Los supermercados son lugares peligrosos plagados de trampas para los deprimidos y los alelados, o eso pensaba Rose mientras se dirigía hacia el pasillo de los pañales, esa vez decidida a comprar solamente lo que de verdad necesitaba. Además, no era momento de entretenerse. Había dejado a su pequeña dentro del coche en el parking y estaba inquieta. A veces hacía cosas de las que se arrepentía de inmediato pero que ya no podía deshacer, y a decir verdad, tales incidentes se habían multiplicado de forma alarmante los últimos meses, los últimos tres meses y medio, para ser exactos. Tres meses y medio de puro infierno durante los que se había resistido, había batallado, había llorado, había suplicado, se había negado a aceptar y por fin se había rendido al hecho de que su matrimonio se había roto. Tal vez el matrimonio fuera una locura fugaz capaz de hacer creer a cualquiera que duraría siempre, pero era difícil verle la gracia cuando no es una la que lo da por terminado. El hecho de que el matrimonio resistiera un tiempo antes de fallar irremisiblemente daba la falsa impresión de que todavía había esperanza, hasta que una comprendía que no vivía por la esperanza de algo mejor, sino por la esperanza de que el sufrimiento acabara por fin para los dos, de forma que cada uno pudiera seguir su propio camino. Y eso era justo lo que Rose había decidido hacer: ir por su propio camino. Si todo esto equivalía a una especie de túnel de angustia por el que Dios la obligaba a arrastrarse, saldría de él transformada, muy distinta a la mujer débil que había sido antes.
Como señal de su determinación, Rose intentó forzar una risita, pero no le pasó de la garganta. Lo que le salió fue un suspiro, un suspiro de inquietud más que de otra cosa, porque había llegado a un pasillo que hubiera preferido no ver: golosinas y chocolatinas. Al pasar por las chocolatinas dietéticas de vainilla sin azúcar para «cuidar la línea» frenó en seco. Cogió una, dos… cinco. No es que estuviera a dieta, pero le gustaba cómo sonaba aquello, o más bien le gustaba la posibilidad de cuidar de algo, de lo que fuera. Después de que la acusaran varias veces de ser un ama de casa chapucera y una mala madre, Rose estaba ansiosa por demostrar lo contrario de cualquier manera.
Rauda y veloz, tomó otra dirección, pero se encontró en el pasillo de la comida basura. ¿Dónde demonios estaban los pañales? Advirtió una pila de nubes de coco y de pronto tenía uno, dos… seis paquetes en el carrito. «No, Rose, no… Esta tarde ya te has zampado casi un litro de helado… Ya has engordado muchísimo…» Lo que podría haber sido una advertencia interior, no llegó con suficiente fuerza, aunque sí alcanzó a pulsar el botón que activaba la culpabilidad en el subconsciente de Rose, y una imagen de sí misma surgió en su mente. Por un fugaz instante vio su reflejo en un espejo imaginario, a pesar de haber evitado con tanta habilidad el espejo real detrás de las lechugas ecológicas. Descorazonada, miró sus anchas caderas y nalgas, pero logró sonreír ante sus altos pómulos, su pelo rubio dorado, sus ojos azul claro y sus orejas perfectas. Las orejas eran una parte del cuerpo humano en la que sí se podía confiar. Por mucho que engordara una, las orejas siempre se quedaban igual, siempre leales.
Por desgracia, no pasaba lo mismo con el resto del cuerpo. La forma física de Rose era de todo menos leal. Tan voluble era su cuerpo que no podía ni clasificarlo, como hacía la revista Vida Sana con los cuerpos de sus lectoras. Si perteneciera al grupo de «forma de pera», por ejemplo, tendría las caderas más anchas que los hombros. Si tuviera, en cambio, «forma de manzana», tendería a engordar en el vientre y el pecho. Pero Rose, que tenía cualidades tanto de las peras como de las manzanas, no sabía muy bien en qué categoría encuadrarse, a menos que existiera otro grupo que la revista no hubiera mencionado: el de la «forma de mango», gruesa por todas partes y más gorda en el culo. «Qué coño», se dijo. Ahora que se había terminado el infernal proceso de divorcio, iba a convertirse en una nueva mujer. «Desde luego», pensó. «Desde luego» era la expresión que Rose utilizaba en lugar de «sí». En lugar de «no» decía «para nada».
