8

Piñones

– Pero ¿cómo puede estar durmiendo todavía? -preguntó Asya, señalando con el mentón hacia su dormitorio.

En el camino de vuelta del aeropuerto se había enterado consternada de que sus tías habían colocado otra cama enfrente de la suya para convertir su único espacio privado bajo aquel techo en «la habitación de las chicas». Bien porque siempre estaban buscando nuevas formas de atormentarla, o bien porque su cuarto tenía mejores vistas y querían dar una buena impresión a su invitada. O quizá habían visto en aquel arreglo una nueva oportunidad de acercar a las chicas en su PPAIEC (Proyecto de Promoción de Amistad Internacional y Entendimiento Cultural). Asya, a quien no le apetecía en absoluto compartir su espacio personal con una perfecta desconocida y que sin embargo no podía protestar delante de la invitada, había accedido de mala gana. Pero su tolerancia rozaba el límite. Como si no bastara con haber puesto a la americana en su cuarto, ahora las mujeres Kazancı parecían decididas a no empezar a cenar sin que se personara la invitada de honor. Por eso, aunque hacía más de una hora que habían puesto la comida en la mesa y todo el mundo se había sentado, incluido Sultán Quinto, nadie había cenado, ni siquiera el gato. Cada veinte minutos más o menos, alguien se levantaba a calentar las lentejas y recalentar la carne, llevando las cazuelas del salón a la cocina y de la cocina al salón mientras Sultán Quinto iba detrás del olor con suplicantes maullidos. Y así estaban, pegadas a las sillas, viendo la televisión con el volumen al mínimo y hablando en susurros. Sin embargo, puesto que constantemente picoteaban de un plato u otro, todas menos Sultán Quinto habían ya comido más de lo habitual.

– A lo mejor ya está despierta y se ha quedado en la cama porque es demasiado tímida. ¿Voy a echar un vistazo? -sugirió Asya.

– Tú te quedas aquí, señorita. Deja dormir a la chica.

La tía Zeliha enarcó una ceja. Con un ojo en la pantalla y otro en el mando a distancia, la tía Feride asintió:

– Necesita dormir, por el jet lag. Además de las corrientes oceánicas, ha atravesado varias zonas horarias.

– Bueno, por lo menos hay alguien en esta casa que se puede quedar en la cama todo el tiempo que quiera -gruñó Asya.

En ese instante se empezó a oír de fondo una chispeante música y saltó a la pantalla el programa que todas esperaban: la versión turca de El aprendiz. Contemplaron en embelesado silencio al Donald Trump turco que apareció tras las relucientes cortinas de satén de una espaciosa oficina con unas magníficas vistas sobre el puente del Bósforo. Tras una rápida mirada condescendiente a los dos equipos dispuestos a oír sus órdenes, el empresario les informó de sus inminentes tareas. Cada equipo tenía que diseñar una botella de agua con gas, encontrar la manera de fabricar noventa y nueve y luego venderlas lo más deprisa posible al mayor precio posible en uno de los barrios más lujosos de la ciudad.

– ¡Bah! ¡Yo a eso no lo llamo reto! -exclamó Asya-. Si quieren un reto de verdad, que envíen a los concursantes a los barrios más religiosos y conservadores de Estambul a vender vino tinto.

– Ay, cállate -saltó la tía Banu con un suspiro. No le gustaba que su sobrina se burlara constantemente de la religión y la religiosidad. En ese aspecto era evidente a quién se parecía Asya: a su madre. Si la blasfemia se heredaba genéticamente de madre a hija, más o menos como el cáncer de pecho, ¿para qué intentar corregirla? De manera que volvió a suspirar.

Ignorando la angustia que causaba a su tía, Asya se encogió de hombros.

– Pero ¿por qué no? Sería mucho más creativo que esta infundada imitación de América a lo turco. Habría que amalgamar siempre el material técnico tomado de Occidente con los rasgos particulares de la cultura a la que se dirige uno. Eso es lo que yo llamo un Donald Trump ingeniosamente turco. Debería, por ejemplo, pedir a los concursantes que vendieran cerdo empaquetado en un barrio musulmán. Eso sí, eso sí que es un reto. A ver cómo florecen las estrategias de marketing.

