XII

La larga calle lateral se cuece al calor del mediodía. Los halos solares reflejan círculos simétricos, transparentes. Burbujas de color naranja sobre los estratos azules. Coronas inmóviles. El aire, pequeñas nubes, los tejados de la ciudad recortados contra ese fondo tórrido. Nuevamente el sol. Su fulgor ilumina en diagonal el flanco de las primeras azoteas. Philip Kerrigan se dirige con paso lento hacia el bazar de Abdullah bin Saiyid. A medida que se adentra en el pasaje, un intenso hedor acre le hace taparse la nariz con la mano. A su lado pasan sin inmutarse las siluetas huidizas de las mujeres con sus caftanes de tonos brillantes, tres hombres de avanzada edad conversan animadamente sentados en el rellano de unas escaleras. Ni unos ni otros parecen percibir el nauseabundo tufo que impregna el aire. Kerrigan piensa que dentro de la medina todos los olores son tan intensos que por fuerza tienen que adormecer la pituitaria de sus moradores. Conforme avanza por la callejuela, la pestilencia va haciéndose cada vez más insoportable. De pronto, en el zócalo de una vivienda, observa con repugnancia unas protuberancias sangrientas adheridas a la pared junto a las que revolotea un enjambre de moscas. Kerrigan tarda un segundo en darse cuenta de que se trata de las cabezas decapitadas de dos gallos con sus crestas impregnadas de plumas. Está a punto de pisar una blanda masa de vísceras y grasa que todavía palpita en el suelo. Tiene conciencia de que normalmente, en cualquier lugar, se hubiera estremecido de asco ante una visión semejante, pero, aquí, por alguna razón, sólo experimenta una vaga sensación de naturalidad. «Tal vez me estoy aclimatando demasiado», piensa. No es sólo el olor, sino la visión de la sangre y los jirones de carne, lo que le traslada durante una fracción de segundo a otro lugar, mucho tiempo atrás, exactamente al invierno de 1916.

La larga línea de trincheras zigzagueaba en socavones fangosos desde el canal de la Mancha hasta la frontera suiza. Dentro de las zanjas los hombres, cargados con un equipo de más de treinta kilos y con el hígado tan agotado como la moral, hacían frente a los proyectiles alemanes en medio de una densa nube de fosgeno y gas mostaza, los pies insensibles en el interior enmohecido de las botas. Las fuertes lluvias que acompañaron el ataque convirtieron el campo de batalla en un lodazal, la corriente del río Verdún era un puré de arcilla. A intervalos imprevisibles se producían explosiones en las montañas y nubes negras de pájaros salían proyectadas desde los árboles hacia el techo amarillo del cielo. Recostado contra el talud de la fosa, un muchacho escuálido, con el vientre resquebrajado, vomitaba sin esfuerzo. El agujero rosado, abierto en la piel, estaba a la altura de la ingle, rodeado por una pelusa negra como de plumón de pato. No había nada en el barro que se pudiera comer, el muchacho tomó un puñado de tierra y se lo metió en la boca. A lo lejos, las pequeñas aldeas humeaban en la distancia. La herida supuraba un líquido gris y desprendía un vapor infecto que apestaba. El corresponsal del London Times penetra en ese olor como si entrara en las aguas de un río. Se sumerge en él y allí no hay ni fondo ni superficie. Sólo una náusea que se expande por su cuerpo desde la nariz hasta la garganta y los pulmones empapándolo todo instantáneamente.

«La muerte hermana a los hombres con los animales -reflexiona Kerrigan- los reduce a su estado fundamental, una cloaca inmunda en la que continúan los procesos químicos.» Ahora camina más despacio, dejando atrás los despojos de las aves degolladas. Un cansancio antiguo le agarrota los músculos de las piernas, pero sin duda es el alma la parte más cansada de su cuerpo. Poco después se halla ante el portón de madera del bazar que regenta el cuñado de Ismail, atraviesa el patio donde reconoce la disposición de los sacos amontonados y las cajas cubiertas con lonas que vio la primera vez que visitó el local, aunque a la luz del día el espacio le parece un poco menos abigarrado. Sube con decisión las escaleras que conducen al interior de la tienda. Se para en el umbral sintiendo una leve excitación mientras sonríe sorprendido para sus adentros al contemplar de perfil la escena que tiene lugar en una de las esquinas, alrededor de la inevitable mesita de té. A veces la vida resulta previsible de puro imprevisible, se dice. La mujer tiene el rostro medio oculto por la melena que le cae diagonalmente por debajo de los pómulos, va vestida con un traje sastre de color azul marino abierto sobre una blusa de verano y lleva alrededor del cuello un pañuelo salpicado de lunares blancos. Por el modo en que permanece sentada justo en el borde del diván, da la impresión de estar intranquila. Los zapatos de tacón apoyados sólo en la punta sobre el suelo, como si estuviera preparada para levantarse en cualquier momento. Las manos, muy rígidas, aprietan el bolso rectangular y plano que reposa en su regazo, se humedece los labios con expresión de azoramiento pero, hay algo en sus gestos que revela cierto impudor o quizá una determinación imperiosa.

