Llevaba despierta más de dos horas, pero Asya Kazancı seguía en la cama bajo el edredón de plumas, escuchando el guirigay de sonidos que solo se oye en Estambul, mientras componía mentalmente un meticuloso manifiesto personal de nihilismo.
Artículo uno: si no encuentras una razón por la que te guste tu vida, no finjas que te gusta.
Reflexionó sobre esta declaración y decidió que era bastante adecuada para ser la primera línea del manifiesto. Mientras continuaba con el segundo artículo, alguien dio un frenazo en la calle. Al instante se oyó al conductor maldiciendo a voz en cuello a algún peatón que se había echado de pronto a la carretera, atravesando un cruce en diagonal y con el semáforo en rojo. El conductor siguió chillando hasta que el zumbido de la ciudad se tragó su voz.
Artículo dos: la inmensa mayoría de la gente no piensa nunca, y los que piensan nunca son una inmensa mayoría. Elige tu bando.
Artículo tres: si no puedes elegir, limítate a existir; sé un champiñón o una planta.
– ¡No puedo creer que sigas en la misma postura que hace una hora y media! ¿Qué demonios haces en la cama, so vaga?
Era la tía Banu, que se había asomado sin molestarse en llamar primero a la puerta. Esa mañana llevaba un llamativo pañuelo en la cabeza, de un rojo tan deslumbrante que a lo lejos parecía un gigantesco tomate maduro.
– Nos hemos terminado todo un samovar de té mientras esperábamos a la reina. ¡Venga, espabila! ¿No hueles el sucuk a la parrilla? ¿No tienes hambre? -Y cerró la puerta de golpe sin esperar respuesta.
Asya masculló entre dientes mientras se subía el edredón hasta la barbilla y se daba media vuelta.
Artículo cuatro: si no te interesan las respuestas, no preguntes.
En el típico ajetreo de los desayunos de fin de semana se oía el agua cayendo del diminuto grifo del samovar, los siete huevos hirviendo frenéticos en el cazo, las lonchas de sucuk chisporroteando en la parrilla y alguien cambiando constantemente de canal en la televisión, pasando de dibujos animados a videoclips de música pop y de ahí a las noticias locales e internacionales. Asya sabía sin necesidad de verlo que era la abuela Gülsüm quien estaba a cargo del samovar y que la tía Banu preparaba el sucuk, ahora que había recuperado su incomparable apetito tras los cuarenta días de penitencia sufí y se había declarado vidente con gran éxito. Asya sabía también que era la tía Feride la que cambiaba de canal, incapaz de decidirse por ninguno y con sitio suficiente en el vasto territorio de su esquizofrenia para absorberlos todos, dibujos animados y música pop y noticias a la vez, igual que aspiraba a realizar múltiples tareas en la vida sin lograr terminar ninguna.
Artículo cinco: si no tienes motivos o capacidad para conseguir nada, limítate a practicar el arte de llegar a ser.
Artículo seis: si no tienes motivos o capacidad para practicar el arte de llegar a ser, limítate a ser.
– ¡¡Asya!! -La puerta se abrió de golpe y la tía Zeliha irrumpió en la habitación con sus ojos verdes llameando como dos piedras de jade-. ¿Cuántos emisarios tenemos que enviarte para que vengas a desayunar?
Artículo siete: si no tienes motivos o capacidad para ser, limítate a soportar.
– ¡¡¡Asya!!!
– ¡¡¿Qué?!!
La cabeza de Asya apareció de debajo del edredón como una bola de furia rizada y negra. Se levantó de un brinco y dio una patada a las zapatillas color lavanda que había junto a la cama. Falló una, pero la otra logró catapultarla directamente sobre la cómoda, donde golpeó el espejo antes de caer al suelo. Luego se remangó el amplio pantalón del pijama de forma bastante graciosa, lo cual, la verdad sea dicha, no contribuyó demasiado al efecto dramático que quería generar.
– ¡Por Dios! ¿Es que no se puede tener un momento de paz un domingo por la mañana?
– Lamentablemente en este mundo no existe un momento que dure dos horas -señaló la tía Zeliha, después de observar la inquietante trayectoria de la zapatilla-. ¿Por qué quieres sacarme de quicio? Si estás atravesando una fase de rebelión adolescente, llegas tarde, señorita. Eso lo tenías que haber hecho hace cinco años. Acuérdate de que ya tienes diecinueve.
– Sí, la edad que tenías tú cuando me tuviste sin estar casada -rugió Asya, sin poder evitar ser tan brutal.
La tía Zeliha se quedó observándola desde la puerta con la mirada decepcionada de un artista que ha pasado toda la noche bebiendo y trabajando en una obra de arte con gran satisfacción para encontrarse, a la mañana siguiente, con el caos que ha creado estando borracho. A pesar del desengaño, no dijo nada durante un instante, hasta que por fin sus labios se curvaron formando una sonrisa taciturna, como si acabara de darse cuenta de que la cara que miraba era de hecho su propia imagen en el espejo: tan parecida y aun así tan distante. Si bien las diferencias físicas eran evidentes, su hija había resultado ser como ella.
En cuanto a la personalidad, era igual de escéptica, indisciplinada y amargada que ella a la edad de Asya. Sin darse cuenta siquiera, había pasado a su hija el papel de la inconformista de la familia Kazancı. Por suerte, Asya no parecía todavía hastiada ni dominada por la angustia, era demasiado joven. Pero la tentación de derribar el edificio de su propia existencia brillaba suavemente en sus ojos: el dulce atractivo de la autodestrucción que solo sufren los sofisticados o los saturninos.
Sin embargo, la tía Zeliha veía con claridad que Asya apenas se le parecía físicamente. No era una mujer hermosa y quizá nunca lo sería. El problema no era un cuerpo o una cara raros, ni mucho menos. De hecho, vistos de uno en uno, todos sus rasgos eran hermosos: tenía la altura y el peso adecuados, el pelo negro rizado, un mentón bonito… No obstante, al ponerlo todo junto fallaba la combinación. Tampoco es que fuera fea, en absoluto. Si acaso mediocre, una imagen agradable de mirar pero que nadie recordaría. Su cara era tan anodina que quien la conocía por primera vez solía tener la impresión de que ya la había visto antes. Era de una mediocridad única. Más que «guapa», el mejor cumplido que podría recibir de momento era «mona», lo cual estaba muy bien, solo que Asya atravesaba dolorosamente una fase de su vida en la que este adjetivo le dolía. Con veinte años más vería su cuerpo de forma diferente. Era una de esas mujeres que, sin ser guapas en la adolescencia ni atractivas en la juventud, llegan a ser bastante hermosas en la madurez; eso si aguantaba hasta entonces.
Por desgracia, Asya no contaba siquiera con el más leve atisbo de fe. Era demasiado mordaz para tener confianza en el paso del tiempo. Llevaba dentro un fuego ardiente que carecía de la más mínima creencia en la bondad del orden divino. También en ese aspecto se parecía mucho a su madre. Con esa fibra moral y con aquel ánimo, no podía de ninguna manera tener fe ni paciencia para esperar el día en que la vida pondría su cuerpo a su favor. En aquella época, la tía Zeliha veía claramente que la conciencia de su mediocridad física, entre otras cosas, escocía a su hija. Si pudiera decirle que la belleza solo atrae a los peores chicos. Si pudiera hacerle comprender que era una suerte no nacer demasiado guapa, que así tanto hombres como mujeres serían más benévolos con ella, y que su vida sería mejor, sí, mucho mejor sin la belleza exquisita que ahora tanto deseaba.
