El Café Kundera era una pequeña cafetería situada en una callejuela sinuosa del lado europeo de Estambul. Era el único bar de la ciudad donde no se dedicaba energía alguna a la conversación y se daba propina a los camareros para que te trataran mal. Nadie sabía por qué le habían puesto el nombre del famoso escritor, una ignorancia magnificada por el hecho de que dentro no había nada, nada en absoluto, que recordara a Milan Kundera ni a ninguna de sus novelas.
De las cuatro paredes colgaban cientos de marcos de todos los tamaños y colores, una multitud de fotografías, pinturas y dibujos, tantos que era fácil dudar que hubiera una pared detrás. Daba la impresión de que el local estaba construido con marcos en lugar de ladrillos. Y en todos los marcos, sin excepción, aparecía la imagen de un camino o carretera. Anchas autopistas de Estados Unidos, carreteras infinitas de Australia, bulliciosas autovías de Alemania, glamurosos bulevares de París, atestadas calles de Roma, estrechos caminos del Machu Picchu, olvidados trayectos de caravanas en África del Norte y mapas de viejas vías comerciales por la Ruta de la Seda siguiendo los pasos de Marco Polo. Había caminos de todo el mundo. Los clientes estaban a gusto con la decoración. Pensaban que era una útil alternativa a las inútiles charlas que no llevaban a ninguna parte. Cuando no tenían ganas de hablar, escogían una imagen, dependiendo de la mesa a la que estuvieran sentados y de dónde desearan ser transportados ese día en concreto. Clavaban la mirada empañada en el camino escogido y partían poco a poco a tierras lejanas, ansiando estar allí, en cualquier sitio menos en aquel bar. Al día siguiente viajarían a otra parte.
Por muy lejos que te llevaran esas imágenes, lo cierto era que ninguna de ellas tenía nada que ver con Milan Kundera. Se decía que cuando abrieron la cafetería el escritor andaba por Estambul, y de camino a otra parte se detuvo allí por casualidad a tomar un capuchino. El capuchino no era muy bueno, tampoco le gustó la galleta de vainilla que le sirvieron, pero pidió otra e incluso escribió un poco, porque nadie le había molestado, ni siquiera reconocido. Ese día, el bar fue bautizado con su nombre. Según otra teoría, el dueño de la cafetería era un ávido lector de Kundera. Después de devorar sus libros y conseguir que se los firmara todos, decidió dedicar el local a su autor favorito. Esto sería más plausible si el dueño de la cafetería no fuera un músico y cantante de mediana edad, de aspecto bronceado y atlético, con tan profundo desprecio por el mundo literario que no se dignaba siquiera leer las letras de las canciones que su grupo tocaba las noches de los viernes.
La auténtica razón de que el bar se llamase Kundera, afirmaban otros, era que aquel punto del espacio no era más que un producto fallido de la imaginación del autor. El bar era un sitio ficticio con clientes ficticios. Un tiempo atrás Kundera había comenzado a escribir sobre aquel lugar, como parte de un nuevo proyecto, y así le insufló vida y caos, pero no tardaron en distraerle otros asuntos más importantes (invitaciones, debates y premios literarios), y en la vorágine olvidó aquel sórdido tugurio de Estambul, de cuya existencia él era el único responsable. Desde entonces, los clientes y camareros del Café Kundera se debatían con la sensación de vacío, hundidos en desconsolados escenarios futuristas, mohínos ante el café turco servido en tazas de exprés, esperando encontrar un sentido a su vida en algún drama intelectual en el que interpretarían el papel principal. Entre todas las teorías sobre la génesis del nombre del bar, esta última era la más defendida. Aun así, de vez en cuando algún nuevo parroquiano o alguien con necesidad de llamar la atención aventuraba otra explicación, y durante una efímera tregua los otros clientes le creían, jugando con la nueva hipótesis, hasta que se aburrían y volvían a hundirse en sus pantanos de abatimiento.
