VII

Alonso Garcés tira los naipes y avanza una mano hacia el paquete de cigarrillos. Con un mohín codicioso, el teniente Ayala, que está sentado enfrente, apila sus fichas en dos columnas e inclinando la cabeza hacia atrás apura de un trago la copa de coñac. La atmósfera es densa, aprisionada por el humo y el olor rancio a tabaco de faria y a urinarios obstruidos. Unos cuantos militares con las guerreras desabotonadas por el calor que reina en la cantina, observan la partida. En las paredes lechadas de cal hay viejos carteles taurinos, un almanaque de 1935 con el dibujo de una pagoda china, anuncios de Brandy Terry y una fotografía de Celia Gámez en el teatro Pavón de Madrid. Siguen las voces con altibajos, el golpeteo de las fichas de dominó contra las mesas, en algún lugar suenan de fondo los acordes de un pasodoble: Mi jaca, galopa y corta el viento/ cuando pasa por el Puerto/ caminí…to de Jerez…

– Ya está bien de barajar las cartas, Garcés -dice el teniente Ayala empujando el cigarrillo con la lengua a un lado de la boca-. Reparte de una vez.

Entre las bromas de los oficiales que siguen el juego, se va imponiendo el tono cada vez más alto de una discusión en la mesa vecina:

– Para mí el general sigue siendo el marqués del Rif, el héroe de Alhucemas, y ahí lo tienes, desterrado en Lisboa mientras tanto hijo de puta rojo anda suelto sembrando por todas partes el desorden y la anarquía.

– Sanjurjo fracasó porque tenía que fracasar. La patria no está para pronunciamientos ni golpes de gracia. Si hay que restablecer el orden se hará, y con mano dura cuando haga falta, pero dentro de la legalidad -replica otro en un tono más pausado.

– Eso son mariconadas republicanas. Lo que pasa es que no hay cojones para jugárselo todo por la patria de verdad y no en una partida de póquer. Pero te digo que el gobierno de Madrid tiene los días contados y entonces se verá quién…

La frase queda interrumpida por otra voz que se incorpora atropelladamente:

– Si va de pronunciamiento, lo vais a tener difícil. Los sindicatos y las juventudes de la Casa del Pueblo están dispuestos a cualquier cosa. Y todos sabemos cómo piensa el general Morales.

– Ése no se entera ni de lo que hace su mujer con el ayudante de campo.

Una sonora carcajada se extiende entre los contertulios. La discusión continúa por los mismos derroteros, entre burlas, salpicada de adjetivos cada vez más subidos de tono, de expresiones soeces, de gesticulaciones e imprecaciones ofensivas clamando por escarmientos y medidas inapelables.

– Lo que necesitan todos esos lacayos del gobierno es candela y del calibre ocho.

– Te recuerdo que todos nosotros hemos jurado servir fielmente a la República y defenderla con las armas -se atreve a decir con énfasis un subteniente rubio que está de pie apoyado en el respaldo de la silla.

– Juramento impuesto por Azaña…, es decir, papel mojado. Además, tú estabas en la Comisión Geográfica de Límites cuando llegaron las cajas -replica otro interpelando inquisitivamente al subteniente-. ¿Por qué no lo denunciaste si tan legalista eres?

Garcés aguanta el cigarrillo en los labios, fingiendo que está concentrado en la partida. Fuma con lentitud, la cara ensombrecida, los ojos de vez en cuando se elevan en una mirada rápida y disimulada. Un ordenanza pasa una escoba por el suelo y se dirige con un cubo de agua hacia los retretes.

En un extremo de la barra, el capitán Ramírez observa la escena acodado en el mostrador de cinc mientras se limpia las uñas con el extremo de un cortaplumas, la cara ancha y ceñuda, la sombra del bigote sobre la boca apretada. Pide un coñac y saca el pecho ajustándose el cinturón en el estómago. No interviene en la controversia, permanece en silencio, sin perder detalle. Hace el gesto de juntar las uñas de la mano derecha y sopla sobre ellas moviendo los dedos como haría un jugador de billar.

– ¿Qué es ese asunto de las cajas? -pregunta Garcés con el tono más neutro que es capaz de improvisar.

