El Lincoln marrón se detuvo ante la entrada de la amplia casa de ladrillo blanqueado que Wayland Sawyer había construido orientada hacia el río. Mientras el chófer se acercaba para abrir la portezuela, Suzy pensó que Sawyer no podía haber encontrado mejor manera de mostrar su éxito ante la gente de Telarosa que con esa magnífica casa. Según los rumores, tenía pensado conservarla para pasar los fines de semana una vez hubiera cerrado Tecnologías Electrónicas Rosa.
Cuando el chófer abrió la portezuela y la ayudó a bajar, Suzy se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos húmedas. Desde su reunión con Sawyer dos días antes, no había podido pensar en otra cosa. Había preferido vestir unos cómodos y holgados pantalones en lugar de un vestido. La chaqueta a juego llegaba a la altura de las caderas y tenía impresa una caprichosa escena de un dibujo de Chagall en tonos coral, turquesa, fucsia y aguamarina. Sus únicas joyas eran su alianza y los pendientes de diamantes que Bobby Tom le había regalado al firmar su primer contrato con los Stars.
Una mujer hispana que Suzy no conocía la invitó a entrar y la escoltó atravesando el suelo de mármol a una amplia sala de estar con enormes ventanas paladianas que ocupaban las dos alturas y que daban a una rosaleda delicadamente iluminada. Ligeros apliques sombreaban con una luz de tonos cálidos las paredes color marfil. Los sofás y las sillas estaban tapizados en azul y verde combinado con negro y a juego con las cortinas. Las rinconeras en forma de concha a ambos lados de la chimenea de mármol soportaban unas macetas de terracota con hortensias secas.
Way Sawyer estaba de pie al lado de un piano de cola de madera de ébano situado delante de la ventana más grande. El desasosiego de Suzy aumentó cuando lo vio, vestido enteramente de negro como los modernos ejecutivos. Pero en lugar de tirantes y chaleco, el traje era de diseño italiano y su camisa de seda. Las suaves luces de la habitación no evitaban las rudas líneas que surcaban su rostro.
Sostenía una copa cristal tallado en la mano y la miraba con desapasionados ojos oscuros que parecían no perder detalle.
– ¿Qué le gustaría beber?
– Una copa de vino blanco estaría bien.
Él caminó hasta un mueble bar similar a un baul pequeño que tenía encima un surtido de botellas y copas. Mientras le servía el vino, ella trató de calmarse mirando a un lado y otro de la habitación y estudiando los cuadros que colgaban de las paredes. Había grandes oleos y muchas acuarelas. Se paró delante de un grabado de una madre y un niño.
– Lo compré en una subasta de Londres hace unos años.
No lo había oído acercarse a su espalda. Él le extendió una copa con vino dorado y, mientras ella bebía, empezó a contarle la pequeña historia de cada cuadro. Con voz mecánica, soltaba información, despacio y mesurado pero sin tranquilizarla. Ella tuvo dificultad para reconciliar ese hombre que hablaba serenamente sobre una subasta de arte en Londres con el matón de cara hosca que fumaba tras el gimnasio y salía con las chicas más espabiladas.
En las últimas semanas, ella había investigado para rellenar los huecos del pasado de Sawyer. Según había podido sacarle a algunos viejos del lugar, su madre, Trudy, a los dieciséis años, había denunciado haber sido violada por tres trabajadores itinerantes, uno de los cuales había sido el padre de Way. Había ocurrido algunos años antes de que finalizara la Segunda Guerra Mundial y nadie se había creído su historia, como resultado, se había convertido en una paria.
En los años que siguieron, Trudy apenas había podido ganarse la vida para ella y su hijo limpiando las casas de las pocas familias que aún la dejaban entrar. Aparentemente el árduo trabajo y el ostracismo social la habían doblegado. Cuando Way estaba en secundaria, ella se había rendido y aceptó la imagen que los demás tenían de ella. Fue cuando empezó a vender su cuerpo a cada hombre que pasaba por el pueblo. A los treinta y cinco había muerto de neumonía y Way se había enrolado en la marina no mucho después.
Mientras Suzy lo estudiaba sobre el borde de su copa, su desasosiego aumentó. Trudy Sawyer había sido víctima de una grave injusticia, y un hombre como Way Sawyer no lo habría olvidado. ¿Estaría haciendo todo eso para vengarse?
