XVII

Arriba la claridad es intensa. Cada grano de arena refleja un fragmento de luz distinto, más oscuro.en el lomo de las ondulaciones y muy pálido en las estrías convexas. El viento mueve continuamente la superficie, separando las partículas pesadas de las ligeras, alterando de forma casi imperceptible la tonalidad del paisaje: oro filtrado de vetas plateadas, tostado con pigmentos de rosa pálido o azafrán, blanco envuelto en un matiz gris anaranjado que se extiende como una neblina, borrando la línea del horizonte… Casi se puede oír el sonido del deslizamiento de una capa sobre otra, su zumbido vibrante. Un camino que duerme. La hondonada en la que se asienta el campamento está en una balumba rodeada de pequeñas dunas con forma de hoz. Garcés abre una de las bolsas y saca un cable negro, lo alza y lo enrosca alrededor del poste de una tienda extendiéndolo después. La antena del receptor de radio queda colgando a metro y medio del suelo. Cae la tarde, sin aspereza, sin producir ningún desgarramiento en el aire. El sol, unas carpas con la lona mimetizada por el polvo, las dunas, la planicie, y el Sahara a ciegas, antiquísimo, envuelto en su austeridad. Garcés, aislado del resto del grupo, revisa la enrevesada caligrafía del diario de la expedición de Cervera y Quiroga en 1886 por el territorio de Adran Temar; los croquis sobre la formación del terreno y su composición; los mapas llenos de anotaciones y señales al margen sobre los enclaves más valiosos remarcados por una trama de líneas inclinadas. Ahora tenían que internarse por ese terreno para restablecer el contacto con las tribus que se habían mostrado más proclives al protectorado español, aunque debían hacerlo subrepticiamente ya que la zona pertenecía a Francia desde el tratado de 1912 sobre límites fronterizos de las colonias.

Hacía días que habían dejado atrás la hamada del Dra, al pie de las últimas estribaciones del Djebel Quarkziz. «Aferrarse al tiempo», le había dicho una vez Kerrigan, mientras saboreaba un bourbon en su apartamento de la rue des Chrétiens con vistas a la medina. «El tiempo», piensa Garcés con la mirada perdida en la pared de arena que tiene delante. Se había aferrado a él durante las siete semanas de expedición. En el desierto el tiempo se convierte en una dimensión vacía sólo enmarcada por el afilado azul del cielo. Pero a última hora se pueden tomar prestados unos cuantos metros de ese espacio de miles de kilómetros cuadrados y encontrar intimidad en el reducido radio de un campamento. Así se siente él, un explorador de mente racional durante el día, un lobo enfermo por la noche. En torno las seis de la tarde empiezan a crecerle los colmillos. Si subes, estás explorando. Si desciendes, vas de regreso al punto de partida. A Garcés le parece que han transcurrido años desde el amanecer en que cargaron el equipo en los vehículos, equipados con grandes neumáticos especialmente adaptados para la arena: los mapas, las herramientas, los bidones de agua, las cajas de provisiones con arroz, harina, dátiles, conservas, té y café. Un día extraño para iniciar un viaje, después de una noche más extraña todavía, repleta de emociones y sucesos inexplicables. Recuerda que mientras se disponían a abandonar el cuartel tras haber comprobado el circuito de los carburantes, comenzaba en torno a la capilla el ajetreo para preparar el sepelio del coronel Morales. Al arrancar oyó lejano el primer canto de los muecines que cortaba el aire con el misterio de la fe. No era un hombre creyente, pero su anhelo de vida interior, bien de carácter espiritual o geográfico, era una constante a la que nunca había podido resistirse. Se sentía inquieto, aunque con una inquietud diferente a la que había experimentado al principio de otras expediciones y ese estado de ánimo había marcado cada uno de los días de la travesía.

