XXI

Ismail, Umbarak y Bin Kabina se mojan las manos y la cara con el agua de una cantimplora, la sorben por la nariz y se introducen los dedos mojados en los oídos. Después de las abluciones barren con el antebrazo una porción de arena, antes de inclinarse y arrodillarse hasta alcanzar el suelo con la frente, en dirección a La Meca, con el rostro vuelto hacia la neblina púrpura que perfila el cielo por el este. Recitan sus oraciones despacio, de forma ritual, como si fuera un cántico:

-¡Allahu ak bar! ¡Aschahahdu amia la ilaha ila Allah! [1]

Al final de cada verso el murmullo de la plegaria adquiere una tonalidad monótona, un sonido sordo que recuerda a cuando alguien está moliendo café en un mortero de cobre. Les rodea el silencio del desierto. A pocos metros del campamento se extiende la depresión de Iyil, una gran planicie de sal blanca y uniforme que daña los ojos como un campo de hielo. La hondonada principal está completamente seca, el nivel esporádico de relleno sólo se adivina por el cerco negro azulado que han dejado las aguas y por el depósito de sedimentos en la orilla, requemados ahora como ceniza. Hacia el sur se elevan cinco dunas de color yeso, las más elevadas de unos ciento veinte metros de altura, con los gradientes muy socavados. Hacia el oeste la tonalidad de la arena es más benigna y el escenario parece menos estéril. Garcés señala a su izquierda unos tríbulos secos como esqueletos.

– ¿Ves esa zahra?

– Parece completamente muerta -responde el teniente Arranz tocando con la punta de los dedos el leño quebradizo de la planta.

– Pues no lo está. Se necesitan muchos años de sequía para matarla. Bastaría con que cayeran unas gotas para que en unos días se volviera completamente verde y cuajada de ramas.

Garcés extiende la mirada por el paisaje de aspecto curiosamente ártico que los circunda.

– No ha debido de llover nada en todo el año -dice.

Con ayuda de una pala excava un agujero en la arena, para descubrir hasta dónde había podido calar la humedad, pero decide abandonar después de haber profundizado unos noventa centímetros sin encontrar ningún rastro.

El cielo tiene la palidez finísima de la madrugada. Bin Kabina da un tirón a las cuerdas y las paredes de la lona caen replegadas como la vela de un barco. Cada uno de los miembros de la expedición está atareado en alguna faena: cosiendo un parche al desgarrón de una tienda, limpiando los rifles, trenzando las fibras de saf que habían machacado la noche anterior, cargando las provisiones en la parte trasera de las camionetas, colocando los instrumentos cuidadosamente en las cajas: el contador Geiger, los termómetros diferenciales, dos brújulas, un sextante para las mediciones de coordenadas y un barómetro aneroide. Garcés es el encargado de realizar el trazado cartográfico y cronológico de la ruta. Sentado frente a la hondonada, con un cuaderno apoyado en las rodillas, va dibujando diversos croquis topográficos, consignando los aspectos más relevantes de lo que se ve a derecha e izquierda. Anota el itinerario, la latitud y longitud aproximada, los accidentes del terreno con la altura barométrica, hora y minuto de la observación, para después poder llevar al papel el alzado a escala 1/250.000.


La charca parece haber alcanzado en su momento de máxima cobertura una longitud de doscientos cincuenta metros y una anchura de treinta y cuatro -escribe en su diario de expedición-. En la cara sur de las dunas, sobre el suelo de yeso, localizamos un pozo poco profundo, medio oculto por arena en la boca, que puede ser una de las fuentes que alimenta el lago. El agua es salobre: sulfato de magnesio mezclado con calcio y sal común. En el centro de la depresión, junto a una zanja incrustada de cristales salinos encontramos otro pequeño manantial de agua más fresca, pero ni rastro del pozo dulce.


