V

La mujer está asomada a la ventana, con los codos apoyados en el alféizar, mirando el cielo, las fisuras lácteas de las estrellas, esa dureza invitadora y temible del firmamento que le hace sentir una exaltación insólita, no por su belleza, sino por la certidumbre de haber alcanzado un grado más profundo de aislamiento. El relente le eriza el vello de los brazos. Una risa lejana llega desde la verja del jardín con un sonido extrañamente monocorde. Contempla las mesas y las sillas de mimbre entre las palmeras. La guirnalda de pequeñas luces sobre la pista de baile acaba de apagarse. Un farol brilla solitario en la puerta trasera del hotel. Ella está encerrada en sí misma, dentro de sus propios huesos, con plena conciencia de haber estropeado su vida para siempre. Su piel adelgazada denota una tensión recóndita en las finísimas venas que se transparentan azules a la altura de la sien.

La noche reproduce su cuerpo en el marco del cristal, los párpados enrojecidos, la cabeza inclinada, el pelo suelto sobre los hombros, el cigarrillo en los labios. Mira su imagen y no se reconoce; ya no sabe quién es ni qué le ha sucedido ni cómo. La frente ardiendo, el estómago acalambrado, una sombra de resignación curvándole apenas el vientre. Uno se siente así después del primer acto de amor o de la primera deshonra o del primer crimen. La oscuridad la va cercando como un animal quieto y mudo; percibe su presencia alrededor como hubiera deseado percibir quizá la muerte. Las mujeres dependen tanto de su orgullo…

Retrocede de espaldas en la penumbra del cuarto. Enciende la lámpara de la mesilla. En el círculo iluminado por el foco hay un sobre ya abierto con matasellos de España. Los dedos temblorosos de la mujer extraen la carta probablemente releída hasta la saciedad. Querida Elsa. Las palabras como zarpazos, una mentira que la va hundiendo. Por el momento, no puedo reunirme contigo. Sigue leyendo, con la mirada perdida, sin capacidad para dejarse engañar. Como sabes, la situación política anda revuelta y mi posición no facilita las cosas. Lo mejor es esperar. Creo que el dinero que te envío será suficiente por ahora…

Ella está tumbada en la cama, apenas rozada por la luz. La barbilla temblando, las lágrimas resbalando calladamente hacia el nacimiento del cabello. En el recuerdo, el barro rojo del corral con los álamos y la alberca seca. Imágenes descabaladas se atropellan en su memoria: lo ve a él, al hombre que había torcido el rumbo de su existencia, tal como lo vio aquella primera vez en el cortijo, muy alto, con la camisa abierta y pantalones de montar. Ella acababa de cumplir veintitrés años y todavía era una señorita de buena familia, sin experiencia, incapaz siquiera de soñar que varios meses después estaría acostada a su lado, sobre los montones de paja seca, jadeante y desconcertada porque nada había sucedido exactamente como ella esperaba. El recuerdo va cobrando en su mente una consistencia física, táctil: nota en la cara el aliento de él, la aspereza de la barba, la boca descendiendo hacia su cuello para besarla, aullándole palabras inauditas que la despojaban de sí misma y le hacían perder la conciencia del tiempo y del lugar donde estaba. Su respiración le rozaba la nuca, con ese tono impostado de súplica que adoptan los hombres aunque sepan ya que nada les va a ser negado y ella buscó apoyar la cabeza despeinada contra su hombro porque se sentía desfallecer y permaneció inmóvil mientras él le acariciaba el pecho, demorándose en la aureola oscura de los pezones y descendiendo después hacia la hendidura húmeda del pubis. La miraba con pupilas ansiosas y fijas, la tanteaba tratando de sujetarla y de abrirla pero ella se negaba retadora y eludía sus labios, manteniendo con dificultad las piernas juntas porque le daba miedo abandonarse a aquella violencia masculina que no admitía demora, pero todavía más temía al fuego desconocido que le estaba subiendo por las venas y que la hacía contraerse y respirar entrecortadamente con las aletas temblorosas de la nariz y los ojos entornados hasta que ya no pudo resistirse más, envenenada de pronto por el olor fosco, animal que emanaba de sus cuerpos y por aquella tentadora dureza que le rondaba el vientre, que la iba doblegando. Fue ella finalmente quien separó las rodillas y lo condujo con una sabiduría recién adquirida, entreabriendo su sexo con las manos para recibirlo, atreviéndose a crudas caricias y a palabras que nunca antes había pronunciado, rendida, ansiosa, implorante, sobrecogida por el súbito estremecimiento de que las piernas apenas podían sostenerla, como en el vértigo anterior a sufrir un desmayo. Rodaron por el suelo, los dos con el pelo sucio de paja, él volcado sobre ella, enceguecido, moviéndose a un ritmo cada vez más rápido, ciñéndola y apretándola, con una violencia emboscada que los mantenía trabados, anudados, confundidos, medio matándose. Como dos fieras.