Ese día, cuando el Dibujante Dipsómano comenzó a barajar la idea de una nueva teoría sobre el nombre del bar, todos sus amigos y hasta su mujer se sintieron obligados a escucharle con atención, en señal de reconocimiento por haber reunido por fin el valor para hacer lo que todo el mundo llevaba suplicándole desde siempre: entrar en Alcohólicos Anónimos.
Sin embargo, todos los de la mesa se mostraban más atentos con él que de costumbre por otra razón. Ese día le habían denunciado por segunda vez por insultar al primer ministro en tira cómica, y si el día del juicio el juez le declaraba culpable de los cargos, iría tres años a la cárcel. El Dibujante Dipsómano era famoso por una serie de tiras cómicas políticas en las que representaba a todo el gabinete como un rebaño de ovejas, y al primer ministro como un lobo con piel de cordero. Ahora que le habían prohibido utilizar esta metáfora, pensaba dibujar al gabinete como una manada de lobos y al primer ministro como un chacal disfrazado de lobo. Si también le arrebataban esta caricatura, tenía una estrategia de salida: ¡pingüinos! Estaba decidido a dibujar a todos los miembros del Parlamento como pingüinos vestidos de esmoquin.
– ¡Esta es mi nueva teoría! -dijo el Dibujante Dipsómano, ajeno a la compasión que había provocado y algo sorprendido al ver tanto interés por parte de la audiencia, e incluso de su mujer.
Era un hombre grandullón de nariz patricia, pómulos altos, ojos azul intenso y un gesto amargo en la boca. Hacía mucho que conocía bien la pena y la melancolía. Sin embargo, tras enamorarse en secreto de una mujer inalcanzable, su pesimismo se había duplicado.
Viéndolo era difícil creer que se ganaba la vida con el humor, y que tras aquel rostro sombrío fluían los chistes más graciosos. Siempre notorio bebedor, últimamente sus problemas con el alcohol se habían disparado. Comenzó a despertarse en lugares de dudosa reputación donde nunca había estado. Pero la gota que colmó el vaso fue la mañana en que se encontró en el patio de una mezquita, tirado en la piedra donde se lavaba a los muertos. Por lo visto había perdido el sentido mientras intentaba orquestar su propio funeral. Cuando logró abrir los ojos al amanecer, vio a su lado a un joven imán, que de camino a la oración matutina se sobresaltó al tropezar con un extraño que roncaba en la piedra de los muertos. Después de aquello, los amigos del Dibujante Dipsómano, e incluso su mujer, se alarmaron de tal manera que le apremiaron para que buscara ayuda profesional y tratara de enderezar su vida. Ese día, por fin, había asistido a una reunión de Alcohólicos Anónimos y había jurado dejar la bebida. Por eso todos los presentes, incluso su mujer, estaban dispuestos a escuchar cualquiera que fuera su teoría.
– Este bar se llama así porque la palabra «Kundera» es un código. El quid de la cuestión no es el nombre en sí, sino qué significa ese nombre.
– ¿Y qué significa? -preguntó el Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas, un hombre bajo, flaco y adusto, con la barba teñida de gris ceniza desde el día en que concluyó que las mujeres jóvenes prefieren hombres maduros. Era guionista y creador de Timur Corazón de León, una popular serie de televisión sobre un fornido héroe nacional capaz de aniquilar batallones enteros de enemigos y convertirlos en sangriento puré. Cuando le preguntaban sobre su programa de televisión y sus películas, de tan mal gusto, se defendía arguyendo que era nacionalista de profesión, pero un auténtico nihilista por elección. Ese día se había presentado con otra novia: una mujer guapa y llamativa aunque superficial. No le había confesado que en los círculos masculinos tenían un nombre para las mujeres como ella: «aperitivos»; no eran el plato principal, por supuesto, pero sí una buena tapita. Sin dejar de atracarse de anacardos, lanzó una carcajada al tiempo que rodeaba con el brazo a su nueva chica:
– Venga, ¡dinos cuál es el código!