Durante todo el tiempo su retina había conservado nítidamente, como recién impresa, la imagen de Elsa Quintana en el teatro y después en las calles, su intimidad cercenada por la oscuridad. Ella era lo desconocido, el mundo inexplorado, la tierra ignota, sin cartografiar. Si hubiera sido un paisaje podría haber dibujado su perfil, cada gesto de énfasis en sus facciones, cada movimiento y cada quietud, hasta haber descubierto un rasgo revelador. En el mapa de la mente humana, a menudo lo que marca la ruta es la memoria. Pero en el caso de algunos temperamentos vehementes, el recuerdo se rebela ante los espacios en blanco e inventa cuanto ignora. Es la impaciencia de saber. Por eso Garcés convierte el lugar que ella ocupa en un reino tan extenso como el cosmos e igualmente capaz de expandirse. El amor que irrumpe así en el pensamiento se revela por un olor, una palabra, una idea, derritiendo la realidad como la lluvia va derritiendo la piedra caliza, y nos guía con su magnetismo hacia el tiempo que desconocemos. Garcés, presa de esta clase de ensoñación, imagina a Elsa Quintana, su piel desnuda bajo aquella luz ofreciéndose con una lentitud sacrificial, nunca de frente, tan imprecisa como cuando la vio por primera vez. Igualmente irreal, apareciendo y desapareciendo en un laberinto de arena, cálida y móvil. Imagina que se vuelve loco y la persigue entre vastas llanuras que el viento cambia y deshace, desorientándolo y llenándolo de inquietud como en las antiguas leyendas. Imagina todo eso y mucho más. Se pregunta qué aspecto tendría cuando todavía era una niña mientras regresaba andando del colegio haciendo tal vez equilibrios sobre el bordillo de la acera. Casi puede adivinar la manera en la que el aire de una determinada mañana invade sus pulmones mientras ella desliza sus dedos pasajeros sobre la superficie de una mesa o coloca la fruta en un cuenco o saborea una tostada de leche condensada en el desayuno. La saliva ascendiendo, brotando en su boca. ¿Cuál sería el punto exacto de dulzor que segregarían sus papilas gustativas? Siente su aliento en el cuello como cuando bailaron juntos y sueña que la despoja del vestido atrayéndola hacia él y que ella lo deja hacer. La sensación es profundamente física y onírica al mismo tiempo, una especie de vibración interior que tal vez tiene algo que ver con la mujer y con el misterio que la envuelve, pero sobre todo tiene que ver con él mismo, con esa fascinación que hace que ciertos hombres deambulen por paisajes ardientes e inciertos, poblados de espejismos, buscando quién sabe qué. Garcés no piensa. La respiración de ella ocupa todo el espacio de su pensamiento y de su percepción sensorial igual que un contador Geiger amplifica el débil resuello de una roca de miles de años de edad. Un pálpito endeble a través de la pared de la matriz.

Deja de fantasear. Desde dentro de sí mismo mira, se concentra en el color de las dunas a esta hora, cuando ya ha declinado el sol. Percibe la sequedad del aire en la mano que se pasa por las sienes, entre el cuero cabelludo con restos ásperos de arena, una mata densa. Inclina la cabeza y tira de la piel hacia la nuca con las yemas de los dedos arrugadas como si las hubiera mantenido durante mucho tiempo en agua. El agua de una gota que cae de la cantimplora sobre el mapa que tiene en el regazo y se expande como una mancha transparente, llena de nombres. Una voz amortiguada pregunta algo desde el interior de la tienda, alguien busca entre los fardos mientras el foco de una linterna agujerea durante un momento la lona de la carpa con un círculo amarillo. A continuación los miembros de la expedición se van agrupando en torno a la hoguera y Garcés enciende una lámpara de aceite utilizando de mecha un diminuto ovillo de cuerda muy apretado. Uno de los ayudantes rastrilla unas brasas de la hoguera hasta formar un lecho candente y deja caer encima la masa de harina moldeada, le da la vuelta y luego excava un agujero para enterrarla y cubrirla con arena. Todos observan cómo las burbujas se abren paso a través de la capa exterior de ceniza a medida que la torta se va cociendo. El olor del pan recién hecho tiene que ver con la satisfacción derivada de la dificultad. El regocijo de los estómagos saciados es como el placer que proviene de la abstinencia. Garcés esboza una sonrisa al recordar una de las irrespetuosas bromas de Kerrigan: «Te crees una especie de Lawrence del Sahara -decía- viviendo de meados de camello y arena asada».