Frente a ella, Abdullah bin Saiyid sonríe mientras le mira de soslayo el escote y mueve la cabeza varias veces en señal de asentimiento. Después acerca la lupa a un objeto que, a juzgar por su interés, podría tratarse de una joya de gran valor. Kerrigan está seguro de que, de un momento a otro, comenzará el largo ceremonial de una negociación interminable en la que tanto el comprador como el vendedor emplearán todos los recursos histriónicos posibles en su puja por subir o bajar el precio. Sus ojos escrutadores se fijan en el rostro de la mujer, ligeramente sonrojado ahora, y un poco alterado quizá ante la inminencia de las lágrimas: la frente aferrada a algún pensamiento fijo, los labios pesados y mustios forzados en una mueca que trata de ocultar la desazón, su silencio, la vena azulada de la sien por donde fluyen las corrientes secretas de la conciencia. Para algunos hombres la compasión puede resultar más peligrosa que cualquier atributo de la belleza, la contemplación de un ser acorralado les provoca un instante complicado de piedad capaz en algunas ocasiones de hacer bajar la guardia de las fortalezas más inexpugnables, aunque tal vez ésta no sea una de esas ocasiones. De todos modos, hay días en los que el corresponsal del London Times desprecia profundamente a las gentes del comercio, le pone nervioso el arte del regateo, odia tanto esa estrategia envolvente como las manos ávidas de los mendigos que en las calles atestadas de gente se cuelgan de su chaqueta y se aprietan contra él.

– Enseguida estoy con usted, señor Kerrigan -dice Abdullah, reparando en su presencia y tratando de mantenerlo alejado del negocio que le ocupa.

Pero Kerrigan ya ha decidido inmiscuirse y avanza con paso seguro hacia la mesa donde tiene lugar la transacción. Sobre el tablero, en un pequeño paño de terciopelo, hay un anillo con diminutos pétalos de oro superpuestos que rodean una corola de rubí de color muy puro, primorosamente tallada. Kerrigan lo toma en sus manos. Sus ojos achicados examinan apreciativamente el objeto, dándole vueltas entre los dedos y después, mirando a Abdullah, hace un gesto de silbar con manifiesta aprobación. El árabe no parece mostrar ninguna intención de subir su oferta.

– Por una pieza así, hasta yo estoy dispuesto a pagar el doble de esa cantidad -dice Kerrigan, dirigiéndose al prestamista al tiempo que hace el ademán de sacar la cartera del bolsillo interior de su americana.

– Lo siento -replica el comerciante frunciendo el ceño en un evidente mohín de desagrado-, pero la señorita no quiere vender el anillo: se trata sólo de un depósito temporal. ¿No es así señorita Quintana?

– Sí -balbucea ella en un tono apenas audible, bajando la cabeza hacia el bolso y punzando nerviosamente el cierre con la uña-. Es decir…, yo…

Vuelve a humedecerse el labio inferior sin dejar de darle vueltas al bolso y calla.

Kerrigan decide sentarse, aunque nadie le ha invitado a hacerlo. Al momento, un muchacho muy joven se acerca con varios almohadones y los distribuye a lo largo del diván. El periodista se dirige a la mujer con la expresión más afable que es capaz de armar en su curtido rostro, sonriendo con aire paternal y tratando de infundirle confianza.

– Continúe. ¿Qué es lo que iba a decir?

– Nada -responde ella lacónica.

Kerrigan ve los destellos que emiten los ojos de la mujer, la mira reflexivo, como si intentara catalogarla. Después de unos segundos de escrutinio, que ella soporta silenciosa e inmóvil, se decide a preguntarle por los motivos que la han llevado a empeñar el anillo. Lo hace de un modo tranquilizador, casi profesional, lo mismo que haría un médico al dirigirse a su paciente.

El muchacho que les había proporcionado los cojines regresa ahora con una bandeja y la deposita sobre la mesa: la tetera, tres tazas pequeñas y algo desportilladas, y un platillo con higos secos.

