16

Agua de rosas

Ahí va otro mal de ojo. ¿Habéis oído ese ruido siniestro? ¡Crack! ¡Ay, me ha resonado en el corazón! Eso era alguien echando el mal de ojo, alguien envidioso y malo. ¡Que Alá nos proteja a todos!

Esto exclamaba Petite-Ma el domingo por la mañana en la mesa del desayuno, en cuyo rincón hervía el samovar. Mientras Sultán Quinto ronroneaba bajo la mesa esperando que le echaran otro trozo de queso feta, y el candidato expulsado esa semana de la versión turca de El aprendiz aparecía en televisión en una entrevista exclusiva, anunciando lo que había salido mal y por qué no debería haber sido expulsado, un vaso de té se rompía en la mano de Asya, tan inesperadamente que la chica dio un respingo. Lo único que sabía es que lo había llenado como siempre hasta la mitad de té negro, lo había terminado de llenar hasta el borde de agua caliente y justo cuando estaba a punto de beber un sorbo, se oyó un chasquido. El vaso se resquebrajó de arriba abajo en zigzag, como una inquietante grieta que un violento terremoto abriera en la tierra. En un instante el té empezó a derramarse formando un charco marrón en el mantel de encaje.

– ¿Te han echado un mal de ojo? -preguntó la tía Feride mirándola suspicaz.

– ¿A mí? -Asya rió con amargura-. ¡Seguro! ¿Acaso no está toda la ciudad celosa de mi belleza?


– Hoy había un artículo en el periódico sobre una chica de dieciocho años que de pronto cayó de rodillas y se murió mientras cruzaba la calle. Yo creo que puede haber sido un mal de ojo -apuntó la tía Feride con cara de auténtico miedo.

– Gracias por los ánimos que me das -replicó Asya. Pero su sonrisa se convirtió enseguida en una expresión ceñuda al advertir que su tía loca miraba ahora fijamente el salero y el pimentero con forma de pareja de muñecos de nieve. Justo el día anterior Asya los había escondido en un armario con la esperanza de que nadie los encontrara al menos durante un mes. Y ahí estaban de nuevo en la mesa. La pareja de cerámica no solo era kitsch y de muy mala calidad (y lamentablemente duradera), sino que además los dos muñecos se parecían tanto que era difícil distinguir la pimienta y la sal.

– Ojalá Petite-Ma se sintiera mejor, así podría haber vertido plomo por ti -comentó la tía Banu, con la expresión más furiosa que Asya le había visto nunca. Aunque sin duda era quien más experiencia tenía con respecto a lo arcano y paranormal, la tía Banu no estaba autorizada a verter plomo, puesto que para eso tendría que haberla iniciado algún adepto, un derecho que le habían negado en su día.

Curiosamente, casi diez años atrás, cuando todavía se encontraba en las primeras fases del alzhéimer, Petite-Ma decidió que había llegado el momento de pasar el secreto del vertido de plomo al descendiente elegido. Y no eligió a la tía Banu, como todo el mundo esperaba, sino al gran paladín del agnosticismo: la tía Zeliha, una decisión que en aquel entonces causó una considerable agitación en la familia.

– ¡Venga ya! -exclamó la tía Zeliha al enterarse de aquella decisión-. Yo no puedo verter plomo. ¡Si ni siquiera soy creyente! Soy agnóstica.

– Yo no sé qué significa eso, pero estoy segura de que no es bueno -replicó Petite-Ma-. Tienes el talento. Debes aprender el secreto.

– ¿Por qué yo? -preguntó la tía Zeliha, haciendo un esfuerzo por considerar la posibilidad-. ¿Por qué no mi hermana mayor? A Banu le encantaría. Yo soy la última persona a la que deberías enseñar magia.

– Esto no tiene nada que ver con la magia. ¡El Corán nos prohíbe practicar la magia! -saltó Petite-Ma, algo indignada-. La persona apropiada eres tú, porque tienes decisión, valor y rabia.

– ¿Rabia? Pero ¿para qué hace falta la rabia? Yo sería la candidata perfecta si se tratara de lanzar obscenidades a gente insoportable, pero dudo que se me dé nada bien ayudar a los demás -sonrió la tía Zeliha.

– No subestimes la bondad que hay en ti.

Entonces la tía Zeliha quiso poner fin al tema de una vez por todas.

– Yo no soy la persona apropiada para esto. Puede que sea una agnóstica confusa, pero por lo menos tengo las narices de serlo.

– ¡Lávate la boca con jabón! -exclamó ceñuda la abuela Gülsüm, que había oído la discusión.

La tía Zeliha evitó por completo el asunto a partir de aquel día. La mitad de la familia era laicista acérrima, la otra mitad, musulmana practicante. Los dos bandos chocaban constantemente, aunque se las apañaban para convivir bajo el mismo techo, y lo paranormal, a pesar de las divisiones ideológicas, se consideraba algo tan normal en sus vidas como tomar pan y agua todos los días. En este marco general, la tía Zeliha, por su parte, había decidido rechazar ambos bandos por igual.

En consecuencia, después de tantos años, Petite-Ma seguía siendo la única vertedora de plomo en el domicilio Kazancı. Últimamente se había visto obligada a dejar la práctica, pues un día se encontró con un cazo ardiente de plomo derretido con el que no sabía qué hacer.

– ¿Para qué me dais un cazo ardiendo? -preguntó con visible pánico.

Le quitaron el cazo con cuidado y desde entonces jamás le habían vuelto a confiar la tarea. Pero ahora que había salido el tema de nuevo, todas las cabezas se volvieron hacia la anciana para ver si seguía la conversación.

Petite-Ma, que se sentía el centro de atención, alzó la cabeza y miró con curiosidad a su familia, sin dejar de masticar ruidosamente un trozo de sucuk. Se tragó el bocado, eructó y, justo cuando parecía empezar a sumirse en su propio mundo, las sorprendió a todas con la claridad de su memoria.

– Asya, cariño, yo verteré plomo por ti para alejar cualquier mal de ojo que te hayan podido echar.

– Gracias, Petite-Ma -sonrió Asya.

Cuando Asya era pequeña, Petite-Ma vertía plomo regularmente para protegerla del mal de ojo. Lo cierto es que al inicio de su vida mortal, Asya fue una niña enclenque que parecía necesitar un empujoncito. Por alguna razón tropezaba y se caía con frecuencia, siempre de narices y siempre cortándose el labio. Sospechando del mal de ojo en lugar de pensar en los pasos todavía inseguros de una niña pequeña, se la entregaban a Petite-Ma.

Al principio la ceremonia era un divertido y emocionante juego para Asya, de alguna manera gratificante, puesto que le halagaba ser objeto de todas las miradas. Recordaba cómo disfrutaba de pequeña con cada hazaña paranormal, cuando todavía era bastante joven para tener fe, no necesariamente en la magia, pero sí en la capacidad de su familia para dominar el destino. Disfrutaba con todos los detalles del ritual: se sentaba con las piernas cruzadas en la alfombra más bonita de la casa y extendían una manta sobre su cabeza; se sentía protegida dentro de aquella peculiar tienda de campaña, escuchando las oraciones que todas murmuraban, y por último, aquel siseo, casi como un chirrido, el sonido que hacía Petite-Ma al verter plomo derretido en un cazo lleno de agua mientras repetía:

– Elemterefiş kem gözlere şiş. Göz edenin gözüne kızgın şiş.

El plomo se solidificaba rápidamente en formas siempre distintas. Si había mal de ojo en las cercanías, se hacía un agujero en el plomo parecido a un ojo. Y hasta ahora Asya no recordaba ninguna ocasión en la que no se hubiera hecho.

Al final, aunque Asya había crecido viendo a la tía Banu leer posos de café y a Petite-Ma alejar el mal de ojo, había acabado por heredar el escéptico agnosticismo de su madre. Había decidido que todo se reducía a una cuestión de interpretación. Si buscabas unicornios púrpura, no tardarías en empezar a verlos por todas partes. De manera similar, si había alguna relación entre las «técnicas de adivinación» (fueran posos de café o plomo derretido) y el proceso de interpretación, esta no era más profunda que la que existe entre el desierto y la luna del desierto. Aunque esta última necesita al primero como escenario de fondo, sin duda posee una existencia autónoma propia. La luna del desierto existe sin el desierto. De la misma manera, lo que el ojo humano veía en un trozo de plomo gris no podía reducirse a la forma que adquiriera. Si se miraba con el tiempo y la devoción suficientes, se podía ver un unicornio púrpura.