Uno a uno, por turnos, van mojando pedazos de ese pan en un cuenco con mantequilla derretida. Primero el teniente Domingo Bellver, después, Arranz, Díaz, Rivera, los guías Umbarak y Bin Kabina e Ismail -a quien Kerrigan había finalmente autorizado para que los acompañase- y, por último, Garcés. Las palabras de la conversación se convierten en aliento blanco por el descenso de la temperatura. Todos se han puesto ropa de abrigo y permanecen alrededor del fuego. Arriba van apareciendo de dos en dos, de tres en tres, en racimos, como copos helados, las estrellas. Garcés huele la lana de la manta a la altura del hombro y se acuerda de cuando era un niño y de noche apoyaba la cara contra el cristal frío de la ventana. Entonces se creía capaz de percibir la atracción entre las estrellas y la tierra, una dependencia metálica de conceptos que aún no entendía: magnetismo, órbitas. Se imaginaba las estrellas perdiéndose y acercándose demasiado a la tierra, atraídas con fuerza hacia el suelo.

Lo que experimenta en el desierto es una profunda ternura personal, un sentimiento de fraternidad con esa tierra y el doloroso deseo, por vano que sepa que es, de proteger su singular limpieza. Aquí los vínculos con cualquier otro mundo son tan frágiles como el tintineo de la cafetera ennegrecida por el fuego o una vaga añoranza fortalecida por los espejismos que rielan a través de la desnudez del paisaje. Muchas veces ha conversado con los otros miembros del equipo sobre cómo la geografía y la ciencia podían utilizarse contra las peligrosas elucubraciones de la política. Por difícil que parezca en un mundo tan proclive a las adhesiones, en el desierto uno acaba sacudiéndose de encima tanto su nacionalidad como su extranjería, porque cada ser humano es un recién llegado. El cansancio, la despiadada oscuridad, cada una de las dificultades del trayecto, todo hace surgir entre los hombres una camaradería especial, derivada tal vez de su insignificancia: escarabajos afanándose a través de la arena.

En una ocasión, en la sala de conferencias de la Sociedad Geográfica de Madrid, Garcés había asistido a la exposición del geólogo canadiense Debenham, sobre sales y fosfatos. Le había conmovido la descripción que aquel viejo profesor de la Universidad de Toronto había hecho sobre la unión iónica de los recintos de sodio que bordeaban la tierra reseca en el lecho de los antiguos lagos salados: minerales teñidos por la costra vieja del mar. Había mostrado restos de piedras con nódulos gabroides y pigmentos de feldespato y olivina. También había hablado de cómo funcionaban los corazones de los hombres unidos por el azar en los lugares vacíos de la tierra, o demasiado bellos e inabarcables y sobrecogedores. Y afirmó su convicción de que la ciencia debería usarse como un instrumento de la paz.

Bin Kabina, de pie, alarga la mano hacia la cafetera y vierte el café en los recipientes que los demás van acercando. Cada vez saluda con una inclinación al hacerlo. Los ocho permanecen apiñados en torno al círculo del fuego, como un grupo homogéneo. Sin embargo quizá no todos profesen las mismas convicciones a pesar de haber compartido el pan ácimo incrustado de arena. Tal vez uno entre todos permanece al acecho, emboscado en un deseo larvado de querer devorar el espacio y aprisionarlo, dispuesto a todo.