Sin pronunciar palabra, la tía Zeliha se acercó a la cómoda, cogió la zapatilla y colocó el par, ahora reunido, ante los pies descalzos de Asya. Luego se incorporó ante su amotinada hija, que al instante alzó el mentón y enderezó la espalda como un orgulloso prisionero de guerra que hubiera rendido las armas pero no su dignidad.
– ¡Andando! -ordenó la tía Zeliha. Mudas, madre e hija echaron a andar hacia el salón.
La mesa plegable llevaba tiempo dispuesta para el desayuno. A pesar del mal humor, Asya no pudo pasar por alto que cuando la mesa estaba así engalanada combinaba perfectamente, casi de manera pintoresca, con la enorme alfombra cuyos intrincados motivos florales relucían bordeados por una bonita franja color coral. Igual que la alfombra, la mesa parecía adornada por un artista. Había aceitunas negras, pimientos rojos rellenos de aceitunas verdes, queso blanco, queso trenzado, queso de cabra, huevos duros, miel en panal, nata de búfala, mermelada casera de albaricoque, mermelada casera de frambuesa y unos cuencos de porcelana llenos de tomates con menta bañados en aceite de oliva. De la cocina emanaba el delicioso olor del börek recién hecho; queso blanco, espinacas, mantequilla y perejil fundiéndose entre finas capas de hojaldre.
Petite-Ma, de noventa y seis años, se sentaba en un extremo de la mesa, tan delgada como la fina taza que tenía en las manos. Miraba el canario, que gorjeaba en su jaula junto al balcón, con expresión absorta y algo aturdida, como si acabara de descubrirlo. Tal vez era así. Había entrado en la quinta etapa del alzhéimer y empezaba a confundir las caras más conocidas y los hechos de su vida.
La semana anterior, por ejemplo, hacia el final de la oración de la tarde, en cuanto se inclinó para poner la frente en la alfombrilla para la sajda, se le olvidó qué debía hacer después. Las palabras de la oración que iba a pronunciar se unieron de pronto formando una larga cadena que se alejaba como una oruga negra y peluda llena de patas. Al cabo de un rato la oruga se detuvo, se volvió y saludó a Petite-Ma desde lejos, como rodeada de muros de cristal, visible pero inalcanzable. Perdida y confusa, Petite-Ma se quedó sentada frente a la qibla, pegada a la alfombrilla, con el velo y las cuentas para la oración en la mano, inmóvil y muda, hasta que alguien advirtió la situación y la levantó.
– ¿Cómo seguía? -preguntó alarmada Petite-Ma cuando la hicieron tumbarse en el sofá y le pusieron blandos cojines bajo la cabeza-. En la sajda hay que decir Subhana rabbiyal-ala. Hay que decirlo por lo menos tres veces. Yo lo he dicho. Lo he dicho tres veces. Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala -repitió, absurda y frenética-. ¿Y luego qué? ¿Qué venía luego?
Quiso la suerte que fuera la tía Zeliha la que estaba a su lado cuando Petite-Ma hizo la pregunta. Puesto que no tenía ninguna práctica en el namaz ni, de hecho, en ningún otro deber religioso, ignoraba de qué estaba hablando su abuela. Pero quería ayudar, mitigar la angustia de la anciana de cualquier manera, así que cogió el sagrado Corán y lo hojeó hasta encontrar un versículo que pareciera ofrecer algún consuelo:
– Mira lo que dice: «Cuando se convoque a la oración del viernes, acudid al recuerdo de Alá. Y cuando haya terminado la oración, id a vuestras cosas y buscad la gracia de Alá, recordando mucho a Alá para que prosperéis» (62:9-10).
– ¿Qué quieres decir? -se extrañó Petite-Ma, más perdida que nunca.
– Quiero decir que ahora que la oración ha terminado, de una manera u otra, ya puedes dejar de pensar en eso. Es lo que pone aquí, ¿no? Venga, Petite-Ma, atiende tus cosas… y ven a cenar con nosotros.
Funcionó. Petite-Ma dejó de preocuparse por las palabras olvidadas y cenó con ellas tranquilamente. Sin embargo, incidentes como este ocurrían con alarmante frecuencia. A veces Petite-Ma, a menudo apagada y retraída, no recordaba las cosas más sencillas, como dónde estaba, el día de la semana o quiénes eran esas desconocidas sentadas con ella a la mesa. A pesar de todo, en ciertos momentos costaba creer que estaba enferma, puesto que su mente parecía tan clara como el cristal veneciano recién pulido. Esa mañana era difícil saberlo. Era demasiado temprano para saberlo.
– ¡Buenos días, Petite-Ma! -exclamó Asya, moviendo sus pies lavanda hacia la mesa, después de lavarse por fin la cara y los dientes. Se inclinó sobre la anciana para darle dos cariñosos besos.
Desde que era pequeña Asya tenía reservado un lugar especial en su corazón para Petite-Ma. La quería con locura. A diferencia de otros miembros de la familia, Petite-Ma siempre había sido capaz de querer sin asfixiar. Nunca atosigaba, ni criticaba, ni hería. Su instinto protector no era posesivo. De vez en cuando ponía en secreto granos de trigo santificados con oraciones en los bolsillos de Asya para librarla del mal de ojo. Aparte de su cruzada contra el mal de ojo, lo que mejor y más hacía era reírse, hasta el día en que su enfermedad empeoró. Antes Asya y ella se reían mucho juntas, Petite-Ma con largas retahílas de carcajadas melodiosas, Asya con súbitos estallidos profundos y resonantes. Ahora, a pesar de su honda preocupación por el bienestar de su bisabuela, Asya, cuya independencia se veía constantemente negada, respetaba el reino autónomo de la amnesia donde la anciana había entrado. Y cuanto más se alejaba Petite-Ma de ellos, más cercana la sentía Asya.
– Buenos días, mi pequeña bisnieta -contestó Petite-Ma, impresionando a todos con la claridad de su memoria.
– Finalmente la princesa gruñona está despierta -trinó la tía Feride sin mirarla, sentada con el mando a distancia en la mano.
Parecía jovial a pesar de su voz de arenga. Esa misma mañana se había teñido el pelo de rubio claro, casi ceniza. A esas alturas Asya sabía muy bien que un cambio radical de peinado era señal de un cambio radical de humor. Observó a la tía Feride en busca de rastros de locura, pero aparte de que parecía absorta en la televisión, fascinada con un cantante de pop terriblemente malo que daba brincos en un baile demasiado ridículo para ser real, Asya no notó nada.
– Tienes que arreglarte, que nuestra invitada viene hoy -informó la tía Banu mientras entraba en el salón con la bandeja de börek recién sacado del horno, visiblemente contenta con sus hidratos de carbono diarios-. Tenemos que dejar lista la casa antes de que llegue.
Asya se sirvió té del humeante samovar intentando apartar a Sultán Quinto del pequeño grifo.
– ¿Por qué estáis todas tan emocionadas con esa americana? -preguntó con tono aburrido. Bebió un sorbo de té, hizo una mueca y fue a coger el azúcar. Uno, dos… llenó el diminuto vaso con cuatro terrones.
– ¿Cómo que por qué estamos todas tan emocionadas? ¡Es una invitada! Viene desde el otro lado del globo.