Cuando los vehículos se ponen en movimiento, en medio de un zumbido de motores, las crestas de las dunas comienzan a relumbrar tomando prestados los colores del sol naciente que empieza a siluetarse como un disco rojo aún muy débil. Tardan varias horas en atravesar un terreno llano de ser ir, agrietado y surcado de pequeñas zanjas. Van muy despacio para no dañar las ballestas de los coches. Hacia el mediodía el calor es tan intenso que las partes metálicas de las carrocerías no se pueden tocar con la mano desnuda. El suelo se hace más blando conforme avanzan y los camiones van dejando detrás una polvareda cuajada de partículas que brillan como esquirlas de oro.

Al atardecer llegan al poblado de Takjit, pequeñas cabañas en forma de cúpula, grupos de chozas construidas con hojas de palma, los rayos del sol sesgando las nubes alzadas por los rebaños de cabras a su regreso. Un grupo de niños juega en el suelo colocando excrementos de camello en pequeñas cuadrículas que forman una especie de tablero. Ismail y Umbarak caminan delante del grupo entre las miradas curiosas. Poco después todos los miembros de la expedición están acuclillados en círculo, descalzos, junto a varios hombres del poblado, bajo el baldaquino de una tienda. El jeque es un anciano de barba canosa que con gran parsimonia se dispone a llenar de kif una pequeña pipa sin mango tallada en piedra blanda. La enciende con pedernal y da tres profundas caladas antes de pasársela a Garcés que está sentado a su izquierda.

– ¿Qué noticias traéis? -pregunta el anciano.

– Las noticias son buenas -responde Ismail.

Independientemente de lo que hubiera que contar, esa era siempre la fórmula para iniciar la conversación con cualquier visitante, tan invariable como una letanía religiosa.

– La tierra se está volviendo vieja como el humo. No hay forraje y tenemos que cubrir grandes distancias con los camellos para abrevarlos.

Ismail traduce al español con gran solemnidad las palabras del jeque. Después en árabe explica que en el trayecto recorrido desde Iyil, no han encontrado huellas de órice, ni han visto saladillos en las dunas, ni relámpagos en el cielo. Lo que equivale a decir que deberán buscar los pastos en otra dirección.

Después de escuchar esto, el anciano habla de una razia de bandidos sobre una caravana de mercaderes acaecida hace cuatro meses.

– Tenéis suerte de estar vivos -dice-, ya que los hombres de Al-Mukalla no habrían dudado en mataros de haberos encontrado en las arenas.

Garcés piensa en lo rápidamente que los cambios que acontecen en Europa están invadiendo aquella parte olvidada del mundo, sometiéndola a una inseguridad añadida. Durante siglos el mundo occidental apenas se había interesado por el desierto, sin embargo ahora las bandas que recorrían ese territorio vasto y silencioso iban equipadas con fusiles ametralladores cuya descripción respondía a los MG 15 del ejército alemán. Algunos nómadas estaban entrando al servicio de jeques ambiciosos o de gobiernos que los utilizaban como soporte para mantener su posición en la competencia por el apoyo de las tribus. ¿Quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados en ese territorio nunca sujeto por piedras? Los proscritos viajaban libremente entre las aldeas, imponiendo peajes, seguros de una hospitalidad obligada que estaba en proporción a su fuerza. Hacía menos de dos semanas que los pastores habían divisado desde un montículo un aeroplano que dejaba tras de sí pequeñas nubes blancas.

El anciano se expresa acompañando sus palabras de gestos reposados y lentos, como si recitara la sura Fatha del libro del Profeta, consciente de la dignidad que debe regir el intercambio equitativo de información entre los viajeros del desierto. Mientras lo escucha, Garcés presta especial atención a los nombres de las tribus con las que los habitantes de la aldea mantienen alianzas o rivalidades. En el desierto, a menudo, la vida está regida por el tacto de las voces: leyendas, rumores. Repetir algo es tan importante para sobrevivir como el agua, un pequeño pozo da para cientos de kilómetros, una anécdota permanece durante años. La tertulia continúa mientras el cielo va pasando del amarillo ocre a un color miel que suaviza la austeridad de la arena antes de la caída definitiva del sol.

