XI

Todo permanece oscuro, cerrado, sumido en la densa expectación que envuelve los espacios pequeños y claustrofóbicos donde está a punto de acontecer algo. La oscuridad es como una venda que se ciñe alrededor de los ojos, negando la imagen. Pantalla negra. En la opacidad angosta suena el timbre de un teléfono, que se alarga en tres vibraciones. Se oye el chirrido de una silla, pasos cortos, unos dedos que palpan a tientas en la penumbra sobre el tablero de una mesa, rebuscando algo con precipitación. Un objeto pequeño y duro cae al suelo produciendo un golpe seco sobre las baldosas, la silla cruje de nuevo y una voz nerviosa y descompasada exclama:

– Diga… Sí, soy yo… De acuerdo… en la Haffa… Sí, en una hora… Adiós.

Garcés tiene la espalda totalmente adherida a la lámina fría de la pared, se mantiene agazapado tras la puerta del gabinete, en el estrecho cuarto donde se guardan los mapas de la sección cartográfica, entre cilindros de cartón de diferentes tamaños, conteniendo la respiración. Ha reconocido la voz del capitán Ramírez. Escucha inmóvil el clip de un interruptor y observa el nacimiento de una tenue rendija de luz amarilla bajo la puerta. En su mente empiezan a encajar algunas piezas. Frunce el ceño comprensivamente, aguza el oído y concentra al máximo la atención, como si quisiera detectar todos los movimientos que no alcanza a ver desde donde se encuentra. Después oye los pasos del capitán Ramírez, atravesando el despacho y alejándose hacia la salida. Cuando por fin percibe el golpe de la puerta al cerrarse, respira a fondo y afloja el cuerpo, pero espera todavía unos segundos antes de salir de su escondrijo. La estancia está sumida en sombras, con la escasa claridad intermitente que entra por la ventana procedente de los reflectores de las garitas de vigilancia, ráfagas anaranjadas que barren el despacho, manchando en diagonal el gris hosco de las baldosas. Saca del bolsillo del pantalón un encendedor de níquel y pasea la llama por encima de la superficie del escritorio, pero no observa nada que llame especialmente su atención: cuartillas con el membrete del cuerpo artillería, el vade de cuero repujado, un tintero y dos estilográficas, algunos albaranes procedentes de la cantina, un manual de prácticas de tiro… Mira malhumorado los cajones archivadores que están cerrados con llave y se pasa las manos por las sienes, tratando de pensar deprisa. La guarnición está a varios kilómetros de Tánger, en la misma frontera del protectorado español. No tiene tiempo para contar con Ismail y sabe que si acude él en persona a la Haffa, Ramírez lo reconocería al primer golpe de vista. De pronto la chispa de una idea que se le acaba de ocurrir ilumina su mirada.

El recorrido hasta la ciudad lo hace a caballo, atajando por la vertiente de la colina que suelen utilizar los cabreros cuando acuden al zoco de ganado. A su paso siente un intenso hedor de estiércol entre la sequedad de los rastrojos. Le parece oír, por debajo del retumbar del galope, el canto de una cigarra que se prolonga hacia atrás interminablemente como la nube de tierra que deja a su espalda. La oscuridad contribuye a aumentar su estado de excitación. Poco después se encuentra ya en Tánger, en el interior de un taxi, vestido con una amplia chilaba de rayas que deja ver el fondo de sus pantalones y los zapatos. El conductor se dirige hacia el oeste a través de una larga avenida con árboles, entre cuyas hojas brillan pequeñas esquirlas de plata. La luz directa de los faros, el ronroneo del motor, la calle esquinada hacia la noche… Garcés trata de poner en orden sus pensamientos. Los informes sobre rumores golpistas vinculan la conspiración a los nombres del exiliado Sanjurjo y de Goded, este último en calidad de «jefe del Ejército español», pero a él no acaba de encajarle esto con la intensa actividad en el norte de África, porque tanto Sanjurjo como Goded están en la Península. Se llena la boca con aire, inflando los carrillos, y después deja salir el aire de golpe, con una mueca de perplejidad. Trata de recordar todos los nombres de los destacamentos enumerados por Kerrigan que reciben el boletín de la Entente, pero en ninguno de ellos logra identificar a ningún militar con suficiente carisma para encabezar un movimiento de gran alcance. Suspira de nuevo con resignación, y piensa que en cualquier caso una de las incógnitas no tardará mucho en despejarse. El taxi avanza ahora por un camino de tierra, flanqueado a ambos lados por cabañas construidas con tablones de madera, el último arrabal que enhebra el hilo de la calle. Poco a poco van desapareciendo hacia el fondo las casas blancas arracimadas sobre la kasbah, el pavimento se hace cada vez más irregular, surcado por profundas hondonadas que le obligan a bambolearse constantemente hacia los lados. El cielo filtra una débil claridad a través de las ventanillas sucias, que se expande como un manto azuleando los bordes de la ciudad.