La tía Feride estiró los brazos como un saludo nazi para indicar lo lejos que estaba el otro lado del globo. Este concepto agitó su voz, al aparecer en su mente el mapa global atmosférico y de corrientes oceánicas. La última vez que la tía Feride había visto un mapamundi de papel estaba en el instituto. Nadie sabía que se había aprendido de memoria hasta el más mínimo detalle del mapa, y hoy seguía grabado en su mente con la misma viveza que el primer día.
– Y lo más importante, es una invitada que nos manda tu tío -añadió la abuela Gülsüm, que mantenía tenazmente su reputación de haber sido Iván el Terrible en otra vida.
– ¿Mi tío? ¿Qué tío? ¿El que no he visto en mi vida? -Asya probó el té. Todavía estaba amargo. Echó otro terrón de azúcar-. ¡Venga, despertad de una vez! El hombre del que estáis hablando no ha venido a vernos ni una sola vez desde que pisó suelo americano. Lo único que hemos recibido de él para demostrar que sigue vivo es alguna que otra postal con paisajes de Arizona -declaró Asya con una expresión cargada de veneno-. Cactus bajo el sol, cactus al atardecer, cactus con flores púrpura, cactus con pájaros rojos… El tío ni se molesta en variar de estilo.
– También nos manda fotos de su mujer -añadió la tía Feride para ser justa.
– ¡Como si a mí me importaran esas fotos! Esposa gorda y rubia sonriendo ante su casa de adobe, donde, por cierto, jamás nos han invitado; esposa gorda y rubia sonriendo en el Gran Cañón; esposa gorda y rubia sonriendo con un sombrero mexicano gigantesco; esposa gorda y rubia sonriendo con un coyote muerto en el porche; esposa gorda y rubia sonriendo mientras hace tortitas en la cocina… ¿No estáis hasta las narices de que nos mande todos los meses las poses de esa perfecta desconocida? Y además, ¿por qué nos sonríe? ¡Si ni siquiera la conocemos, por Dios! -Asya se tomó el té de un trago, aunque estaba casi hirviendo.
– Los viajes son arriesgados. Las carreteras están llenas de peligro. Hay secuestros de aviones, accidentes de coche… hasta los trenes descarrilan. Ayer mismo murieron ocho personas en un accidente de coche en la costa del Egeo -informó la tía Feride. Incapaz de mirar a nadie a la cara, sus ojos trazaron círculos nerviosos en torno a la mesa hasta aterrizar en una aceituna negra que había en su plato.
Siempre que la tía Feride daba alguna truculenta noticia de la tercera página de la prensa sensacionalista turca, se producía un espinoso silencio. Esta vez no fue diferente. En la subsiguiente pausa la abuela Gülsüm hizo una mueca, disgustada de que menospreciaran así a su hijo. La tía Banu se estiró las puntas del velo. La tía Cevriye intentó acordarse de qué animal era el coyote; tras veinticuatro años trabajando de maestra era estupenda para dar respuestas y espantosa para hacer preguntas, y por tanto no se atrevía a preguntárselo a nadie. Petite-Ma dejó de mordisquear el sucuk de su plato. La tía Feride intentó recordar algún otro accidente sobre el que hubiera leído, pero en lugar de más noticias macabras recordó el sombrero azul que llevaba la mujer americana de Mustafa en una de las fotografías (ay, si pudiera encontrar algo parecido en Estambul lo llevaría día y noche). Mientras tanto nadie advirtió la súbita expresión angustiada de la tía Zeliha.
– ¡Tenemos que afrontar la realidad! -anunció Asya muy segura-. Lleváis un montón de años adorando al tío Mustafa como el único y precioso hijo de esta familia, y el caso es que en cuanto voló del nido se olvidó de vosotras. ¿No es evidente que le importa una mierda la familia? Entonces, ¿por qué tiene que importarnos él a nosotras?
– El chico está ocupado -interrumpió la abuela Gülsüm. Mustafa, el único hijo, era su favorito, por encima de cualquiera de sus hijas, que eran demasiadas-. No es fácil vivir en el extranjero. América está muy lejos.
– Sí, claro que está muy lejos, sobre todo si se tiene en cuenta que hay que atravesar a nado el océano Atlántico y a pie todo el continente europeo -replicó Asya, dando un mordisco al queso blanco para calmar la quemadura que se había hecho en la lengua con el té. Se sorprendió al comprobar que el queso era buenísimo, blando y salado, como a ella le gustaba. Le resultó difícil quejarse y disfrutar de la comida al mismo tiempo, de manera que se quedó callada y masticó nerviosa.
Aprovechando el instante de calma, la tía Banu se embarcó en una historia con moraleja, como solía hacer en los momentos de agitación. Trataba de un hombre que decidió dar vueltas y vueltas al mundo para escapar de su mortalidad. Vagó por todos los rincones, de norte a sur y de este a oeste. En uno de sus numerosos viajes, se encontró de pronto en El Cairo con Azrail, el ángel de la muerte. Azrail clavó en él su penetrante mirada con expresión misteriosa. No dijo una palabra, ni lo siguió. El hombre huyó de El Cairo enseguida, y viajó sin parar hasta llegar a una pequeña y tranquila aldea de China. Sediento y cansado, se metió en la primera taberna que encontró. Allí, junto a su mesa, le esperaba pacientemente Azrail, esta vez con cara de alivio. «Me sorprendió mucho verte en El Cairo -dijo con su voz ronca-, porque tu destino decía que nos encontraríamos aquí en China.»
Asya se sabía la fábula de memoria, igual que las muchas historias que se narraban una y otra vez bajo aquel techo. Lo que no entendía, y no creía que entendería nunca, era por qué a sus tías les hacía tanta ilusión contar una historia que todos conocían hasta el último detalle. El ambiente del salón se tornó acogedor, demasiado protegido, envuelto por las olas de la rutina, como si la vida fuera un largo e ininterrumpido ensayo y todos hubieran memorizado el texto. Durante unos minutos, mientras las mujeres que la rodeaban saltaban de un chismorreo a otro y una historia daba pie a otra, Asya se animó, ahora una chica muy distinta de la de esa mañana. A veces ella misma se pasmaba ante su propia inconsistencia. ¿Cómo podía sentir tanta rabia por las personas a las que más quería? Su estado de ánimo era como un yoyó, subiendo y bajando, ahora airado ahora satisfecho. En ese aspecto también se parecía a su madre.
La monótona voz de un vendedor de simit entró por la ventana abierta y taladró la incesante charla. La tía Banu corrió a asomarse.
– ¡Simitero! ¡Simitero! ¡Venga aquí! -chilló-. ¿A cómo van?
Ya sabía cuánto costaba el simit, por supuesto. La frase, más que una pregunta, era un ritual obedientemente respetado. Por eso, en cuanto la pronunció, añadió sin aguardar respuesta:
– Bueno, denos ocho simits.
Todos los domingos por la mañana compraban ocho simits, uno para cada miembro de la familia y otro por el hermano ausente, ahora tan lejos.
– Ay, huelen que alimentan -sonrió Banu mientras volvía a la mesa con los simits en ambos brazos, como un acróbata de circo a punto de hacer malabarismos con los aros. Los fue dejando delante de cada cual, soltando semillas de sésamo por todas partes.
Visiblemente relajada ahora que tenía una buena reserva de carbohidratos, la tía Banu empezó a devorarlos, combinando simit con börek, y börek con pan. Pero poco después, impelida tal vez por un ardor de estómago o una súbita idea, asumió una expresión sombría, como cuando comunicaba a una clienta el mal presagio aparecido en las cartas del Tarot.