A pesar de su persistente incredulidad, ahora que Petite-Ma recordaba su rutina, Asya no pensaba protestar. Su afecto por Petite-Ma era demasiado profundo para rechazar su oferta.

– Muy bien -dijo, encogiéndose de hombros. También estaba segura de que la anciana olvidaría el asunto en cuestión de minutos-. Después del desayuno puedes verter plomo por mí, como en los viejos tiempos.

En ese momento se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Armanoush, con aspecto de no haber dormido nada y el desaliento pintado en sus hermosos ojos. Aquella era una Armanoush muy distinta, apenas en contacto con el mundo que la rodeaba y de alguna manera más vieja. Caminaba despacio y con cautela.

– Sentimos mucho la pérdida de tu abuela -dijo la tía Zeliha tras un breve silencio-. Lo sentimos de corazón.

– Gracias -contestó Armanoush, evitando sus miradas.

Armanoush se sentó entre Asya y la tía Banu. Asya le sirvió un té mientras la tía Banu le ponía en el plato huevos, queso y mermelada casera de albaricoque. También le dieron el octavo simit, puesto que no habían perdido la costumbre de comprar ocho simit en la calle todos los domingos por la mañana.

Pero Armanoush miró la comida con indiferencia. Removió el té distraídamente unos segundos y luego se volvió hacia la tía Zeliha.

– ¿Puedo ir contigo al aeropuerto a recoger a mi madre?

– Claro, vamos juntas -contestó ella, antes de traducir para el resto de la familia.

– Yo también voy -terció la abuela Gülsüm.

– Vale, mamá, vamos todas.

– Yo también voy -saltó de pronto Asya.

– No, señorita, tú te quedas aquí -replicó con firmeza su madre-. Tú te quedas a que te viertan el plomo.

Asya se la quedó mirando como diciendo: «¿A qué demonios viene eso?». ¿Por qué la dejaban fuera? Si había un poco de democracia y libertad de expresión en aquella casa, era siempre para los demás. Cuando se trataba de asuntos que la concernían, el régimen doméstico se metamorfoseaba al instante en pura dictadura. Asya suspiró con una expresión rayana en la desesperación. Luego, sin saber por qué pero animada por el súbito impulso de echarse pimienta en la comida, cogió el pimentero de cerámica. Una fugaz incertidumbre asomó a su rostro al dejar la fea muñeca de nieve y coger el feo muñeco de nieve, y a continuación se echó demasiada sal en lo que quedaba de sus huevos revueltos.

Asya se mantuvo distante y reservada el resto del desayuno. Al cabo de un rato la tía Banu se levantó mirándola de reojo, y preguntó con la voz cargada de compasión:

– ¿Por qué no nos vamos las dos de compras, cariño? Salimos después de desayunar y podemos volver en dos horas. ¡Lo pasaremos bien! Pero primero… -la tía Banu se animó a mitad de la frase-, ven a la cocina a ayudarme a preparar la ashura.

Asya asintió, cediendo. «¿Qué demonios? -se dijo-. ¿Qué demonios…?»


La cocina olía como un restaurante popular en un agitado fin de semana, pero el penetrante aroma de la canela se imponía a todos los demás. Asya cogió un cazo y se puso a repartir la ashura de una enorme cazuela en pequeños cuencos de cristal, un cazo y medio en cada uno. Se preguntó por qué la tía Zeliha no quería llevarla al aeropuerto. Desde luego en el coche había sitio. Se le pasó por la cabeza que tal vez intentaba apartarla de los visitantes. Había advertido que a su madre no le entusiasmaba precisamente la idea de que Mustafa volviera después de veinte años.

– ¿Puedo ayudarte?

Al volverse se encontró con Armanoush, que la miraba.

– Claro, ¿por qué no? Gracias. -Asya le dio un bol de almendras fileteadas-. ¿Quieres echar un poco en cada cuenco?

Durante diez minutos trabajaron, intercambiando breves y tristes comentarios sobre la abuela Shushan.

– Vine a Estambul porque pensé que si venía sola a la ciudad de mi abuela, entendería mejor mi herencia familiar y mi lugar en la vida. Supongo que quería conocer a los turcos para entender mejor lo que significa ser armenia. Con este viaje intentaba conectar con el pasado de mi abuela. Le iba a decir que había buscado su casa… y ahora está muerta. -Armanoush se echó a llorar-. Ni siquiera he podido verla por última vez.

Asya le dio un abrazo, aunque algo torpe puesto que no estaba acostumbrada a mostrar amor o compasión.

– Lo siento mucho -dijo-. Antes de que te vayas podemos ir a buscar otros recuerdos del pasado de tu abuela. Podemos volver al sitio aquel y hablar con la gente, a ver si averiguamos algo.

Armanoush negó con la cabeza.

– Te lo agradezco, pero la verdad es que en cuanto esté aquí mi madre va a ser muy difícil ir solas a ningún sitio. Es sobreprotectora en extremo.

Guardaron silencio al oír unos pasos. Era la tía Banu, que venía a ver cómo les iba y se quedó un rato viéndolas decorar los postres.

– ¿Conoce Armanoush la historia de la ashura? -preguntó sonriendo. No era tanto una pregunta como la introducción a un tema.

Y mientras las chicas seguían trabajando, abriendo granadas, espolvoreando canela y almendras fileteadas sobre las decenas de cuencos de ashura dispuestos sobre la encimera, la tía Banu comenzó:

– Pues resulta que una vez, en una tierra no muy lejana, corrían muy malos tiempos y los hombres se entregaban a las malas costumbres. Después de observar su maldad durante un tiempo, Alá por fin envió un mensajero para que los corrigiera y les diera la oportunidad de arrepentirse. Era Noé. Pero cuando Noé abrió la boca para predicar la verdad, nadie le hizo caso y le interrumpieron con maldiciones. Le llamaron de todo: loco, lunático, errático…

Asya miró divertida a su tía, sabiendo cómo pincharla:

– Pero lo que más le destrozó fue la traición de su mujer, ¿verdad, tía? Que se unió a las filas de los paganos, ¿no es así?

– Pues sí, así es, ¡esa víbora! -replicó la tía Banu, indecisa entre narrar una historia religiosa como es debido o aderezarla con comentarios propios-. Noé intentó por todos los medios convencer a su mujer y a su pueblo durante ochocientos años… Y no me preguntéis por qué le llevó tanto tiempo, porque el tiempo es una gota de agua en el mar y una gota no se puede comparar con otra para ver cuál es mayor. En fin, el caso es que Noé se pasó ochocientos años predicando a su pueblo, intentando llevarlo por el camino recto. Hasta que un día Dios le mandó al ángel Gabriel. Y el ángel le dijo que hiciera un barco y llevara a una pareja de cada especie…

Asya, que traducía una historia que no necesitaba traducción, bajó un poco la voz, porque aquella era la parte que menos le gustaba.

– Al final en el arca de Noé había gente buena de todos los credos -prosiguió la tía Banu-. Estaban David y Moisés, Salomón, Jesús y Mahoma, que la paz sea con él. Embarcaron y se pusieron a esperar.

»Pronto llegó el diluvio. Alá ordenó: "¡Oh, cielo! ¡Ha llegado la hora! Que se viertan tus aguas, no te contengas más. ¡Envíales tus aguas y tu ira!". Y luego ordenó a la tierra: "¡Oh, tierra! ¡Contén el agua, no la absorbas!". Y el agua subió tan deprisa que no sobrevivió nadie que no estuviera en el arca.

Ahora la voz de la traductora se alzó, porque aquella era la parte favorita de Asya. Le gustaba visualizar el diluvio, el agua barriendo pueblos y civilizaciones, así como todos los indeseables recuerdos del pasado.