Antes de que nadie pudiera comentar nada, se abrió la puerta del dormitorio con un crujido y salió Armanoush Tchajmajchian, algo tímida y un poco mareada. Llevaba unos desvaídos tejanos y una camiseta azul marino lo bastante larga y grande para ocultar las líneas de su cuerpo. Mientras hacía la maleta para el viaje a Turquía, le dio muchas vueltas a la ropa que se llevaría y acabó eligiendo la más modesta para no parecer rara en un lugar conservador. Así pues, fue para ella toda una sorpresa encontrarse en el aeropuerto a la tía Zeliha con una falda escandalosamente corta y unos tacones todavía más escandalosos. Lo que la sobresaltó todavía más, sin embargo, fue ver después a la tía Banu con velo y un vestido largo, y averiguar lo religiosa que era y que rezaba cinco veces al día. Que las dos mujeres, a pesar de su aspecto y personalidad tan diferentes, fueran hermanas y vivieran bajo el mismo techo era un enigma sobre el que Armanoush tendría que reflexionar durante un tiempo.

– ¡Bienvenida, bienvenida! -exclamó alegremente la tía Banu, pero al instante se quedó sin más vocabulario en inglés.

Mientras la observaban acercarse, las cuatro tías juguetearon nerviosas en la mesa, incómodas por la falta de confianza, sin que se desdibujaran sus sonrisas de oreja a oreja. Curioso por el olor de la desconocida, Sultán Quinto dio un brinco para trazar un círculo alrededor de Armanoush olisqueando sus zapatillas, hasta que decidió que allí no había nada interesante.

– Lo siento mucho, no sé cómo he podido dormir tanto -balbuceó Armanoush muy despacio en inglés.

– Pues claro, tu cuerpo necesitaba las horas de sueño. Es un vuelo muy largo -contestó la tía Zeliha. Aunque tenía un marcado pero melodioso deje y tendía a acentuar mal las sílabas, parecía bastante cómoda expresándose en inglés-. ¿No tienes hambre? Espero que te guste la comida turca.

La tía Banu, capaz de reconocer la palabra «comida» en cualquier idioma, salió disparada hacia la cocina a por las lentejas. Sultán Quinto, casi como un robot, saltó por encima de su cojín para seguirla, maullando y suplicando sin cesar.

Una vez sentada en la silla que le habían reservado, Armanoush contempló por primera vez el salón. Miró alrededor deprisa, cautelosa, deteniéndose en ciertos puntos: el aparador de palisandro tallado con puertas de cristal, donde estaban las tazas de café doradas, los juegos de té y varias antigüedades; el viejo piano contra la pared; la exquisita alfombra; los múltiples tapetes de encaje en las mesas, en las butacas de terciopelo e incluso sobre el televisor; el canario en una ornamentada jaula colgada en la puerta del balcón; los cuadros en las paredes (un bucólico paisaje al óleo demasiado pintoresco para ser real, un calendario con una foto distinta para cada mes, todas de algún monumento cultural o natural de Turquía, un amuleto contra el mal de ojo, un retrato de Atatürk con esmoquin ondeando el sombrero hacia una multitud que no aparecía en el cuadro). Toda la habitación palpitaba de recuerdos y vívidos tonos (azul, granate, verde mar, turquesa), y brillaba con tal luminosidad que parecía que hubiera muchas más lámparas de las que en realidad había.

A continuación Armanoush miró los platos dispuestos en la mesa con creciente interés.

– ¡La mesa está preciosa! -se admiró-. Son mis platos favoritos. Veo que habéis hecho hummus, baba gonoush, yalancı sarma.… ¡Anda, si habéis hecho hasta churek!

– ¡Aaaah! ¿Hablas turco? -preguntó la tía Banu, perpleja. Volvía de la cocina con una cazuela humeante en las manos, seguida de Sultán Quinto.

Armanoush negó con la cabeza, entre divertida y solemne, como lamentando decepcionar tantas expectativas.