– Todo depende de cómo se vean las cosas. -La tía Banu alzó las cejas, traicionando la gravedad de lo que estaba a punto de anunciar-. Había una vez, en los viejos tiempos del Imperio otomano, dos cesteros muy trabajadores. Uno tenía fe y el otro siempre estaba de mal humor. Un día el sultán llegó a la aldea y les dijo: «Os llenaré las cestas de trigo, y si cuidáis bien de ese trigo, el grano se convertirá en monedas de oro». El primer cestero aceptó la oferta muy contento y llenó sus cestas. El segundo cestero, que era tan gruñón como tú, cariño, rehusó el regalo del sultán. ¿Sabes lo que pasó al final?
– Desde luego que sí -contestó Asya-. ¿Cómo no voy a saber el final de un cuento que habré escuchado más de cien veces? Pero lo que tú no sabes es el daño que hacen estas historias a la imaginación de un niño. Por culpa de esta ridícula fábula me pasé los años de preescolar durmiendo con un grano de trigo bajo la almohada, pensando que al día siguiente se habría convertido en una moneda de oro. ¿Y luego qué? Empiezo a ir al colegio y un día les cuento a los demás niños que pronto voy a ser rica con mi trigo que se convertirá en oro, y de pronto resulta que soy el hazmerreír de la clase. Me convertisteis en una idiota.
De todos los traumas que Asya había sufrido en su infancia, el que recordaba con más amargura era el incidente del trigo. Fue entonces cuando volvió a oír la palabra que la seguiría en años venideros, siempre en los momentos más inesperados: «¡Bastarda!».
– Escucha, Asya, puedes seguir gruñendo cuanto quieras, pero en cuanto llegue nuestra invitada, deberías cerrar el pico y ser agradable con ella. Hablas inglés mejor que yo y que nadie de la familia.
No era modestia por parte de la tía Banu, pues aunque al decir aquello parecía que supiera un poco de inglés, en realidad no hablaba ni una palabra. Es cierto que había estudiado inglés en el instituto, pero si había aprendido algo lo había olvidado por completo. El arte de la clarividencia no requería idiomas, y jamás le apremió la necesidad de estudiarlos. En cuanto a la tía Feride, nunca tuvo el más mínimo interés por aprender inglés, y en el colegio escogió alemán. Y como aquello coincidió con el momento en que se despreocupó de cualquier asignatura que no fuera geografía, tampoco había progresado mucho con el alemán. Petite-Ma y la abuela Gülsüm quedaban descalificadas, de manera que solo la tía Zeliha y la tía Cevriye tenían bastantes conocimientos de inglés para pasar del nivel de principiante al intermedio. Pero había una gran diferencia entre el dominio que ambas tenían del idioma. La tía Zeliha hablaba un inglés de la calle, entretejido de modismos y argot, que practicaba casi todos los días con los extranjeros que visitaban su estudio de tatuaje, mientras que la tía Cevriye hablaba el inglés académico, orientado hacia la gramática y congelado en el tiempo, que se enseñaba en los institutos y solo en los institutos. De manera que la tía Cevriye podía distinguir oraciones simples, complejas y compuestas, identificar subordinadas adverbiales, adjetivas y sustantivas, incluso reconocer calificativos mal puestos en una estructura sintáctica, pero era incapaz de hablar.
– Así pues, querida, tú vas a ser la intérprete. Nos traducirás a nosotros sus palabras, y a ella las nuestras. -La tía Banu entornó los ojos y arrugó la frente para dar a entender la magnitud de lo que iba a anunciar-: Como un puente tendido entre dos culturas, conectarás Oriente y Occidente.
Asya frunció la nariz, como si acabara de captar un hedor espantoso que nadie más percibiera, y frunció los labios como para decir: «¡Qué más quisieras!».
Mientras tanto, sin que ninguna de ellas se diera cuenta, Petite-Ma se había levantado de la silla para acercarse al piano, que nadie había tocado desde hacía años. De vez en cuando utilizaban la tapa cerrada como mesa auxiliar para platos y fuentes que no cabían en la otra.
– Es maravilloso que tengáis las dos la misma edad -concluyó la tía Banu su soliloquio-. Os haréis amigas.
Asya se quedó mirándola con renovado interés, preguntándose si algún día dejaría de considerarla una niña. Cuando era pequeña, cada vez que venía a casa otra niña, sus tías las juntaban y ordenaban: «¡A jugar! ¡A ser amigas!».
Tener la misma edad significaba automáticamente llevarse bien. De alguna forma los compañeros se consideraban piezas del mismo puzzle y se esperaba que de pronto encajaran a la perfección.
– Será muy emocionante. Y cuando vuelva a su país, os podéis escribir cartas -trinó la tía Cevriye.
Era una gran partidaria de las amistades por correo. Como camarada-profesora del régimen de la república turca, estaba convencida de que todo ciudadano turco, por muy baja que fuera su posición en la sociedad, tenía el deber de representar orgullosamente a la madre patria ante todo el mundo, ¿y qué mejor oportunidad que una correspondencia internacional para representar al propio país?
– Podéis intercambiar cartas entre San Francisco y Estambul -murmuró la tía Cevriye casi para sus adentros. Puesto que cartearse con una desconocida sin un propósito educativo era totalmente inconcebible para ella, pasó a dar un sermón sobre la subyacente razón pedagógica-. El problema que tenemos los turcos es que siempre se nos malinterpreta y no nos entienden. Los occidentales deben ver que no somos para nada como los árabes. Este es un estado laico moderno.
La tía Feride subió de pronto el volumen del televisor y un nuevo videoclip turco de música pop las distrajo a todas. Al mirar a la estrafalaria cantante, Asya reconoció aquel peinado. Su mirada fue una y otra vez de la pantalla a la tía Feride, y supo dónde se había inspirado su nuevo estilo.
– A los americanos les han lavado el cerebro los griegos y los armenios, que por desgracia llegaron a Estados Unidos antes que los turcos -prosiguió la tía Cevriye-. Y así han llegado a creer que Turquía es el país de El expreso de medianoche. Tú le enseñarás a la chica americana que Turquía es un país precioso, y promocionarás la amistad internacional y el entendimiento cultural.
Asya suspiró, exasperada, y podía haberse quedado más o menos así si la tía mayor no hubiera resultado ser imparable.
– Además, con ella mejorarás tu inglés, y quizá le puedas enseñar turco. ¿Verdad que sería una amistad maravillosa?
Amistad… Hablando de amistad, Asya se levantó, cogió su simit a medio comer y se dispuso a salir para ver a algunos amigos de verdad.
– ¿Adónde vas, señorita? El desayuno no se ha terminado -declaró la tía Zeliha, abriendo la boca por primera vez desde que se habían sentado a la mesa. Después de trabajar seis días a la semana de doce a nueve en el ajetreado estudio de tatuaje, era la que más saboreaba la lenta flojera de los desayunos de domingo.
– Es que hay un festival de cine chino -contestó Asya, con la voz algo tensa, esforzándose por parecer seria y sincera-. Un profesor nos ha pedido que vayamos este fin de semana a ver una película, porque luego tenemos que hacer una crítica y un trabajo de análisis.
– Pero ¿qué clase de trabajo es ese? -La tía Cevriye alzó una ceja, siempre suspicaz ante cualquier técnica pedagógica poco convencional.
Pero la tía Zeliha no insistió.
– Muy bien, vete a ver tu película china -cedió-. Pero no llegues tarde. Te quiero en casa antes de las cinco. Esta tarde iremos al aeropuerto a recoger a nuestra invitada.
