A mis padres, tal como eran,

en el contraluz

de una tarde de 1959

delante del cerro de Santa Tecla.


El corazón y la noche. Un pàlpito lento como el chapoteo de las olas contra las piedras. En la oscuridad, un pájaro blanco planea volando sobre el espigón. El mar se ondula suavemente con los añiles aceitosos y los plomos violetas que deja el petróleo espejeando en la superficie del agua. Voces lejanas y bocinas se quiebran en la distancia. El hombre está inmóvil, con la ciudad a sus espaldas, dentro del enorme círculo que enmarca la bahía. El pensamiento no le pesa. Su estado de ánimo no tiene que ver con aquel continente ni con ningún lugar en toda la vieja tierra. Es algo de otra índole, más fuerte que la amistad o cualquier forma de amor, una especie de pudor instintivo y solitario como el de los animales que se ocultan cuando van a morir. Está apoyado en el poste que hay al lado de una grúa, con la mano apretada sobre el costado presionando la herida del pecho. El pitido ronco y breve de la sirena de un barco cruza la atmósfera. El hombre observa la última mancha de la gaviota en el aire mientras se va dejando resbalar hacia el suelo con las rodillas flexionadas, dentro de un óvalo negro de alquitrán.

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