– No, no, no hablo el idioma turco, por desgracia, pero supongo que sí hablo la cocina turca.

La tía Banu, que no había entendido estas últimas palabras, se volvió hacia Asya desesperada, pero la chica no parecía tener el más mínimo interés en cumplir con su papel de traductora, absorta como estaba en el reto planteado por el Donald Trump turco. Los concursantes tenían ahora que sumergirse en la industria textil para rediseñar los uniformes amarillos y celestes de uno de los mayores equipos de fútbol de la liga nacional. El diseño que los mismos jugadores consideraran el mejor ganaría el concurso. También en este caso, Asya tenía en mente una prueba alternativa, pero decidió callársela. A decir verdad la americana había resultado ser mucho más guapa de lo que imaginaba. Bueno, no es que imaginara nada, pero en el fondo Asya creía, o tal vez esperaba, que sería una rubia estúpida la que apareciera en el aeropuerto.

Por alguna razón incomprensible, Asya quería enfrentarse a la invitada, sin embargo, le faltaba no tanto el motivo como la energía. Por esa razón prefería mantenerse distante y reservada para dejar claro que rechazaba de plano aquella ostentación de hospitalidad turca de sus tías.

– Bueno, cuéntanos -dijo la tía Feride tras inspeccionar el pelo de la americana y decidir que era demasiado anodino-. ¿Cómo es América?

Lo absurdo de la pregunta fue suficiente para que Asya perdiera la compostura, por muy decidida que estuviera a guardar distancias. Clavó una mirada afligida en su tía. Pero si Armanoush también había encontrado la pregunta ridícula, no se le notó. Se le daban bien las tías. Eran su especialidad. Con la mejilla izquierda algo abultada por un bocado de hummus, contestó:

– Está bien, bien. Es un país muy grande, ¿sabéis? Según donde vivas, hay muchas Américas.

– Preguntadle cómo está Mustafa -pidió la abuela Gülsüm, ignorando este último dato, que no había entendido.

– Está bien, trabaja mucho -replicó Armanoush, escuchando a la vez la melodiosa voz de la tía Zeliha, que traducía sus palabras-. Tienen una casa estupenda y dos perros. El desierto es precioso. Y siempre hace buen tiempo en Arizona, muy agradable, mucho sol…

Cuando terminaron las lentejas y los entrantes, la abuela Gülsüm y la tía Feride fueron a la cocina para volver cada una con una bandeja enorme, caminando perfectamente sincronizadas con pasos bien marcados.

– Tenéis pilaf. -Armanoush se inclinó sonriendo para ver los platos-. Hay turşu y…

– ¡Vaya! -exclamaron las tías al unísono, impresionadas por aquel dominio de la cocina turca.

Armanoush advirtió de pronto el último plato que habían puesto en la mesa.

– ¡Ay, ojalá pudiera ver esto mi abuela! Esto sí que es un lujo, kaburga….

– ¡Vaya! -repitió el coro. Hasta Asya se animó con súbito interés. -¿En América hay muchos restaurantes turcos? -preguntó la tía Cevriye.

– En realidad, conozco estos platos porque también pertenecen a la cocina armenia -contestó Armanoush despacio. Se había presentado como Amy, la hijastra de Mustafa, una chica estadounidense de San Francisco, y tenía pensado ir revelando poco a poco el secreto sobre la otra parte de su identidad cuando hubiera logrado cierto grado de confianza mutua. Pero mira por dónde al final se había lanzado de cabeza como una loca al meollo del asunto.

Tensa pero sin perder la seguridad en sí misma, Armanoush enderezó la espalda y recorrió la mesa con la mirada para ver la reacción de todos. Las caras inexpresivas que encontró la impulsaron a explicarse mejor.

– Soy armenia… bueno, armenia americana.

Esta vez nadie tradujo sus palabras. No hizo falta. Las cuatro tías sonrieron a la vez, cada una a su manera: una con cortesía, la segunda preocupada, la tercera con curiosidad y la última afable. Pero la reacción más visible fue la de Asya. Olvidándose del programa de televisión, miró a la invitada con auténtico interés por primera vez, dándose cuenta de que después de todo tal vez el objeto de su visita no era hacer un trabajo sobre «el islam y la mujer».

