II

Ni un soplo de brisa, el cielo nítido sin nubes, más oscuro hacia el este, tan pulido como debió de serlo en la noche de los tiempos. El hombre atraviesa la medina apenas iluminada con faroles de queroseno, calles tortuosas resudadas de pátina, rejas de hierro forjado, sombras fugaces en el gris nocturno de los pretiles. Respira lento y sonoro. Oye su propio resuello, el eco de sus pasos en el pavimento como si estuviera en el interior de un sueño. Baja de dos en dos los escalones de un callejón empinado con las manos hundidas en los bolsillos, alto y oscilante. Su camisa de color blanco refulge en la penumbra. La lleva abierta en el cuello, con los faldones aleteando por fuera del pantalón como un velamen a la deriva. La noche de África tiene el color de la tintura de índigo, es de un añil profundo con tonalidades púrpura en los extremos. No parece un color que emane del cielo sino que está fuera de él, alrededor de la densidad, en el fondo del mundo. Entonces se acuerda. Viene a su mente la visión del firmamento centelleando en la oscuridad, al pie de las dunas, durante la expedición que hizo al Sahara con la Sociedad Geográfica de Madrid, en el otoño de 1931. Aquella fue la primera vez que lo sintió, casi podía ver el vapor que desprendía la arena al enfriarse, un ligerísimo brillo de plata. Notó que se le erizaba la piel como si fuera la única membrana que lo separaba del Universo. Por encima, goteando, en racimos… las estrellas. Fue un momento como un escalofrío. Permanecer allí, en medio de aquella soledad, habitándola por dentro. Ésa y no otra debía de ser la fiebre de África, buscar ese principio. El mismo que llevó a Livingstone y Stanley hacia la meseta de los Grandes Lagos, el que impulsó a Iradier y a Osorio al interior de Río Muni, el que también él presiente como una forma especial de destierro, el que teme y de alguna manera busca. Una tierra reseca y cruel que, sin embargo, puede ejercer un hechizo que ningún clima templado es capaz de igualar.

Las calles se esquinan en inesperados salientes de cornisas desconchadas, se estrechan entre las paredes de adobe, serpean confusamente, impregnadas de un aroma dulzón y se diluyen borrosas sin nada que aparentemente las distinga entre sí. Pero el hombre avanza con seguridad, como si conociera bien cada palmo que pisa. De vez en cuando, oye un ladrido de perros en una plaza, alguna que otra voz con entonación gutural, sonidos ahogados… Anda un buen trecho, cruza un patio empedrado y sale, de pronto, por una de las puertas de la ciudad a una avenida abierta, flanqueada por palmeras, con edificios modernos y letreros iluminados a ambos lados. Es el barrio nuevo de Tánger.

Una claridad amarillenta se ciñe en torno al ópalo de la ventana. El Café de París, en la Place de France, permanece sumido en su habitual actividad noctámbula. Repiquetean los dados y las fichas de dominó contra las láminas de mármol, manos nerviosas bailan la danza agitada de los naipes sobre tapetes de color verde musgo, una bombilla baja oscila colgada de un cable iluminando horizontalmente la superficie de una mesa de billar. Muchos miembros de la colonia extranjera cuentan sus días de permanencia en la ciudad con la impaciencia de esos escolares que marcan en un calendario las jornadas de colegio que todavía les restan. Para ellos el mejor modo de combatir la nostalgia consiste en acudir a los contados puntos de encuentro donde pueden divertirse al modo occidental. Es lo que algunos residentes veteranos llaman con sorna el cordón umbilical de Europa. El humo de los cigarrillos se agolpa en las vidrieras e impide distinguir con total claridad el interior del local. El hombre de la camisa blanca apoya las dos manos sobre el cristal haciendo pantalla. Sus facciones se iluminan. Es un rostro joven, con esa clase de tensión imperiosa propia de los temperamentos vehementes. El pelo moreno, cortado al estilo militar, todavía conserva la humedad de una ducha reciente. La línea pronunciada de las cejas acentúa el fulgor de una mirada atenta y curiosa que trata de escudriñar a través del ventanal, concentrada en no dejar pasar nada por alto, pero finalmente desiste y se decide a entrar.

