III

En los quioscos de prensa de la rue de la Marine las hojas de los diarios muestran en titulares la piel amarillenta de una Europa enferma. Philip Kerrigan contempla el ajetreo de las callejuelas laterales, las mujeres con sus velos de colores cubriéndoles la boca, el estado del cielo, las nubes quietas. Deposita unas monedas en el cajón de madera que hay debajo del expositor y permanece inmóvil durante un momento, revisando la información de portada. Después abre el periódico y su atención se centra especialmente en una columna lateral: es una noticia breve sobre una escaramuza en la frontera de Renania. Kerrigan sigue los renglones con un punto de tensión en la mirada. Piensa que, pese a las declaraciones del Reich minimizando el incidente y a la llamada a la moderación del Estado Mayor francés, tarde o temprano las tropas alemanas acabarán desafiando el tratado de Versalles. A continuación pliega el diario y se dirige por la rue de la Liberté hacia la zona de las embajadas, en la Place de France.

La sede de la legación británica es un antiguo palacio con el portón de entrada decorado con arabescos, donde montan guardia dos soldados con quepis blanco y casaca roja. Kerrigan se detiene antes de entrar estableciendo tal vez una rápida asociación de ideas entre aquella suntuosa construcción y el lóbrego edificio Victoriano de Bloomsbury Square, con la placa metálica del London Times junto al ascensor y el tecleo infernal de las máquinas de escribir. Apenas llega a estar veinte minutos escasos en su interior. Cuando sale emite un auténtico resoplido de tedio, más auténtico aún porque no lo hace para ser visto ni interpretado por nadie. Quizá piensa en el empeño que ponen algunos miembros del Foreign Office en creerse sus propias mentiras. Después cruza la calle y se encamina de nuevo hacia la medina costeando la pared de una comisaría tangerina. Por su lado pasa la silueta fugaz de una mujer con chador. Sólo en África pueden verse unos ojos así, oscuros como la antracita, húmedos, remarcados con khol. Kerrigan la ve pasar con una punzada de nostalgia futura. Es la ciudad la que se apodera de uno: la opacidad de sombra en las calles de la medina, el aroma penetrante y dulzón del cordero especiado mezclado con el orín en los patios interiores donde revolotean los mosquitos, ver morir la tarde amarilla tras la kasbah, la paciencia del kif que calma los nervios y aplaca las emociones. Junto a eso, ¿qué podía importarle a él Bloomsbury Square y la cervecería Freeney's y la mermelada Cross and Blackwell? Enfila por la rue es Siaghin y se dirige al Tingis. No quiere ir al Café de París a esta hora. Lo último que desea es encontrarse con sus colegas de profesión o con los funcionarios de los consulados acompañados por sus bellas mujeres.

Hay momentos en los que un hombre siente sobre los hombros el peso de una losa, y al mismo tiempo la levedad, la absoluta inutilidad de todo, de su vida, de su profesión, de su patria… Y se ve de pronto tal como es, con algo más de cincuenta años, los ojos un poco inyectados en sangre, cansado, con el cuerpo demasiado castigado y sin nada en el alma. Da un sorbo largo al vaso de té, dulce, aromático, con fuerte sabor a menta. Siente en las sienes los ruidos de la calle, el martilleo de un mazo sobre los tablones de un carro. No puede dejar de pensar en el asunto del tungsteno y los selectores de voltaje. Italia a punto de invadir Abisinia, los alemanes moviéndose por el Sarre y el cuerpo diplomático actuando exactamente como si el tungsteno y los transmisores fueran dispositivos de una inocente máquina de coser. Eso era la diplomacia de la libra esterlina. «Wait and see», había dicho lacónicamente sir George Masón en su despacho del departamento de la Embajada para Europa occidental. Ni la más mínima alusión a la Sociedad Británica de Metales no Ferruginosos, ni una respuesta, ni una aclaración, nada. Así suceden las cosas en Tánger. Una ciudad abierta, sin consistencia, donde llegan cargamentos en barcos procedentes de ninguna parte, donde las noticias lo impregnan todo, pero no permanecen. Los telegramas, los informes, las remesas de material inflamable, todo es barrido por el viento.