El flujo del recuerdo le moja los muslos con un rastro de acuciante necesidad sexual. Mira de soslayo las paredes blancas de la habitación donde está ahora, los grabados con ilustraciones de las Mil y una noches que adornan los tabiques, la ventana abierta por la que entra la brisa de Tánger, ondeando suavemente las cortinas. Una fragancia sensual a mar y a tierra lejana se apodera de su olfato y le hace sentir en las venas la crecida del deseo. Es el aroma del salitre y el azafrán. Ella se revuelve inquieta sobre el cobertor de la cama, se acaricia instintivamente, apartando la enagua e imagina que es otra la mano que le presiona suavemente las ingles. Quiere pensar que dentro de unos días él llegará con el expreso correo como han acordado y ella le estará esperando en la dársena del puerto. Pero las palabras de la misiva se interponen en su mente obligándola a un distanciamiento absorto y ausente. Por el momento no puedo reunirme contigo… Lo mejor es esperar. Postergaciones, largas, aplazamientos sin fecha. Poco a poco, el pensamiento se le va diluyendo en la morosidad de las horas que no parecen discurrir, en el aire vacío de la habitación del hotel como se diluía durante los últimos meses en los atardeceres en que ella lo esperaba en el cortijo y veía pasar con alarma e impaciencia a los aceituneros que regresaban ya de los olivares con los mulos cargados de sacos, tratando aprensivamente de vencer el miedo ante la posibilidad de que él no apareciese. No es un sentimiento de verdadera pérdida o de ausencia el que la embarga, sino esa especie diferente de dolor que corrompe el alma por dentro. Más íntimo y despechado e irremediable.

Siempre fue lo mismo, la misma angustia, los álamos, la quinta con los postigos verdes, la necesidad de ir ella a la alberca y de esperar hasta verlo aparecer por el camino de la sierra. En aquella manera de otear el horizonte no había esperanza, ni reconocimiento, ni siquiera pesadumbre, sólo la urgencia involuntaria, un poco sórdida, de ir a juntarse con aquel hombre, Fernando Ruiz Santamarina. El tiempo se le amontona en una sucesión sin orden, los días, las semanas, las estaciones. Ya no sabe cuánto duró aquello, ni dónde empezó todo, ni qué va a ser de su vida. Las horas paralizadas como un espacio sin sentido donde nada se perpetúa y donde nada queda tampoco por cumplirse. Hubo noches hermosas al principio en cuya quietud perduraba el eco de las sirenas lejanas de los barcos que bajaban por el Guadalquivir, hubo desafíos y arrebatos, promesas de enamorados, peleas, planes audaces… Pero siempre sabiendo él que le bastaba un gesto, una palabra, para tenerla entregada, con la cara deshecha de deseo y de vergüenza. Una vez le regaló ese anillo, que ella ahora se saca del dedo y deposita sobre la mesilla con despecho, un rubí hexagonal engarzado sobre pétalos de oro, una joya fría bajo el redondel de luz. Si fuera posible amar sin herir…, pero la herida está en el mismo acto de posesión. ¿Cómo poseer sin orgullo o ser poseídos sin humillación? Al despegarse, el cuerpo del hombre le dejaba helado el pecho. En una ocasión, cuando él se puso en pie, alisándose el pelo y abrochándose el pantalón con el ademán resuelto de quien realiza un acto mil veces repetido, tuvo ganas de matarlo. Otras veces pensaba en dejarlo y regresar con su familia. Saboreaba el abandono con la candidez de quien desconoce hasta qué punto es incapaz de llevar a cabo su resolución.