Asya cogió su bolso hippy y se apresuró hacia la puerta. Cuando estaba a punto de salir le llegó un sonido inesperado. Alguien tocaba el piano: tímidas y desvencijadas notas buscando una melodía largo tiempo perdida.
Una expresión de reconocimiento asomó al rostro de Asya al tiempo que murmuraba:
– ¡Petite-Ma!
Petite-Ma había nacido en Tesalónica y era muy pequeña cuando emigró con su madre viuda a Estambul. Era el año 1923. Nadie olvidaba esta fecha, porque coincidió con la proclamación de la moderna república turca.
– Tú y la república llegasteis juntas a esta ciudad. Y yo os esperaba a las dos desesperado -le diría amorosamente su marido, Rıza Selim Kazancı, años después-. Las dos pusisteis fin para siempre a los viejos regímenes, la una en el país y la otra en mi casa. Cuando vinisteis a mí, mi vida se hizo alegre.
– Cuando llegué a ti estabas triste pero eras fuerte. Yo te di alegría y tú me diste fuerzas -replicaba Petite-Ma.
Lo cierto es que Petite-Ma, tan guapa y sociable, tenía a los dieciséis años una cola de pretendientes que se extendía de un extremo al otro del viejo puente Galata. Entre todos los candidatos que llamaron a su puerta para pedir su mano, hubo uno y solo uno que le gustó desde el momento en que lo vio tras la celosía: un hombre alto y corpulento que atendía al nombre de Riza.
Tenía barba espesa y fino bigote, ojos oscuros y por lo menos treinta y tres años más que ella. Había estado casado anteriormente y se rumoreaba que su esposa, una mujer sin corazón, les había abandonado a él y a su hijo. Tras la traición de su esposa, solo con un niño pequeño, se había negado durante mucho tiempo a volverse a casar; prefería vivir solo en su mansión familiar. Y allí permaneció, alimentando su fortuna, que compartía con sus amigos, y su ira, que reservaba para sus enemigos. Era un negociante autodidacta; primero fue un artesano que fabricaba calderos, luego un empresario con bastante olfato para meterse en el negocio de la confección de banderas en el momento adecuado y el lugar preciso. En los años veinte, la nueva república turca todavía hervía de fervor y el trabajo manual, aunque sistemáticamente venerado en la propaganda del gobierno, daba poco dinero. El nuevo régimen necesitaba profesores que inculcaran el patriotismo en sus alumnos, financieros que ayudaran a generar una burguesía nacional y fabricantes de banderas que adornaran el país entero con la enseña turca, pero desde luego no requería caldereros. Así es como Rıza Selim entró en la industria de las banderas.
A pesar de que su nuevo negocio le daba dinero a espuertas y amigos con influencia, en 1925, cuando la Ley de Apellidos obligó a todos los ciudadanos turcos a llevar un apellido, Rıza Selim se inspiró en su primer oficio y decidió apellidarse Kazancı.
Aunque de elegante aspecto y definitivamente acomodado, dada su edad y el trauma de su primer matrimonio (quién sabe por qué le abandonó su esposa; tal vez era un pervertido, murmuraban las mujeres), Rıza Selim Kazancı era uno de los últimos hombres del mundo que la madre de Petite-Ma habría querido por marido para su adorada hijita. Sin duda tenía que haber mejores candidatos. Pero, ignorando las persistentes objeciones de su madre, Petite-Ma se negó a escuchar a nadie, salvo a su corazón. Tal vez porque vio algo en los oscuros ojos de Rıza Selim Kazancı que le hizo comprender que tenía un don del que carece casi todo el mundo: la capacidad de amar a otro ser humano más que a uno mismo. Pese a su juventud y poca experiencia, a los dieciséis años Petite-Ma tenía la suficiente sensibilidad para darse cuenta de la excepcional dicha que podría suponer ser amada y adorada por un hombre con tal don. Los ojos de Rıza Selim Kazancı eran tiernos y chispeantes, como su voz. Aquel hombre tenía algo que le daba seguridad, con él se sentía amada y protegida, aunque estuviera rodeado de turbulencias. Rıza Selim no la abandonaría.
Pero Rıza Selim Kazancı la atraía también por otra razón. La verdad es que su pasado la fascinó mucho antes que él. Percibía lo mucho que su alma había padecido por el abandono de su primera mujer, y estaba segura de poder restañar esas heridas. Al fin y al cabo, las mujeres disfrutan haciéndose cargo del sufrimiento ajeno. Petite-Ma enseguida tomó una decisión. Se casaría con él y nadie, ni siquiera el destino, podría evitarlo.
Rıza Selim Kazancı, a su vez, sería digno de la profunda e intuitiva confianza de Petite-Ma hasta su último aliento. Aquella mujer rubia de ojos azules que llegó a él con un esponjoso gato blanco como la nieve en lugar de una dote adecuada, fue la delicia de su vida. No hubo día en que se negara a complacer cualquier petición de ella, por muy caprichosa que pareciera. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de su hijo: Levent Kazancı, que tenía seis años cuando se conocieron, jamás aceptó a Petite-Ma como madre. Se le resistió y la ridiculizó siempre que pudo durante años, hasta salir de la infancia con una amargura reprimida, si es que se puede salir de la infancia cuando uno lleva tanto rencor dentro.
En una época en que un matrimonio sin hijos era, si no una señal de enfermedad incurable, sí un sacrilegio, Petite-Ma y Rıza Selim Kazancı no tuvieron hijos. No porque él fuera demasiado viejo, sino porque al principio ella era demasiado joven y no tenía interés en criar niños, y cuando cambió de opinión, él sí era ya demasiado viejo. Levent Kazancı sería el único descendiente, un papel que no le entusiasmaba.
A pesar de que la acritud de su hijastro la entristecía y ofendía, Petite-Ma era una muchacha vital y extrovertida, de gran imaginación y una lista de ambiciones aún mayor. En este mundo había cosas mucho más interesantes que criar niños, entre ellas aprender a tocar el piano. Al poco tiempo destacaba en el mejor lugar del salón un piano Bentley hecho por Stroud Piano Co., Ltd., en Inglaterra. Con este piano Petite-Ma comenzó sus primeras clases con su primer profesor, un ruso blanco que se había instalado en Estambul huyendo de la revolución bolchevique. Petite-Ma era su mejor alumna. No solo tenía talento, sino también la perseverancia necesaria para que el piano se convirtiera en un compañero de por vida más y no en un fugaz pasatiempo.
Rachmaninoff, Borodin y Chaikovski eran sus favoritos. Siempre que estaba sola en casa, tocando con Pachá Primero en el regazo, interpretaba obras de esos compositores. Cuando tocaba para los invitados, sin embargo, elegía un repertorio totalmente distinto. Un repertorio occidental: Bach, Beethoven, Mozart, Schumann y, en las veladas especiales con oficiales del gobierno y sus afectadas esposas, sobre todo Wagner. Después de la cena los hombres se reunían junto a la chimenea con una copa en la mano para hablar de política mundial. Al final de los años veinte la política nacional solo podía ser venerada o reafirmada, y cuanto más alto mejor, puesto que las paredes oían. Por lo tanto, cada vez que surgía la necesidad de una discusión auténtica, la nueva élite política y cultural de la república turca se centraba al instante en la política mundial, que era un desastre en sí misma y en consecuencia siempre era interesante hablar de ella.
Mientras tanto las damas se arracimaban en el otro extremo de la casa, con su licor de menta en copas de cristal, inspeccionando la ropa de las demás. En la sección de las damas había dos clases de mujeres totalmente diferentes: las profesionales y las esposas.