– Aburrimiento -contestó el Dibujante Dipsómano con una vaharada de humo. De todas partes ascendían volutas de humo, puesto que todos los clientes fumaban como carreteros, y su tenue nubecilla se unió perezosamente a la densa nube gris que pendía sobre la mesa.
El único que no fumaba era el Columnista Gay en el Armario. Detestaba el olor del tabaco. Todos los días, nada más llegar a casa, se quitaba de inmediato la ropa para librarse del hedor del Café Kundera. Sin embargo, no protestaba cuando otros fumaban. Ni dejaba de ir al bar. Acudía con regularidad porque le gustaba formar parte de aquel grupo variopinto; además, sentía una secreta atracción por el Dibujante Dipsómano.
No es que el Columnista Gay en el Armario quisiera tener ninguna relación física con el dibujante. Imaginárselo desnudo ya le daba escalofríos. No era cuestión de sexo, se decía, sino de espíritus afines. Además, en su camino había dos grandes obstáculos. En primer lugar, el Dibujante Dipsómano era estrictamente heterosexual y las posibilidades de que cambiara de acera parecían remotas. En segundo lugar, estaba loquito por Asya, aquella chica taciturna, algo que a esas alturas todo el mundo sabía menos ella.
De manera que el Columnista Gay en el Armario no albergaba ninguna esperanza de liarse con el Dibujante Dipsómano. Solo quería tenerlo cerca. De vez en cuando sentía un súbito estremecimiento cuando el dibujante, al ir a coger un vaso o un cenicero, le tocaba sin querer la mano o el hombro. A pesar de todo, en sus ansias por asegurar que no sentía el más mínimo interés por él, ni por ningún hombre, de hecho, a veces el columnista trataba al dibujante con mucha distancia, denigrando de pronto sus opiniones sin venir a cuento. Era una historia complicada.
– Aburrimiento -repitió el Dibujante Dipsómano después de apurar su café con leche-. El aburrimiento es el resumen de nuestras vidas. Nos revolcamos en el hastío un día tras otro. ¿Por qué? Porque el miedo al encuentro traumático con nuestra propia cultura no nos deja abandonar esta madriguera. Los políticos occidentales suponen que hay un abismo cultural entre la civilización oriental y la occidental. ¡Ojalá fuera tan sencillo! El verdadero abismo cultural se abre entre turcos y turcos. Somos un puñado de urbanitas cultos rodeados de palurdos y catetos. Han conquistado toda la ciudad.
Echó una mirada de soslayo a las ventanas, como temeroso de que fuera a atacarles una horda de paletos armados de piedras y garrotes.
– Las calles son suyas, las plazas son suyas, los transbordadores son suyos. Cualquier espacio abierto es suyo. Tal vez dentro de unos años este bar será el único lugar que nos quede, nuestra última zona liberada. Venimos aquí corriendo todos los días para refugiarnos de ellos. ¡Sí, de ellos! ¡Que Dios me salve de mi propia gente!
– Lo que dices es poesía -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo. Como era tan excepcionalmente malo, lo consideraba todo poesía.
– Estamos atrapados. Atrapados entre Oriente y Occidente. Entre el pasado y el futuro. Por una parte están los laicos representantes de la modernidad, tan orgullosos del régimen que han construido que delante de ellos no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen al ejército y a la mitad del Estado de su lado. Por otra parte están los tradicionales convencionales, tan enamorados del pasado otomano que no se puede ni soltar una palabra de crítica. Tienen de su parte a la sociedad en general y a la otra mitad del país. ¿Qué nos queda a nosotros?
Volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios pálidos y cuarteados, donde lo dejó durante su prolongada queja.