– Navegaron y navegaron durante días, y todo era agua por todas partes. Pronto empezó a escasear la comida. No había bastante, de manera que Noé mandó: «Traed toda la que tengáis». Y eso hicieron, animales y hombres, insectos y aves, gentes de distintos credos, todos llevaron lo poco que les quedaba. Cocinaron juntos los ingredientes y así prepararon un caldero enorme de ashura. -La tía Banu sonrió orgullosa mirando la cazuela en el fogón, como si fuera la misma que la de la leyenda-. Y esa es la historia de este postre.

Según la tía Banu, todos los eventos significativos de la historia del mundo habían sucedido el día de la ashura. Fue ese el día que Alá había aceptado el arrepentimiento de Adán, el día que la ballena liberó a Jonás, el día del encuentro entre Rumi y Shams, cuando Jesús ascendió a los cielos y cuando Moisés recibió los Diez Mandamientos.

– Pregúntale a Armanoush cuál es la fecha más importante para los armenios -pidió la tía Banu, pensando que había muchas posibilidades de que también fuera el mismo día.

En cuanto le tradujeron la pregunta, Armanoush contestó:

– El genocidio.

– No creo que eso entre en tus esquemas -sonrió Asya a su tía, sin traducir.

En ese momento apareció en la cocina la tía Zeliha armada con su bolso.

– Muy bien, los pasajeros para el aeropuerto. ¡Es hora de salir!

– Yo voy con vosotras. -Asya dejó el cazo en el mostrador.

– De eso ya hemos hablado -contestó la tía Zeliha sin inmutarse. No parecía ella misma. Su voz tenía un tono ronco que daba miedo, como si por su boca hablara otra persona-. Tú te quedas en casa, jovencita -decretó la desconocida.

Lo que más molestó a Asya fue no poder leer la expresión de su madre. Debía de haber hecho algo mal que la había molestado, pero no tenía ni idea de qué podía ser, a menos que fuera, por supuesto, su propia existencia.

– ¿Qué le he hecho esta vez?

Asya alzó las manos desesperada; la tía Zeliha y Armanoush ya se habían ido.

– Nada, cariño. La tía Zeliha te quiere mucho -murmuró la tía Banu-. Quédate conmigo y los yinn. Vamos a terminar de decorar la ashura y luego saldremos de compras.

Pero a Asya no le apetecía ir de compras. Cogió con un suspiro un puñado de semillas de granada para terminar de decorar algunos boles. Las esparció de manera uniforme, como si estuviera dejando un rastro para guiar a su casa al desventurado niño de algún cuento. Se le ocurrió que las semillas de granada podían haber sido en otra vida diminutos y preciosos rubíes.

– Tía -dijo, volviéndose hacia su tía mayor-. ¿Qué fue de aquel broche dorado que tenías? El de la granada, ¿te acuerdas? ¿Dónde está?

La tía Banu palideció mientras don Amargo, sentado en su hombro izquierdo, le susurraba al oído:

– ¿Cuándo recordamos las cosas que recordamos? ¿Por qué preguntamos las cosas que preguntamos?


El diluvio de Noé, por terrible que fuera, comenzó suavemente, de manera imperceptible, con unas cuantas gotas de lluvia. Gotas esporádicas que presagiaban la catástrofe por venir, un mensaje que nadie advirtió. En el cielo se agolpaban nubarrones siniestros, tan grises y pesados como si estuvieran cargados de plomo derretido lleno de mal de ojo. El agujero de cada nube era un ojo celestial impasible que derramaría una lágrima por cada pecado cometido en la tierra.

Pero el día que la tía Zeliha fue violada no llovía. De hecho, no había ni una sola nube en el cielo azul. Recordaría el cielo de aquel infausto día durante años y años, no porque hubiera alzado la mirada para rezar o suplicar la ayuda de Alá, sino porque durante el forcejeo llegó un momento en que la cabeza le colgaba de la cama y, aunque no podía moverse bajo el peso de él, incapaz de seguir luchando, su mirada se clavó sin darse cuenta en el cielo, y vio un globo comercial que cruzaba flotando lentamente. El globo era naranja y negro, con un cartel de grandes letras: KODAK.

Zeliha se estremeció ante la idea de una cámara descomunal que sacase fotografías de todo lo que pasaba en la tierra en ese momento. Una cámara Polaroid que sacase la instantánea de una violación dentro de una habitación de un konak de Estambul.

Estaba sola en su cuarto desde las últimas horas de la mañana, disfrutando de la soledad, que era un raro lujo en aquella casa. Cuando su padre vivía, no permitía que nadie cerrara las puertas de las habitaciones. La intimidad presuponía actividades sospechosas; todo tenía que ser visible, al descubierto. El único sitio que se podía cerrar era el cuarto de baño, e incluso entonces si te demorabas mucho dentro alguien llamaba siempre a la puerta. Solo tras la muerte de su padre pudo Zeliha cerrar la puerta de su cuarto y estar consigo misma. Ni sus hermanas ni su madre reconocían su necesidad de aislarse del mundo. De vez en cuando ella fantaseaba con lo fabuloso que sería marcharse y tener una casa propia.

Esa mañana las mujeres Kazancı habían ido a visitar la tumba de Levent Kazancı, pero Zeliha se excusó. No quería ir al cementerio con la familia al completo. Prefería ir sola, sentarse en la polvorienta tumba y hacerle a su padre varias preguntas que había dejado sin contestar en vida. ¿Por qué tenía que ser siempre tan duro y frío con sus propios hijos?, quería saber. Quería también preguntarle si tenía alguna idea de lo mucho que su fantasma aún los acechaba. A esas alturas algunas veces todavía no podían evitar bajar la voz durante el día, temerosos de incordiar a su padre con su presencia. A Levent Kazancı no le gustaba el ruido, y mucho menos el jaleo de los niños. De pequeños ya hablaban en susurros. Ser un niño Kazancı significaba antes que nada aprender el significado de «papá», no papá de padre, sino PAPA, acrónimo de «posponer adrede el padecimiento actual». El principio de PAPA se aplicaba a cada momento de sus vidas. Si un niño se caía y se hacía una herida en una habitación cercana a la de su padre, por ejemplo, tenía que aguantar el grito, apretar la herida fuerte con la mano, bajar de puntillas a la cocina o el jardín, asegurarse de que estaba lejos para que no le oyeran y entonces, solo entonces, lanzar el grito de dolor. Tras ese gesto existía una atractiva pero jamás cumplida expectativa: si te portabas bien, padre no se enfadaría.

Todas las tardes, cuando su padre volvía del trabajo, los niños se reunían ante la mesa de la cena, esperando la inspección. Él jamás les preguntaba directamente si se habían portado bien durante el día, sino que los hacía formar, como un pequeño regimiento, y se quedaba mirándoles a la cara durante más o menos tiempo: Banu, más preocupada por sus hermanos que por sí misma, siempre la protectora hermana mayor; Cevriye, que se mordía los labios para no llorar; Feride, moviendo nerviosa los ojos; Mustafa, el único hijo, que esperaba escapar de aquel triste grupo, todavía pensando que era el favorito de su padre, y la más joven, Zeliha, con una sutil amargura que crecía en su corazón. Todos esperaban a que padre terminara la sopa y luego les pidiera a uno, a dos o a tres… o a veces, si había suerte, a todos a la vez, que se sentaran a la mesa.

A Zeliha no le importaban las repetidas regañinas de su padre, ni siquiera sus habituales azotes, tanto como aquellas inspecciones antes de la cena. Le dolía tener que esperar allí junto a la mesa mientras la analizaban, como si cualquier fechoría que pudiera haber cometido durante el día estuviera escrita en su frente con una tinta invisible que solo su padre pudiera leer.

– ¿Por qué no hacéis nunca nada bien? -preguntaba Levent Kazancı cada vez que leía una travesura en la frente de alguno de sus hijos y decidía castigarlos a todos.