Las profesionales eran las mujeres-camarada, el epítome de la «nueva fémina turca», idealizada, glorificada y defendida por la élite reformista. Estas mujeres eran las nuevas profesionales: abogadas, profesoras, juezas, directoras, oficinistas, intelectuales… A diferencia de sus madres, no estaban confinadas en casa y tenían la oportunidad de ascender en el escalafón social, económico y cultural, siempre que dejaran en el camino su sexualidad y su feminidad. Solían vestir trajes de chaqueta en tonos marrones, negros y grises, los colores de la castidad, la modestia y la militancia. Llevaban el pelo corto, nada de maquillaje, nada de adornos. Sus cuerpos eran asexuados.
Cada vez que las esposas se reían con esas risitas molestas y coquetas, las profesionales tensaban los dedos en torno a los pequeños bolsos de cuero que llevaban bajo el brazo, como si guardaran en ellos información secreta y hubieran jurado protegerla a cualquier precio. Las esposas, por el contrario, acudían a estas fiestas con trajes de noche de satén blanco, rosa pálido y azul pastel, los colores de la finura femenina, la inocencia y la vulnerabilidad. No les agradaban mucho las profesionales, a quienes consideraban más «camaradas» que mujeres, y a las profesionales les disgustaban ellas, a quienes consideraban más «concubinas» que mujeres. El caso es que nadie encontraba que las otras fueran lo bastante «mujeres».
Cada vez que se intensificaba la tensión entre camaradas y concubinas, Petite-Ma, que no se identificaba con ningún grupo, hacía una discreta señal a la criada para que sirviera licor de menta en copas de cristal y pasteles de almendra en bandejas de plata. Había descubierto que esta combinación era lo único que calmaba los nervios de todas y cada una de las mujeres turcas de la sala, independientemente del bando al que pertenecieran.
Ya avanzada la fiesta, Rıza Selim Kazancı llamaba a su mujer para que tocara el piano ante sus honorables invitados. Petite-Ma nunca se negaba. Además de los compositores occidentales, tocaba himnos nacionales que exudaban fervor patriótico. Los invitados vitoreaban y aplaudían. En 1933, cuando se compuso el himno del décimo aniversario, «La marcha de la República», tuvo que tocarlo una y otra vez. El himno se oía por todas partes, incluso en sueños le resonaba en los oídos. En aquella época hasta los niños se dormían en sus cunas con este animado himno a modo de nana.
Así que, en un momento en que las mujeres turcas vivían una transformación radical en la esfera pública gracias a una serie de reformas sociales, Petite-Ma saboreaba su propia independencia dentro de la esfera privada de su hogar. Aunque su interés por el piano no menguó jamás, Petite-Ma pronto ideó una serie de nuevas diversiones. En los años siguientes aprendió francés, escribió cuentos que nunca se publicarían, destacó en distintas técnicas de pintura al óleo, se emperifolló con lustrosos zapatos y vestidos de satén, arrastró a su marido a bailar, organizó extravagantes fiestas y jamás realizó una sola tarea casera. Rıza Selim Kazancı accedía sin reservas a cualquier cosa que su animada mujer le pidiera. Era por lo general un hombre sereno con gran estima por los demás y un profundo sentido de la justicia. Sin embargo, como les ocurría a muchas otras personas hechas con el mismo molde, si algo se rompía en su interior no podía ser reparado. Por eso sacaba lo peor de sí mismo cuando se hablaba de cierto tema: su primera mujer.
Años después, cuando Petite-Ma le preguntaba cualquier cosa sobre ella, Rıza Selim Kazancı todavía se hundía en el silencio con los ojos ensombrecidos por una melancolía muy extraña en él.
– ¿Qué mujer abandona a su propio hijo? -decía entonces, con una mueca de odio.
– Pero ¿no quieres saber qué le ha pasado?
Petite-Ma se acercó para sentarse en su regazo, acariciándole suavemente el mentón tratando de animarle a afrontar la cuestión.
– No tengo ningún interés por el destino de esa zorra.
Rıza Selim Kazancı se tensó, sin molestarse en bajar la voz para que Levent no le oyera hablar mal de su madre.
– ¿Se fue con otro? -insistió Petite-Ma, consciente de que estaba sobrepasando sus límites, pero segura de que no sabría del todo cuáles eran sus límites hasta haberlos sobrepasado.
– ¿Por qué metes la nariz en asuntos que no te conciernen? -le espetó Rıza Selim Kazancı-. ¿Piensas hacer como ella o qué?
Y así Petite-Ma averiguó cuáles eran sus límites.
Excepto cuando surgía el tema de su primera mujer, su vida fluyó con tranquilidad en los años siguientes. Estaban cómodos y satisfechos, algo del todo inusual dado que las familias que los rodeaban eran totalmente diferentes. Su satisfacción era motivo de envidia para parientes, amigos y vecinos que se metían en sus vidas a la primera ocasión. El tema más recurrente era la falta de hijos. Muchos intentaron convencer a Rıza Selim Kazancı para que se casara con otra mujer antes de que fuera demasiado tarde. Como la nueva ley civil impedía a los hombres tener más de una esposa, debería divorciarse de aquella que, a esas alturas, todo el mundo sospechaba era estéril o rebelde. Rıza Selim Kazancı hizo oídos sordos a tales consejos.
El día que murió, una muerte inesperada pero común en las anteriores generaciones de hombres Kazancı, Petite-Ma creyó en el mal de ojo por primera vez en su vida. Estaba convencida de que había sido la mirada de la gente envidiosa que los rodeaba lo que había penetrado las paredes de su feliz konak para matar a su marido.
Hoy apenas recordaba todo eso. Mientras sus arrugados y huesudos dedos acariciaban el viejo piano, los días de Petite-Ma con Rıza Selim Kazancı parpadearon a lo lejos como un apagado y viejo faro que la guiara trastabillando por las turbulentas aguas del alzhéimer.
En un piso renovado frente a la torre Galata, un barrio donde las calles jamás dormían y los adoquines guardaban numerosos secretos, bajo los rayos del atardecer reflejados en las ventanas de edificios decrépitos y entre los chillidos de las gaviotas, se encontraba Asya Kazancı, desnuda e inmóvil en un diván, como una estatua que absorbiera el talento del artista que la hubiera tallado en un bloque de mármol. Su mente vagaba en una tierra de fantasía y el denso humo que acababa de inhalar se enroscaba dentro de ella quemándole los pulmones, llenándola de euforia, hasta que por fin lo exhaló despacio, con reticencia.
– ¿Qué estás pensando, cariño?
– Estoy trabajando en el artículo ocho de mi manifiesto personal de nihilismo -contestó, abriendo unos ojos brumosos.
Artículo ocho: si entre la sociedad y el ser se abre un cavernoso abismo atravesado solo por un débil puente, más vale quemar ese puente y quedarse del lado del ser, sano y salvo, a menos que lo que se persiga sea justamente el abismo.
Asya dio otra calada y retuvo el humo.
– Ven, que ya te lo doy yo -dijo el Dibujante Dipsómano, quitándole el porro de las manos. Se inclinó hacia ella, pegando el pecho peludo contra su torso. Asya abrió la boca como un polluelo ciego pidiendo alimento. Él exhaló el hilo de humo directamente en su boca y ella lo inhaló ansiosa, como el sediento bebiendo agua.
Artículo nueve: si el abismo interior te atrae más que el mundo exterior, más te vale caer en él, caer en ti mismo.