Fortalecida con la idea de sorprender a su ex marido y su amplia familia política con su pronta transformación en una nueva mujer, Rose escudriñó el pasillo. Tendió las manos hacia golosinas y caramelos (toffees sin azúcar, gominolas de frutas, ruedas de regaliz) y en cuanto los echó al carro salió corriendo como si la persiguieran. Pero al ceder a la tentación del dulce se le debió de poner en marcha la mala conciencia, porque al cabo de un instante estaba batallando con un remordimiento más profundo. ¿Cómo podía haber dejado a su hija sola en el coche? Todos los días hablaban por la radio de algún bebé secuestrado ante su casa, o de alguna madre acusada de negligencia… La semana anterior una mujer de Tucson había incendiado su casa y casi mató a sus dos hijos, que dormían dentro. Si alguna vez llegaba a pasarle algo parecido, pensó Rose, su suegra estaría encantada. Shushan, la matriarca omnipotente, la llevaría de inmediato a juicio reclamando la custodia de su nieta.
Inmersa en tan sombríos pensamientos, Rose no pudo evitar estremecerse. Era cierto que últimamente andaba algo despistada y se olvidaba incluso de cosas que antes hacía sin pensar, pero nadie, ni una sola persona en su sano juicio podía acusarla de ser mala madre. ¡Para nada! Se lo iba a demostrar tanto a su ex marido como a su descomunal familia armenia. La familia de su ex marido procedía de un país en el que la gente tenía apellidos impronunciables y albergaba secretos que ella no podía descifrar. Rose siempre se había sentido una extraña entre ellos, siempre consciente de ser una odar, aquella pegajosa palabra que se había adherido a ella desde el primer día.
Qué terrible era seguir apegada mental y emocionalmente a alguien de quien estaba físicamente separada. Cuando se asentó el polvo, de aquel año y ocho meses de matrimonio lo único que le quedó fue resentimiento y un bebé.
– Es todo lo que me queda -murmuró Rose. Ese, desde luego, era el efecto secundario más común de la amargura crónica posmatrimonial: ahora hablaba sola. Por mucho diálogo que imaginara, jamás se quedaba sin palabras. En las últimas semanas Rose había discutido varias veces en su imaginación con todos y cada uno de los miembros de la familia Tchajmajchian, defendiéndose con decisión, ganando siempre, articulando fluidamente todo lo que no había podido expresar durante el divorcio y de lo que se había lamentado desde entonces.
¡Ahí estaban! Pañales superabsorbentes sin látex. Mientras los ponía en el carrito advirtió que un hombre de mediana edad, pelo cano y perilla le sonreía. Lo cierto es que a Rose le gustaba exhibir su maternidad, y ahora que tenía público no pudo evitar una sonrisa. Alzó el brazo alegremente para coger una caja enorme de toallitas perfumadas de áloe vera y vitamina E. Gracias a Dios algunas personas apreciaban su condición de madre. Empujada por el ansia de reconocimiento, recorrió arriba y abajo el pasillo de productos para niños y en cada trayecto encontró algo que no había tenido intención de comprar pero que ahora decidió llevarse: tres botes de loción antibacteriana para aliviar las irritaciones producidas por el pañal, un termómetro con forma de patito que avisaba cuando el agua de la bañera del bebé estaba demasiado caliente, un juego de seis protectores para que los niños no se pillaran los dedos en las puertas y un chupete con forma de mariposa que tras ser enfriado en la nevera aliviaba el dolor de muelas. Lo echó todo en el carrito. ¿Quién podría decir que era una madre irresponsable? ¿Cómo podían acusarla de no prestar atención a las necesidades de su hija? ¿Acaso no había dejado sus estudios universitarios cuando nació la niña? ¿Acaso no se había roto los cuernos por sacar adelante aquel matrimonio? De vez en cuando le gustaba imaginar que todavía iba a la universidad, que todavía era virgen y, sí, que todavía estaba delgada. Hacía poco había encontrado trabajo en el bar de la universidad, un trabajo que podía ayudarla a hacer realidad su primer sueño, aunque no le serviría para los otros dos.