Era casi imposible relacionar a este Levent Kazancı con el hombre en que se convertía una vez salía de la casa. Cualquiera que se encontrara con él fuera del konak le habría tomado por un icono de formalidad, consideración, coherencia y rectitud; la clase de hombre con el que las amigas de sus hijas soñaban con casarse algún día. En casa, sin embargo, su amabilidad estaba reservada a las visitas. Igual que se quitaba los zapatos al entrar y se ponía las zapatillas, el discreto burócrata se transformaba con la misma naturalidad en padre autoritario. Petite-Ma comentó una vez que era tan estricto con sus hijos porque de niño había sufrido el abandono de su madre.

A veces Zeliha no podía evitar pensar que había sido una suerte que su padre muriera tan joven, como todos los otros varones de su linaje. Un hombre tan dominante como Levent Kazancı probablemente no habría disfrutado la vejez, y se habría convertido en una persona débil y enferma necesitada de la piedad de sus hijos.

Si iba a la tumba de su padre, Zeliha sabía que querría hablar con él, y si hablaba con él podría echarse a llorar, rompiéndose como un vaso de té con mal de ojo. Pero la sola idea de llorar delante de los demás le repugnaba. Últimamente se había prometido que jamás se convertiría en una de esas mujeres lloronas, y que cada vez que necesitara soltar lágrimas, lo haría a solas. Y por eso aquel día sin lluvia, veinte años antes, Zeliha había preferido quedarse en casa.

Había pasado la mayor parte del día tumbada en la cama, hojeando revistas y soñando despierta. Junto a la cama había una cuchilla con la que se había afeitado las piernas y una loción de agua de rosas que se aplicó luego para suavizar la piel. Si su madre lo hubiera visto, habría puesto el grito en el cielo. Su madre estaba convencida de que las mujeres debían depilarse con cera todo el cuerpo, pero nunca afeitarse. Afeitarse era solo para hombres. La cera, en cambio, era un ritual colectivo femenino. Dos veces al mes las mujeres Kazancı se reunían en el salón para hacerse la cera en las piernas. Primero derretían en el fogón un terrón de cera que arrojaba un olor dulce, como a caramelo. Luego se sentaban en la alfombra y se aplicaban en las piernas la pegajosa sustancia, charlando entre ellas. Cuando la cera se endurecía, la arrancaban. A veces iban todas al hamam del barrio y se hacían allí la cera en la enorme losa de mármol bajo el vapor. Zeliha odiaba el hamam, aquel espacio lleno de mujeres, igual que odiaba el ritual de la cera. Ella prefería afeitarse con cuchilla, un remedio rápido, sencillo y privado.

Ahora se sentó en la cama y se miró al espejo. Se puso más loción en la mano y mientras se la untaba lentamente en la piel, observaba su cuerpo con atención y admiración. Era sabedora de su belleza y no intentaba ocultarla. Su madre decía que las mujeres guapas tenían que ser el doble de modestas y cuidadosas con los hombres. Zeliha pensaba que aquello eran paparruchas de una mujer que jamás había sido hermosa.

Atravesó la habitación con paso lánguido y puso una cinta en el casete. Era música turca, una de sus cantantes favoritas, un transexual con una voz divina. Había comenzado su carrera como hombre, haciendo de héroe en películas melodramáticas, hasta que finalmente se operó para transformarse en mujer. Siempre llevaba vestidos extravagantes con relucientes accesorios y muchas joyas, y Zeliha haría lo mismo si tuviera tanto dinero. Le encantaban todos sus discos. Ya le tocaba sacar disco nuevo, pero recientemente los militares, que todavía controlaban el país aunque habían pasado ya tres años desde el golpe de Estado, habían prohibido su música. Zeliha tenía una teoría para explicar por qué a los generales no les gustaba la idea de que una cantante transexual anduviera por los escenarios.

– Es porque se sienten amenazados por su presencia. -Le guiñó un ojo a Pachá Tercero, que estaba acurrucado en la cama como un pesado colchón de níveo pelo blanco, observándola a través de las rendijas que eran sus brillantes ojos verdes-. Tiene una voz tan divina y sus vestidos son tan ostentosos, que a los generales les da miedo que cuando salga en la televisión nadie los escuche a ellos, con sus voces roncas y sus uniformes color verde rana. ¿Te imaginas? ¿Qué hay peor que un golpe de Estado? ¡Un golpe de Estado que pase inadvertido!

En ese momento llamaron a la puerta.

– ¿Estás hablando sola, tonta? -exclamó Mustafa, asomando la cabeza-. ¡Baja esa música espantosa!

Con sus ojos avellana relumbrando con el fulgor de la juventud y el pelo negro cargado de brillantina y peinado hacia atrás, podía haber sido guapo de no ser por el tic que había desarrollado Alá sabía cuándo. Tenía la costumbre de ladear la cabeza a la derecha al hablar, un movimiento brusco y mecánico que se intensificaba cuando estaba nervioso o se encontraba entre desconocidos. A veces esto se malinterpretaba como timidez, pero Zeliha pensaba que no era más que una señal de pura inseguridad.

Se incorporó sobre un codo y se alzó de hombros.

– Yo puedo oír lo que quiera y como quiera.

En lugar de discutir con ella o marcharse con un portazo, como había hecho muchas otras veces, Mustafa se detuvo, como distraído por una idea.

– ¿Por qué llevas esas minifaldas?

La pregunta fue tan inesperada que Zeliha se quedó perpleja, advirtiendo por primera vez el velo nublado de sus ojos. «Este año más que nunca -pensó- se ha empeñado en ser un gilipollas.» Y dijo esta última palabra en voz alta:

– ¡Gilipollas!

Fingiendo no haberla oído, Mustafa escudriñó la habitación.

– ¿Es esa mi cuchilla?

– Sí -admitió Zeliha-. La iba a devolver.

– ¿Y qué haces con mi cuchilla?

– Eso no es asunto tuyo -contestó ella, aunque algo vacilante.

– ¿Que no es asunto mío? -Mustafa arrugó más la frente-. Te metes sin permiso en mi cuarto, me robas la cuchilla, te afeitas las piernas para poder enseñárselas a todos los hombres del barrio y luego me dices que no es asunto mío. Pues te voy a decir una cosa. ¡Estás totalmente equivocada! Sí es asunto mío cuidar de tu comportamiento.

A Zeliha le chispearon los ojos.

– ¿Por qué no vas a entretenerte con algo? ¡Ve a hacerte una paja! -saltó.

Mustafa se sonrojó y miró a su hermana con expresión envenenada.

Recientemente había quedado claro que tenía problemas con las mujeres. Aunque se había criado entre mujeres de todas las edades y estaba acostumbrado a ser el centro de su atención, su experiencia con el sexo opuesto era mucho menor que la de sus compañeros. A pesar de haber cumplido ya veinte años, Mustafa se sentía aún atrapado en ese peligroso umbral entre la infancia y la edad adulta. Ni podía volver a ser un niño ni empezar a ser un hombre. Lo único que sabía sobre el paso que debía dar era que le desconcertaba y lo único que sabía sobre el desconcierto era que no le gustaba. Aborrecía las ansias carnales de su cuerpo y al mismo tiempo le atraían. Antes lograba controlar sus impulsos, a diferencia de los niños de su clase, que se masturbaban constantemente. Entre los trece y los diecinueve años consiguió suprimir lo que él llamaba «eso»: consiguió no masturbarse. Pero el año anterior, tras suspender los exámenes de ingreso en la universidad, la culpa y el odio a sí mismo explotaron, y su ansia volvió con más fuerza que nunca, de nuevo en forma de ESO.

ESO le asaltaba en cualquier parte y cualquier momento del día. En el baño, en el sótano, en el retrete, bajo las sábanas, en el salón, y de vez en cuando, cuando se metía a hurtadillas en la habitación de su hermana pequeña sin que lo vieran, en su cama, en su silla, junto a su mesa… Como un patriarca caprichoso, ESO exigía obediencia absoluta. Pero por mucho que obedeciera, Mustafa no podía usar la mano derecha. La mano derecha estaba reservada para las cosas limpias, limpias y consagradas. Con la mano derecha tocaba el Corán, sostenía el rosario y abría las puertas. Con la mano derecha tomaba la mano de los ancianos para besarla. Pero igual que la mano derecha era una mano bendita, la izquierda estaba reservada a lo abominable. Solo se podía masturbar con la mano izquierda.

