XVIII

Elsa Quintana permanece con el oído pegado a la almohada, escuchando el ritmo desacompasado de sus propios latidos igual que si escuchase un reloj que le marcase el tiempo con angustiosa inminencia. Tres de la madrugada. Desde esa posición contempla el trozo de cielo que asoma por encima del cristal astillado de la habitación de Ismail, como una mandíbula. No quiere moverse. No quiere volver a ocupar la parte de la cama en la que ha estado tumbada durante la pesadilla, las sábanas arrugadas, sudorosas. El sueño ha ocurrido en aquel cuarto, en el rincón más próximo a la pared: la mano de Alonso Garcés en su cuello, agrandada por el espejismo, sin dejarla apenas respirar en plena excitación. Ha arañado la pared con las uñas y tiene rastros de cal entre los dedos, pero está segura de no haber gritado. En aquel abismo movedizo, el rostro de él se había transformado maléficamente con el placer, casi a la manera de las sombras chinescas, y por un momento le pareció que adoptaba las facciones de Fernando Ruiz Santamarina. Fue entonces cuando se despertó sobresaltada. Aún nota el dolor en el cuello, al tragar saliva. La sensación de vértigo es la misma que había experimentado la única vez que bailaron juntos en el salón del Excelsior, tampoco en aquella ocasión podía respirar con el diafragma hundido igual que si hubiera recibido un golpe, o cuando él la besó ante la verja del hotel apretándole los dedos contra la curva de la nuca hasta cortarle el aliento. Después volvió a dormirse y en su mente se mezclaron otros gestos que parecían proceder de una actitud más plácida y natural, pero ni siquiera así podía relajarse convencida de que la calma acabaría por mudarse en violencia. El miedo del que procede está siempre emboscado en torno a lo nuevo que le ocurre, sin concederle la mínima oportunidad de recuperarse. Una pesadilla y más adelante otra serie de sueños. La venganza de los sentimientos.

Se había librado del recuerdo del hombre que le había arruinado la vida en España. Pero no podía olvidar la emoción del sentimiento. Éste permanecía en ella latente, a la espera. Eso es lo que piensa ahora en la penumbra del cuarto, mirando el recuadro de la ventana, la mancha débil de luz procedente del terrado que entra diagonalmente hasta rozar el biombo. ¿Qué sentido podían tener si no las tentaciones recurrentes que la asaltan de noche? La memoria del cuerpo va más allá de lo que alcanzamos a recordar. No pertenecemos a nadie ni estamos vinculados a un solo ser, múltiples sabores conforman nuestro gusto, se confunden en nuestros sentidos. Los países modifican sus fronteras, los continentes se alejan, los ríos cambian su curso y fluyen subterráneos bajo tierra hasta encontrar otra salida al mar. ¿Acaso no le había explicado Garcés, mientras regresaban caminando del teatro, cómo se transforman los desiertos en un momento, por efecto de una tormenta? Había creído sobreponerse al amor pero tal vez sólo había conseguido enterrarlo y ahora empezaba a brotar nuevamente de la semilla de aquel primer sentimiento dañino y complicado, como quien incuba una enfermedad o hereda una deuda antigua. El mismo líquido que cambia de recipiente sin variar su composición. Se toca la parte del cuello donde había notado la presión de la caricia de él, durante unos segundos, cuando en el sueño estaba inclinado sobre ella. Se incorpora un poco para llevarse a la boca el vaso que reposa sobre la mesilla. Lo hace torpemente y el agua clorada le corre por la barbilla hasta el pecho. Se siente irritada consigo misma, desanimada. ¿Cómo puede caer de nuevo en lo mismo? Lo último que desea es volver a enamorarse. Ha sido a causa del calor, se dice, volviéndose de espaldas, una pesadilla accidental en una noche agitada. Nada más.