– Los modernos nos dicen que hay que avanzar, pero no tenemos fe en su idea de progreso. Los tradicionales nos dicen que hay que ir hacia atrás, pero no queremos volver a su ideal de orden. Atrapados entre las dos partes, damos dos pasos hacia delante y uno atrás, como hacía la banda del ejército otomano. ¡Y ni siquiera tocamos un instrumento! ¿Hacia dónde podríamos escapar? Tampoco somos una minoría. Ojalá fuéramos una minoría étnica o un pueblo indígena protegido por las Naciones Unidas. Por lo menos así tendríamos algunos derechos básicos. Sin embargo, a los nihilistas, pesimistas y anarquistas no nos consideran una minoría, aunque seamos una especie en extinción. Cada vez quedamos menos. ¿Hasta cuándo podremos sobrevivir?
La cuestión quedó flotando pesadamente sobre sus cabezas, por debajo de la nube de humo. La esposa del dibujante, una mujer nerviosa de grandes ojos sombríos que acumulaban demasiadas ofensas, mejor dibujante que su marido aunque mucho menos apreciada, rechinó los dientes, indecisa entre meterse con el que había sido su compañero durante doce años, como le habría gustado hacer, o apoyar su frenesí pasara lo que pasase, como haría una esposa ideal. Se desagradaban sinceramente el uno al otro y a pesar de todo se mantenían aferrados a su matrimonio, ella con la esperanza de vengarse, él con la esperanza de que la cosa mejorara. Ahora hablaban con palabras y gestos que se robaban el uno al otro. Hasta sus caricaturas eran ya parecidas. Dibujaban cuerpos deformados y se inventaban retorcidos diálogos entre gente deprimida en situaciones dramáticas y sarcásticas.
– ¿Sabes lo que somos? La escoria de este país. Una pulpa patética y rancia, nada más. A todo el mundo, menos a nosotros, le obsesiona entrar en la Unión Europea, sacar beneficios, tener acciones, comprarse un coche mejor y tener una novia mejor…
El Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas se agitó nervioso.
– Aquí es donde entra Kundera -prosiguió el Dibujante Dipsómano sin advertir la metedura de pata-. La idea de levedad impregna nuestras vidas en forma de vacío sin sentido. Nuestra existencia es kitsch, una mentira bonita que nos ayuda a desafiar la realidad de la muerte y la mortalidad. Precisamente esto es…
El tintineo de unas campanillas interrumpió sus palabras. La puerta del Café Kundera se abrió de golpe y entró una chica con cara de cabreo y aspecto de estar tan agotada como una anciana.
– ¡Eh, Asya! -gritó el guionista, como si fuera la esperada salvadora que acabaría con aquella estúpida conversación-. ¡Aquí! ¡Estamos aquí!
Asya Kazancı les dedicó media sonrisa y su frente se arrugó como si dijera: «Bueno, ¿por qué no echar un rato con vosotros? De todas formas, qué más da. La vida es una mierda». Despacio, como lastrada por invisibles sacos de inercia, se acercó a la mesa, los saludó a todos con gesto inexpresivo, se sentó y se puso a liar un cigarrillo.
– ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No tenías que estar en el ballet? -preguntó el Dibujante Dipsómano, olvidando su soliloquio. Sus ojos parpadearon con interés, un signo que advirtieron todos menos su mujer.
– Pues ahí estoy justamente: en mi clase de ballet. Y en este momento -Asya puso el tabaco en el papel de liar- estoy realizando uno de los saltos más difíciles, uniendo las pantorrillas en el aire entre cuarenta y cinco y noventa grados: ¡cabriolé!
– ¡Vaya! -sonrió el dibujante.
– Luego hago un salto de giro -prosiguió Asya-. Pie derecho delante, demiplié, ¡salto! -Alzó en el aire la bolsa de cuero del tabaco-. Gira ciento ochenta grados -ordenó, dándole la vuelta a la bolsa y salpicando un poco de tabaco en la mesa-. ¡Y aterriza con el pie izquierdo! -La bolsa cayó junto al cuenco de anacardos-. Luego repítelo todo otra vez para volver a la posición de salida. Emboîté!