Una vez soñó que se masturbaba delante de su padre. Su padre, con rostro inexpresivo, se limitaba a observarle desde su lugar en la mesa del comedor.

La última vez que Mustafa vio a su padre mirarle de aquella manera tenía ocho años y le estaban circuncidando. Recordaba a aquel pobre niño tumbado en una enorme y llamativa cama de satén, con regalos por todas partes, esperando a que «se la cortaran», rodeado de parientes y vecinos, algunos charlando, otros comiendo o bailando, mientras que unos pocos se dedicaban a burlarse de él. Acudieron setenta personas para celebrar su iniciación a la madurez. Fue aquel día, justo después de la circuncisión, justo después de soltar un espantoso grito, cuando su padre se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:

– ¿Tú me has visto llorar alguna vez, hijo? -Mustafa negó con la cabeza. No, nadie había visto llorar a padre-. ¿Tú has visto alguna vez llorar a tu madre, hijo? -Mustafa asintió con vehemencia. Su madre lloraba todo el tiempo-. Bien. -Levent Kazancı esbozó una cariñosa sonrisa-. Pues ahora que eres un hombre, compórtate como un hombre.

Cuando se masturbaba no se atrevía a bajarse los pantalones del todo, no solo por miedo a que le sorprendiera alguien de la casa, sino porque le irritaba el fantasma de su padre todavía susurrándole al oído aquella frase una y otra vez. De pronto, en el pasado año, su cuerpo se había impuesto no solo a su voluntad, sino también a la mirada escrutadora de su padre. Como una enfermedad contagiosa, porque estaba seguro de que aquello tenía que ser una enfermedad, empezó a masturbarse a todas horas del día y de la noche. En sueños se veía sorprendido en el acto por sus padres. Se lanzaban contra la puerta, la abrían y le pillaban con las manos en la masa. Entre gritos y gemidos su madre le besaba y le daba palmaditas en la espalda mientras su padre le escupía y le daba una paliza. Donde su padre le hubiera dejado magulladuras, su madre le frotaba un poco de ashura, como si el postre fuera un tipo de ungüento. Despertaba siempre asqueado y temblando, con la frente perlada de sudor, y para calmarse se masturbaba.

Zeliha no sabía nada de esto cuando se burló de él.

– No tienes vergüenza -dijo Mustafa-. No sabes cómo hablar a tus mayores. No te importa que los hombres te silben por la calle. Te vistes como una puta, ¿y esperas respeto?

Zeliha esbozó una sonrisa desdeñosa.

– ¿Qué te pasa, te dan miedo las putas?

Mustafa se quedó mirándola.

Un mes antes había descubierto la calle más infame de Estambul. Podía haber ido a otros sitios donde habría encontrado sexo menos barato, menos mezquino y menos abyecto, pero iba allí deliberadamente: cuanto más crudo y más feo, mejor. Lúgubres casas alineadas unas contra otras; los olores y las manchas y los chistes lascivos que soltaban los hombres, más por la necesidad de reírse que por estar de buen humor; prostitutas en todas las habitaciones de todos los pisos, prostitutas que jamás rechazaban tu dinero pero de todas formas te menospreciaban. Cuando volvía de allí se sentía sucio y débil.

– ¿Me espías? -preguntó.

– ¿Qué? -Zeliha soltó una carcajada, dándose cuenta de pronto de que acababa de hacer un descubrimiento sin querer-. Mira que eres tonto. Si te vas de putas es tu problema, a mí me da exactamente igual.

Ofendido, Mustafa tuvo el súbito impulso de golpearla. Tenía que comprender que no podía burlarse así de él.

Zeliha le miró con los ojos entornados, como intentando leerle el pensamiento.

– Lo que yo me ponga y como viva no es asunto tuyo. ¿Quién coño te crees que eres? Padre está muerto y no pienso permitir que ocupes su lugar sin más.

Curiosamente, en cuanto dijo esto recordó que había olvidado recoger su vestido de encaje de la tintorería. «Tengo que acordarme de recogerlo mañana.»

– Si padre estuviera vivo no hablarías así -replicó Mustafa. La mirada brumosa de hacía un momento había desaparecido y ahora sus ojos tenían una chispa de amargura-. Pero el hecho de que no esté no significa que no haya reglas en esta casa. Tienes responsabilidades para con tu familia. No puedes traer la vergüenza al buen nombre de esta casa.

– Ay, cállate. Cualquier vergüenza que yo pueda provocar no será nada comparada con las que tú ya has causado hasta hoy.

Mustafa se quedó desconcertado. ¿Habría descubierto también que jugaba, o sería otro farol? Había estado apostando en partidos deportivos, cada vez perdiendo más dinero. Si su padre estuviera vivo, le daría una paliza sin importarle su edad. El cinturón rojizo de piel con la hebilla de bronce. ¿Era cierto que aquel cinturón dolía más que el resto, o eran imaginaciones suyas? Tal vez se había obsesionado con aquel cinturón en particular y, cuando le pegaban con otros creía que los azotes no dolían tanto, incluso se sentía agradecido y afortunado.

Pero su padre ya no estaba y había que recordarle a cierta persona quién tenía ahora el mando.

– Ahora que papá está muerto -declaró Mustafa-, yo estoy a cargo de esta familia.

– ¿Ah, sí? -rió Zeliha-. ¿Sabes cuál es tu problema? ¡Que eres un niño mimado! ¡Un precioso falo mimado! Fuera de mi cuarto.

Como en un sueño, Zeliha vio de reojo que él alzaba la mano para darle una bofetada. Todavía sin creerse que fuera a pegarle, se lo quedó mirando sorprendida y por fin logró esquivar el golpe en el último instante.

Pero eso solo sirvió para enfurecerlo más. El segundo intento le ardió en la mejilla. De manera que ella le devolvió la bofetada con la misma fuerza.

En un instante estaban forcejeando en la cama como niños, si bien cuando eran niños jamás se habían peleado así. Su padre no lo aprobaba. Por unos segundos Zeliha se sintió victoriosa; le había dado un buen golpe, o eso pensaba. Era una mujer alta y fuerte y no estaba acostumbrada a sentirse frágil. Como un luchador en el ring, alzó las manos unidas y saludó a su público invisible, encantada de su victoria:

– ¡Te pillé!

Entonces Mustafa le torció el brazo tras la espalda y se le puso encima. Esta vez todo era distinto. Mustafa era distinto. Aplastándole el pecho con una mano, con la otra le subió la falda.

Lo primero que ella sintió fue vergüenza, y luego más vergüenza. La sensación de vergüenza era tan fuerte que no le quedaba sitio para ninguna otra emoción. Se quedó al instante debilitada, casi petrificada de pura timidez, una vergüenza que ponía de manifiesto su educación, la vergüenza de ver expuesta su ropa interior prevalecía sobre cualquier otra cosa.

Pero al cabo de un instante una oleada de pánico barrió la humillación. Intentó bloquearlo con una mano mientras con la otra se bajaba la falda, pero él no tardó en levantársela de nuevo. Zeliha luchó, él luchó, ella le abofeteó, él la abofeteó con más fuerza, ella le mordió, él le asestó un puñetazo en la cara, solo uno. Ella oyó a alguien gritar «¡Basta!» a voz en cuello, un chillido inhumano, como un animal en el matadero. No reconoció su propia voz, como no reconoció su cuerpo cuando él la penetró. Era como un territorio desconocido.

Fue entonces cuando advirtió el globo de KODAK en el cielo azul.

Cerró los ojos, como un niño que juega a no ver para que no le vean. Ahora solo había sonidos, sonidos y olores. La respiración de él se hizo más fuerte, sus manos sobre los pechos y en torno a su cuello se tensaron. Zeliha temió que la estrangulara, pero los dedos pronto se aflojaron y el movimiento cesó. Mustafa se desplomó con un gemido herido, su pecho contra ella. Zeliha le oía el corazón acelerado. Lo que no oía era el suyo propio. Era como si le hubieran succionado la vida.