Garcés se deja resbalar hacia atrás hasta apoyar la cabeza en el respaldo blando del asiento.

– La Haffa -exclama el taxista al cabo de un buen rato, volviéndose hacia atrás y señalando un muro con un par de puertas, una de ellas abierta al abismo negro del Atlántico.

Garcés avanza por la primera entrada y luego por un sendero empedrado que lleva hacia el mar. A la izquierda hay amplios escalones excavados en la roca y sin barandilla que bajan hasta el nivel del agua. Son extraños cubículos como habitaciones sin paredes y con esteras de paja colocadas sobre cuatro postes, a modo de tejado. En el suelo, brillan pequeñas lámparas de aceite entre los jergones donde algunos clientes permanecen sentados, fumando kif y bebiendo té, con las piernas cruzadas. Otros están tumbados con los codos apoyados en cojines, de un modo que a Garcés le recuerda las ilustraciones de los festines en la Roma clásica. La mayoría son árabes ricos, vestidos con albornoces y capas de seda. Muchos llevan turbantes blancos o checias de color rojo, lo que da a toda la escena una homogeneidad muy pictórica. Alguien toca lánguidamente un oud en la oscuridad.

Garcés distingue al capitán Ramírez, vestido de paisano, en una de las carpas del fondo, conversando con un hombre corpulento de aspecto extranjero. También advierte la presenciare otro individuo nativo, de tez cetrina y ojos saltones, con la cabeza afeitada, que permanece de pie a poca distancia, en segundo plano, como esperando órdenes.

Garcés busca un lugar que le permita observar sin ser visto, a pesar de que se siente amparado por su indumentaria y la semipenumbra del lugar. Finalmente elige un cubil encaramado sobre un saliente elevado que le da una perspectiva amplia sobre todo el local. La brisa del mar remueve una extraña mezcla de aromas en la que apenas se puede diferenciar la fragancia del incienso o del hachís del olor suave a jazmín o del otro, más intenso, a salitre. Un camarero le sirve su té en una tetera metálica con un platillo de hojas de menta. Garcés se inclina sobre la taza sin perder de vista a Ramírez.

No puede oír lo que dicen, pero observa cómo se intercambian una cartera alargada de cuero. El extranjero tiene un rostro cuadrado y astuto, inequívocamente germánico, en el que Garcés reconoce al tipo señalado por Kerrigan en la recepción del Excelsior, pero lo que más le impresiona de él es la fría seguridad que se desprende de sus gestos y que denota una especie de desprecio absoluto e instintivo, un desprecio que no puede proceder de la inteligencia, sino de algo abyecto y embriagador, más poderoso aún que la codicia. Mueve los dedos en el aire como para dotarlos de flexibilidad, palpa el volumen de la cartera, abre con cautela las correas y saca dos fajos de billetes sujetos con un elástico. Después de contarlos, sonríe fríamente con sarcasmo ondulando las guías del bigote y a continuación cambia bruscamente la expresión, dando un fuerte golpe con el puño sobre la mesa. En el mismo instante el de la cabeza afeitada se vuelve con evidente recelo, las manos separadas del cuerpo, como si aquello fuese la señal que estuviera esperando para intervenir, pero se detiene al no recibir ninguna confirmación, vigilante, sin bajar la guardia. La cara del alemán está a no más de seis pulgadas del rostro desencajado de Ramírez. Luego los dos hombres discuten acaloradamente. Garcés intuye que probablemente hay algún problema con la cantidad de dinero. Observa cómo Ramirez mueve las manos en un ademán que pretende ser convincente y que debe de serlo porque finalmente parece que la expresión de su interlocutor se relaja, y adopta un matiz inesperadamente inmóvil y reflexivo, como si estuviera realizando un gran esfuerzo por ser razonable y por evitar que su genio impulsivo perjudique un negocio beneficioso, fuera de la índole que fuera. Garcés piensa en la posibilidad de que Ramírez haya esgrimido argumentos ideológicos, sacando a relucir afinidades políticas, algún objetivo común o tal vez sólo haya pedido un aplazamiento en el pago, un crédito abierto sobre el futuro. De lo que ya no le cabe ninguna duda es de que Kerrigan ha acertado de lleno en su suposición de que Klaus Wilmer es la persona encargada de gestionar la entrega de suministros, bien por parte de empresas privadas, o directamente del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Ni siquiera considera necesario regresar a Tetuán para comprobar el cargamento de las dos cajas de madera ocultas en el sótano de la Comisión Geográfica, tan seguro está ahora de su contenido. Opina que en el caso de que se trate de material moderno, de reciente tecnología, como sugirió Kerrigan, su envío debería ir necesariamente acompañado de técnicos especialistas, manuales de uso y algún tipo de prácticas de instrucción para resultar efectivo, lo que significa que en adelante deberá estar atento a las maniobras de entrenamiento. Respecto a la procedencia del dinero entregado por Ramírez, se le ocurren más de cuatro fortunas de familias monárquicas que estarían dispuestas a respaldar a fondo perdido una iniciativa contra el gobierno de la República; sólo le queda una duda razonable relativa a los nombres de los implicados y el momento en que tienen previsto actuar, además de la identidad del líder de la sublevación, que continúa siendo la mayor incógnita. El alemán tiene ahora la mano alzada en el aire con el dedo índice apuntando inquisitivamente hacia Ramírez, que lo mira callado, asintiendo.