Pero ahora no piensa nada. La densa penumbra nocturna da un significado extraño a cada uno de sus espantos; los brazos recogidos contra el cuerpo esconden el dolor. Bajo los senos, el pliegue de la enagua resalta la redondez del pecho. El sueño, la fatiga, el aire que sale pausadamente de sus pulmones la va meciendo como una canción de cuna y la lleva hacia otras regiones de la memoria. Busca el rastro imposible de una niña delgada con trenzas a la que le gustaba mirar a través de los visillos, quedarse así durante horas contemplando el palomar, las acacias del jardín, la fuente con el brocal de bronce, las huertas y las acequias que se extendían a lo lejos junto a las pequeñas casas encaladas de los aceituneros. Apoyaba la frente en el cristal y el vaho de su aliento era la misma aura velada de nostalgia que ahora envuelve sus recuerdos y la traslada a aquel corredor con zócalo de azulejos, al salón con olor a cuero donde retumbaban con sonido de ultimátum las campanadas de un reloj de pared, a la galería con espejos en las paredes y viejos retratos de familia, a cada una de las habitaciones de aquella casa en la que nació y a la que ya nunca pudo regresar, desde el momento en el que su padre amenazó con desheredarla si continuaba asistiendo a los mítines republicanos y dejándose acompañar por ese ejército de hambrientos que querían apropiarse de sus tierras y repartirlas entre los aparceros, y sobre todo por aquel golfo que había dilapidado la fortuna de una de las familias más distinguidas de Jerez en las carreras de caballos. Ella le respondió con una carcajada corta y seca, cerrando la puerta de un golpe a sus espaldas. Todavía puede oír el sonido de ese portazo.

No le importó el miedo, sino el desamparo de verse empujada, con nada más que una valija de ropa, al otro mundo donde le aguardaba un automóvil negro descapotable, ocupado por un hombre aficionado a la rutilante vida mundana, obsesionado por la hípica y las ideas modernas, que fumaba cigarrillos con boquilla, apoyando los codos en el volante y que tenía una voz despreocupada, embaucadora e irresistible y una habilidad innata para rodearse de malas compañías, para ir a meterse en todas las timbas y las reyertas posibles y en todos los líos de faldas y de regresar de los peores tablaos de Sevilla, casi de madrugada, con la lengua entorpecida por el alcohol y sin un céntimo, pero, eso sí, con la camisa impecable y una sonrisa encantadora de niño que sabe perfectamente cómo hacerse perdonar cualquier embuste. Ella lo había perdonado cientos de veces tragándose el orgullo y los reproches. Había intentado prevenirlo sobre ciertos personajes de su entorno que empezaban a cobrar relieve con dudosas actividades. Trataba de protegerlo sin saber muy bien de qué, al mismo tiempo que quería convencerse a sí misma de que una persona se vuelve digna de confianza cuando se confía en ella. Pero ya no podía confiar ni tampoco regresar al punto de partida. Él había borrado la senda de la que procedía. ¿Cómo regresar a una casa de la que se había ido en busca de otra mejor? Empezó a acompañarlo a aquellos locales mundanos, llenos de jóvenes ociosos y ocurrentes, como El Faro, El Graná o La Malquerida donde en una ocasión se encontraron a Margarita Xirgu, ataviada todavía con la túnica blanca que había vestido para representar Mañana Pineda. Se bebía aguardiente de Chinchón, se hacían alardes, circulaban chistes importados, a veces se cruzaban virulentas discusiones en las que algún falangista de reciente filiación dejaba caer veladas amenazas que no pasaban de ser tomadas como bravuconadas sin fundamento, se improvisaban tramoyas e iluminaciones para actuaciones espontáneas, se organizaban fiestas y barahúndas que duraban hasta el alba, donde lo mismo se hablaba de boxeo que de transatlánticos, igual se opinaba de política que de caballos o de automóviles o de los musicales que triunfaban en Madrid. Era un mundo superficial pero vivo y deslumbrante, impregnado de una fragancia a Myrurgia y lleno de principios estéticos y filosóficos que se mezclaban con la implacable realidad de las noticias traídas por los periódicos.