Con alivio, vio que la criada aparecía para anunciar la cena, y Way la escoltó a un comedor decorado en verde pálido con detalles en color jade. Mantuvo una conversación educada y sin sentido con ella mientras servían la ensalada y cuando llegó el plato principal a base de salmón y arroz, sus nervios estaban a punto de estallar por la tensión. ¿Por qué no le decía de una vez lo que quería de ella? Si sabía por qué estaba allí, por qué había insistido en cenar con ella esa noche, tal vez podría relajarse.
El silencio que había entre ellos no parecía molestarle, pero se volvió insoportable para ella, así que lo rompió.
– Observé que tiene un piano. ¿Toca?
– No. El piano es de mi hija Sarah. Se lo compré cuando tenía diez años y Dee y yo acababamos de divorciarnos. Fue una compensación por haber perdido a su madre.
Fue el primer comentario personal que hizo.
– ¿Tenía usted la custodia? Es algo inusual, ¿no?
– A Dee no le gustaba ser madre. Estuvo de acuerdo.
– ¿Ve con frecuencia a su hija?
Él partió en dos un bollito y por primera vez en la noche, sus rasgos se suavizaron.
– No lo suficientemente a menudo. Es fotógrafa en San Francisco, así que nos vemos cada dos o tres meses. Vive en un apartamento de un hotelucho de mala muerte, por eso aún tengo yo el piano, pero es autosuficiente y feliz.
– En estos días, supongo que es a lo que un padre puede aspirar. -Mientras juegueteaba con el salmón de su plato, pensó en su propio hijo. Ciertamente era autosuficiente, aunque no creía que fuera totalmente feliz.
– ¿Quiere más vino? -dijo él bruscamente.
– No, gracias. Si bebó más, me dolerá la cabeza. Hoyt solía decir que era la cita más barata del pueblo.
Él ni siquiera sonrió ante su débil intento de romper el hielo, sino que abandonando toda pretensión de comer, se reclinó en su silla y la contempló con una intensidad que la hizo consciente de que rara vez la gente se miraba de verdad. Se alarmó al darse cuenta de que si lo hubiese conocido en ese momento, lo habría encontrado atractivo. Aunque era opuesto a su marido, su ruda apostura y su poderosa presencia producían un efecto dificil de ignorar.
– ¿Todavía echas de menos a Hoyt?
– Mucho.
– Éramos de la misma edad e íbamos juntos al colegio. Era el niño bonito del Instituto de Telarosa, igual que su hijo. -La sonrisa no llegó a sus ojos-. Incluso salió con la chica más bonita de segundo de bachillerato.
– Gracias por el cumplido, pero no estaba ni cerca de ser bonita. Todavía tenía aparato en los dientes.
– Siempre pensé que eras la chica más bonita del pueblo. -Él tomó un sorbo de vino-. Incluso perdí los nervios cuando oí que que salías con Hoyt.
Ella no pudo alarmarse más.
– No tenía ni idea.
– Debe ser dificil de creer que llegué a pensar que podía tener una posibilidad con Suzy Westlight. Después de todo, era el hijo de Trudy Sawyer, y vivía una realidad muy diferente a la de la hija de Dr. Westlight. Tú vivías en el lado correcto de la vía del ferrocarril y tenías ropas bonitas. Tu madre te llevaba en un Oldsmobile rojo brillante, y siempre olias a limpio y a nuevo. -Sus palabras eran poéticas, pero las pronunció en un tono duro y conciso carente de cualquier tipo de sentimiento.
– Fue hace mucho tiempo -dijo ella-. Ahora de nuevo tengo poco. -Rozó la tela sedosa de sus pantalones, tocando el pequeño surco en su cadera producido por su parche de estrógeno. Era otra señal que la vida había perdido su encanto
– ¿No te ries de la idea de un chico de la calle como yo, queriendo salir contigo?
– Siempre me pareció que me odiabas.
– No te odiaba. Odiaba que estuvieras fuera de mi alcance. Hoyt y tú proveniais de un mundo diferente, uno al que no podía acceder. El niño bonito y la chica bonita, felices para siempre.
– No para siempre. -Ella inclinó la cabeza al sentir un nudo en la garganta
– Lo siento -dijo él bruscamente-. No tenía intención de ser cruel.
Suzy levantó la cabeza bruscamente, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Entonces que estás haciendo? Sé que estás jugando conmigo, pero no conozco las reglas. ¿Qué quieres de mí?
– Pensaba que eras tú quien quería algo de mí.
Su lacónica respuesta le indicó que no estaba afectado por su obvio desasosiego. Ella parpadeó, decidida a no verter ninguna lágrima, pero no había dormido adecuadamente desde su primera reunión con él y le resultaba duro recobrar la compostura.