Garcés no es un tipo especialmente deductivo, pero posee en alto grado la virtud principal de cualquier explorador: un cierto sentido de la inseguridad entendida como desconfianza; algo comprensible sólo por quien en medio de un arenal aparentemente inmutable distingue una lámina opaca apenas perfilada y sabe que en cuestión de segundos, antes incluso de que el barómetro descienda de golpe varios milibares, el polvo habrá cubierto toda la superficie que ya no se alcanza a ver, impulsando miles de partículas en diferentes direcciones a medida que arrecia la tormenta. Sabe que si en ese momento uno se para, la arena lo habrá cubierto antes de que pueda darse cuenta, como cubre todo lo que está inmóvil, enterrándolo para siempre: caravanas, campamentos, aldeas enteras. Es la misma sensación imprecisa que lo inquieta ahora, haciéndolo mirar aquí y allá buscando la dirección que puede tomar la nube negra que apunta sobre el horizonte. Pero la historia es una estructura más compleja que la geografía y en ella no sirven de demasiada ayuda ni los barómetros, ni los contadores Geiger, ni las líneas trazadas sobre un mapa. No hay derroteros específicos. Se agacha recogiendo la tela de la chilaba por encima de las piernas, sintiéndose más perdido de lo que nunca se ha sentido en el desierto. Levanta el cristal que protege la lámpara y apaga la llama.

Al salir del recinto nota el aire más fresco. Las estrellas se ven muy nítidas, limpias de bruma y Garcés experimenta el reconfortante alivio de encontrarse solo a cielo descubierto. A los lados del camino hay algunos arbustos y matorrales de cardos que blanquean la noche. No es la primera vez que le ocurre; a veces, en determinados momentos, los elementos atmosféricos le alcanzan con tal impacto que los percibe como una sensación física. La tierra lisa, libre de guijarros, bajo el firmamento como una rada inmensa. Se tantea los bolsillos del pantalón a través de la chilaba, enciende un cigarrillo defendiendo la brasa con el hueco de la mano y comienza a descender la colina a través de las sombras, en dirección a la ciudad. La arenisca cruje bajo sus pasos en pequeños estallidos acompasados perfectamente audibles. Garcés se abandona al placer de seguir poniendo un pie delante de otro, como si caminar en la oscuridad fuera una manera de pensar. Según Kerrigan, los informes interceptados por Londres hablaban de un golpe dirigido únicamente a restaurar el orden y sin pretensiones fascistas, ni relacionado con los países totalitarios. Garcés cree que, una vez demostrada la intervención alemana, Inglaterra no podrá seguir haciendo oídos sordos. Le extraña la desconocida inquietud que empieza a ganar terreno dentro de él, no se considera precisamente un experto en política internacional y nunca hasta ahora se había detenido en esta clase de meditaciones. Sin embargo, por primera vez se inclina a pensar que quizá el cosmopolitismo que a menudo había atribuido a Tánger, su capacidad para integrar idiomas, sabidurías y conocimientos dispares, tal vez no fuera más que una trampa. Recuerda con vaga melancolía el mapa de África septentrional que pende en uno de los paneles del vestíbulo del Hotel Excelsior: Tánger, Fez, Marraquech, Ouarzazate, Asilah… puntos muy débiles sobre la corteza terrestre, inscritos en el papel como las células de un animal prehistórico. Su fe en la cartografía empieza a desmoronarse. ¡Qué fácil resulta emocionarse ante los espejismos que el calor hace rielar en la arena o ante un recinto negro de sodio, los silicatos evaporándose sobre un cráter, las llanuras erizadas de sal, los florecimientos de yeso petrificados y brillantes, todo lo que el tiempo ha ido depositando con paciencia tectónica en los lugares limpios de la tierra!, y «sin embargo -piensa-, no hay nada en la belleza de un paisaje que los hombres no estén dispuestos a traicionar en aras de las naciones».