No abrió los ojos hasta que él se dejó caer, ahora blando dentro de ella. Al levantarse Mustafa apenas podía andar. Atravesó trastabillando la habitación y se apoyó contra la puerta entre resuellos. Respiró hondo y captó una mezcla de olores: sudor y agua de rosas. Se quedó allí un instante, de espaldas a su hermana, antes de poder moverse de nuevo y salir corriendo de allí.

Nada más salir al pasillo oyó la puerta de casa. La familia había vuelto. Corrió al baño, echó el cerrojo y abrió el grifo de la ducha, pero en lugar de meterse en la bañera cayó de rodillas y vomitó.

– ¡¡Hola!! ¿Dónde está todo el mundo? -se oyó la voz de Banu-. ¿Hay alguien en casa?

Zeliha se levantó y quiso alisarse la ropa. Todo había sucedido tan deprisa que tal vez pudiera convencerse de que no había pasado. Sin embargo, el rostro que vio en el espejo revelaba otra cosa. Tenía el ojo izquierdo hinchado con un semicírculo púrpura debajo. Lo primero que sintió al verse el ojo fue una punzada de culpa ante su habitual escepticismo. Siempre se había burlado cuando aparecía un ojo morado en las malas películas de acción. Jamás había creído que el ojo humano pudiera hincharse y asumir ese color con un solo golpe.

Su cara sí, pero su cuerpo no parecía dañado, concluyó. Se tocó para ver si todavía tenía sensibilidad. ¿Por qué podía sentir el roce de sus dedos pero nada más? Si estuviera herida o triste, ¿no lo sabría su cuerpo? ¿No lo sabría ella?

Llamaron a la puerta y sin esperar respuesta Banu asomó la cabeza. Iba a decir algo; en cambio, abrió y cerró la boca sin palabras, petrificada, mirando a su hermana.

– ¿Qué te ha pasado en la cara? -preguntó ansiosa.

Zeliha sabía que si había un momento para revelar lo que había sucedido, era ese. O hablaba o callaba para siempre.

– No es nada grave -contestó despacio, el momento ya pasado y la decisión tomada-. Salí a dar un paseo y vi a un hombre que le estaba dando una paliza a su mujer en plena calle. Intenté salvarla a la pobre, pero al final recibí yo también.

La creyeron. No era nada descabellado. Era capaz de hacer algo así, era algo que solo le podía pasar a ella, si es que le tenía que pasar a alguien.

Cuando la violaron Zeliha tenía diecinueve años. Según las leyes turcas, era ya una adulta. A esa edad podía casarse, sacarse el carné de conducir o votar, una vez que los militares permitieran de nuevo elecciones libres. De la misma manera, también podía abortar.

Zeliha tuvo demasiadas veces el mismo sueño. Se veía caminando por la calle bajo una lluvia de piedras, adoquines que caían del cielo uno a uno y hacían un agujero en la tierra, cada vez más hondo. A ella le entraba el pánico, temerosa de hundirse, temerosa de que el voraz abismo la engullera sin dejar rastro. «¡Basta!», gritaba mientras las piedras seguían rodando bajo sus pies. «¡Basta!», ordenaba a los vehículos que se precipitaban hacia ella y la atropellaban. «¡Basta!», suplicaba a los transeúntes que la apartaban a empujones. «¡Basta, por favor!»

Al mes siguiente no le vino la regla. Unas semanas después fue a un laboratorio recién abierto cerca de su casa. «Por cada análisis de glucosa, un test de embarazo gratis», proclamaba el cartel de la entrada. Cuando llegaron los resultados, Zeliha tenía un nivel de azúcar normal y estaba embarazada.


Erase una vez o tal vez no fue.

En una tierra muy, muy lejana, una vieja pareja con cuatro hijos, dos niñas y dos niños. Una hija era fea y la otra hermosa. El hermano menor decidió casarse con la guapa, pero ella no quería. La joven lavó su ropa de seda y fue al agua a enjuagarla. Enjuagaba y lloraba. Hacía frío. Tenía las manos y los pies helados. Cuando volvió a casa se encontró la puerta cerrada con llave. Llamó a la ventana de su madre y su madre contestó:

– Te dejaré entrar si me llamas suegra.

Llamó a la ventana de su padre y su padre contestó:

– Te dejaré entrar si me llamas suegro.

Llamó a la ventana de su hermano mayor y él contestó:

– Te dejaré entrar si me llamas cuñado.

Llamó a la ventana de su hermana y ella contestó:

– Te dejaré entrar si me llamas cuñada.

Llamó a la puerta de su hermano pequeño, y él la dejó entrar. La abrazó y la besó y ella dijo:

– ¡Que se abra la tierra y me trague!

Y la tierra se abrió y ella escapó a un reino subterráneo. *


Asya, mirando por la ventana de la cocina con un cucharón en la mano, suspiró al ver salir el Alfa Romeo plateado.

– ¿Lo ves? -le dijo a Sultán Quinto-. La tía Zeliha no quería que fuera al aeropuerto con ellas. Otra vez está siendo mala conmigo.

Qué estupidez mostrarse vulnerable la otra noche cuando habían salido todos de copas. Qué estupidez había sido pensar que atravesaría por fin la barrera que las separaba. Esa barrera no desaparecería jamás. Esa madre que se había hecho tía se mantendría siempre a una distancia inalcanzable. «Compasión maternal, amor filial, camaradería familiar, desde luego que ella no necesitaba nada de esa… -Asya se interrumpió y escupió-: mierda.»


Artículo doce: no intentes cambiar a tu madre, o para precisar: no intentes cambiar tu relación con tu madre puesto que eso solo llevará a la frustración. Sencillamente acepta y consiente. Vuelve al artículo uno.


– No estarás hablando sola, ¿verdad? -dijo la tía Feride, que acababa de entrar en la cocina.

– Pues la verdad es que sí. -Asya salió al instante de su ira-. Le estaba diciendo aquí a mi amigo el gato lo raro que es que la última vez que el tío Mustafa estuvo aquí, él ni siquiera había nacido y Pachá Tercero era el rey de la casa. Han pasado veinte años. ¿No es curioso? El tío no viene a vernos nunca y ahora aquí estoy preparando su ashura porque todavía es bien recibido.

– ¿Y qué dice el gato?

Asya esbozó una sonrisa sardónica.

– Dice que tengo razón, que esta debe de ser una casa de locos. Que debería abandonar toda esperanza y dedicarme a mi manifiesto.

– Pues claro que tu tío es bien recibido. La familia es la familia, te guste o no. Nosotros no somos como los alemanes, que echan a sus hijos de casa de una patada cuando cumplen los catorce años. Nosotros tenemos fuertes valores familiares. No nos reunimos solo una vez al año para comer pavo…

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Asya, perpleja. Pero antes de terminar siquiera la pregunta se imaginó la respuesta-. Ah, ¿lo dices por el día de Acción de Gracias en América?

– Da igual. -La tía Feride desdeñó la cuestión-. Lo que quiero decir es que los occidentales no tienen lazos familiares fuertes, y que nosotros no somos así. Tu padre es tu padre para siempre, y tu hermano será tu hermano hasta el final de tus días. Además, el resto del mundo ya es bastante extraño -prosiguió Feride-. Por eso me gusta leer la tercera página de la prensa sensacionalista. Las recorto y las colecciono para que no nos olvidemos de lo demencial y peligroso que es el mundo.

Asya, que jamás había oído a su tía intentar racionalizar su comportamiento, no pudo evitar mirarla con renovado interés. Se sentaron en la cocina entre apetitosos aromas. El sol de marzo brillaba en la ventana.

Se quedaron allí juntas hasta que la tía Feride se marchó al oír a su presentador favorito anunciar el videoclip de un grupo nuevo. Asya se moría por un cigarrillo. Bueno, más que por el cigarrillo en sí, por fumárselo con el Dibujante Dipsómano, y le sorprendió darse cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Tenía al menos dos horas hasta que llegaran los invitados del aeropuerto. Además, aunque se presentara más tarde, ¿qué más les daría a ellos?, pensó.

Unos minutos después, Asya cerraba la puerta suavemente al salir.