– ¿Ah, sí? -Había abierto la boca por fin, y se inclinó apoyando los codos sobre la mesa-. Dime, ¿es verdad que System of a Down nos odia?

Armanoush no tenía ni idea de qué le hablaba. Un rápido vistazo a su alrededor le indicó que no era la única sorprendida. Las tías también parecían perplejas.

– Es un grupo de rock que me gusta mucho. Son armenios y hay muchas leyendas urbanas que cuentan que odian a los turcos y no quieren que ningún turco disfrute de su música. Lo preguntaba solo por curiosidad. -Asya se encogió de hombros, visiblemente molesta por haber dado esta explicación a un grupo de personas tan ignorantes.

– No sé nada de ellos. -Armanoush frunció los labios. De pronto se sentía diminuta, débil y vulnerable, una extraña sola en una tierra extraña-. Mi familia era de Estambul. Bueno, mi abuela. -Señaló con el dedo a Petite-Ma, como si necesitara a una anciana para ilustrar mejor la historia.

– Pregúntale cómo se apellida su familia. -La abuela Gülsüm dio un codazo a Asya, como si poseyera la llave de un archivo secreto escondido en el sótano donde se guardaran perfectamente ordenados los expedientes de todas las familias estambulíes, presentes y pasadas.

– Tchajmajchian -contestó Armanoush cuando le tradujeron la pregunta-. Me podéis llamar Amy si queréis, pero mi nombre completo es Armanoush Tchajmajchian.

A la tía Zeliha se le iluminó el semblante.

– ¡Eso siempre me ha parecido interesante! -exclamó-. Los turcos siempre añaden el sufijo «cı» a todas las palabras que puedan generar nombres de profesiones. Mira el apellido de nuestra familia: Kanzancı, «caldereros». Y ahora veo que los armenios hacen lo mismo. Çakmak… Çakmakçı, Çakmakçıyan.

– Pues es una cosa más en común -sonrió Armanoush. Había algo en la tía Zeliha que le había gustado desde el primer momento. Tal vez su aspecto, con ese llamativo anillo en la nariz, las minifaldas y el abundante maquillaje. O tal vez era su mirada. Tenía la mirada de una persona que sabía comprender sin juzgar.

– Mirad, tengo la dirección de la casa. -Armanoush se sacó un papel del bolsillo-. Aquí nació mi abuela Shushan. Si me pudierais indicar por dónde está, me gustaría ir allí algún día.

Mientras la tía Zeliha leía lo escrito en el papel, Asya advirtió que algo incomodaba a la tía Feride, que miraba aterrorizada la puerta entreabierta del balcón, como quien se encuentra ante una situación peligrosa sin saber hacia dónde correr. Asya se inclinó hacia un lado y, por encima del humeante pilaf, le susurró a su tía loca:

– ¡Eh! ¿Qué pasa?

La tía Feride también se inclinó por encima del humeante pilaf y entonces, con una chispa en sus ojos gris verdosos murmuró:

– Se rumorea que los armenios vuelven a sus antiguas casas para desenterrar los cofres que escondieron allí sus abuelos antes de huir. -Entornó los ojos y alzó un poco la voz-. Oro y joyas -resolló. Luego se interrumpió para reflexionar hasta llegar a un amistoso acuerdo consigo misma-. ¡Oro y joyas!

Asya tardó unos segundos en entender de qué hablaba su tía.

– ¿Comprendes lo que estoy diciendo? Esta chica ha venido a por el cofre de un tesoro -añadió la tía Feride muy emocionada, contemplando el contenido de un cofre imaginario, el rostro iluminado con el sabor de la aventura y el brillo de los rubíes.

– ¡Tienes toda la razón! -exclamó Asya-. ¿No te lo había dicho? Cuando bajó del avión llevaba una pala y una carretilla por todo equipaje…

– ¡Ay, calla! -saltó la tía Feride, ofendida. Se cruzó de brazos y se arrellanó en la silla.