Al entrar en el siguiente pasillo se le formó una mueca en la cara. Comida internacional. Echó un nervioso vistazo a los botes de crema de berenjena y latas de hojas de parra saladas. ¡Basta de patlijan! ¡Basta de sarmas! ¡Basta de comida étnica rara! Con solo ver aquel espantoso khavourma se le revolvía el estómago. A partir de ahora cocinaría lo que le diera la gana. ¡Prepararía para su hija auténticos platos de Kentucky! Durante un rato se quedó allí devanándose los sesos en busca de un ejemplo de la comida perfecta. Se le animó el semblante al pensar en las hamburguesas. ¡Desde luego!, se dijo. Y eso no era todo: huevos fritos y tortitas y perritos calientes con cebollas y cordero a la brasa, sí, sobre todo cordero a la brasa… En lugar de esa densa bebida de yogur que estaba más que harta de ver en todas las comidas, tomarían sidra de manzana. A partir de entonces elegiría todos los días platos de la cocina del sur: chile picante o beicon ahumado… o… garbanzos. Serviría esos platos sin quejas. Lo único que necesitaba era un hombre que se sentara frente a ella al final del día, un hombre que la quisiera de verdad, a ella y sus recetas. Desde luego, eso era lo que necesitaba: un amante sin bagaje étnico, sin nombres imposibles de pronunciar y sin familia numerosa; un amante nuevecito que supiera apreciar los garbanzos.
Hubo un tiempo en que Barsam y ella se querían, un tiempo en el que Barsam no se fijaba, ni siquiera le importaba, en lo que ella pusiera en la mesa, porque su mirada estaba en otra parte, clavada en la de ella, inundada de amor. Se sonrojó al acordarse de aquellos lascivos momentos, pero al instante se quedó helada al recordar la siguiente fase. Por desgracia, enseguida entró aquella horrible familia en escena para dominarla eternamente, y desde entonces el afecto que sentían el uno por el otro se fue desvaneciendo. Si esa pandilla de Tchajmajchian no hubieran metido sus aguileñas narices en su matrimonio, pensó Rose, su marido seguiría a su lado. «¿Por qué teníais que meteros constantemente en nuestro matrimonio?», le preguntó a Shushan, a quien ahora imaginaba sentada en su butaca contando los puntos de su labor, haciendo otra manta para su nieta. Pero su suegra no respondió. Rose, exasperada, repitió la pregunta. Aquel, desde luego, era el segundo efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimonial: no solo hablaba sola, sino que se volvía tozuda con los demás. Aunque estuviera a punto de romperse, jamás se doblegaba. «¿Por qué no nos dejasteis nunca en paz?» Rose planteó la misma pregunta, una a una, a las tres hermanas de su marido (la tía Surpun, la tía Zarouhi y la tía Varsenig), mientras miraba ceñuda los botes de babaghanoush que había en los estantes del supermercado.
Dejó la sección de comida étnica dando un brusco giro hacia el siguiente pasillo. Inspirada por la rabia y la melancolía, recorrió de una punta a otra el pasillo de latas y legumbres y estuvo a punto de estrellarse contra un joven que miraba las distintas marcas de garbanzos. «¡Ese tío no estaba ahí hace un segundo!», pensó Rose. Parecía haberse materializado de la nada, como caído del cielo. Tenía la piel clara, un cuerpo esbelto y bien proporcionado, ojos de avellana y una nariz puntiaguda que le daba un aire atento y aplicado. Su pelo era corto, negro azabache. Rose pensó que lo había visto antes, pero no recordaba dónde ni cuándo.
– Son buenos, ¿verdad? -le dijo-. Por desgracia no todo el mundo tiene sensibilidad para apreciarlos.
Arrancado de sus reflexiones, el joven dio un respingo, se volvió hacia la mujer regordeta y rubicunda que había aparecido de pronto a su lado y, con una lata de garbanzos en cada mano, se sonrojó. Le habían cogido por sorpresa y no le resultaba fácil recuperar su apostura masculina.
– Perdona… -Ladeó la cabeza hacia un lado, un tic nervioso que Rose interpretó como un signo de timidez.
