiene sus propias motivaciones ocultas, la ciudad entera es una red de servicios secretos que a veces se interfieren entre sí. La experiencia le ha enseñado que en esas situaciones, conviene actuar con sumo cuidado, como en una partida de bridge a varias manos. Distintos contrincantes y ningún compañero. De pronto se estremece en su interior y algo cruza su mente como un fogonazo cálido. La intuición es tan importante para su trabajo como el razonamiento. Kerrigan nota el burbujeo ascendente de la adrenalina y respira ensanchando las aletas de la nariz igual que un perro perdiguero. Siente cierta clase, un poco abyecta, de felicidad. Sabe que está en el momento inicial, cuando los datos y los interlocutores no significan mucho; es un instante de espera, intacto, como el folio en blanco colocado en el carro de la máquina de escribir que aguarda el tecleo de la primera palabra. Continúa allí todavía un momento, saboreando la sensación, paladeándola, como en los viejos tiempos. Los ojos muy brillantes, reflejando dentro una emoción, neta, dura, de acero pulido. Los hombros apoyados contra el muro. En el rostro, olvidado, el principio de una sonrisa.

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