Mientras tanto la tía Zeliha, que había detectado una inquietud mucho más profunda en Armanoush, preguntaba:

– Así que has venido a ver la casa de tu abuela. ¿Por qué se marchó?

Armanoush deseaba contestar la pregunta pero algo la frenaba. ¿Era demasiado pronto para que lo supieran? ¿Qué podía revelar y qué no? Y si no lo hacía ahora, ¿cuándo? Además, ¿por qué esperar? Bebió un sorbo de té y con voz lánguida, casi trémula, explicó:

– Los obligaron a marcharse. -En cuanto lo dijo, desapareció su fatiga y alzó el mentón-. El padre de mi abuela, Hovhannes Stamboulian, era escritor y poeta. Era un hombre eminente y muy respetado en la comunidad.

– ¿Qué dice? -La tía Feride, que había entendido la primera parte de la frase pero no el resto, le dio un codazo a Asya.

– Dice que la suya era una familia muy destacada de Estambul -susurró Asya.

Dedim sana altın liralar kin gelmiş olmalı…. ¡Os digo que ha venido a buscar monedas de oro!

Asya miró al techo con menos sarcasmo del que pretendía antes de concentrarse de nuevo en la historia de Armanoush.

– Me han contado que era un hombre de letras. Lo que más le gustaba en el mundo era leer y meditar. Mi abuela dice que me parezco a él. Yo también leo mucho -añadió Armanoush con una tímida sonrisa.

Algunas de sus oyentes sonrieron también, y cuando les llegó la traducción, sonrieron todas.

– Pero por desgracia su nombre estaba en la lista. -Armanoush tanteaba el terreno.

– ¿Qué lista? -quiso saber la tía Cevriye.

– La lista de intelectuales armenios que había que eliminar. Líderes políticos, poetas, escritores, miembros del clero… Eran en total doscientas treinta y cuatro personas.

– Pero ¿por qué? -preguntó la tía Banu, una pregunta que Armanoush eludió.

– El 24 de abril, un sábado, a medianoche, decenas de notables armenios que vivían en Estambul fueron detenidos y llevados a la fuerza a la jefatura de policía. Todos se habían vestido bien, se habían arreglado como para asistir a una ceremonia. Todos llevaban cuellos inmaculados y trajes elegantes. Todos eran hombres de letras. Los retuvieron en la jefatura sin darles ninguna explicación, hasta que al final los deportaron a Ayash o a Chankiri. Los del primer grupo estaban en peores condiciones que el segundo. En Ayash no hubo supervivientes. Los que se llevaron a Chankiri fueron muriendo poco a poco. Mi bisabuelo estaba entre ellos. Cogieron el tren de Estambul a Chankiri bajo la supervisión de los soldados turcos. Tenían que recorrer andando los cinco kilómetros de la estación a la ciudad. Hasta entonces los habían tratado decentemente, pero durante el trayecto desde la estación les pegaron con palos y mangos de picos. El legendario músico Komitas se volvió loco a resultas de lo que vio. Una vez en Chankiri los liberaron con una condición: estaba prohibido salir de la ciudad. Así que alquilaron habitaciones para vivir con los del pueblo. Todos los días los soldados se llevaban a dos o tres para dar un paseo, y luego los soldados volvían solos. Un día también se llevaron a dar un paseo a mi bisabuelo.

La tía Banu, todavía sonriendo, miró a derecha e izquierda, primero a su hermana y luego a su sobrina, para ver quién iba a traducir todo aquello, pero, sorprendida, solo vio perplejidad en los rostros de las traductoras.

– En fin, es una historia muy larga. No quiero alargarla con todos los detalles. Cuando su padre murió, mi abuela Shushan tenía tres años. Era la más pequeña de cuatro hermanos, y la única chica. La familia se había quedado sin patriarca. La madre de mi abuela se había quedado viuda. Era complicado quedarse en Estambul con los niños, así que fue a refugiarse a casa de su padre, que estaba en Sivas. Pero en cuanto llegaron, comenzaron las deportaciones. Ordenaron a la familia que dejara su casa y sus pertenencias para marchar con otros miles de personas a un destino desconocido.