En la atmósfera cerrada, entre las columnas de altos fustes, flota una niebla densa, que amortigua las improvisadas tertulias en las que cada cual se da el gusto de escucharse a sí mismo, de hablar más alto, con más apasionamiento. Voces que se interpelan de mesa a mesa, comentarios atropellados, palabras obscenas que ilustran los consabidos chistes contra los árabes. Circulan rumores, suenan nombres de ministros depuestos, se comentan escándalos, catástrofes, desórdenes, con la natural tendencia a la exageración que siempre conlleva el alcohol y la noche. El hombre al principio se queda inmóvil, un poco desorientado, como quien sale de la oscuridad y entra en un lugar con demasiada luz. Mira alrededor. Los ojos parecen enfocar ahora con menos fijeza aunque se mantienen expectantes. Avanza dubitativo entre las mesas, las manos en los bolsillos, el aire apenas intencionado de quien, desde un lugar elevado, realiza una primera exploración a vista de pájaro, sin demasiada precisión. Saluda a algunos conocidos. Después atisba de nuevo con más interés y momentáneamente la expresión de su rostro se relaja en una incipiente sonrisa que le aclara el rostro, como si al fin descubriera a la persona que está buscando, y se dirige con pasos largos hacia el fondo del local.

Hay un caballero de mediana edad que permanece de espaldas a la barra, fumando, con el mentón apoyado en la mano. Tiene una vaga expresión de cansancio, tal vez está un poco harto de sus ruidosos vecinos. La penumbra del rincón lo protege de las miradas y le permite observar sin llamar demasiado la atención. Va vestido con un traje de hombreras anchas que resalta su complexión fuerte, la corbata aflojada en el cuello le da un aspecto informal, casi descuidado. Debido a su actitud vigilante podría pasar por un policía de la brigada secreta si no fuera por ese brillo de inteligencia en las pupilas, un punto de humor inescrutable o sagacidad que denota sin duda otra clase de linaje. Philip Kerrigan pertenece a una generación de reporteros que se inició en la profesión durante la Gran Guerra. Las líneas regulares de sus facciones contrastan con el puente de la nariz partido, que le otorga cierta apariencia ruda de ex boxeador. Tal vez lo fue en su juventud, o en cualquier caso tiene aspecto de haber sido pendenciero y de no haberse resguardado demasiado de los peligros que acechan en algunas tabernas después de varias rondas. En la mano izquierda puede verse una ostensible cicatriz desde el nacimiento de la muñeca hasta la base del dedo índice, oscura y requemada como el cráter de un volcán. Al lado de la mano, sobre la mesa, un ejemplar del London Times, un paquete de cigarrillos ingleses y un vaso mediado de bourbon.

El hombre de la camisa blanca lo observa largamente. Se fija en las sienes grises, las arrugas del cuello, el tono más sanguíneo de la piel bajo las mejillas. Da la impresión de que está haciendo un rápido balance de los estragos del tiempo desde la última vez que lo vio. Piensa que es una de esas personas en las que lo ocurrido deja huella, como si las cosas vividas le fueran cincelando el rostro, dotándolo de historia. Después de esta reflexión casi instantánea, se le acerca, dándole una palmada en la espalda. El saludo carece aparentemente de efusión. Sin embargo, hay algo en él que denota una complicidad especial, tal vez discontinua, pero profunda a pesar de la diferencia de edad.

– Feliz Navidad -la voz del hombre suena con una afectación difícil de clasificar, un matiz enigmático y levemente humorístico-. Ismail me dijo que te encontraría aquí.