– Bailar es como escribir poesía con el cuerpo -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo.
Un triste letargo se asentó entre ellos. En algún lugar, a lo lejos, hervían los ruidos de la ciudad, una amalgama de sirenas, bocinas, gritos y risas acompañados por el graznido de las gaviotas. Entraron algunos clientes, otros salieron. Un camarero se cayó con una bandeja llena de vasos, otro cogió una escoba y se puso a barrer los cristales. Los clientes lo miraban con indiferencia. Aquí los camareros cambiaban con frecuencia. El horario era muy largo y el sueldo no gran cosa. No obstante, de momento jamás se había marchado ninguno, sino que los despedían. Así era el Café Kundera. Una vez entrabas, quedabas atado a él hasta que el lugar te escupía.
Media hora después, en la mesa de Asya Kazancı algunos pidieron café, el resto, cerveza. En la segunda ronda, los del café tomaron cerveza y los de la cerveza, café. Y así siempre. Solo el dibujante permaneció fiel a sus cafés con leche y a mordisquear las galletas de vainilla que servían con ellos, aunque a esas alturas su exasperación era ya visible. En cualquier caso, nada se hacía con armonía; aun así en aquella disonancia yacía una insólita cadencia. Eso era lo que a Asya más le gustaba del bar: la comatosa indolencia y la ridícula discordia. Estambul vivía en una prisa constante, pero en el Café Kundera prevalecía el letargo. Fuera del bar las personas se pegaban unas a otras para disfrazar su soledad, fingiendo estar mucho más unidas de lo que estaban en realidad, mientras que en el bar pasaba justo lo contrario: todo el mundo pretendía un desapego que no sentía. Aquel local era la negación de toda la ciudad. Asya dio una calada al cigarrillo, disfrutando plenamente de la inacción hasta que el dibujante miró su reloj y se volvió hacia ella.
– Son las ocho menos veinte, cariño. Se acabó la clase.
– Ay, ¿tienes que irte? Mira que es antigua tu familia -saltó la novia del guionista-. ¿Por qué te obligan a ir a clases de ballet cuando es evidente que a ti no te gusta?
Aquel era el problema que surgía con todas las novias fugaces que llevaba el guionista. Impulsadas por el deseo de hacerse amigas de todos los miembros del grupo, hacían demasiadas preguntas personales y demasiados comentarios personales, sin darse cuenta, las desgraciadas, de que era precisamente lo contrario, la falta de cualquier interés serio y sincero en la intimidad de los otros, lo que unía al grupo.
– ¿Cómo puedes aguantar a todas esas tías? -insistió la novia del guionista, que no supo interpretar el gesto de Asya-. Dios, tantas mujeres haciendo de madre bajo el mismo techo… Vamos, yo no lo aguantaría ni un minuto.
Eso ya fue demasiado. En un grupo tan ecléctico como aquel había reglas no escritas que no podían violarse. Asya respiró profundamente. No le gustaban las mujeres, lo cual le habría resultado más fácil de no haber sido una mujer. Cada vez que conocía a alguna sucedía lo mismo: o bien esperaba a ver cuándo la odiaría, o bien la odiaba desde el primer momento.
– Yo no tengo una familia en el sentido normal de la palabra. -Asya le dirigió una mirada condescendiente, esperando acallar así cualquier cosa que la otra pensara decir a continuación. Mientras tanto, advirtió un cuadro con un reluciente marco plateado en la pared, justo por encima del hombro derecho de su oponente. Era la imagen de una carretera hacia la laguna Roja, en Bolivia. ¡Sería genial estar allí ahora mismo! Asya terminó el café, apagó el cigarrillo y comenzó a liarse otro mientras mascullaba:
– Somos una manada de hembras forzadas a vivir juntas. Yo a eso no lo llamo una familia.
