Rose y Mustafa pasaron los primeros dos días comiendo. En la mesa se dedicaban a contestar al bombardeo de preguntas que les disparaban desde todos los puntos los distintos miembros de la familia Kazancı: ¿cómo era la vida en América? ¿De verdad había un desierto en Arizona? ¿Era cierto que los americanos vivían a base de porciones enormes de comida basura para luego irse a concursos de la tele a ponerse a dieta? ¿La versión estadounidense de El aprendiz era mejor que la turca? Etcétera, etcétera.
A esto siguió una serie de preguntas más personales: ¿por qué no tenían hijos los dos juntos? ¿Por qué no habían ido antes a Estambul? ¿Por qué no se quedaban más tiempo? ¿POR QUÉ?
Las preguntas tuvieron efectos opuestos en la pareja. A Rose no parecía importarle el interrogatorio. En todo caso le gustaba ser el centro de atención. Mustafa, en cambio, fue sumiéndose en el silencio, haciéndose cada vez más pequeño. Hablaba poco, pasaba la mayor parte del tiempo leyendo periódicos turcos, progresistas y conservadores, como si quisiera ponerse al día con el país que había abandonado. De vez en cuando hacía preguntas sobre tal o cual político, preguntas que respondía quienquiera que supiera la respuesta. Aunque siempre había sido un ávido lector de la prensa, nunca le había interesado tanto la política.
– Así que el Partido Conservador en el poder parece estar perdiendo impulso. ¿Qué posibilidades tiene de ganar las próximas elecciones?
– ¡Sinvergüenzas! Son un puñado de mentirosos -gruñó la abuela Gülsüm por toda respuesta. Tenía en el regazo una bandeja con una pila de arroz crudo que escarbaba antes de cocerlo por si había piedras o cáscaras-. Solo saben hacer promesas y olvidarse de ellas en cuanto salen elegidos.
Mustafa, desde su butaca junto a la ventana, miró a su madre por encima del periódico.
– ¿Y el partido de la oposición, los socialdemócratas?
– ¡Todos son iguales! -fue la respuesta-. Todos unos mentirosos. Todos los políticos son corruptos.
– Si hubiera más mujeres en el Parlamento las cosas serían muy distintas -opinó la tía Feride, que llevaba la camiseta de I LOVE ARIZONA que le había regalado Rose.
– Mamá tiene razón. Si quieres saber mi opinión, la única institución digna de confianza que hay en este país siempre ha sido el ejército -apuntó la tía Cevriye-. Gracias a Dios que tenemos el ejército turco. Si no fuera por ellos…
– Sí, pero deberían dejar que las mujeres sirvieran en el ejército -interrumpió la tía Feride-. Yo misma me apuntaría ahora mismo.
Asya dejó de traducir la conversación para Rose y Armanoush, que estaban sentadas junto a ella, y comentó en inglés con una risita:
– Una de mis tías es feminista, la otra militarista acérrima. Y se llevan de maravilla. ¡Esto es una casa de locos!
La abuela Gülsüm se volvió hacia su hijo, preocupada de pronto.
– ¿Y tú, cariño? ¿Cuándo vas a terminar el servicio militar?
Rose, que seguía la conversación con muchas dificultades a pesar de la traducción simultánea, se volvió hacia su marido, pasmada.
– No te preocupes -la tranquilizó Mustafa-. Mientras pague cierta cantidad y les demuestre que vivo y trabajo en América, no tengo que hacer el servicio militar completo. Solo necesitaré la instrucción básica. Un mes nada más…
– Pero ¿para eso no hay un plazo? -preguntó alguien.
– Pues sí. Hay que tener hecha la instrucción a los cuarenta y uno.
– Pues entonces tienes que hacerla este año -declaró la abuela Gülsüm-. Ahora tienes cuarenta…
La tía Zeliha, que estaba pintándose las uñas de reluciente color cereza sentada en un extremo de la mesa, alzó la cabeza y lanzó una mirada a Mustafa.
– Una edad fatídica -siseó de pronto-. La edad a la que murió tu padre, igual que su padre y su abuelo… Estarás muy nervioso ahora que tienes cuarenta, hermanito… Tan cerca de la muerte…
El silencio que se produjo fue tan sepulcral que Asya se encogió sin darse cuenta.
– ¿Cómo puedes hablarle así?
La abuela Gülsüm se levantó con la bandeja de arroz todavía en la mano.
– Yo le digo lo que quiero a quien quiero -replicó la tía Zeliha sin inmutarse.
– ¡Eres una vergüenza! ¡Fuera de aquí! -ordenó la abuela, áspera, con voz grave y acerada-. Sal de mi casa ahora mismo.
Con dos uñas todavía sin pintar, la tía Zeliha dejó el pincel en el frasco, apartó la silla y salió de la habitación.