Ella sonrió para indicar que le perdonaba y luego le miró la cara sin parpadear siquiera, lo cual le puso todavía más nervioso. Además de la expresión de conejita melosa que ahora mostraba, Rose tenía otras tres caras de animal, inspiradas en la madre naturaleza, que empleaba siempre para tratar con el sexo opuesto: su expresión contenida de perro, que escogía cuando quería demostrar total dedicación; su traviesa expresión felina, para cuando quería seducir, y su agresiva expresión de coyote, cada vez que la criticaban.
– ¡Yo te conozco! -De pronto Rose exhibió una sonrisa de oreja a oreja, orgullosa de su memoria-. Me estaba devanando los sesos pensando de qué te conocía, ¡y ya lo sé! Eres de la Universidad de Arizona, ¿verdad? ¡Fijo que te gustan las quesadillas de pollo!
El joven miró el pasillo como si estuviera a punto de salir corriendo y no pudiera decidir en qué dirección.
– Trabajo media jornada en el Cactus Grill. -Rose hizo lo posible para ayudarle a comprender-. El bar grande del segundo piso de la Asociación de Estudiantes, ¿te acuerdas? Suelo estar detrás del mostrador cuando se sirve comida caliente, ya sabes, tortillas y quesadillas. Es un trabajo de media jornada, por supuesto. No me pagan mucho, pero ¿qué se le va a hacer? Es provisional. Lo que yo quiero de verdad es ser maestra de primaria.
El joven la miraba ahora con expresión interrogativa, como si quisiera memorizar todos los detalles de su cara para futuros encuentros.
– En fin, que seguramente de eso te conozco -concluyó Rose. Entornó los ojos, se humedeció el labio inferior, y puso su cara felina-. Dejé los estudios el año pasado porque tuve una niña, pero ahora quiero volver a la universidad…
– ¿Ah, sí? -dijo el joven, pero al instante cerró de nuevo la boca. Si Rose hubiera tenido alguna experiencia previa con extranjeros habría detectado el «complejo de presentación del extranjero»: el miedo a enzarzarse en una conversación y no articular las palabras adecuadas en el momento preciso o con la pronunciación correcta.
Sin embargo, ya desde la adolescencia Rose tendía a asumir que todo lo que la rodeaba estaba a su favor o en su contra, y en consecuencia interpretó el silencio como un signo de su propia incapacidad para entablar conversación. Para compensar su fallo, le tendió la mano.
– Ah, lo siento. Se me ha olvidado presentarme. Me llamo Rose.
– Mustafa… -El joven tragó saliva y la nuez de Adán le subió y bajó en el cuello.
– ¿De dónde eres?
– De Estambul -contestó él lacónico.
Rose alzó las cejas y un atisbo de pánico se reflejó en su rostro. Si Mustafa hubiera tenido alguna experiencia con los provincianos, habría detectado el «complejo de ignorancia del provinciano»: el miedo a no tener bastantes conocimientos de geografía o historia mundial. Rose intentaba recordar dónde demonios estaba Estambul. ¿Era la capital de Egipto o un sitio en la India? Arrugó la frente, desconcertada.
Sin embargo, ya desde la adolescencia Mustafa tenía miedo del paso del tiempo y de perder su atractivo con las mujeres, y en consecuencia interpretó el gesto como una señal de que había aburrido a Rose al no ocurrírsele nada interesante que decir. Para compensar su falta, se apresuró a poner fin a la conversación.
– Encantado de conocerte, Rose -dijo arrastrando las vocales con un tenue pero evidente acento-. Tengo que irme ya…
Devolvió a toda prisa las latas de garbanzos al estante, miró el reloj, cogió la cesta y se marchó. Antes de desaparecer, Rose le oyó murmurar:
– Adiós. -Luego, como haciéndose su propio eco, de nuevo-: Adiós. -Y desapareció.