El silencio se extiende entre la humareda del ambiente con más elocuencia que cualquier respuesta. Ahora sólo se oye el sonido intermitente de la máquina de café. Nadie dice nada. Garcés observa de reojo cómo el capitán Ramírez se vuelve con un guiño hacia el cantinero y levanta la mano con gesto de capataz, trazando en el aire el movimiento de ajustar una tuerca. Al momento, el volumen de la radio se hace más elevado y la voz de Estrellita Castro se alza por encima de la atmósfera anieblada y tensa: Lo quiero/ lo mismito que al gitano/ que me está dando tormento/ por curpi…ta de un querer…

– El póquer lo inventó un mudo -rezonga el teniente Orgaz, que está sentado a la derecha de Garcés, e indica a los demás que abre adelantando dos fichas al centro del tapete.

– Que sean cuatro -añade Ayala, después de ver sus naipes y rascar la punta del cigarrillo en el cenicero.

Luego con parsimonia avanza las fichas dentro del cono de luz que proyecta la lámpara. Sus gestos resultan demasiado comedidos para ser producto de una serenidad espontánea. Por encima del reborde tirante de la camisa le sobresale el cuello hinchado y rojo. El jugador que está a su lado frunce los labios. Un pequeño reflejo rosado le relampaguea en la calva lustrosa. Después de reflexionar unos segundos, indica a los demás que pasa golpeando con los dedos índice y corazón en el bordillo de la mesa. La pareja de jotas podría animarle a ir, pero conociendo a Ayala prefiere no arriesgarse. Tras adelantar sus fichas, Garcés reparte ágilmente las cartas pedidas. Al hacerlo, sus dedos parecen deleitarse con el incitante movimiento de la baraja. Desde arriba, inexpresivos, los rostros de algunos curiosos siguen inmóviles el juego.

El teniente Orgaz mira cautelosamente sus naipes abriéndolos apenas y volviendo a cerrar rápidamente. Alza la diestra unos milímetros, como si fuera a tocarse la cara, pero detiene el movimiento en el aire.

– Paso -declara bajando las cartas.

Ayala arrima cinco fichas al centro. Se atusa el bigote. La cara sobre el uniforme se le va aclarando con la esperanza. Tiene la convicción de que va a ganar la mano. Está seguro. Alonso Garcés vuelve la vista hacia la izquierda, esquivando el humo. Los ojos del teniente Ayala lo miran ahora casi francamente, aguardando. Para ganar al póquer es importante no tener demasiado miedo a perder. Hay que contar con un conocimiento preciso de los hombres con que se juega y hacerse una idea clara y realista de las pocas probabilidades de sacar una determinada carta. Garcés mira subrepticiamente los naipes tapados sin hacer ningún gesto. Es el margen mínimo de casualidad lo que, para él, le da sentido al juego. Reflexiona durante unos segundos.

– Cinco y diez más -decide finalmente.

– No voy -anuncia Orgaz, pasándose la mano sudorosa por la nuca.

Le queda la duda de que Garcés juegue de farol, pero le preocupa Ayala, y a pesar de sus dobles de ases, se tira.

– Tus diez y mi resto -responde el teniente Ayala, dirigiéndose a Garcés con el cigarrillo colgando en la boca.

Nota los tobillos endurecidos contra el cuero de las botas, el primer indicio involuntario de entusiasmo. Sus palabras suenan crecidas junto a la pared sucia donde fermenta el calor. Alonso Garcés se queda mirando la columna torcida de fichas, tratando de calcular su valor. Después levanta la vista pensativo hacia el cartel taurino, de un color pajizo y gastado, como de campo reseco. Siente el domingo en las puertas cerradas, en el aire estancado y las luces rodeadas de humo. Vuelve a contar las fichas mentalmente.

– Sé que no debo hacerlo, pero te las veo -dice enfocando fijamente a Ayala-. ¿Qué tienes?

Por un instante los ojos del teniente Ayala sostienen silenciosos el escrutinio de todas las miradas. Los párpados quietos como tajoá oblicuos, las cejas alzadas en punta.

– Trío -sentencia por fin con una nota de desafío en la voz, sin mostrar aún la baza, recreándose de antemano.

– Yo también -replica Garcés.

Un leve hormigueo le viborea en el estómago pero su tono es tan inexpresivo y monótono como un bostezo. Doblado sobre la mesa, el teniente Ayala mueve con la lengua la colilla del cigarrillo hacia el otro lado de la boca, guiñando los ojos a la luz amarilla.

– El mío es de reinas.

Alonso Garcés continúa apoyado con los dos codos en la mesa. Parece absorto y tarda en responder:

– Reyes -pronuncia al cabo de unos instantes, lacónicamente, enseñando los tres naipes.