El tercer día Mustafa se quedó todo el rato en su habitación, alegando que estaba enfermo. Había tenido fiebre, lo cual debía de haber debilitado no solo sus energías, sino también su capacidad de habla, porque estaba excesivamente callado. Tenía el rostro demacrado, la boca seca y los ojos inyectados en sangre, aunque ni había bebido ni había llorado. Se quedó en la cama durante horas y horas, inmóvil, boca arriba, observando imperceptibles manchas de suciedad y polvo en el techo. Mientras tanto, Rose, Armanoush y las tres tías paseaban por las calles de Estambul, sobre todo alrededor de los centros comerciales.
Esa noche se acostaron antes que de costumbre.
– Rose, cariño -murmuró Mustafa, acariciándole el pelo rubio. El pelo lacio y suave de su esposa siempre le había calmado, lo protegía con ternura contra su familia de pelo oscuro y oscuro pasado. Ella se tumbó junto a él, con su cuerpo suave y cálido-. Rose, cariño. Tenemos que volver. Vámonos mañana.
– ¿Estás loco? Todavía tengo jet lag. -Rose bostezó, estirando sus piernas doloridas. Llevaba un camisón bordado de satén que había comprado ese día en el Gran Bazar, y se la veía pálida y cansada, no tanto por el jet lag como por el frenesí de las compras-. ¿A qué vienen tantas prisas? ¿No puedes soportar a tu propia familia unos días?
Se tapó hasta la barbilla y en el calor de la cama presionó sus pechos contra él. Luego le dio unos golpecitos en la mano, como queriendo calmar a un niño, y le besó con delicadeza el cuello, pero cuando intentó apartarse, él quiso más, hambriento de pasión.
– Todo irá bien -dijo Rose, tensándose. Su respiración se agitó un momento, pero enseguida se relajó-. Estoy muy cansada, lo siento, cariño… Cinco días más y volvemos a casa.
Con estas palabras apagó la lámpara de la mesilla y en pocos segundos cayó dormida.
Mustafa se quedó callado en la penumbra, intentando no pensar en su erección, decepcionado y tenso. Aunque le pesaban los párpados no podía dormir. Se quedó así mucho tiempo, hasta oír unos golpecitos en la puerta.
– ¡Sí!
La tía Banu asomó la cabeza.
– ¿Puedo pasar? -preguntó con un susurro vacilante.
Al oír un ruido que podía ser una afirmación, entró en la habitación con cautela, hundiendo los pies descalzos en la gruesa alfombra. Su pañuelo rojo relucía como iluminado por una luz misteriosa y sus ojeras le daban un aspecto fantasmal.
– No has bajado en todo el día. Solo quería ver cómo estabas -murmuró mirando a Rose, que dormía al otro lado de la cama abrazada a su almohada.
– No me encontraba bien. -Mustafa la miró y apartó la vista al instante.
– Toma, hermano. -Banu le tendió un cuenco de ashura, decorado con semillas de granada-. Ya sabes que mamá te ha hecho una cazuela enorme de ashura. -Su rostro serio esbozó una sonrisa-. Debo decir que, aunque la ha preparado ella, los cuencos los he decorado yo.
– Ah, gracias, eres muy buena -balbuceó Mustafa, mientras un escalofrío le recorría la espalda.
Siempre le había tenido miedo a su hermana mayor. Toda la labia que pudiera poseer le abandonaba en el instante en que notaba la mirada de Banu. Aunque había adquirido la costumbre de escrutar a los demás, ella seguía siendo inescrutable. Banu era totalmente opuesta a Rose: la transparencia no se contaba entre sus virtudes. De hecho, era como un libro críptico escrito en un lenguaje arcano. Por mucho que Mustafa intentara leer sus intenciones, le era imposible interpretar su enigmática expresión. Sin embargo, trató de mostrarse agradecido cogiendo el bol de ashura.
El silencio que siguió era pesado e indescifrable. Ningún silencio se le había hecho jamás tan cruel. Rose, como si el silencio la perturbara, se agitó dormida, pero no llegó a despertarse.
En muchos momentos de su vida Mustafa había sentido el súbito y arrebatador impulso de confesarle a su mujer que tenía un lado oculto. Pero otras veces le satisfacía hacerse pasar por un hombre sin pasado, un hombre experto en negar la realidad. Su amnesia era deliberada, aunque no calculada. Por un lado, en algún lugar de su mente había una puerta que él intentaba cerrar con todas sus fuerzas, aunque siempre se le escaparan algunos recuerdos. Por el otro, estaba la necesidad de desenterrar lo que su mente había eliminado tan concienzudamente. Esta doble corriente le había acompañado toda la vida. Ahora, de nuevo en la casa de su infancia y bajo la mirada penetrante de su hermana mayor, sabía que una de las corrientes iba a perder fuerza. Sabía que si se quedaba allí más tiempo empezaría a recordar. Y cada recuerdo desencadenaría otro y otro. En el momento en que entró en la casa de su infancia se hizo añicos el hechizo que le había escudado durante tantos años contra su propia memoria. ¿Cómo podía ya refugiarse en su elaborada amnesia?