Garcés es consciente de cómo afectaron al desierto los cambios habidos en el mundo después de la Gran Guerra. Radios, aeroplanos y vehículos militares habían dado a los gobiernos por primera vez la capacidad de penetración más agresiva de toda la historia. Se introdujo el tráfico de armas modernas en las tradicionales rutas caravaneras en espera del momento oportuno para convertir también ese territorio en escenario de su ambición. Tuaregs, nómadas, pastores de ganado, altos, de bellos rostros arrogantes y largos cabellos de un color dorado, teñidos con la orina de los camellos, se convirtieron en mensajeros de la muerte al servicio de las naciones.

Después del café, Ismail y los dos guías beduinos se levantan y se dirigen a una de las tiendas, bromeando en su idioma. Sus risas se van apagando poco a poco amortiguadas por la noche y el sonido más próximo de la radio. En un momento se produce una ligera variación en la longitud de onda, y Garcés tiene que mover el dial del receptor para volver a sintonizar la emisora española, sin conseguirlo. Desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero, las noticias eran cada vez más confusas y alarmantes. Las caras de los cinco miembros españoles de la expedición acusan la interrupción con una expresión diferente: banal, preocupada, irritada, desafiante o perpleja. Garcés observa atentamente los ojos de sus compañeros donde chispean las llamas según el rumbo que toman los pensamientos guiados por las inquietudes de cada cual. Ahora una melodía muy tenue se mezcla con el crepitar de la hoguera, elevándose hacia el cielo que tiene una tersura de acuario.

Ya en la tienda, a la débil luz de un candil, Garcés anota en su diario reflexiones y fechas, rematando las tes con líneas firmes:

Mayo de 1936. El trayecto desde Tánger, atravesando oblicuamente el trópico de Cáncer, transcurrió por la ruta de Cervera y Quiroga sin especiales problemas. Si mantenemos el mismo ritmo, en cuatro días alcanzaremos la depresión granítica de Iyil, y comprobaremos sobre el terreno la riqueza de sus recursos hídricos procedentes de los pozos y las posibilidades reales de convertirla en un mar interior o al menos en una zona de aprovisionamiento de agua para el drenaje de futuros asentamientos. Respecto a la ruta seguida, en este tramo sería inútil trazar mapas porque el volumen y la disposición de las dunas cambia con mucha rapidez por los vientos mutantes. Es como si la superficie del desierto se alzase cada día obedeciendo a una fuerza que la impulsara hacia arriba. Todo lo que conseguiríamos sería la dudosa vanidad de nombrar lugares efímeros que aparecen y desaparecen esporádicamente igual que los ríos de Heráclito, las leyendas y los rumores a lo largo del tiempo, epopeyas contadas por un ciego. Pero ¿cómo orientarnos en una tierra sin mapas?

Garcés había descubierto antes de los ocho años lo que significaba despertarse una mañana en una casa distinta, huérfano, con los estantes repletos de la biblioteca de su abuelo como único consuelo. De esa época le viene la fe en los libros, en la palabra antigua. Podía haber desaparecido Troya, los barcos y los hombres que la destruyeron y la defendieron, pero siempre quedaría el lugar donde unos versos rearmaban el perfil de Helena, el bronce de un escudo, el intacto arco de Ulises, la flecha certera que atraviesa el ojo de las cerraduras. Las palabras de Homero eran el espejo de las cosas. Desde niño había idolatrado al arqueólogo Schlieman:

¿Cómo saber en qué lugar del desierto nuestra piqueta de excavadores tropezará con la máscara de oro de Agamenón o con las bolsas de agua que alimentan los extensos palmerales de la depresión de Adrar?

La luz del candil se ha apagado ya. Un firmamento inmóvil, púrpura, cubre el campamento, los estratos blancos sobre la superficie negra. El aire esparce en la noche el sonido de las últimas sílabas pronunciadas antes del sueño. Suaves brotes hinchan y crecen la lona de las tiendas murmurando secretos, nombres redondos de aldeas, lunas ansiosas, arenales y rutas. Uno de los hombres comprueba bajo el saco la posición de su revólver. Sólo eso. Y el misterio de la tierra dormida.

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