Elsa Quintana, con la voz ligeramente temblorosa, pero en un tono corriente, sin énfasis, como quien expone en voz alta una lección aprendida, comienza a explicar una rocambolesca historia sobre una deuda familiar y una herencia. Kerrigan la observa de refilón esbozando una sonrisa incrédula que mantiene agazapada en la comisura de los labios durante todo el tiempo que dura el relato. El corresponsal del London Times no puede dejar de darle la razón a su amigo Garcés en cuanto a los méritos de la dama. Se da cuenta de que la belleza de ella no proviene tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito de su semblante, a veces casi excesivamente ponderable. Pero, al mismo tiempo, hay en ella algo irregular, como la distancia que le separa los ojos o la frente demasiado amplia o el mohín de desdén que le curva el labio superior con una leve hinchazón. Kerrigan piensa que si existe un punto en el que resulta irremediablemente atractiva, es precisamente por esa serie de desajustes que la salvan de ser hermosa.

Al principio los dos hombres la escuchan afectando una especial atención. Kerrigan siente más curiosidad por la forma en la que ella traba el relato que por el relato en sí. «Vaya -piensa con cierta melancolía-, otra a la que también le gusta el juego de las mentiras.» Y la observa en silencio, frotándose las mejillas hacia arriba en el sentido contrario a la barba, un poco decepcionado por el simulacro fallido de sinceridad, pero intrigado por el final que ella haya podido improvisar para su hipotética historia.

De nuevo, los gruesos dedos de Abdullah se mueven con presteza alisando el paño de terciopelo sobre el que reposa el anillo.

– Coja el dinero y no se preocupe, el interés es razonable. Hágame caso, la vida en Tánger para una mujer como usted requiere una posición desahogada. Además su joya estará a salvo en mi almacén hasta que pueda venir a recuperarla.

Elsa Quintana busca los ojos empequeñecidos y arrugados de Kerrigan con un fondo de súplica en los suyos. El periodista siente crecer en alguna parte de su cuerpo esa vanidad tan masculina que impulsa a los hombres a salir en defensa de una dama en apuros. Sin embargo, permanece en silencio, buscando con la lengua las semillas de los higos entre los dientes. El sabor de los frutos le resulta especialmente agradable pero por alguna razón no le apetece sentir placer, ni salir de su apatía. Algo le obliga a aferrarse al recuerdo de las cabezas de los dos gallos aplastadas contra la pared con su amalgama de sangre y vísceras. La sensación le produce un revoltijo en el fondo del estómago que le hace fruncir la boca. Prefiere sentir asco a placer. Está en su punto álgido de lucidez y cinismo.

La mujer se pone en pie impulsivamente y le ofrece la mano a Abdullah.

– Gracias. Lo pensaré mejor -dice recogiendo el anillo y colocándoselo de nuevo en el dedo.

– De nada -responde el árabe sin poder evitar un gesto contrariado-. Ya sabe dónde encontrarme si cambia de opinión -añade variando la voz por otra más endulzada y persuasiva.

Kerrigan se levanta indeciso apartando los almohadones de cretona, sin saber aún si irse o quedarse. Había acudido a la tienda con la intención de sonsacarle al cuñado de Ismail algún dato más sobre el asunto de las cajas, pero viéndolo así, con las manos crispadas sobre su vientre de mandarín y el gesto malhumorado, presto a imprecarlo con maldiciones, piensa que tal vez Abdullah no se encuentre en la mejor disposición de ánimo para intercambiar confidencias con él. Además, por otro lado, está el misterio de la mujer, algo inaceptable que lo impulsa a seguirla. Otra vez la vida empieza a bifurcarse, a tener distintos sentidos, múltiples posibilidades, que acaso milagrosamente confluyan. Finalmente, hace un gesto vago con la mano y se decide a caminar por el corredor central de la tienda detrás de ella, con los ojos clavados en la costura negra, un poco ladeada, de las medias.

– Espero que la próxima vez no interfiera usted en mis asuntos -dice el prestamista desde la puerta, confirmando sus temores.

Ya en el exterior, Elsa Quintana y Kerrigan avanzan despacio, bastante separados. Hacia el oeste penden del cielo macizas nubes oscuras que flotan en la atmósfera desde la mañana. A su lado, van pasando figuras y voces. Bajo los árboles de una plaza, varios hombres en cuclillas abanican pequeñas hogueras sobre las que hierve el agua para hacer el té. Dos muchachos cogidos de la mano se cruzan en dirección contraria, uno de ellos se ríe a carcajadas, mostrando una dentadura blanca y prominente. El periodista y la mujer toman la rue de la Marine, pasan costeando la Gran Mezquita y llegan a la terraza de Bordj el Marsa, donde las mesitas y las sillas de los cafés al aire libre ocupan buena parte de la explanada, bajo las palmeras. Kerrigan se vuelve hacia Elsa Quintana, y señala con la mano una de las mesas con ademán de invitación. Los ojos de ella no han perdido la expresión decepcionada, un óvalo oscuro bordea sus párpados. Parece abatida por esa clase peculiar de desilusión que saben dejar traslucir las mujeres cuando alguien de quien esperaban más desciende por debajo del mínimo de la vulgaridad.