– Tengo que preguntarte una cosa -resolló Mustafa, jadeando como un niño entre un azote y otro.
Un cinturón de cuero con hebilla de cobre. De pequeño Mustafa se enorgullecía de no llorar nunca, de no verter ni una sola lágrima cuando su padre sacaba el cinturón. Pero por muy bien que hubiera aprendido a controlar sus lágrimas, jamás logró reprimir el jadeo. Cómo odiaba ese jadeo. Luchar por respirar. Luchar por el espacio. Luchar por el afecto.
Hizo una breve pausa para ordenar sus pensamientos.
– Hace ya bastante tiempo que hay algo que me inquieta… -En su voz tranquila había un ligero atisbo de miedo. La luz de la luna penetraba las cortinas y formaba un diminuto círculo en la esponjosa alfombra turca. Se concentró en ese círculo para lanzar la pregunta-: ¿Dónde está el padre de Asya?
Mustafa se volvió hacia su hermana mayor a tiempo para captar su mueca de dolor, pero Banu recobró rápidamente la compostura.
– Cuando nos vimos en Alemania, mamá me dijo que Zeliha había tenido un hijo de un hombre con el que estuvo comprometida un corto tiempo. Pero que él luego la abandonó.
– Mamá te mintió -le interrumpió Banu-. Pero ¿qué más da? Asya se ha criado sin ver a su padre. No sabe quién es. La familia tampoco lo sabe -se apresuró a añadir-. Aparte de Zeliha, claro.
– ¿Tú tampoco? -preguntó Mustafa incrédulo-. Me han dicho que eres una adivina auténtica. Feride dice que has esclavizado a un yinni malo para obtener toda la información que necesitas. Por lo visto tienes clientas por todas partes. ¿Y ahora me estás diciendo que no sabes una cosa tan crucial, que tus yinn no te han revelado nada?
– La verdad es que sí -admitió Banu-. Y ojalá no supiera las cosas que sé.
Mustafa asimiló aquello con el corazón acelerado. Cerró los ojos, petrificado. Incluso tras los párpados cerrados veía la penetrante mirada de Banu. Y otro par de ojos que brillaban en la oscuridad, huecos y escalofriantes. ¿Sería el malo? Pero todo aquello debió de ser un sueño, porque cuando Mustafa Kazancı volvió a abrir los ojos, estaba de nuevo solo con su mujer en la habitación.
Sin embargo, al lado de la cama había un cuenco de ashura. Se quedó mirándolo y de pronto supo por qué estaba ahí y qué era exactamente lo que querían que hiciera. La elección era suya… de su mano izquierda.
Se miró la mano izquierda, que aguardaba junto al cuenco. Sonrió ante el poder de su mano. Ahora su mano podía coger la ashura o apartarla. Si elegía esta segunda opción, se despertaría al día siguiente y sería un día más en Estambul. Vería a Banu en el desayuno. No hablarían de la conversación que habían mantenido por la noche. Fingirían que nadie había preparado ni servido jamás ese bol de ashura. Si elegía la primera opción, sin embargo, se cerraría el círculo. Pero ahora que había alcanzado la edad límite de los hombres Kazana, la muerte estaba cerca, y, de todas formas, un día más o menos no significaría gran cosa en este momento de su vida. En el fondo de su mente resonó una vieja historia, la historia de un hombre que había huido a los confines de la tierra esperando evitar al Ángel de la Muerte, para tropezarse con él precisamente donde estaban destinados a encontrarse desde el principio.
Se trataba no de elegir entre la vida y la muerte sino entre la muerte decidida y la muerte inesperada. Con tal herencia familiar estaba seguro de que moriría pronto de todas formas. Ahora su mano izquierda, su mano culpable, elegiría cuándo y cómo.
Recordó el papel que había metido en el resquicio del muro del santuario del Tiradito. «Perdóname -había escrito-. Para que yo exista, el pasado debe borrarse.»
Ahora sentía que el pasado volvía. Y para que el pasado existiera, él debía borrarse… Tal vez la lucha entre la amnesia y el recuerdo había acabado por fin. Como en una playa que se extendiera hasta el horizonte al retirarse la marea, los recuerdos de un pasado turbulento resurgían aquí y allá en el reflujo del agua. Cogió el bol. Y de forma consciente y voluntaria empezó a comer, poco a poco, saboreando todos y cada uno de los ingredientes con cada bocado.
Era un alivio inmenso escapar de su pasado y su futuro a la vez. Era tan agradable escapar de la vida.
Unos segundos después de terminar la ashura, le asaltó un dolor de estómago tan agudo que no podía respirar. Y dos minutos más tarde su respiración se detuvo por completo.
Así fue como Mustafa Kazancı murió a la edad de casi cuarenta y un años.