Kerrigan enciende un cigarrillo achicando los ojos y mira hacia el espejo que hay detrás de la barra con una mirada rápida, oblicua. Pero no se ve a sí mismo, sino a grupos de tangerinos que beben pacíficamente su té con dulces y fuman bajo un ventilador de aspas. Al fondo, ligeramente desenfocada por el humo, descubre la cara de una mujer, extranjera sin duda, inclinada sobre la mesa. La observa de refilón: hay una llamativa audacia en su indumentaria, el color añil intenso del fular caído sobre el traje blanco de corte occidental. Ella escribe algo en una cuartilla, se detiene pensativa con la pluma entre los dientes, hace pequeños gestos nerviosos meciendo la cabeza; finalmente rompe el papel y se queda inmóvil, abstraída, mirando hacia la calle. Kerrigan la observa en el espejo como si estuviera contemplando un cuadro: sus facciones tienen una vaga desarmonía que curiosamente multiplica su magnetismo y la hace indescriptible. Hay algo en ella que le recuerda a otra mujer: a una mujer también pálida y joven e indecisa. Ciertas cosas hacen más dolorosa cualquier evocación, el terco zumbido de los insectos, el no hablar, pero también el calor, el deseo físico, las imágenes que se apoderan de uno. Kerrigan extrae del bolsillo unas monedas y juega a colocarlas sobre la mesa, alineándolas y desalineándolas con aire ausente. ¿Cómo se enamorarán las mujeres?, se pregunta. Y el interrogante lo hace retroceder a un cuarto de paredes pintadas con flores diminutas. Recuerda el pelo de aquella otra muchacha, su vello secreto, la forma ingrávida que tenía de moverse por la habitación, desnuda, como si flotara en la atmósfera. Sabe bien quién era. Puede ver su mano descorriendo las cortinas, las aguas grises del Támesis al fondo, el escorzo de su cuerpo al inclinarse para recoger una prenda del suelo, su forma humilde y al mismo tiempo definitiva de decir que no, que nunca más. Al fin y al cabo era comprensible, no podía resultar fácil para ninguna mujer soportar esa clase de vida. Kerrigan cierra los ojos con el cigarrillo olvidado en la boca.

Agua caliente a las diez y, si llueve, un coche cerrado a las cuatro. No recuerda cómo sigue el poema, pero el dolor es antiguo y soportable. Quizá más soportable que la propia vida. Esta sensación lo asalta a veces, pero no dura mucho, pasa fugazmente como un escalofrío. Es igual que en la guerra: durante los ataques aéreos resulta imposible permanecer todo el tiempo aterrado, las preocupaciones personales acaban salvándolo a uno. Cuando su destacamento quedó aislado, junto al río Aisne, en el otoño de 1914, no sintió miedo, toda su inventiva estaba ocupada en resolver las dificultades de transmitir. Veía el humo de los estallidos de mortero, pequeñas llamas ardiendo pálidamente en dirección a París. Los alemanes estaban resistiendo la contraofensiva cuarenta kilómetros al norte de la capital, pero él sólo podía pensar en cómo llevar un mensaje a la oficina telegráfica, las cuestiones prácticas son las que nos hacen sobrevivir. Había sido su primera crónica, una victoria aliada. Entonces aún era lo suficientemente inocente para no calcular, bajo la retórica de los titulares, los miles de heridos y muertos, más de doscientos mil hombres. Abre de nuevo los ojos, aprieta el cigarrillo entre los dientes y vuelve a mirar hacia el espejo. Ahora el rostro de la mujer se está empañando y adquiere un vago aire de espera, esa inquietud ambigua que tienen todas las mujeres que acuden a una cita. Piensa que tal vez estaría bien acercarse a ella con cualquier excusa y entablar una conversación, pero al momento el galanteo se le presenta como un ejercicio demasiado largo y desalentador, y rechaza la idea, envejecido de pronto. En la rue es Siaghin alguien pasa entre los puestos de frutas zigzagueando y haciendo sonar la bocina de su bicicleta. Kerrigan vuelve a pensar en el tungsteno, eso le hace sentirse mejor que no pensar en nada. De nuevo, las cuestiones prácticas. Le interesaba esa clase de noticias cuyas consecuencias todavía podían evitarse. Si existía algún peligro de sovietización en el Mediterráneo, no podía ser otro que España. Pero sería un disparate pensar que para frenar el avance comunista, el Reino Unido se arriesgara a tolerar el tráfico de armas y las actividades de italianos y alemanes con la derecha española para derrocar a la República. Aunque es precisamente eso lo que inquieta a Kerrigan, lo que le hace aplastar violentamente el cigarrillo en el suelo, que siempre hay algo premonitorio en la formulación política de lo que no tiene sentido. Últimamente le ocurre con frecuencia, cuando trata de acercarse a una noticia e intenta comprender su verdadero alcance: la información se le convierte en un editorial. El problema de los editoriales es que se escriben siempre demasiado tarde, cuando ya todo es inútil. Pero antes está el material eléctrico, la empresa H &W, el tungsteno y los equipos de transmisión. Noticias que aún no son del todo irremediables y que tal vez por eso no interesan a la prensa europea y sólo merecen unas líneas en la última página de los diarios locales. El corresponsal del London Times emite un resoplido que sólo puede significar el profundo cansancio que le inspira la situación mundial. Sabe que el curso de los acontecimientos no dependerá de la inteligencia, ni del análisis de las cancillerías occidentales, ni de sus tibios deseos de apaciguamiento. Y después de todo, ¿a él qué puede importarle ya?