– No quiero que destruyas este pueblo. Se arruinarán demasiadas vidas.
– ¿Y exactamente hasta dónde estás dispuesta a sacrificarte para que no ocurra?
Escalofríos de temor recorrieron su columna vertebral.
– No tengo nada que sacrificar.
– Sí, lo tienes.
La nota dura de su voz la desmoronó. Dejando su estrujada servilleta sobre la mesa, se levantó.
– Me gustaría ir a casa ahora.
– ¿Me tienes miedo?
– No veo razón alguna para prolongar esta reunión.
Él se puso de pie.
– Quiero mostrarte mi rosaleda.
– Prefiero irme.
Él empujó hacia atrás su silla y se acercó a ella.
– Me gustaría que la veas. Por favor. Creo que la disfrutarás.
Aunque él no subió el volumen de su voz, la orden era inconfundible. Otra vez él iba salirse con la suya y ella no sabía como librarse de la mano firme que la asía del brazo y la conducía hacia la puerta corredera del fondo del comedor. Él accionó el pomo de latón. Cuando salió, la noche la envolvió como una sauna fragante. Olió el exuberante perfume de las rosas.
– Es precioso.
Él la guió por un camino empedrado que serpenteaba a través de los macizos de flores.
– Contraté a un arquitecto paisajista de Dallas para diseñarlo, pero era un pesado. Acabé terminando por hacerlo yo mismo.
Ella no quería pensar en él plantando un jardín de rosas. Por experiencia propia, los jardineros eran pacíficos y nunca lo vería de esa manera.
Habían llegado a un pequeño estanque escondido entre las hierbas altas y el follaje. Era alimentado por una cascada que goteaba sobre piedras trabajadas y una luz indirecta iluminaba peces que nadaba bajo las hojas de los lirios acuáticos. Ella que no la dejaría marchar hasta haberle hecho saber su punto de vista y se sentó en uno de los dos bancos de hierro que proporcionaban un lugar de descanso al lado de la senda.
Ella cruzó las manos en su regazo y se preparó.
– ¿Qué querías decir cuando me preguntaste qué sacrificaría?
Él tomó asiento en el banco frente a ella y estiró las piernas. Las luces del estanque iluminaron sus pómulos y su nariz afilada, confiriéndole un aspecto amenazador que la desconcertó. Su voz, sin embargo, fue tan suave como la noche.
– Quería saber lo comprometida que estabas para que Tecnologías Rosa se quede aquí.
– He vivido en este pueblo toda mi vida, y haría cualquier cosa para impedir que muera. Pero soy sólo la presidenta de la Junta de Educación; No tengo ningún tipo de poder en el condado.
– No me interesa el poder que puedas tener en el condado. No es eso lo que quiero de ti.
– ¿Entonces qué?
– Tal vez quiera lo que no pude tener hace tantos años, cuando no era más que el bastardo de Trudy Sawyer.
Ella fue consciente del caer de la cascada, del zumbido distante del aire acondicionado que enfriaba la casa y esos ruidos tranquilos hicieron que sus palabras parecieran más ominosas.
– No sé lo que quieres decir.
– Tal vez quiero a la chica más bonita de segundo de bachillerato.
El temor la invadió y la noche los envolvió repentinamente llena de peligro.
– ¿Qué quieres decir?
Él apoyó el codo en el respaldo del banco y cruzó los tobillos. A pesar de su postura relajada, ella se sintió arrolladoramente observada y eso la asustó.
– He decidido que necesito pareja, pero estoy demasiado ocupado con Tecnologías Rosa para perder tiempo buscándola. Quiero que seas tú.
Su boca estaba tan seca que sentía la lengua hinchada.
– ¿Pareja?
– Necesito alguien con quien asistir a los actos sociales, alguien que me acompañe en los viajes y haga de anfitriona cuando organice algo.
– Pensaba que tenías pareja. He oído que te ves a menudo con alguien de Dallas.
– Me he visto con un montón de mujeres los últimos años. Ando buscando algo diferente. Algo más cercano, más hogareño. -Lo dijo tan serenamente como si estuviera discutiendo una transacción comercial, pero había algo en él, una especie de alerta que le decía que él no era tan indiferente como fingía-. Cada uno tendría su vida, pero tú… -hizo una pausa y ella sintió como si sus ojos la taladraran- tú estarías disponible para mí, Suzy.
La manera en que estiró la palabra, la pasmó.