Armanoush observó con atención a su audiencia y decidió terminar la historia.

– Caminaron y caminaron. La madre de mi abuela murió en el camino, y los viejos no tardaron en caer también. Los hijos, al quedarse sin padres que los cuidaran, se perdieron unos a otros en la confusión y el caos. Pero después de pasar meses separados, milagrosamente, los hermanos se reunieron de nuevo en Líbano, con la ayuda de un misionero católico. La única que faltaba entre los supervivientes era mi abuela Shushan. Nadie sabía qué había sido de la niña. Nadie sabía que se la habían llevado de vuelta a Estambul para meterla en un orfanato.

Asya advirtió de reojo que su madre la miraba intensamente. Al principio sospechó que intentaba indicarle que censurara la historia al traducirla, pero luego se dio cuenta de que lo que asomaba en los impresionantes ojos de su madre no era más que interés en el relato de Armanoush. Tal vez ella también se preguntaba qué partes de aquella difícil historia estaba su hija dispuesta a traducir para las mujeres Kazancı.

– El hermano mayor de mi abuela Shushan tardó diez largos años en dar con ella, pero por fin mi tío abuelo Yervant la encontró y se la llevó a América con el resto de la familia -añadió suavemente Armanoush.

La tía Banu volvió la cabeza y empezó a desgranar las cuentas de su rosario de ámbar entre sus dedos huesudos y sin manicura, mientras murmuraba:

– «Todo lo que hay en la tierra perecerá, pero por siempre perdurará el rostro de tu Señor, lleno de majestad, abundancia y honor».

– Pero no lo entiendo. -La tía Feride fue la primera en manifestar dudas-. ¿Qué les pasó? ¿Se murieron solo por andar?

Antes de traducir aquello, Asya echó un vistazo a su madre para ver si debía seguir traduciendo. La tía Zeliha enarcó las cejas y asintió.

Al oír la pregunta, Armanoush guardó silencio un momento y acarició el colgante de san Francisco de Asís de su abuela. Vio a Petite-Ma, sentada al otro extremo de la mesa. Su cetrino rostro surcado de las arrugas de tantos años la miraba con una expresión de compasión tan profunda que Armanoush solo pudo pensar en dos posibilidades: o no había prestado ninguna atención a la historia, y su mente estaba en otra parte, o había escuchado con tanta atención la historia que había llegado a vivirla, y su mente estaba en otra parte.

– Se les negó agua, comida y descanso. Los obligaron a recorrer una larga distancia a pie, a todos: mujeres, algunas de ellas embarazadas, niños, ancianos, enfermos y débiles. -La voz de Armanoush se desvaneció-. Muchos murieron de hambre, a otros los ejecutaron.

Esta vez Asya lo tradujo todo sin dejarse una palabra.

– ¿Quién cometió esa atrocidad? -exclamó la tía Cevriye como si se dirigiera a una clase de alumnos indisciplinados.

La tía Banu se unió a la reacción de su hermana, aunque ella tendía más a la incredulidad que a la ira. Con los ojos muy abiertos tironeaba las puntas de su velo, como hacía siempre en momentos de tensión, y luego pronunció una oración, como hacía siempre que tirar del pañuelo no la llevaba a ninguna parte.

– Mi tía pregunta quién hizo eso -tradujo Asya.

– Los turcos -contestó Armanoush, sin prestar atención a las implicaciones.

– ¡Qué vergüenza! ¡Qué pecado! ¿Es que no son humanos? -soltó la tía Feride.

– Desde luego que no. ¡Algunas personas son monstruos! -declaró la tía Cevriye sin entender que las repercusiones podrían ser mucho más complejas de lo que ella querría reconocer. Tras ejercer veinte años de profesora de historia turca, estaba tan acostumbrada a trazar una frontera impermeable entre el pasado y el presente, entre el Imperio otomano y la moderna república turca, que había escuchado todo el relato como una mala noticia de un país lejano. El nuevo Estado de Turquía había sido creado en 1923 y hasta ahí se extendía la historia de este régimen. Lo que pudiera haber pasado o no antes de esa fecha pertenecía a otra era y a otra gente.