Lo que ahora pone en cuestión es hasta qué punto este impulso aparentemente diáfano que lleva a algunos hombres a alzar croquis y a trazar rutas, es un fin en sí mismo o, por el contrario, está al servicio de otros intereses. Y se sorprende de pronto de su propia ingenuidad al recordar que la primera vez que Kerrigan le habló del asunto de la conspiración, la idea le pareció un solemne disparate.

A partir de un cierto recodo del camino ya empieza a vislumbrarse, a lo lejos, la línea quebrada de luces que pespuntea los bordes de la ciudad, pero todavía se encuentra en una zona vacía. Se nota muy despierto. Al otro lado del mar, la costa de España ni siquiera se adivina, tan próxima y sin embargo, quizá precisamente por eso, condenada. Garcés se siente algo melancólico, desalentado, como un hombre que contemplara ante sí una visión ya inmutable. Trata de rechazar esta sensación volviendo al orden práctico de sus pensamientos, pero por alguna razón la imagen de Elsa Quintana se filtra en ellos de un modo obsesivo, resaltada por arrebatadores espejismos. La recuerda en el vestíbulo del Excelsior, tal como la vio aparecer el primer día, antes de que el deseo se revelase en él con más plenitud que la pura curiosidad: sus movimientos fatigados, una manera especial de llenar el espacio con su presencia, algo latente que en cualquier caso nada tenía que ver con su aspecto físico, sino más bien con otra clase de atributos; la apariencia grave, ensimismada, las uñas brillantes repiqueteando nerviosamente en el mostrador de admisión, la voz honda y adelgazada con la que pronunció su nombre con aquel tono intransferible de mujer absolutamente individual. No fue eso, sin embargo, lo que más le intrigó, ni su andar cauto, que tal vez la delataba ya demasiado, sino el gesto lívido de los ojos que de vez en cuando se volvían hacia atrás con un rastro de temor anticipado que a pesar de todo no la hacía perder la compostura. ¿De dónde sacarán algunas mujeres esa capacidad para provocar en los hombres el impulso de alargar la mano y ofrecerles un asidero?, se pregunta. Los distintos planos se suceden en la mente de Garcés con una secuencia vertiginosa como los movimientos de un baile, lentos al principio, y después, sin saber cómo, rápidos y confusos, hasta llevarle a la última escena en el cóctel ofrecido por la embajada, en la que el capitán Ramírez sujeta su codo desnudo con una confianza inadmisible para una mujer de buena reputación, como si tuviera todo el derecho a esa proximidad; y ella alza la mirada despacio, muda igual que una esfinge. La imagina con él, durante los instantes en que los perdió de vista, ocultos entre el ramaje de las plantas, y la figuración adquiere en su pensamiento el encuadre avieso y descentrado de los infiernos oníricos. Se pregunta qué asuntos puede tener ella en común con un tipo de la calaña de Ramírez, qué secretos, qué confidencias o afinidades, por qué, si no es así, accedió a seguirlo hasta el jardín, a la zona de sombras donde nadie podía verlos. Todas y cada una de las insinuaciones que Kerrigan había hecho sobre ella desde el principio se le presentan ahora como algo profético, martilleándole el cerebro con insistencia pertinaz, y teme que al igual que con el asunto de la conspiración tenga que acabar por darle la razón. Necesita urgentemente saber quién ha sido y quién es esta mujer y qué hace en Tánger. Lo necesita con avidez, como si de ello dependiera el sentido último de su existencia…; y, al momento, las dudas empiezan a cobrar dentro de su mente la intensidad turbadora de una pasión.

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