Tras perder a su misterioso acompañante, Rose recordó de pronto cuánto tiempo había perdido en el supermercado. Tras agarrar unas cuantas latas de garbanzos, entre ellas las que Mustafa había dejado, se apresuró hacia las cajas. Atravesó el pasillo de libros y revistas, y allí vio algo que necesitaba urgentemente: Gran Atlas Mundial. Debajo del título se leía: «Atlas mundial de banderas, datos y mapas / Ayuda para padres, estudiantes, profesores y viajeros de todo el mundo». Cogió el libro, buscó Estambul en el índice y en cuanto localizó la página miró el mapa para ver dónde estaba.
En el parking encontró el Jeep Cherokee azul marino de 1984 calentándose bajo el sol de Arizona con su hija dormida dentro.
– Armanoush, despierta, cariño. ¡Mamá ha vuelto!
La niña se movió pero no abrió los ojos, ni siquiera cuando Rose le cubrió la cara de besos. Llevaba el suave pelo castaño recogido con una cinta dorada casi más grande que su cabeza y vestía un suave traje verde adornado de rayas color salmón y botones púrpura. Parecía un arbolito de navidad decorado por alguien en pleno delirio.
– ¿Tienes hambre? ¡Esta noche mamá te va a preparar una auténtica comida americana! -exclamó Rose mientras dejaba las bolsas en el asiento trasero, menos un paquete de nubes de coco para el camino. Se miró el pelo en el retrovisor, puso su casete favorito de aquellos días y cogió un puñado de nubes antes de poner el coche en marcha.
– ¿Sabías que el tío que me acabo de encontrar en el supermercado es de Turquía? -preguntó, guiñando un ojo a su hija por el retrovisor.
Todo en su pequeña se le antojaba perfecto: su naricilla chata, las manos redondas, los pies, todo menos su nombre. La familia de su marido quiso llamarla como la madre de su abuela. Cuánto lamentaba Rose no haberle puesto un nombre menos extravagante, como Annie o Katie o Cyndie, en lugar de aceptar el que se le había ocurrido a su suegra. Una niña tenía que tener nombre de niña, y Armanoush era cualquier cosa menos eso. El nombre sonaba tan… tan maduro y frío, apropiado tal vez para una persona adulta. ¿Tendría que esperar a que su hija cumpliera los cuarenta para llamarla por su nombre sin que le escociera la lengua? Rose puso los ojos en blanco y se comió otra nube. De pronto tuvo una revelación: a partir de ahora llamaría a su hija «Amy», y como parte de la ceremonia de bautismo le envió un beso.
En el siguiente cruce se detuvo en el semáforo en rojo y se puso a tamborilear sobre el volante acompañando a Gloria Estefan.
No modern love for me, it's all a hustle
What's done is done, now it's my turn to have fun….
Mustafa dejó los pocos artículos que había comprado ante la cajera: aceitunas de Kalamata, espinacas y pizza de queso feta congelada, una lata de sopa de champiñones, una lata de sopa de pollo y una lata de sopa de pollo con fideos. Hasta que llegó a Estados Unidos no había tenido que cocinar. Cada vez que se metía en la pequeña cocina de su piso de estudiante, de dos habitaciones, se sentía un rey destronado en el exilio. Lejos quedaban los días en los que le atendían y servían su devota abuela, su madre y sus cuatro hermanas. Ahora lo de fregar los platos, limpiar la casa, planchar y sobre todo ir a la compra era una enorme carga para él. No sería tan difícil si pudiera librarse de la sensación de que otra persona debería estar haciendo todo aquello para él. Estaba tan poco acostumbrado a esas tareas como a la soledad.
Mustafa compartía piso con un estudiante de Indonesia que hablaba muy poco, trabajaba mucho y escuchaba viejas cintas como Sonidos de arroyos de montaña o Cantos de ballenas para dormir todas las noches. Mustafa pensaba que se encontraría menos solo en Arizona con un compañero de piso, pero había resultado justo lo contrario. Por la noche, solo en su cama y a miles de kilómetros de su familia, no podía luchar contra las voces que oía dentro de su cabeza. Voces que lo juzgaban y culpaban por lo que era. Dormía mal. Pasaba muchas noches viendo comedias antiguas o navegando por internet. Eso le ayudaba. Los pensamientos se detenían, pero volvían durante el día. Mientras iba de casa a la universidad, entre clases o durante el almuerzo, Mustafa se sorprendía pensando en Estambul y en cómo le gustaría poder borrar su memoria y reiniciar el programa, hasta eliminar todos los archivos definitivamente.