Repitieron el acto, él echándole el humo en la boca, ella inhalándolo una y otra vez, hasta liberar por fin la última nube de humo que desapareció por su garganta.
– Seguro que ahora te sientes mejor -susurró el Dibujante Dipsómano, reflejando en su rostro el deseo de más sexo-. No hay mejor cura que un buen polvo y un buen petardo.
Asya se mordió la boca por dentro para dominar las ganas de objetar. Se limitó en cambio a volver la cabeza hacia la ventana abierta y estirarlos brazos como dispuesta a abrazar a la ciudad entera, con todo su caos y esplendor.
Él, mientras tanto, estaba ocupado perfeccionando su sentencia.
– Vamos a ver. No hay nada más sobrevalorado que un mal polvo y nada más infravalorado que una buena…
– Mierda -apuntó Asya.
El Dibujante Dipsómano se levantó asintiendo con vehemencia, ataviado solo con sus bóxers de seda, con la ligera barriga al aire. Se acercó torpemente al CD para poner una canción, que resultó ser una de las favoritas de Asya: «Hurt», de Johnny Cash. Regresó al diván al ritmo de la apertura de la canción, con los ojos brillantes: «I hurt myself today / To see if I still feel…».
Asya arrugó la cara como si le hubieran pinchado con una aguja invisible.
– Es una pena…
– ¿El qué es una pena, cariño?
Ella se quedó mirándolo con unos enormes ojos atribulados, que parecían los de alguien tres veces más viejo.
– Es una mierda -gimió-. Los mánagers esos, los organizadores, como se llamen, planifican las giras europeas, las giras asiáticas e incluso las giras de la Unión Soviética en plan «viva la perestroika»…. Pero los aficionados a la música de Estambul no entramos en ninguna definición geográfica. Nos filtramos por las rendijas. ¿Sabes? En Estambul no tenemos los conciertos que queremos solo por la posición geoestratégica de la ciudad.
– Sí, deberíamos ir todos al puente del Bósforo a soplar cuanto podamos para empujar la ciudad hacia el oeste. Y si eso no funciona, lo intentaremos hacia el otro lado, a ver si podemos ir para el este -rió-. No es nada bueno estar en medio. A la política internacional no le gusta la ambigüedad.
Pero Asya, en las nubes, no le oyó. Encendió otro porro y se lo puso entre los labios agrietados. Inhaló una honda calada de indiferencia, ignorando después la sensación de los dedos de él en la piel, su lengua en la boca.
– Tenía que haber habido alguna manera de ver a Johnny Cash antes de que se muriera. Joder, el tío tenía que haber venido a Estambul. Se murió sin saber que aquí tenía auténticos fans…
El Dibujante Dipsómano esbozó una tierna sonrisa. Le besó el pequeño lunar de la mejilla izquierda, le acarició suavemente el cuello, hasta que sus manos comenzaron a descender hacia los generosos pechos para cubrírselos. El beso fue atrevido, sin prisas, pero a la vez elaborado con cierta fuerza, casi con crueldad.
– ¿Cuándo volveremos a vernos? -preguntó él con ojos brillantes.
– Cuando nos encontremos en el Café Kundera, supongo -contestó ella indiferente, apartándose. Al ver que se alejaba, él se acercó.
– Pero ¿cuándo nos veremos aquí, en mi casa?
– Quieres decir cuándo nos veremos aquí en tu picadero, ¿no? -le espetó Asya, sin querer ya dominar sus ganas de morder-. ¡Porque los dos sabemos perfectamente que esta no es tu casa! Tu casa es donde está tu esposa de hace mil años, mientras que esto es tu picadero secreto donde puedes beber y follar sin que tu esposa se entere de nada. Aquí es donde te tiras a tus nenas, cuanto más jóvenes, más superficiales y más colocadas, mejor.
El Dibujante Dipsómano suspiró y se bebió de un trago la mitad de su copa de rakı. Parecía tan desolado que por un segundo Asya temió que fuera a gritarle o a echarse a llorar; no podía imaginar que con tanto dolor alguien pudiera mantener la calma. Pero él se limitó a murmurar con voz alicaída:
– A veces puedes ser muy cruel.
La sala se llenó de un silencio inquietante, amortiguado por los gritos de los niños que jugaban al fútbol en la calle. A juzgar por el tono de los chillidos, a uno de los chavales acababan de sacarle una tarjeta roja y todos los jugadores de su equipo discutían con el árbitro, fuera quien fuera.
– Tienes un lado muy oscuro, Asya. -La voz del Dibujante Dipsómano venía de lejos-. Como no se te ve en esa cara tan dulce, es difícil notarlo a primera vista. Pero lo tienes. Tienes un potencial sin fondo para la destrucción.
– Bueno, yo no me dedico a destruir a nadie, ¿verdad? -Asya sintió la necesidad de defenderse-. Lo único que quiero es ser libre y ser yo misma y todas esas chorradas… Ojalá me dejaran en paz…
– Ojalá te dejaran en paz para poder destruirte mejor y más deprisa, ¿no? ¿Es eso lo que quieres? Vas hacia la autodestrucción como las polillas a la luz.
Asya lanzó una risa tensa.
– Cuando bebes, bebes hasta el extremo, cuando criticas, derribas, cuando te hundes, caes hasta el fondo. La verdad es que no sé cómo acercarme a ti. Estás tan llena de ira, cariño…
– A lo mejor es porque nací bastarda -comentó Asya, dando otra calada-. Ni siquiera sé quién es mi padre. Yo no pregunto nunca, y mi familia no me dice nada. A veces, cuando mi madre me mira, creo que ve a mi padre en mi cara, pero jamás dice ni una palabra. Todas fingimos que no hay ningún padre. Más bien que solo hay el Padre, con mayúsculas. Con Alá ahí en el cielo dispuesto a cuidarnos, ¿quién necesita otro padre? ¿Acaso no somos todos Sus hijos? No es que mi madre se crea esas idioteces, te aseguro que es la mujer más escéptica que he conocido jamás. Precisamente ese es el problema, que mi madre y yo nos parecemos muchísimo y aun así estamos muy lejos.
Exhaló una nube de humo en dirección a la mesa de caoba donde el Dibujante Dipsómano guardaba algunas de sus mejores obras, aquellas que temía que su mujer pudiera destrozar en una de sus frecuentes peleas. También estaban allí los primeros bocetos del «Político Anfibio» y el «Rhinoceros Politicus», dos nuevas series en las que identificaba a los miembros del Parlamento turco con distintos animales. Pensaba publicarlas pronto, sobre todo ahora que el tribunal había accedido a posponer indefinidamente su sentencia de tres años de cárcel por dibujar al primer ministro como un lobo con piel de cordero. El principal requisito para el aplazamiento era que no volviera a cometer la ofensa, cosa que él estaba decidido a hacer. ¿Qué sentido tenía luchar por la libertad de expresión, pensaba, si no se luchaba primero por la libertad del humor?
En una esquina de la mesa, bajo la luz ocre de una lámpara de cuello de ganso art déco, había una enorme escultura de madera tallada a mano: Don Quijote inclinado sobre un libro, perdido en sus cavilaciones. A Asya le gustaba mucho.