Kerrigan vuelve la espalda y se echa a reír con una risa ronca que parece salirle directamente del abdomen. La primera vez que había visto a Alonso Garcés fue en el casino militar de Melilla, poco después de las elecciones que habían dado al traste con la Monarquía en España. Estaba algo ebrio, de buen humor. Trataba de atraer la atención de los presentes con un caótico discurso geopacifista en el que abogaba por una patria humana universal. A Kerrigan le pareció que en el fondo de su euforia había una vena poética que no podía haber adquirido en los cuarteles, sino probablemente en otros lugares de África, por lo que dedujo que debía de llevar allí algún tiempo. El discurso de Garcés era bastante contradictorio y deshilvanado. Hablaba como un buscador de piedras. Decía que un país, su soberanía territorial, no era más que un manto mineral de cuarzo y arenisca. Afirmaba que la piel del mundo debía ser un mapa sin Estados, pero al mismo tiempo reclamaba un brindis por la joven República española y se empeñaba en desearle a todos los presentes Feliz Navidad, lo que no dejaba de resultar sorprendente teniendo en cuenta que era el mes de mayo. Tal como Kerrigan lo recuerda, subido encima de una mesa, con los ceñidos breeches del Ejército y botas altas, podría parecer que se encontraba a punto de iniciar una expedición. Pero había en él una evidente impostura, como si en realidad fuese un actor haciendo escarnio de las ordenanzas y el espíritu castrense. Lo rodeaban varios oficiales del Regimiento de Cazadores de África en cuyos semblantes empezaba ya a retoñar la incipiente sombra de un bigote fascista y que probablemente le habrían creado serios problemas de no ser por la presencia en el local de algunos corresponsales de prensa. En aquella ocasión Kerrigan había sentido el instinto natural de protegerlo. Levantó su copa y se apresuró a responder al brindis repitiendo en inglés la divisa de Merry Christmas. Desde entonces aquel saludo se había convertido en una peculiar contraseña entre ellos. A veces los hombres, al igual que los niños, necesitan algún conjuro, palabras rituales o jocosas que les ayuden a exteriorizar sentimientos que quizá no sabrían expresar de otro modo.

– Feliz Navidad -contesta esta vez en español el corresponsal del London Times, interrumpiendo la secuencia de imágenes que durante décimas de segundo ha cruzado por su mente como un fogonazo. Y sin abandonar su peculiar risa de carraca, le tiende la mano a aquel tipo alto e insensato que tenía por costumbre deambular por los desiertos, lanzar arengas en los lugares más impropios y aparecer siempre cuando menos se le esperaba.

Se apagan las luces. Un saxo muy suave empieza a sonar desde el palco donde cada día, a partir de medianoche, tienen lugar las actuaciones musicales. Después, lentamente, van entrando el teclado y el contrabajo hasta que un reflector ilumina un círculo del escenario en el que aparece una muchacha marroquí que recuerda vagamente a Aida Ward, embutida en un vestido de terciopelo, arrancando con el tema de moda, The man I love. El humo por encima de la música, ráfagas azules y rojas salpicando fugazmente la atmósfera del café, alargando las sombras; una trompeta que se alza ceremoniosamente; las conversaciones más bajas, ahora, en la oscuridad.

– La arena es gruesa, forma dibujos estriados, del color del cobre. Las capas del fondo retienen la humedad durante meses, y unos treinta kilómetros al este debe de estar el palmeral.

Alonso Garcés da un sorbo largo a la copa de coñac que acaba de traerle el camarero y la deposita otra vez sobre la mesa.

– ¿Cómo puedes saber esos detalles si no has estado allí? -pregunta Kerrigan bajando la voz y observándolo con expresión burlona.

– He leído los informes de la expedición de Márquez y Quiroga. Te aseguro que… -se interrumpe bruscamente y con gesto displicente añade-: bah, no lo entenderías -dice, como si se tratase de una estratagema para provocar el interés de su escéptico interlocutor.

A continuación, aparta hacia un lado las consumiciones y con un rápido ademán despliega un mapa sobre la mesa. La llama dorada del encendedor ilumina una porción del Sahara Occidental. Continúa hablando, las aletas de la nariz dilatadas; su discurso es envolvente, sugestivo, de pronto se interrumpe: cree haber encontrado el flanco débil del corresponsal del London Times, un punto de fascinación. Pero tal vez se equivoca. Kerrigan le escucha con los ojos abiertos e interrogantes pero con cada bocanada de humo toma distancia. No es algo premeditado sino probablemente instintivo, que quizá tiene que ver también con su profesión; se fija en las señales marcadas a lápiz sobre el papel, se acaricia con el índice el mentón carnoso, frunce el ceño, opina en silencio. Con los ingleses nunca se sabe.