Le habían mandado a Arizona para que escapara del mal presagio que caía sobre los hombres de la familia Kazancı. Pero él no creía en esas cosas. Se había apartado de todas aquellas supersticiones familiares, las cuentas contra el mal de ojo, la lectura de los posos del café, las ceremonias de adivinación, no tanto por una decisión consciente como por un reflejo involuntario. Pensaba que todo eso formaba parte de un mundo oscuro y complicado propio de las mujeres.
De todas formas, las mujeres eran un misterio. A pesar de haber crecido entre tantas, siempre se había sentido lejos de ellas.
Mustafa se había criado como el único niño en una familia en la que los hombres morían demasiado pronto e inesperadamente. Había experimentado crecientes deseos sexuales, rodeado de hermanas sobre las que era tabú fantasear. Sin embargo, le asaltaban pensamientos nefandos sobre las mujeres. Al principio le gustaban chicas que lo despreciaban. Aterrado ante la posibilidad de ser rechazado, puesto en ridículo y vilipendiado, empezó a desear el cuerpo femenino a distancia. Ese año había mirado furioso las fotos de top models de las revistas estadounidenses como si quisiera asumir el hecho insoportable de que ninguna mujer tan perfecta llegaría jamás a desearle.
Mustafa nunca olvidaría la fiera expresión de Zeliha cuando le llamó «un precioso falo». La vergüenza de aquel momento todavía le atormentaba. Sabía que Zeliha podía ver, más allá de su forzada masculinidad, la auténtica historia de su educación. Zeliha era consciente de que una madre opresora le había mimado y se lo había dado todo hecho, y que un padre opresor le había pegado e intimidado.
«Al final eres a la vez narcisista e inseguro», le había dicho.
¿Podrían haber sido distintas las cosas entre Zeliha y él? ¿Por qué se sentía tan rechazado y tan poco querido con tantas hermanas y una madre que lo adoraba?
Zeliha siempre se había burlado de él, y su madre siempre lo había admirado. Mustafa solo quería ser un hombre normal, bueno, aunque también se equivocara. Lo único que necesitaba era compasión y la oportunidad de ser mejor persona. Si tuviera una mujer que lo quisiera, todo sería distinto. Mustafa sabía que tenía que salir adelante en Estados Unidos, no porque quisiera lograr un futuro mejor, sino porque tenía que librarse de su pasado.
– ¿Cómo estás? -dijo la joven cajera con una sonrisa.
Era algo a lo que Mustafa todavía no se había acostumbrado: en Estados Unidos todo el mundo le preguntaba a los demás cómo estaban, incluso a los desconocidos. Comprendía que se trataba de un saludo, no de una pregunta sincera, pero él no sabía cómo devolverlo con la misma facilidad.
– Estoy bien, gracias. ¿Y tú?
La chica sonrió de nuevo.
– ¿De dónde eres?
Algún día, pensó Mustafa, hablaría de tal forma que nadie volvería a hacerle aquella grosera pregunta porque nadie se imaginaría ni por un momento que fuera extranjero. Cogió su bolsa de plástico y salió.
Una pareja de origen mexicano cruzaba la calzada, ella empujando un cochecito de bebé, él con un niño pequeño de la mano. Caminaban sin prisa y Rose los miraba con envidia. Ahora que su matrimonio había terminado, todas las parejas que veía se le antojaban satisfechas y felices.
– ¿Sabes qué? Ojalá la bruja de tu abuela me hubiera visto coquetear con ese turco. ¿Te imaginas su espanto? ¡No se me ocurre una pesadilla peor para la orgullosa familia Tchajmajchian! Orgullosa y altiva… orgullosa y…
Rose no terminó la frase porque la distrajo un pensamiento procaz. El semáforo se puso en verde, los coches que tenía delante arrancaron y la furgoneta que tenía detrás tocó el claxon. Pero Rose no se movió. La fantasía era tan deliciosa que no podía moverse. Su mente se regodeó en muchas imágenes, mientras sus ojos lanzaban un rayo de rabia pura en ángulo oblicuo. Ese, desde luego, era el tercer efecto secundario más común del resentimiento crónico posmatrimonial: no solo hablabas sola y te ponías tozuda con los demás, sino que también te volvías bastante irracional. Cuando una mujer siente un resentimiento justificable, el mundo se tergiversa y la sinrazón parece perfectamente razonable.