Durante los cuatro días que permanecen en el poblado, Garcés tiene tiempo de aprender por su cuenta cuál es el verdadero ambiente que se apodera de uno: el reflejo de color carbón entre los pliegues rosados de las dunas, las frágiles pértigas de las tiendas fluctuando con el viento, una tetera hirviendo sobre tres piedras en una fogata, la mano de una muchacha decorada con complicados tatuajes de henna, los baldes y las túnicas y las plumas de aves exóticas, objetos reunidos sobre una alfombra como una resaca traída a lo largo de vidas enteras por el río del comercio, un trozo de paño azul ceñido como turbante alrededor de la cabeza de un hombre que está en cuclillas engrasando pellejos de agua, las risas de los niños fascinados con los automóviles y los receptores de radio, un velo vaporoso que oscila en el aire, agitado por una bailarina como si fuera el oleaje de un océano.

Cada noche escuchan las canciones encaminadas a traer el agua, voces acompañadas de danzas y sones de zampoñas, utilizadas también para transmitir mensajes en caso de peligro. Así llegaron a oídos de Ismail las noticias que habían ido pasando de una tribu a otra, desde Sidi Ifni a Smara y la región de Zemmour, a través de los conductores de caravanas y de los nómadas.

La tensión entre los miembros de la expedición había ido en aumento, especialmente entre Garcés y el teniente Domingo Bellver. El motivo de todas aquellas disputas estaba en la radio, en los acontecimientos confusos que comunicaban las emisiones de onda larga. Garcés era partidario de regresar de inmediato a Tetuán, mientras el teniente Bellver consideraba que debían continuar y establecer pactos.

– ¿Pactos en nombre de quién?, ¿al servicio de qué gobierno? -pregunta Garcés en el momento más violento de la discusión.

En el centro de la tienda arde un pequeño farol de queroseno. Los dos hombres se miran retadoramente sabiendo que los rifles se encuentran a menos de medio metro, ocultos bajo las mantas.

– Vuelve tú si quieres, Garcés -dice finalmente el teniente Bellver después de una larga pausa en la que probablemente ha estado evaluando todas las posibilidades, incluida la peor-. Pero ten cuidado de no ponerte del lado equivocado.

Garcés sale al exterior de la tienda. El viento ha amainado y sólo se escucha el ruido seco que hace la arena al dejar de vibrar. En ese momento habría dado cualquier cosa por un trago de bourbon y uno de los cigarrillos ingleses de Kerrigan. Recuerda las conversaciones con él como algo ocurrido hace mucho tiempo y a pesar de ello, con una repentina sensación de inmediatez: la muerte del coronel Morales, el ajetreo del cuartel, las cajas de la Comisión de Límites, los manejos de Ramírez… Todos los fragmentos de la memoria orientados ahora en la misma dirección como los cables de una conducción eléctrica. Levanta la vista y ve la rociada blanca que deja en el cielo una estrella fugaz. Permanece así unos minutos, con la mirada vuelta hacia las dunas, aspirando el aire que flota sobre el desierto, una limpieza infinitamente ajena al mundo de los hombres. Después se dirige caminando con los hombros encogidos hacia la tienda de los guías para hablar con Ismail y preparar el viaje de regreso.

Con la primera luz del alba, el jeque de la aldea les muestra cómo atajar hacia el norte, guiándose por la ruta de los camelleros. Sus dedos trazan líneas convergentes sobre la arena dura del suelo. Garcés piensa en la hondísima hospitalidad de aquella gente, una penetrante disciplina social que se prodiga, incluso más, bajo condiciones de extrema dificultad. La mínima arquitectura que ellos necesitan son las piedras a modo de hogar sobre las que colocar un recipiente. Uno puede sentir así la tentación de borrar su nombre y el lugar del que procede, no pertenecer a ningún país, como cuando una parte del cuerpo se queda dormida. Pero luego la sangre vuelve poco a poco a su sitio. El último vínculo que los une con la aldea es el borboteo de la tetera ennegrecida por el fuego, el barro caliente de las tazas en el aire fresco, las tres medidas ceremoniales de té.

-Insch'allah neschuf wischak beçher [2] -dice el anciano con una leve inclinación de cabeza mientras Garcés, Arranz e Ismail suben a uno de los camiones y el cielo empieza a colorearse de un verde lima con mínimas volutas rojizas en el borde oriental del horizonte.

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