– En mi familia son una panda de fanáticas de la limpieza, empeñadas en limpiar la mugre y el polvo de los recuerdos. Siempre hablan del pasado, pero de una versión corregida. Esa es la técnica de los Kazancı para enfrentarse a los problemas: si algo te molesta, cierra los ojos, cuenta hasta diez, desea que no hubiera pasado nunca y de pronto, ¡puf!, nunca ha pasado. ¡Hurra! Todos los días nos tenemos que tragar una nueva píldora de falsedad…
¿Qué estaría leyendo Don Quijote?, se preguntó Asya en su enajenada mente. ¿Qué ponía en aquella página? ¿Se habría molestado el escultor en escribir unas cuantas palabras? Se levantó de un brinco y se acercó con curiosidad a la escultura. Vaya, no había palabras en la página de madera. Dio una larga calada antes de volver a su asiento para seguir quejándose.
– Me pone negra ver tanto hogar, dulce, hogar, una patética copia de la familia feliz. ¿Sabes? A veces envidio a mi Petite-Ma, que tiene ya casi cien años. ¡Ojalá tuviera yo su enfermedad! Bondadoso alzhéimer que marchita la memoria.
– Eso no es bueno, cariño.
– Puede que no sea bueno para la gente que te rodea, pero para uno mismo sí es bueno -insistió Asya.
– Bueno, por lo general las dos cosas van relacionadas.
Asya no le hizo caso.
– ¿Sabes? Hoy Petite-Ma abrió el piano después de un montón de años y se puso a tocar unas notas disonantes. Es deprimente. Una mujer que antes interpretaba a Rachmaninoff y ahora no puede tocar ni una cancioncilla infantil.
Se interrumpió un momento, pensando en lo que acababa de decir. A veces hablaba antes de pensar.
– Pero lo que quiero decir es que ella eso no lo sabe, ¡nosotros, sí! -exclamó con fingido entusiasmo-. El alzhéimer no es tan terrible como parece. El pasado solo es una cadena de la que debemos liberarnos, una carga insoportable. Ojalá pudiera no tener pasado. Ojalá pudiera ser una persona anónima, empezar de cero y quedarme allí siempre. Ligera como una pluma. Sin familia, recuerdos ni mierdas de esas.
– Todo el mundo necesita un pasado. -El Dibujante Dipsómano bebió un sorbo con una expresión que oscilaba entre el lamento y la ira.
– ¡A mí no me incluyas porque yo desde luego no lo necesito!
Asya cogió el Zippo de la mesa y lo abrió con el pulgar para cerrarlo de inmediato con un agudo chasquido. Le gustaba el sonido, así que repitió la acción varias veces, sin saber que estaba sacando de quicio al Dibujante Dipsómano. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
– Tengo que irme. -Le tendió el mechero y se puso a buscar la ropa-. Mi querida familia me ha asignado una importante misión. Tengo que ir al aeropuerto con mi madre para recibir a mi amiga americana por correspondencia.
– ¿Te carteas con una americana?
– Algo así. Es una chica que ha aparecido de pronto. Un día me levanto y me encuentro una carta en el buzón, adivina de dónde. ¡De San Francisco! Es de una tal Amy. Dice que es la hijastra de mi tío Mustafa. ¡Si ni siquiera sabíamos que el menda tuviera una hijastra! Así que ahora de pronto nos damos cuenta de que su mujer había estado casada antes. ¡Y no nos lo había dicho! A mi abuela casi le da un ataque al saber que la esposa de su hijito del alma no era virgen cuando se casó a los veinte años. No, no, nada de virgen: ¡una divorciada!
Asya se interrumpió para presentar sus respetos a la canción que empezaba a sonar: «It Ain't Me, Babe». Silbó la melodía y esbozó con la boca las palabras antes de retomar su discurso.
– En fin, el caso es que de pronto esta tal Amy nos manda una carta diciendo que estudia en la Universidad de Arizona y que está muy interesada en conocer otras culturas y está deseando conocernos algún día, bla, bla, bla. Y a continuación suelta la bomba: «A propósito, voy a Estambul dentro de una semana. ¿Me puedo quedar en vuestra casa?».
– ¡Vaya! -exclamó el Dibujante Dipsómano mientras echaba tres cubitos de hielo en el rakı que acababa de servirse-. Pero ¿no dice por qué viene a Estambul precisamente? ¿Viene solo de turista?
– No lo sé -masculló Asya, de rodillas en el suelo buscando un calcetín debajo del sofá-. Pero si está en la universidad, seguro que está haciendo algún trabajo sobre «el islam y la opresión de la mujer» o «precedentes patriarcales en Oriente Próximo». Si no, por qué coño querría quedarse en nuestra casa de locos, o más bien de locas, cuando hay tantísimos hoteles en la ciudad, baratos y enrollados. Estoy convencida de que querrá interrogarnos a todas sobre la situación de la mujer en los países musulmanes y toda esa…
– ¡Mierda! -concluyó la frase el Dibujante Dipsómano.
– ¡Justo! -exclamó Asya triunfal al encontrar el calcetín perdido. Se puso la falda y la camisa en un instante y se pasó un cepillo por el pelo.
– Bueno, pues llévala algún día al Café Kundera.
– Ya se lo diré, pero seguro que prefiere ir a un museo -gruñó Asya mientras se ponía las botas de cuero. Echó un vistazo alrededor por si se le olvidaba algo-. Bueno, lo cierto es que tendré que pasar bastante tiempo con ella, mi familia me está dando la tabarra para que la lleve a todas partes y que la niña flipe con Estambul. Quieren que cuando vuelva a América se ponga a cantar alabanzas.
A pesar de las ventanas abiertas la sala seguía oliendo a marihuana, rakı y sexo. Johnny Cash seguía cantando.
Asya cogió su bolso y echó a andar hacia la puerta, pero justo cuando estaba a punto de marcharse, el Dibujante Dipsómano le bloqueó el paso. La miró a los ojos, le agarró los hombros y suavemente la atrajo hacia él. Sus ojos oscuros tenían las bolsas y las ojeras típicas de los alcohólicos, de los que sufren o de ambos.
– Querida Asya -suspiró mientras el rostro se le iluminaba con una compasión que ella no le había visto nunca-. A pesar del veneno que llevas dentro, o tal vez precisamente por eso, eres, de alguna manera, muy especial. Te siento como un alma gemela. Y te quiero. Me enamoré de ti el primer día que apareciste por el Café Kundera, con esa cara de angustia. No sé si esto significa algo para ti, pero te lo voy a decir igualmente. Antes de que salgas de aquí, tienes que comprender que esto no es un picadero, y que no traigo aquí a mis «nenas». Vengo aquí a beber y dibujar y deprimirme, a deprimirme y dibujar y beber, y a veces, a dibujar y deprimirme y beber… Y ya está.
Totalmente estupefacta, Asya se aferró al pomo de la puerta y se quedó inmóvil un instante en el umbral. Sin saber dónde poner las manos, se las metió en los bolsillos y tocó lo que parecían migas. Sacó las manos y se vio las puntas de los dedos cubiertas de las semillas marrones que consagraba Petite-Ma para protegerla del mal de ojo.
– ¡Mira! Trigo… trigo… -Asya arrastraba la palabra de todas las maneras posibles-. Petite-Ma intenta protegerme del mal. -Abrió la mano y le dio un grano de trigo. Y en cuanto lo hizo se sonrojó como si acabara de revelar un secreto íntimo.
Con las mejillas todavía encarnadas, la amargura interior ya sin la brida del descaro, Asya abrió la puerta. Salió lo más deprisa que pudo y vaciló un segundo antes de dar media vuelta. Parecía querer decir algo, pero se limitó a darle un fuerte abrazo. Luego bajó disparada cinco tramos de escaleras y corrió con toda su alma huyendo de los tormentos que la perseguían.