Oh, dulce venganza. La recuperación era un plan a largo plazo, una inversión que daba frutos con el tiempo. Pero la venganza era rápida. El primer instinto de Rose era hacer algo, cualquier cosa, para exasperar a su ex suegra. Y en todo el mundo solo existía una cosa que pudiera molestar a las mujeres de la familia Tchajmajchian incluso más que un odar: ¡un turco!
Qué interesante sería flirtear con el archienemigo de su ex marido. Pero ¿dónde encontrar a un turco en medio del desierto de Arizona? No crecían como cactus, ¿verdad? Rose soltó una risita mientras su expresión de reconocimiento se convertía en otra de intensa gratitud. Qué magnífica coincidencia que la fortuna acabara de presentarle a un turco. ¿O no era coincidencia?
Tarareando la canción de la cinta, Rose se puso en marcha. Pero en lugar de seguir por su camino, giró a la izquierda, dio media vuelta y, una vez en el otro carril, aceleró.
Primitive love, I want what it used to he….
Al cabo de un momento el Jeep Cherokee de 1984 azul marino había llegado al aparcamiento del supermercado Fry.
I don't have to think, right now you've got me at the brink
This is goodbye for all the times I cried….
El coche trazó un semicírculo y maniobró para llegar a la salida principal del supermercado. Justo cuando Rose estaba a punto de perder la esperanza de volver a dar con el joven, lo vio aguardando pacientemente en la parada del autobús con la bolsa de plástico medio vacía junto a él.
– ¡Eh, Mostafá! -chilló asomando la cabeza por la ventanilla medio abierta-. ¿Quieres que te lleve?
– Sí, gracias. -Mustafa intentó tímidamente corregir su pronunciación-. Es Mus-ta-fa…
Rose sonrió.
– Mustafa, te presento a mi hija, Armanoush… ¡Pero yo la llamo Amy! Amy, este es Mustafa, Mustafa, esta es Amy…
Mientras el joven sonreía a la niña dormida, Rose le miró la cara buscando alguna reacción, pero no encontró ninguna. De manera que, decidida a darle otra pista, esta vez más reveladora, añadió:
– El nombre completo es Amy Tchajmajchian.
Si aquello le inspiró cualquier tipo de rechazo, Mustafa no lo demostró, de forma que Rose se vio en la necesidad de repetir el nombre, por si acaso no lo había entendido la primera vez:
– ¡Armanoush Tchaj-maj-chi-an!
Entonces saltó una chispa en los ojos avellana del joven, aunque no por el motivo que Rose imaginaba.
– Chak-mak-chi-an… Çak-mak-çı… ¡Oye, eso parece turco! -exclamó encantado.
– Bueno, en realidad es armenio -dijo ella. De pronto se sentía insegura-. Su padre… vaya, mi ex marido… -tragó saliva como si quisiera eliminar un regusto amargo-… era, bueno, es armenio.
– ¿Ah, sí? -replicó él como si nada.
¿Es que no lo entendía?, se preguntó Rose mientras se mordisqueaba el interior de la mejilla. Luego, como exhalando un hipo contenido que se le agolpara en la garganta, lanzó una carcajada. «Pero es guapo… muy guapo… ¡Será mi dulce venganza!»
– Oye, no sé si te gusta el arte mexicano, pero mañana por la noche se inaugura una exposición colectiva. Si no tienes otros planes podríamos ir a verla y luego a comer algo.
– ¿Arte mexicano? -vaciló Mustafa.
– Todo el mundo que lo ha visto dice que está muy bien. Bueno, ¿qué me dices? ¿Te apetece venir conmigo?
– ¡Arte mexicano! -repitió Mustafa con seguridad-. Claro, ¿por qué no?
– Genial -se animó Rose-. Me alegro mucho de conocerte, Mostafá -dijo, pronunciando otra vez mal su nombre. Pero esta vez Mustafa no sintió la necesidad de corregirla.