Desde que se ha instalado en la rue des Chrétiens, contempla de otro modo su relación con las cosas, no como al principio que sólo podía moverse en la periferia, pegada a las paredes, a los setos de las terrazas. Quería que el paisaje la ocultara, no se fijaba en sí misma, ni en la impronta que la ciudad empezaba a dejarle, ni en su brazo extendido hacia el respaldo de una silla, ni en cómo iba cambiando la tonalidad de su piel. Su seguridad no dependía de ella, sino de cómo la observaban los otros. Ahora, sin embargo, que está a salvo, protegida, en una casa del barrio viejo de Tánger, siente que el peligro la amenaza desde dentro de su propia imaginación dispersa en múltiples puntos de fuga. Podía dormir cuanto quisiera sin preocuparse, porque otros ojos velaban por ella y ese sentimiento era franco y dulce, y nacía sin esfuerzo, derivado de la gratitud. Pero quizá no se tratase tanto de una cuestión de reconocimiento cuanto de capacidad de recepción: la onda expansiva de un arrullo cálido que se propaga desde lo más recóndito como el sonido de las cuerdas en la madera de un instrumento ancestral. Lo que hay detrás de esa música no se sabe. Es impreciso.

Intuye que está deambulando por el filo que separa dos espacios mentales opuestos. Todos los objetos de la casa le parecen ventanas por las que asomarse a otra vida. La fotografía de una mujer en un puente sonriendo apenas, emergiendo de la niebla, una alfombra con los colores muy gastados, un libro abierto sobre la mesa de madrugada; y también los pasos de Philip Kerrigan en el cuarto de al lado, yendo y viniendo de un extremo a otro de la casa, por la noche, sin poder dormir. Por alguna razón no experimentaba el impulso de luchar contra la presencia cercana de aquel hombre de modales más bien rudos que sin embargo le había ofrecido su hospitalidad, pero se sentía intrigada por su comportamiento. Unas veces se mostraba delicado en extremo y caballeroso, mientras que en otras ocasiones cultivaba abiertamente el desdén amparándose en una risa ronca que lo distanciaba del mundo. Esos cambios de actitud la desconcertaban, no sabía cómo interpretarlos: su azoramiento cuando en una ocasión al cruzarse en el pasillo le rozó la cintura casualmente con el dorso del brazo, la habilidad que tenía para conducir las conversaciones eludiendo cualquier detalle personal o su silencio ensimismado en un trayecto de taxi desde el Club la Kasbah, después de una comida en la que había estado especialmente hablador. Le gustaba ese pudor, la reserva que mantenía en todo momento. La enternecía su forma personal de resistencia. Admiraba la capacidad que mostraba para crear un espacio en torno a sí y concentrarse. Había días en que regresaba a casa tras una larga jornada de trabajo y se encerraba en su escritorio como un molusco dentro de su caparazón. A veces lo oía teclear en la máquina de escribir hasta altas horas, después ponía el gramófono, melodías marroquíes y la nueva música que venía de América, de los clubes de Nueva Orleans, a través de la colonia extranjera: My Sweet, Lady be good… La luz encendida hasta el alba, como un faro.

Cuando nacemos ya llevamos impreso en la piel el ascendiente de los astros que han de abarcarnos en nuestra experiencia con la misma determinación que las estructuras geométricas de los cristales. En cada cara ofrecemos una visión diferente del prisma. Polaridades tan enfrentadas como la ternura y la impaciencia, el sufrimiento y el placer. Paisajes desconocidos impregnados de un lustre sagrado, caminos distintos que desearíamos recorrer, brazos que nos sustentan igual que las ramas de un árbol poderoso y nos dan sombra, y nos transmiten su savia y sus frutos. Sabores diversos. Minerales alterables en su composición y en sus propiedades. Piedras que arden. Nuestro gusto no puede ser unívoco ni excluyente, porque el mapa del corazón humano está trazado con fronteras de arena.

En las horas de la noche el tiempo da para mirar a cualquier parte, se alarga, se distorsiona. Todo adquiere un significado diferente al que puede tener durante el día. Son imágenes y pensamientos desordenados que pasan y se olvidan. Elsa Quintana se da la vuelta, arrebujándose contra las sábanas, y cierra los ojos.

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