Armanoush las miró una por una, pasmada. Era un alivio que la familia no se hubiera tomado aquello tan mal como ella temía, pero, por otro lado, no estaba segura de si se lo habían tomado de alguna manera. Es cierto que no se habían negado a creerla ni la habían atacado con objeciones. De hecho, habían escuchado con atención y todas parecían apesadumbradas. Pero ¿hasta dónde llegaba su compasión? ¿Y qué esperaba ella exactamente? Armanoush estaba un poco desconcertada. Se preguntó si habría sido distinto de haber estado hablando con un grupo de intelectuales.

Poco a poco se fue dando cuenta de que tal vez lo que esperaba era que admitieran una culpa, o por lo menos se disculparan. Pero nadie había pedido perdón, no porque no se hubieran compadecido, puesto que parecía que sí, sino porque no veían relación alguna entre aquellos crímenes y ellas mismas. Armanoush, como armenia, encarnaba los espíritus de muchas generaciones pasadas de su pueblo, mientras que, en general, los turcos no tenían esa noción de continuidad con sus predecesores. Los armenios y los turcos vivían en dos marcos temporales distintos. Para los armenios el tiempo era un ciclo donde el pasado se encarnaba en el presente y el presente daba a luz al futuro. Para los turcos, el tiempo era una línea formada de guiones separados, donde el pasado terminaba en un punto muy concreto y el presente empezaba de cero, y entre uno y otro no había sino ruptura.

– ¡Pero si no has comido nada! Anda, niña, que has hecho un viaje muy largo. Come -dijo la tía Banu, recurriendo al tema de la comida, uno de los dos remedios que conocía para la pena.

– Está muy bueno, gracias. -Armanoush cogió el tenedor. Habían preparado el arroz exactamente igual que su abuela, con mantequilla y piñones fritos.

– ¡Bien, bien! ¡Come, come! -La tía Banu asintió tan vigorosamente como pudo.

A Asya se le cayó el alma a los pies al ver que Armanoush aceptaba cortésmente la oferta y cogía el tenedor para volver a su kaburga. Ella bajó la cabeza, había perdido el apetito. No era la primera vez que escuchaba la historia de la deportación de los armenios. Había oído algo antes, algunas cosas a favor y la mayoría en contra. Pero era muy distinto oírselo contar a una persona de primera mano. Asya jamás había conocido a nadie tan joven con una memoria tan vieja.

Sin embargo, la nihilista que había en ella no tardaría mucho en rechazar la aflicción. Se encogió de hombros. ¡Bah! El mundo era una mierda de todas formas. Pasado y futuro, aquí o allí… era lo mismo. El mismo sufrimiento en todas partes. O Dios no existía o estaba demasiado distante para ver la miseria en la que nos había hundido a todos. La vida era malvada y cruel, y muchas otras cosas que estaba cansada de saber desde hacía tiempo. Deslizó su brumosa mirada hacia la pantalla donde el Donald Trump turco acribillaba a preguntas a los tres miembros más culpables del grupo perdedor. El uniforme que habían diseñado para el equipo de fútbol era tan espantoso que hasta el más complaciente de los jugadores se había negado a llevarlo. Ahora había que despedir a alguien. Como si una mano invisible hubiera pulsado un botón, los tres concursantes empezaron a insultarse unos a otros para evitar ser eliminados.

Asya, retraída, esbozó una sonrisa desdeñosa. Ese era el mundo donde vivían. Historia, política, religión, sociedad, competición, marketing, mercado libre, lucha de poder, todos apuñalándose unos a otros por un bocado de triunfo… Ella desde luego no necesitaba nada de toda aquella…

…mierda.

Con un ojo todavía en la pantalla, Asya, que había recuperado el apetito, adelantó bruscamente la silla para servirse. Cogió un trozo grande de kaburga y comenzó a comer. Al levantar la cabeza se encontró con la penetrante mirada de su madre, y apartó deprisa la vista.

Después de la cena Armanoush se retiró al cuarto de las chicas para hacer dos llamadas telefónicas. La primera a San Francisco. Tenía delante un póster de Johnny Cash, colgado en la pared justo encima de la mesa.