Durante los meses que vivió con él en el cortijo también conoció otro tipo de locales, más oscuros y sórdidos que los anteriores, como la bodega a la que acudió la primera vez llevada por una mezcla de azar y curiosidad y donde pudo observar sin ser vista cómo los hombres hablaban y bebían acodados en toneles de vino y hacían encendidos alegatos bajo las ristras de ajos que colgaban del techo, entre paredes sucias donde relampagueaban los carteles de la C.N.T. con el lema de La tierra para quien la trabaja. Recuerda el olor de las trastiendas con los cristales cegados por papel de estraza en las que reinaba un calor de encierro y donde los jornaleros sudorosos, en medio de garrafas y bidones, se entregaban a auténticos exabruptos verbales acompañando sus exigencias de puños alzados y gestos crispados y duros, resueltos a incendiarlo todo. Puede sentir en los huesos la humedad de los sótanos apenas alumbrados por la luz de una mariposa de aceite, donde escuchó mítines, fragmentos de discursos, proclamas encendidas, alocuciones llenas de nombres propios y de términos que ella desconocía y con los que estaba tan poco familiarizada como con el tratamiento de cantarada que se daban unos a otros. Estar allí era una forma de demostrar la inutilidad de su existencia anterior, de vengarse de todos, de su familia, de su apellido, de los rancios linajes poseedores de títulos y haciendas, y también de algún modo de Fernando, de sus engaños caprichosos, de sus justificaciones pueriles, de su despreocupada vida bohemia, salpicada de escándalos y nimias peripecias de salón. Estaba descontenta de sí misma. Ansiaba tener una causa, una historia que valiera su vida, como la había tenido Mariana Pineda, condenada al cadalso por haber bordado una bandera republicana bajo la vigilancia estricta del rey Fernando VII y sus ministros. Sentía un dolor de gestación como el de alguien que está cambiando de piel y todavía no acaba de reconocerse, perpleja y desamparada, sin encontrar su lugar en el mundo.

En aquellos días fue haciéndose adulta deprisa. Se mostraba hermética, encerrada en sí misma, dentro de la muralla temible de su desánimo. Se dirigía a Fernando con sequedad y resentimiento, como si lo odiara, pero lo que odiaba era el futuro, la conciencia de su propio deseo que la volvía débil, el no tener adonde ir. Noches interminables despierta junto a la espalda silenciosa de él. Crecer es asumir la parte de culpa que nos corresponde en los desengaños. Entonces ya no lo amaba y eso era peor aún por lo que suponía de cobardía, de mezquindad, de rencor, una tela de araña que la tenía presa, asfixiándola. Había intentado desprenderse de ella a manotazos, tratando de recobrarse, de rehacerse, de salir del aturdimiento del tiempo perdido y de las decisiones equivocadas como si eso fuera posible. Empezó a vestirse de otro modo, a actuar por su cuenta. Se cortó el pelo a la moda de París, con los mechones caídos en diagonal sobre los pómulos, y adoptó un aire resuelto de mujer dispuesta a afrontar la vida, el mismo aire desenvuelto con el que camina junto a él en la fotografía que lleva consigo en la maleta. El abrigo abierto sobre el vestido, los labios pintados y expectantes, los ojos de perfil que no lo miran a él sino al objetivo de la cámara con una mezcla de vivacidad y miedo, como si pensara que la complicidad del fotógrafo tuviera el poder de convertirla en la mujer que había decidido ser. Pero quizá era ya demasiado tarde porque el azar maneja sus hilos con precisión minuciosa, socavando anhelos, torciendo voluntades, disponiendo invisiblemente sus cataclismos, el instante gradual, el acto último que introduce una conspiración en la existencia.

Ya no llora, sólo respira con los ojos cerrados. Está tan serena como un moribundo apacentando sus recuerdos. Es poco más de medianoche, el viento levanta intermitentes cortinas de polvo que trepan hasta la ventana y se pierden en la distancia por encima de la bahía. Todo el mundo tiene comienzos difíciles en Tánger; se apiñan los destinos. Las risas del jardín van alejándose engullidas por la oscuridad. La noche cae como un presagio sobre el cuerpo iluminado de la mujer dormida, recubre la colina empeñascada que se asoma al Estrecho, refulge contra los minaretes de las mezquitas, desciende sinuosa por los oscuros barrios de la medina, derrama su perfume embalsamado sobre las plazas en sombra, sobre las anchas avenidas vacías y, más lejos aún, sobre las lápidas de los cementerios, envolviendo con su aire hermoso y negro el silencio de todos aquellos que duermen aquí o allá. Para algunos el sueño es un descanso; para otros, una condena de vastas e ingratas meditaciones. Para todos, un misterio desnudo, escueto. Afuera, aprisionada entre las murallas, encerrada en su implacable sortilegio, dormita la ciudad.

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