– ¿Disponible? Way, no es… eso suena como si…, si… -No podía disimular su horror-. ¡No me voy a acostar contigo!
Por un momento él no dijo nada.
– ¿De veras lo odiarias?
Ella se levantó de un salto.
– ¡Estás chiflado! No puedo creer que sugieras eso. No estás hablando de una pareja ¡Hablas de una amante!
Él levantó una ceja, y ella pensó que nunca había visto un hombre tan frío, tan completamente carente de sentimientos.
– ¿Lo hago? No recuerdo haber usado esa palabra.
– ¡Deja de jugar conmigo!
– Sé que tienes tu vida, y no espero que la dejes, pero si alguna vez necesito que estés conmigo, me gustaría que hicieras una concesión.
La sangre zumbó en sus oídos y su voz pareció llegar de muy lejos.
– ¿Por qué me estás haciendo esto?
– ¿Haciendo qué?
– ¡Chantajeándome! ¿No se dice así? ¿Si me acuesto contigo, entonces mantendrás Tecnologías Rosa en Telarosa? ¿Si no lo hago trasladarás la compañía? -Él no dijo nada y ella no pudo reprimir la burbuja de histeria que la invadía-. ¡Tengo cincuenta y dos años! Si estás buscando una amante, por qué no haces lo que los demás hombres de tu edad y buscas a alguien más joven.
– Las jóvenes no me interesan.
Ella le dio la espalda, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
– ¿Me odias tanto?
– No te odio en absoluto.
– Sé lo que estás haciendo. Estás teniendo algún tipo de vendetta con treinta años de retraso.
– Mi vendetta es con el pueblo, no contigo.
– Pero soy yo la que sufrirá el castigo.
– Si es así como lo ves, no trataré de hacerte cambiar de idea.
– No lo haré.
– Entiendo.
Ella se giró.
– No me puedes obligar.
– Nunca te obligaría. Es tu decisión.
La falta de emoción en sus palabras la asustó más de lo que lo haría un arrebato de cólera. Estaba loco, pensó ella. Pero sus ojos oscuros la miraban con una inteligencia y claridad aterradora.
Una nota de súplica que ella no pudo reprimir impregnó su voz.
– Dime que no trasladarás Tecnologías Rosa.
Por primera vez él vaciló, casi como si estuviera disputando algún tipo de guerra privada consigo mismo.
– No te haré ninguna promesa hasta que no hayas reconsiderado nuestra conversación.
Ella respiró entrecortadamente.
– Quiero irme a casa ahora.
– Vale.
– Me dejé el bolso dentro.
– Iré a buscarlo.
Cuando se quedó sola en el jardin, le resultó dificil asimilar lo que le estaba sucediendo, pero la situación estaba tan alejada de lo que era su experiencia que no lo podía asimilar. Pensó en su hijo, y se le heló repentinamente la sangre con aprensión. Si Bobby Tom alguna vez se enterase de eso, mataría a Way Sawyer.
– ¿Estás preparada?
Ella saltó del susto cuando le tocó el hombro.
Él inmediatamente retiró la mano y le ofreció el bolso.
– Mi coche está delante. -Le indicó con gestos un camino empedrado que serpenteaba por un lateral de la casa y ella se dirigió hacia allí antes de que la pudiera tocar otra vez.
Cuando alcanzaron el frente, ella vio su BMW en lugar del Lincoln que su chófer había conducido y se dio cuenta de que tenía intención de llevarla a casa él mismo. Él abrió la portezuela y ella se deslizó dentro sin chistar.
Para su alivio, él no intentó entablar conversación. Cerró los ojos y trató de imaginarse que Hoyt estaba a su lado, pero esa noche le resultó imposible. ¿Por qué me dejaste? ¿Cómo se supone que debo enfrentarme a esto yo sola?
Quince minutos más tarde, aparcó el coche en su camino de acceso y, mirándola se apoyó ligeramente sobre el volante.
– Estaré fuera del país tres semanas. Cuando vuelva…
– Por favor -murmuró ella- no me obligues a hacer eso.
Su voz fue fría y distante.
– Cuando regrese, te llamaré para saber tu decisión.
Suzy saltó fuera del coche y recorrió la acera hacia su casa, corriendo como si todos los perros del infierno le pisaran los talones.
Sentado tras el volante de su coche, el hombre más odiado de Telarosa, Texas, la observó desaparecer en el interior. Cuando la puerta se cerró ruidosamente, su cara se transformó por la cólera, el dolor y el más desnudo anhelo.