Desde la ventana del Café Tingis se ve un tramo de Tánger, lentos cristales polvorientos, chilabas, rostros morenos. Un fulgor anaranjado y tórrido llena la calle. Han cesado los golpes del martillo sobre los tablones de madera. Kerrigan empieza a notar un fuego ácido en la boca del estómago. Recuerda que tiene una cita con Garcés para comer, pero antes necesita quitarse la corbata y los zapatos, tumbarse un rato en la penumbra de su cuarto de la rue des Chrétiens y prepararse una pipa de kif. Se siente algo extranjero, algo solitario. Tal vez lleva demasiado tiempo sin acostarse con nadie. Da un último sorbo a su vaso de té, se pone de pie y deja las monedas alineadas en una columna sobre la mesa. Al girar la cabeza para abrir la puerta y salir al exterior, ve que la mujer del fular añil lo está mirando. Las aspas del ventilador dan un ligero movimiento al mechón oscuro que le cae sobre las mejillas en un corte limpio en diagonal, el pelo como ala negra de pájaro, piensa Kerrigan, y en ese preciso momento tiene la repentina intuición de que es ella, la dama de la que le habló Garcés la noche anterior en el Café de París. Probablemente es su apariencia ambigua lo que le ha provocado la sospecha. Kerrigan la examina, clava sus ojos en ella. Sus ojos de periodista, escrutadores y vigilantes, no sus ojos de hombre. La luz resbala sobre el talle del vestido resaltando la palidez de la piel, el gesto caviloso, los pómulos altos… Hay algo confuso e impreciso en el rostro de la mujer, algo muy individual que tiene que ver con su manera provocativa de estar allí sola, sentada en un café árabe, en el puro corazón de la medina. Kerrigan no la juzga dulce, ni hermosa. En realidad, no sabe cómo juzgarla, pero algo lo obliga a permanecer de pie, observándola ensimismado, sin poder moverse, bajo el letrero de cigarrillos importados que cuelga del dintel de la puerta. Ya no posee la habilidad necesaria para acercarse a ella delicadamente y por eso elige una sonrisa cínica, desprovista de vanidad, desdeñosa, casi ofensiva, indigna del hombre que en otro tiempo fue un caballero. Cuando se ha perdido la juventud, la desconfianza puede activar curiosamente las mismas glándulas que el deseo.