– ¡Abuela, soy yo! -exclamó emocionada. Pero al instante se interrumpió-. ¿Qué es eso que se oye de fondo?

– Ah, no es nada, cariño. Están arreglando las tuberías del baño. Resulta que tu tío Dikran las rompió el otro día y hemos tenido que llamar al fontanero. Cuéntame, ¿qué tal todo?

Armanoush, que se esperaba la pregunta, le habló de su rutina diaria en Arizona. Aunque se sentía fatal con la mentira, intentó mitigar su incomodidad pensando que era lo mejor. ¿Cómo le iba a decir a su abuela: «No estoy en Arizona. Estoy en la ciudad donde naciste»?

Después de colgar aguardó unos minutos. Respiró hondo, hizo acopio de valor y llamó de nuevo, decidida a mantener la calma y no parecer demasiado exasperada, una promesa que le costó mantener en cuanto oyó la voz histérica de su madre.

– Amy, cariño, ¿por qué no me has llamado antes? ¿Cómo estás? ¿Qué tiempo hace en San Francisco? ¿Te están tratando bien?

– Sí, mamá, estoy bien. El tiempo… -Armanoush lamentó no haber mirado en internet el tiempo que hacía en San Francisco-. Bien, un poco de viento, como siempre.

– Sí -interrumpió Rose-. Te he llamado un montón de veces, pero tenías el móvil apagado. ¡Ay, estaba preocupadísima!

– Mamá, escucha, por favor. -Armanoush se sorprendió del tono decidido de su propia voz-. Me siento muy incómoda cuando me llamas tanto a casa de la abuela. Mira, a partir de ahora vamos a hacer una cosa, ¿vale? Tú no me llames más, ya te llamaré yo. Por favor.

– ¿Te están obligando a decir eso? -preguntó Rose, suspicaz.

– No, mamá, claro que no, por Dios. Te lo estoy pidiendo yo.

Rose aceptó el trato, aunque de muy mala gana. Se quejó de que no tenía tiempo para ella, que se pasaba el día en el trabajo o limpiando la casa. Pero luego se animó contándole que había rebajas en Home Depot y que Mustafa y ella habían decidido poner una cocina nueva.

– A ver, dame tu opinión -pidió entusiasmada-. ¿Qué te parece la madera de cerezo? ¿Crees que quedaría bien en nuestra cocina?

– Sí, supongo…

– Eso mismo pienso yo. Pero ¿y el roble oscuro? Aunque es un poco más caro, tiene muchísima clase. ¿Cuál crees que quedaría mejor?

– No sé, mamá, el roble oscuro también es bonito.

– Sí, pero no me estás ayudando mucho -suspiró Rose.

Cuando colgó, Armanoush miró a su alrededor y le embargó una honda soledad. Las alfombras turcas, las lámparas de las mesillas pasadas de moda, los muebles desconocidos, libros y periódicos en otro idioma… De pronto sintió un pánico que no sentía desde que era pequeña.

En una ocasión, cuando tenía seis años, iba en el coche con su madre y se quedaron sin gasolina en un lugar solitario, en Arizona. Tuvieron que esperar casi una hora hasta que pasó otro vehículo. Rose sacó el pulgar y un camión se detuvo para recogerlas. Dentro iban dos hombres que daban miedo, fuertes, rudos y hoscos. Las llevaron sin decir una palabra hasta la gasolinera más cercana. Una vez que el camión se alejó, Rose abrazó a Armanoush con los labios trémulos, llorando de terror.

– ¡Ay, Dios! ¿Y si hubieran sido mala gente? Podían habernos secuestrado, violado, asesinado, y nadie habría encontrado nuestros cuerpos. ¿Cómo he podido correr ese riesgo?

Ahora mismo Armanoush sentía algo parecido, si bien no tan dramático. Estaba en Estambul, en casa de unos desconocidos sin que nadie de su familia lo supiera. ¿Cómo podía haber sido tan impulsiva?

¿Y si eran mala gente?

Загрузка...