Después hace un leve encogimiento de hombros a modo de disculpa, dando a entender que así es el juego y retira las fichas hacia sí en el tapete, despacio, sin asomo de triunfalismo. Durante algunos segundos el teniente Ayala permanece silencioso, con la garganta oprimida, endureciendo los músculos, conteniendo difícilmente una mueca de contrariedad en la comisura de los labios, la nariz crispada como un dedo en un gatillo. Ni una sola palabra que le permita liberar la tensión. Allá arriba, invisible en la noche, el azar sigue desperezando melancólicamente la desdicha de algunos, la ventura de unos pocos. Tal como ha ocurrido siempre.

En la cantina la conversación ha derivado de la política a los locales del Zoco Chico. Se habla de una bailarina nueva, que representa la danza del vientre con un solo velo izándose de puntillas sobre el escenario, y de las chicas de La Cruz del Sur, las más dóciles en dejarse enlazar y palpar bajo los caftanes de seda alzando las rodillas al nivel de los pechos y mostrando sus muslos carnosos de color bronce. Alguien se jacta de las habilidades de una adolescente bereber con los pezones anchamente pintados de ocre. Todos los comentarios tienen el tono forzadamente improvisado de cuando se pretende desviar la atención de un determinado asunto.

A Garcés ya no le cabe ninguna duda. Acaba de comprender que suceden cosas de importancia. La existencia de una conspiración que pocos días antes le resultaba inconcebible, le parece ahora palpable. Mira a su alrededor tratando de discernir quiénes son los severos, los blandos, los intransigentes, los impacientes por lanzarse a la acción, los bocazas, los que hablan entre dientes con tono reservado, los que callan y otorgan. Basta con removerles el hormiguero para que se muestren como son. Un cansancio áspero le agarrota los músculos del cuello.

– ¿Asistirás al cóctel que dará el consulado español mañana en el Excelsior? -quiere saber el teniente Ayala, con tono especialmente obsequioso, como si ya hubiera olvidado la humillación de hace un momento. La expresión del rostro parece ahora menos tensa, matizada por una sonrisa afable y alargada pero no cálida.

Alonso Garcés se encoge de hombros. Por una parte, siente un amago de mala conciencia. Ganar al póquer le estimula como cualquier otro reto, pero no le parece divertido sacarle a un tipo todo el dinero que lleva encima, y menos si se trata de un compañero. Aunque, por otra, no cree que la palabra «compañero» sea la más adecuada para referirse a la mayoría de los hombres que se encuentran en la cantina. El recelo que experimenta lo paraliza igual que si viera abatirse sobre su cuerpo un árbol talado y no pudiera apartarse, sino sólo verlo caer lentamente, permaneciendo sentado mientras el peso del tronco está a punto de sesgar su cabeza y la de otros, sin moverse, sin poder hacer nada, ni evitar la fuerza de la gravedad, ni frenar el desplome, ni impedir sus consecuencias. De pronto, se da cuenta de que su cigarrillo ha ardido casi hasta el final; la ceniza queda esparcida sobre la mesa. Se siente fuera de lugar, muy lejos de la mesa junto a la que se halla sentado. Empieza a preguntarse seriamente qué tiene él que ver con el resto de oficiales allí reunidos y piensa que carece por completo de vocación militar; en su lugar siente una oquedad de aire, un espacio sellado donde pocas veces se ha adentrado conscientemente. A pesar de que ese peculiar vacío fue durante años la base de su insatisfacción, se aferra a él porque sabe que es también el centro mismo de su ser, la identidad en torno a la cual se había ido construyendo con tesón bajo la obligación perpetua que se había impuesto de simular y asentir. Durante los primeros meses en la Academia de Toledo había tratado de suplir esa carencia cumpliendo con rigurosa pulcritud hasta las normas más insignificantes de la disciplina castrense, tratando de aclimatarse a aquel mundo como si en realidad lo hubiera deseado. Pero en el fondo de sí mismo nunca había dejado de sentirse un impostor, tanto en las juras de bandera como durante los ejercicios de instrucción que se cerraban con un taconazo de botas, golpeando al unísono la tierra batida del patio de los cuarteles, o por la noche en su catre del pabellón de oficiales donde, en los minutos anteriores al sueño, y con la atención detenida en la negrura de la ventana, al otro lado de las dos garitas con almenas, dejaba vagar libremente su mente con secreta infelicidad imaginando las interminables regiones abiertas que se extendían más allá de las montañas del Atlas y que constituían el gran continente ignorado. Esa había sido durante mucho tiempo la única manera de defenderse del confuso desastre de una decisión que tomó con apenas diecisiete años sólo por no defraudar los grandes planes que su abuelo había soñado para su porvenir. En esos momentos sinceros y solitarios, la madre patria se convertía en una abstracción cada vez más vacua y ajena. Una mentira.