Afuera la luminosidad es demasiado violenta, pesa como el plomo sobre los puestos del mercado, contra los muros enjalbegados y ardientes de las casas, en los talleres donde los curtidores repujan el cuero con cinceles templados sobre carbones de encina. Un santón pasa entre las pieles puestas a secar montado en un borriquillo mísero, las babuchas lamiendo el suelo. Kerrigan atraviesa la plaza en diagonal, con el sol de frente hasta que se adentra en la sombra de las callejas de la medina. Toma la rue des Chrétiens, con la camisa empapada por el sudor. Después entra en un portal rematado en arco de herradura, asciende jadeante por la estrecha escalera de la vivienda y atraviesa el pasillo interior hasta alcanzar su cuarto: una cama con el mosquitero recogido, la máquina de escribir sobre la mesa, el cajón archivador a la izquierda, estantes repletos de libros.y recortes de periódico, algunas fotografías, láminas sin enmarcar, un mapa de África clavado con chinchetas en la pared y la botella de bourbon sobre la mesita de noche. Se descalza al mismo tiempo que afloja el nudo de la corbata en el cuello, se echa boca arriba en la cama con la respiración alterada y observa fijamente las manchas de humedad en el techo. Piensa que este clima acabará matándolo, cada vez se resiente más del esfuerzo físico y cada vez encuentra menos energía para reconstruirse. En momentos así le asalta un amago de nostalgia. En la memoria, las tardes de Londres, lluviosas y grises, el olor de la linotipia, los comentarios consabidos del redactor jefe, las bromas de pésimo gusto entre Fraser y el encargado del turno de noche, el burbujeo de actividad febril bajo los tubos de neón antes de la hora de cierre. Esa extraña atmósfera de simpatía humana un poco burda que casi siempre adopta la forma del sarcasmo y fluye como una corriente familiar entre las viseras negras, los teletipos y las grandes palabras de los titulares. Algo tan parecido a un hogar que durante un brevísimo momento casi desea regresar. Pero la ensoñación no dura mucho tiempo, tiene la escasa consistencia de un espejismo que visita pasajeramente su pensamiento, pero sin la intensidad suficiente para llegar a tentarlo. Podía haber aceptado perfectamente un puesto en la sección de nacional, sin embargo, aquí está desde hace tres años y todavía hay muchas cosas que ignora. Es Tánger donde ha elegido perderse. El verde azufre de sus crepúsculos, los prostíbulos del Zoco Chico donde las muchachas sirven el té desde la altura, para que caiga hirviendo espumoso en los vasos con hierbabuena, las telas vaporosas de las bailarinas excitándose a sí mismas al trasluz de las lámparas de queroseno, sus delgados hombros, la línea brillante de sudor en el vientre, entre las aberturas insinuadas de los velos, la atmósfera sofocante y pegadiza, de vez en cuando el rumor de jadeos ahogados, la llama del bronce en la piel, toda esa belleza corrupta, más bella aún cuanto más vulnerada. Le conmueve la forma que tienen de ofrecerse las mujeres árabes, de responder sumisamente a lo que se les pide, a lo que se busca en ellas, quién sabe qué. De madrugada, con la claridad cruda del amanecer, el ritual de las tinajas de agua de azahar que las chicas usan para lavar maternalmente los genitales de los clientes siempre le ha provocado a Kerrigan el efecto descorazonador del despertar de la anestesia. Un vacío espeso, anieblado por los humos fríos del tabaco, ceniceros sucios, vasos a medio beber, las telas muertas y arrugadas sobre los divanes, un decorado de escombros, semejante al que deja tras sí una feria de atracciones después de desmontar sus bambalinas. El corresponsal del London Times siente una repentina piedad por ese paisaje de derrota. El ruido de la ciudad suena ahora como un eco lejano que apenas roza las persianas verdes del cuarto. Ismail entra sigilosamente. Se sienta sobre la alfombra con las piernas cruzadas y comienza a deshacer una pastilla de hachís para preparar la pipa. Al inclinarse sobre la llama, frunce el ceño, concentrado en la tarea de calentar la pastilla para ablandarla entre los dedos. La frente baja, los ojos atentos, la expresión ensimismada, con el labio inferior ligeramente montado sobre el superior. Introduce la pastilla en la pipa y la aplasta con firmeza. Kerrigan lo mira afectuosamente. Llevan juntos tres años, tiempo suficiente para conocerse en sus debilidades sin necesidad de hablar demasiado. Al principio fue su asistente y cocinero, luego le sirvió además de intérprete y ahora se había convertido en un guía imprescindible para entrar en los laberintos de Tánger. Era él quien llevaba cada día sus mensajes a la oficina de telégrafos, quien mantenía los ojos y los oídos sutilmente abiertos para distinguir los más velados matices en las voces de la medina o del zoco y para estar al corriente de cualquier noticia pública o privada que ocurriese en la ciudad. Poseía una intrincada red secreta para informarse de los negocios del puerto, del movimiento de barcos en el Estrecho y contaba además con la confianza de varios agentes de aduanas. El hachís retrasa el tiempo, concede un pequeño aplazamiento, un sueño breve como el canto de los muecines. Kerrigan inhala una bocanada de humo cerrando los ojos y sonríe levemente con expresión beatífica. El sosiego se desplaza por su mente como una pesada y deslumbrante masa de hielo polar que congela sus emociones. Es un hombre con el corazón muerto.

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