La tía Banu oyó la puerta, pero antes de poder decir nada, Asya ya se había marchado.

– ¿Qué tienes pensado hacer, ama? -graznó don Amargo.

– Nada -susurró la tía Banu, abriendo el cajón de una cómoda para sacar una caja. Bajo la tapa aterciopelada estaba el broche de la granada.

Al ser la primogénita de los Kazancı, la joya había sido un regalo de su padre, que a su vez lo había heredado de su madre, no de su madrastra, Petite-Ma, sino de la madre de la que nunca hablaba, la madre que lo había abandonado cuando era pequeño, la madre a la que jamás perdonó. El broche era sublime y a la vez desgarrador. No lo sabía nadie, pero la tía Banu ponía en agua con sal la granada de oro con las semillas de rubí para lavar su triste saga.

Bajo la atenta mirada de los yinn, lo acarició, fijándose en el brillo de los rubíes. Hasta conocer a Armanoush jamás se le había ocurrido investigar la historia del broche de la granada. Ahora que conocía su historia, sin embargo, no sabía qué hacer. Por tentada que estuviera de dárselo a Armanoush, porque estaba convencida de que le pertenecía a ella más que a nadie, vacilaba sin saber cómo explicarle la razón del regalo.

¿Podía decirle a Armanoush Tchajmajchian que aquel broche había pertenecido en su día a su abuela Shushan, sin contarle el resto de la historia? ¿Cuántos datos podía compartir con los protagonistas de las historias que había desvelado a través de la magia?


Cuarenta minutos después, en el otro extremo de la ciudad, Asya atravesaba la chirriante puerta de madera del Café Kundera.

– ¡Eh, Asya! -exclamó encantado el Dibujante Dipsómano-. ¡Aquí! ¡Estoy aquí! -Le dio un abrazo y exclamó-: Tengo noticias, una buena, una mala y otra todavía sin clasificar. ¿Cuál quieres primero?

– Dame la mala.

– Voy a ir a la cárcel. Mis dibujos del primer ministro como pingüino no fueron bien recibidos, supongo. Me han condenado a ocho meses de prisión.

Asya se quedó mirándolo con un pasmo que pronto se convirtió en alarma.

– Chist, cariño -murmuró el Dibujante Dipsómano con voz sumisa, poniéndole un dedo en los labios-. ¿No quieres saber la buena noticia? -Parecía resplandecer de orgullo-. He decidido que tengo que hacer caso a mi corazón y divorciarme.

Cuando la sombra de perplejidad que le oscurecía el rostro se desvaneció, a Asya por fin se le ocurrió preguntar:

– ¿Y la noticia sin clasificar?

– Hoy es mi cuarto día sin beber. ¡Ni una gota! ¿Y sabes por qué?

– Supongo que porque has vuelto a Alcohólicos Anónimos.

– ¡No! -replicó el Dibujante Dipsómano como herido en sus sentimientos-. Porque hoy era el cuarto día desde la última vez que te vi y quería estar sobrio cuando nos volviéramos a encontrar. Tú eres mi único incentivo en esta vida para convertirme en mejor persona. -Ahora se sonrojó-. ¡El amor! -declaró-. Estoy enamorado de ti, Asya.

Los ojos castaños de Asya se fijaron en un cuadro de la pared, la fotografía de una carretera marcada con profundos surcos, del Trofeo Camel de 1977 en Mongolia. Estaría muy bien meterse ahora en esa foto, pensó, estar atravesando el desierto del Gobi con un jeep, unas botas pesadas y sucias en los pies, unas gafas de sol en los ojos, sudando sus problemas por el camino, hasta hacerse tan ligera como si no fuera nadie, tan ligera como una hoja seca al viento, y flotar así hasta un monasterio budista en Mongolia.


– No te preocupes -el granado sonrió y se sacudió la nieve de las ramas-. La historia que te voy a contar tiene un final feliz.


Hovhannes Stamboulian frunció los labios, su mente trabajaba febrilmente, y el torbellino de la escritura se lo tragó. Con cada nueva línea de este último cuento de su libro infantil, volvían a él numerosas antiguas lecciones, algunas desalentadoras, otras alegres, pero todas resonaban igual desde otro tiempo, un tiempo sin principio ni final. Los cuentos de niños eran las historias más viejas del mundo, donde los fantasmas de las generaciones desaparecidas hablaban a través de la palabra escrita. La necesidad de terminar el libro era tan instintiva, tan fascinante que resultaba irreprimible. El mundo había sido un lugar sombrío desde que empezó a escribirlo, y ahora tenía que terminarlo sin más, como si de él dependiera que el mundo dejara de ser tan desgarrador.


– Muy bien -contestó la paloma-. Pues cuéntame la historia de la paloma perdida. Pero te lo advierto: como oiga algo triste, echo a volar y me marcho.


Cuando los soldados se llevaron a Hovhannes Stamboulian, su familia no tuvo ánimos para entrar en su estudio durante días. Habían entrado y salido de todas las habitaciones menos aquella, y mantenían la puerta cerrada como si todavía estuviera él dentro escribiendo día y noche. Pero el desaliento que permeaba toda la casa era ya demasiado intenso, demasiado palpable para fingir que la vida podía volver a la normalidad. Pronto Armanoush decidió que estarían todos mejor en Sivas, donde podían quedarse con sus parientes una temporada. Hasta que no tomó esa decisión, no entraron en el estudio de Hovhannes Stamboulian y encontraron su manuscrito, La paloma perdida y el país maravilloso, todavía sin terminar. Entre las páginas hallaron también el broche de la granada.

Shushan Stamboulian vio la joya por primera vez allí, en la mesa de nogal que había pertenecido a su padre. Todos los demás detalles de aquel siniestro día se desvanecieron, pero no el broche. Tal vez fue el destello de los rubíes lo que la hipnotizó, o quizá, al ver cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor en un solo día, aquello fue lo único que pudo recordar. Fuera cual fuese la razón, Shushan jamás olvidó aquella granada de oro y rubíes. Ni cuando cayó medio muerta en la carretera de Alepo y se quedó atrás, ni cuando la encontraron la madre y la hija turcas y la metieron en su casa para curarla, ni cuando la llevaron los bandidos al orfanato, ni cuando dejó de ser Shushan Stamboulian para convertirse en Shermin seiscientos veintiséis, ni cuando años más tarde Rıza Selim Kazancı dio con ella por casualidad en el orfanato y, al descubrir que era la sobrina de su difunto señor, Levon, decidió tomarla por esposa, ni cuando pasó a llamarse Shermin Kazancı, ni tampoco cuando supo que estaba embarazada y sería madre, como si hubiese dejado de ser una niña.

La comadrona circasiana reveló el sexo del niño meses antes de su nacimiento, observando la forma de su vientre y la comida que se le antojaba. Crème brulée de las pastelerías elegantes, apfelstrudel de la panadería que habían abierto unos rusos blancos huidos de Rusia, baklava casera, bombones y dulces de todo tipo… Ni una sola vez durante el embarazo le apeteció a Shermin Kazancı nada amargo ni salado, como habría sucedido de estar esperando una niña.

Era un niño, desde luego, un niño nacido en tiempos terribles.

– Que Alá bendiga a mi hijo con una vida más larga que la de cualquier hombre de esta familia -dijo Rıza Selim Kazancı cuando la comadrona le entregó al niño. Luego le puso los labios en la oreja derecha y le anunció el nombre que llevaría a partir de entonces-: Te llamarás Levon.

El motivo de esta decisión no era solamente honrar al maestro del que había aprendido el arte de hacer calderos. Al llamar a su hijo Levon, esperaba también tener un detalle con su mujer por haberse convertido al islam.

Y así eligió el nombre de Levon y como un buen musulmán lo repitió tres veces:

– ¡Levon!¡Levon!¡Levon!

Shermin Kazancı, mientras tanto, permaneció tan silenciosa como una piedra fuera de lugar.

El triple eco no tardó en volver a ellos en forma de pregunta desaprobatoria:

– ¿Levon? ¿Qué clase de nombre musulmán es ese? ¡Un niño musulmán no puede llamarse así! -protestó la comadrona.