Sentimientos como el honor o el orgullo poseen para él un significado que nada tiene que ver con los desfiles marciales, ni con la altanería de quienes sólo aspiran al mando, ni con la voluntad de sometimiento de los que se limitan a cumplir órdenes, ni con el toque de corneta con el que se iza cada mañana la bandera tricolor. Sin embargo, por primera vez siente ahora la punzada de una extraña sensación de pertenencia, no exactamente a un país, sino más bien a una idea. Algo todavía muy vago. Tal vez es de esa clase de hombres que sólo se permiten descubrir sus fidelidades cuando éstas se ven amenazadas, como el que sólo es capaz de saber cuánto ama a una mujer cuando está a punto de perderla.

De igual modo que las expediciones de los exploradores que figuraban en los boletines de su biblioteca familiar le hacían añorar el mundo a medias imaginado del desierto, ahora desea entrar en ese otro desierto clausurado de su conciencia, contemplar el vacío interior de sus sentimientos, hilos invisibles. Con la inquietud, regresa a su mente el recuerdo. Una vez sintió algo parecido en el valle de al-Masilah, al contemplar, desde unos arbustos de tamarisco en la ladera de una colina, el ataque de un grupo de bandidos a un campamento nómada que estaba instalado con sus camellos, ovejas y cabras junto a un wadi. Un pájaro enorme pasó volando sobre las jaimas. Por un momento, sintió que aquella era su guerra, quiso bajar la colina y defender la aldea con el mismo arrojo con el que hubiera defendido su propia casa, pero el terreno era muy accidentado y comprendió que tardaría horas en descender por la garganta hasta el valle. Cuando por fin alcanzó la llanura de guijo y arena dura, sólo encontró algunos camellos muertos y el llanto de las mujeres sentadas bajo las palmeras a la orilla del riachuelo, lavando a los moribundos. Un anciano encendió una hoguera con pedernal y puso a calentar un recipiente de cobre con una pasta lodosa de fuerte olor a sulfuro. Con aquel ungüento verduzco, las mujeres iban cubriendo la piel de los heridos. El tenue sonido de los sollozos, los rostros oscuros, el olor de la sangre y el viburno. Admiraba a los nómadas desde antes de conocerlos. Le gustaba verlos deslizarse armoniosamente por la arena con sus túnicas aladas como arcángeles. Por alguna ignorada razón, estaba de su parte fuera quien fuera el enemigo. Nunca había creído demasiado en nada ni en nadie, sólo en la estética de ciertos gestos: alzar las ramas de palma contra el viento para desviar su curso, las danzas encaminadas a atraer el agua, las manos tatuadas de una mujer cosiendo una concha de buccino en una cartuchera o calentando un tallo de abal para procurarse una nueva vara de conducir camellos. Cosas simples como los juegos de los niños que le emocionaban sin ningún motivo que pudiera explicarse por medio de la razón. La lealtad tiene extrañas raíces y no siempre es necesaria la fe.

Lo que ahora bulle en su interior, ante los negros presagios que ve avecinarse en la cantina de la guarnición española de Tetuán, no es exactamente la misma clase de entrega que le inspiraron siempre las tribus del desierto pero es un sentimiento también indefinible y tenaz, de la misma extraña naturaleza. ¿Por qué iba a preocuparle si no el porvenir de una República cuyas decisiones no siempre había aprobado y en cuyos asuntos, a decir verdad, nunca se había implicado?

Las ocho manos están dentro del foco de luz que se proyecta como un óvalo sobre el tapete. Los dedos velludos del teniente Ayala barajan de nuevo los naipes. Garcés mira hacia las gorras de plato colgadas en el perchero que hay junto a la puerta. De repente, el olor de las letrinas y el ambiente cargado de humo le produce una sensación de claustrofobia insoportable. Tiene la boca seca y siente aumentar la transpiración. Trata de sobreponerse respirando profundamente, pero cuanto más se esfuerza, el malestar va en aumento. Una ligera punzada en el tórax le obliga a incorporarse como movido por un resorte interior.

– Yo me retiro -dice disculpándose al tiempo que se levanta entre las protestas de los demás y se dirige hacia la puerta.

Desde la barra, el capitán Ramírez lo observa inmóvil, con la mano descansando en el correaje del uniforme. Sin pestañear. La mirada acerada y fría como el filo biselado de un hacha. Dos ojos fijos e investidos de poder.

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