El periodista masculla algo ininteligible. Después, suelta de golpe el humo del cigarrillo, y por fin se decide a hablar con claridad:

– Mira, Garcés, si quieres puedo ayudarte a buscar un intérprete, pero no sueñes con llevarte a Ismail. Haile Selassie ha enviado un telegrama de petición de ayuda a través de la legación británica y, tal como están las cosas, creo que antes de que acabe el mes tendré que viajar a Djibouti, y de allí a Addis Abeba. Compréndelo, necesito a Ismail. Además, si quieres que te diga la verdad, me parece una locura este proyecto tuyo.

– ¿Por qué una locura? -pregunta el español-. La depresión de Iyil está sobre un fondo de capas de sal de las que se han surtido desde siempre los nómadas del desierto en su comercio con Tombuctú. Se trata justamente de la línea meridiana que marca la frontera con la parte francesa del Sahara.

– Lo único que sé es que tu República haría mucho mejor en ocuparse de sus asuntos internos o de lo que se avecina en Europa que de interceptar el tráfico de las caravanas.

– No es sólo por los pozos subterráneos; es que si se confirma que toda esta zona -indica señalándola con el dedo- es una enorme depresión, eso posibilitaría convertirla en un gran mar interior. Además -añade cambiando el tono de voz-, hay lugares en los que no se puede dejar de pensar y sólo estando allí…

– Filosofías, no -interrumpe Kerrigan con el cigarrillo en la boca y las manos ocupadas en plegar de nuevo el mapa-. Vuélvete, y fíjate en cómo mueve los hombros esa muchacha. No podrás olvidarla.

Un fugaz resplandor azulado barre la mesa. El contrabajista le sonríe a la mujer que está apoyada en el borde del piano con repentina complicidad, es una sonrisa inmóvil, aislada de todo, que no tiene que ver con lo que la mujer es, sino con la forma de tocar, así, buscando variaciones sobre una misma melodía, con notas improvisadas que unas veces suenan a provocación y otras a suspense, como si estuvieran descubriendo una peculiar manera de desafiarse y de reconocerse en el ritmo y en la letra de la canción que ahora suena, Lady be good.

– La que vi esta mañana en el vestíbulo del Excelsior sí que era una mujer inolvidable -dice Garcés, y nada más decirlo se queda en silencio durante un momento, evocando el recuerdo.

Aquella manera de irrumpir en el hotel, envuelta por el aire de la calle, cubierta de miradas; el gesto de hacer repiquetear las uñas con nerviosismo sobre el mostrador de la recepción, algo lejano e impalpable que emanaba de ella como si perteneciera a un sueño y que, sin embargo, producía al mismo tiempo un efecto absolutamente carnal. Después enciende un cigarrillo. Kerrigan lo mira atentamente, inclinado junto a la botella de bourbon, esperando algún dato más. Pero él prefiere no decir nada; aparta de un manotazo el humo de la cara como si tratara de espantar sus pensamientos y se limita a pronunciar lacónicamente un nombre: Elsa Quintana.

– Yo que tú no intentaría acercarme a ella. Una mujer sola que se aloja en el Excelsior sólo puede traer problemas. Además, en Tánger hay cientos de muchachas hermosas que no son espías ni trabajan para ningún gobierno ni son amantes de ningún rey del hampa ni exigen demasiado a cambio.

El tono que utiliza Kerrigan es reservado, paternalista, dando muestras de saber perfectamente lo que está diciendo, y después de una pausa en la que vuelve a dar un trago a su vaso de bourbon, añade:

– Con el amor ocurre igual que con el alcohol. Al principio se parece al deseo, pero al final es solamente costumbre, rutina -su voz suena con un matiz más melancólico que cínico, incluso parece contener una solapada burla hacia sí mismo.

Tras el comentario le dirige a Garcés una mueca resignada, enarcando las cejas, como diciendo: así son las cosas. A continuación, se echa hacia atrás contra el respaldo de la silla con los ojos entornados y se dedica a marcar con los pies el compás de los redobles de batería, dando por terminada la exhortación a que la amistad le obliga, sin creer tampoco que Garcés vaya a tener muy en cuenta su consejo.

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