– El nuestro sí -replicó áspero Selim Kazancı, una defensa que repetiría muchas veces-. Está decidido. ¡Se llamará Levon!

Pero cuando llegó el momento de llevar al niño al registro, se ablandó.

– ¿Cómo se llama el niño? -preguntó el funcionario, un hombre flaco de aspecto nervioso, sin levantar la cabeza del enorme libro de tapas de tela con el lomo granate.

– Levon Kazancı.

El oficial se subió las gafas de lectura sobre el puente de la nariz y miró por primera vez a Rıza Selim Kazancı durante un largo momento.

– Kazancı es un buen apellido, pero ¿qué clase de nombre musulmán es Levon?

– No es un nombre musulmán, pero sí es un buen nombre -replicó tenso Rıza Selim Kazancı.

– Señor. -El oficial alzó un poco la voz, haciéndose el importante-. Sé que la familia Kazancı tiene mucha influencia. Un nombre como Levon no les hará ningún bien. Si registramos ese nombre, este hijo suyo podría tener problemas en el futuro. Todo el mundo pensará que es cristiano, aunque sea musulmán al cien por cien… ¿O me equivoco? ¿Acaso no es musulmán?

– Desde luego que sí -se apresuró a corregirle Rıza Selim-. Elhamdülillah.

Por un instante pensó confesarle al hombre que la mujer del niño era una huérfana armenia convertida al islam, y que el nombre era un gesto hacia ella, pero algo en su interior le impulsó a callarse.

– Muy bien, entonces, con el debido respeto al buen hombre cuyo nombre quiere usted ponerle a su hijo, vamos a hacer un ligero cambio. Que sea un nombre parecido a Levon, si usted quiere, pero que sea un nombre musulmán. ¿Qué le parece Levent? -El oficial, amablemente, demasiado amablemente para la dureza de sus palabras, añadió-: En caso contrario, me temo que tendré que negarme a inscribirlo.

Y así el bebé se llamó Levent Kazancı. El niño nacido sobre las cenizas de un pasado que todavía humeaba; el niño del que nadie supo que iba a llamarse Levon; el niño que un día sería abandonado por su madre y crecería malhumorado y amargado; el niño que sería un padre terrible para sus propios hijos…

De no ser por el broche de la granada, ¿habría sentido Shermin Kazancı la necesidad de abandonar a su marido y su hijo? Es difícil saberlo. Con ellos había creado una familia y comenzado una nueva vida que solo podía avanzar en una dirección. Para tener un futuro tuvo que convertirse en una mujer sin pasado. Su identidad infantil solo eran retazos de memoria, como migas de pan que hubiera esparcido a sus espaldas para que se las comieran los pájaros, puesto que ella jamás podría desandar aquel camino para volver a casa. Aunque al final hasta los más queridos recuerdos de la infancia se desvanecieron, el broche seguía vívidamente grabado en su memoria. Y años más tarde, cuando apareció en su puerta un hombre de Estados Unidos, sería ese mismo broche lo que la ayudaría a comprender que aquel desconocido no era sino su hermano.

Yervant Stamboulian apareció en su puerta con los ojos oscuros y brillantes resaltados por unas pobladas cejas negras, nariz aguileña y un grueso bigote que le crecía hasta el mentón, que le daba aspecto de estar sonriendo incluso cuando estaba triste. Con voz trémula y casi sin palabras, anunció quién era y le contó, mezclando turco y armenio, que venía desde América para buscarla. Por mucho que quisiera abrazar a su hermana en ese mismo momento, sabía que ahora era una mujer musulmana casada. Se quedó en la puerta. A su alrededor soplaba la brisa de Estambul y por un instante fue como si los hubieran sacado del tiempo.

Al final de la breve conversación, Yervant Stamboulian le dio a Shermin Kazancı dos cosas: la granada de oro y tiempo para pensar.

Perpleja y aturdida, ella cerró la puerta y trató de asimilar aquella revelación. Levent gateaba por el suelo junto a ella y gorjeaba con un entusiasmo sin límites.

Shermin Kazancı fue corriendo a su cuarto y escondió el broche en un cajón de su armario. Al volver se encontró al niño riéndose. Acababa de conseguir ponerse en pie. El pequeño mantuvo el equilibrio durante un segundo, dio un paso, luego otro y se cayó bruscamente de culo, con el delicioso miedo de sus primeros pasos brillándole en los ojos. De pronto esbozó una desdentada sonrisa y exclamó:

– ¡Ma-má!

Toda la casa asumió una extraña luminosidad, casi fantasmagórica, cuando Shermin Kazancı salió de su estupor y repitió para sus adentros:

– ¡Ma-má!

Era la segunda palabra que salía de labios de Levent, después de experimentar un tiempo con «da-da» y finalmente decir «ba-ba» el día anterior. Ahora Shermin Kazancı se dio cuenta de que su hijo había pronunciado la palabra «padre» en turco, pero la palabra «madre» en armenio. No solo había tenido ella que desaprender un idioma antes tan querido, sino que ahora se veía obligada a enseñarle el mismo proceso a su hijo. Se quedó mirando al niño, pasmada e inquieta. No quería cambiarle la palabra «mamá» por su equivalente en turco. Subieron a la superficie los perfiles de sus antepasados, lejanos pero todavía vívidos. Su nuevo nombre adquirido, la nueva religión, nacionalidad, familia y personalidad no habían logrado dominar su auténtico ser. La granada de rubíes susurraba su nombre, y era en armenio.

Shermin Kazancı abrazó a su hijo, y durante tres días enteros consiguió no pensar en el broche.

Pero el tercer día, como si su mente hubiera estado reflexionando y su corazón sufriendo sin que ella lo supiera, corrió hacia el cajón; apretó la granada en la mano y sintió su calor.

Los rubíes son valiosas gemas conocidas por su fiero color rojo. Pero no es raro que su color se altere, oscureciéndose más y más por dentro, sobre todo cuando sus dueños están en peligro. Existe una particular clase de rubí que los expertos llaman Sangre de Paloma; un precioso rubí de color rojo sangre con un ligero tono azul, como apagado, en el centro. El rubí era el último recuerdo que quedaba de La paloma perdida y el país maravilloso.

La tarde del tercer día, Shermin Kazancı encontró un breve momento de soledad después de la cena para entrar a escondidas en su habitación. Buscando un consuelo que nadie podía ofrecerle, se quedó mirando la Sangre de Paloma.

Entonces se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

Una semana después, una mañana de domingo, fue al puerto donde la esperaba su hermano con el corazón palpitante y dos billetes para Estados Unidos. En lugar de maleta, Shermin solo llevaba un bolso pequeño. Dejó atrás todas sus posesiones. En cuanto al broche de la granada, lo metió en un sobre con una carta explicando su situación y pidiéndole a su marido dos cosas: que le diera la joya a su hijo para que se acordara de ella, y que la perdonara.


Cuando el avión aterrizó en Estambul, Rose estaba exhausta. Movió con cuidado los pies hinchados, temerosa de que no le entraran ya en los zapatos, aunque llevaba un cómodo calzado de piel naranja. Se preguntó cómo demonios podían las azafatas aguantar de pie todo el día en el avión con aquellos tacones.

Mustafa y Rose tardaron media hora en que les sellaran los pasaportes, pasar la aduana, recoger el equipaje, cambiar el dinero y encontrar un servicio de alquiler de coches. Mustafa pensó que sería mejor tener su propio vehículo, en lugar de utilizar el de la familia. Rose eligió primero en un catálogo un Grand Cherokee Laredo 4x4, pero Mustafa aconsejó algo más pequeño para las atestadas calles de Estambul. Al final se pusieron de acuerdo en un Toyota Corolla.

Poco después salían los dos a la zona de llegadas, empujando un carrito cargado con un juego de maletas. Encontraron fuera un semicírculo de desconocidos. Entre el grupo avistaron primero a Armanoush, que saludaba sonriente; junto a ella estaba la abuela Gülsüm, con la mano derecha en el corazón, a punto de desmayarse de emoción. Un paso detrás aguardaba la tía Zeliha, alta y distante, con unas gafas de sol de oscuros cristales púrpura.

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