– Le vendrá bien tomar algo -reconviene Kerrigan mientras separa la silla caballerosamente.

– Gracias.

– Y ahora cuénteme en qué clase de lío está usted metida.

La mirada de Kerrigan brilla con la sagacidad malévola del periodista de raza.

– No comprendo bien lo que quiere decir.

– Usted no es exactamente la clase de persona que pretende aparentar, ¿verdad? Todo lo que le ha contado a Abdullah es una patraña admirable. Esos modales distinguidos, los balbuceos y todo lo demás. Hay algo en usted que induce a sospechar. No tiene aspecto de haber llevado mala vida y sin embargo…

– Peor de lo que pueda imaginar -le interrumpe ella.

Tras unos momentos en los que parece confundida. Elsa alza la cabeza impostando una risa sorda, ligeramente burlona, tan llena de desdén hacia sí misma como vacía de alegría.

– No se ha creído ni una sola palabra de lo que les he contado en la tienda, ¿no? Pues ha acertado: no era más que un cuento. Pero si quiere saber la verdad se la diré.

Ahora está inclinada hacia adelante y sus ojos permanecen fijos en los de Kerrigan, insólitamente brillantes.

– En realidad, soy una mujer peligrosa -dice con un punto de mofa en la voz como si quisiera hacerle creer que está bromeando-, me buscan por dos asesinatos, además de varios altercados y actos contra la autoridad. ¿Le gusta más esta versión que la de mujer indefensa?

– Tampoco exagere. Una persona tan delictiva -dice Kerrigan, alargando mucho el adjetivo- no tendría ningún reparo en empeñar su anillo de compromiso. Además a mí me da igual -añade encogiéndose de hombros- y, por otro lado, quizá no fuera bueno para usted ser de verdad indefensa.

– ¿Cómo sabe que se trata de mi anillo de compromiso?

– Soy periodista. Me pagan por observar. Si quiere que la ayude tendrá que contármelo todo.

– Un hombre me está extorsionando. Es todo lo que puedo decirle, de momento. Sé que no tengo derecho a pedirle que se fíe de mí, pero se lo pido. Yo también me he informado sobre usted, señor Kerrigan. No es tan cínico como a veces quiere parecer. La gente aquí lo respeta. Tiene muchos recursos, contactos con personas importantes y no se asusta fácilmente. Además, el azar lo ha puesto en mi camino -sus pupilas ahora se mueven inquietas debajo de las pestañas como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas-. No tengo amigos en Tánger y… -la voz vacila con un ligero temblor- necesito que me ayude.

Kerrigan deja de contener la respiración, y alzando las cejas expulsa el aire entre los labios fruncidos, lo que en su código gestual viene a significar que el discurso de la mujer le ha parecido, si no convincente, al menos suficientemente halagador.

– Bien, no tengo inconveniente en ayudarla, pero no será mucho lo que pueda hacer si no sé de qué se trata. Así que usted dirá.

– Debo entregarle una suma de dinero antes del sábado o de lo contrario…

– De lo contrario, ¿qué? -la apremia Kerrigan.

Elsa cierra los ojos con expresión de abandono.

– Me siento tan cansada -dice por primera vez con verdadera sinceridad-. Cansada de todo, de mí misma, de esperar, de pensar qué debo hacer y qué no debo hacer -y apoya la cabeza entre las manos sin despegar los párpados.

– Ahora sí está siendo usted peligrosa -murmura Kerrigan en voz muy baja, apartándole con suavidad un mechón de pelo de la frente.

La mujer alza la cara: sus iris se mueven con una leve palpitación, como si estuviera intentando rehuir la mirada de Kerrigan y no lograra hacerlo. Alrededor, los plomos violentos del cielo, la barahúnda del mediodía en el mercado de frutas, un murmullo de grillos aprisionados dentro de una caja.

Kerrigan saca una tarjeta del bolsillo en la que está escrita su dirección con grandes letras de imprenta y la pone en la mano de ella, demorándose intencionadamente en el ademán.

– Cuando esté dispuesta a hablar, puede encontrarme aquí -declara recobrando el tono neutro.

En el horizonte van amontonándose arremolinadas las nubes. El corresponsal del London Times se tantea el pantalón buscando los fósforos mientras abandona la terraza, contorneando el círculo de mesas. A lo lejos se oye el canto de los muecines en tres partes diferentes de la ciudad. Camina con lentitud, con la vista fija en el suelo. Tal vez se siente demasiado viejo y cansado para aprender a amar de nuevo.

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