– Pero precisamente la familia es eso, cariño -protestó el Poeta Excepcionalmente Malo. En momentos como aquel recordaba que era el mayor del grupo, no solo por edad, sino también por los errores cometidos. Casado y divorciado tres veces, cada una de sus ex mujeres se había marchado de Estambul para alejarse de él todo lo posible. Tenía hijos de cada matrimonio, a los que iba a ver muy de vez en cuando, pero de los que siempre se proclamaba orgulloso propietario. Blandiendo un dedo paternal, añadió-: Recuerda que todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz es infeliz a su manera.
– Para Tolstói era muy fácil soltar esas tonterías -comentó la mujer del Dibujante Dipsómano encogiéndose de hombros-. Tenía una mujer que se encargaba de todos los detalles, que crió a la docena de hijos que tuvieron y que trabajó como una mula para que su majestad, el gran Tolstói, pudiera concentrarse y escribir novelas.
– ¿Y qué quieres? -preguntó el Dibujante Dipsómano.
– ¡Reconocimiento! Eso es lo que quiero. Quiero que el mundo entero admita que, de haber tenido la oportunidad, la mujer de Tolstói podía haber sido mejor escritora que él.
– ¿Por qué? ¿Solo por ser mujer?
– Porque era una mujer de mucho talento oprimida por un hombre de mucho talento -saltó su esposa.
– Ah.
Disgustado, el Dibujante Dipsómano llamó al camarero y, para decepción de todos, pidió una cerveza. Pero cuando se la sirvieron debió de sentir una especie de remordimiento, porque de pronto cambió de tema y se embarcó en un discurso sobre los beneficios del alcohol.
– Este país debe su libertad a esta pequeña botella que con tanta libertad sostengo en mi mano. -El dibujante alzó la voz por encima de la sirena de una ambulancia que se oía en la calle-. Ni las reformas sociales, ni las regulaciones políticas. Ni siquiera la guerra de la Independencia. Es esta botella lo que distingue a Turquía de los demás países musulmanes. Esta cerveza -la levantó como para brindar- es el símbolo de la libertad y la sociedad civil.
– Venga ya. ¿Desde cuándo ser un asqueroso borracho es un símbolo de libertad? -le reprendió bruscamente el guionista.
Los otros no lo siguieron. Debatir era un derroche de energía. Preferían escoger un cuadro y concentrarse en la imagen de una carretera.
– Desde el día que el alcohol fue prohibido y denigrado en todo el Oriente Próximo musulmán -gruñó el Dibujante Dipsómano-. Piensa en la historia otomana. En las tabernas, en los mezes para acompañar las copas… Parece que la gente lo pasaba bien. Nosotros, como nación, disfrutamos del alcohol, ¿por qué no podemos aceptarlo? A nuestra sociedad le gusta beber once meses al año, luego, de pronto, le entra el pánico, se arrepiente y ayuna en ramadán, para volver a la botella cuando termina el mes sagrado. Os aseguro que si aquí nunca se decretó la sharia y si los fundamentalistas jamás lograron el éxito que tuvieron en otros lugares, fue gracias a esta retorcida tradición. Gracias al alcohol en Turquía tenemos algo parecido a la democracia.
– Bueno, ¿entonces por qué no bebemos? -La mujer del dibujante le dedicó una sonrisa cansina-. ¿Y qué mejor razón para beber que don Puntitas? ¿Cómo se llamaba… Cecche?
– Cecchetti -la corrigió Asya, todavía lamentando el día en que se emborrachó lo bastante para dar al grupo una charla sobre la historia del ballet y mencionar de pasada el nombre de Cecchetti. Les encantó. Desde aquel día, de vez en cuando alguien de la mesa proponía un brindis en su honor, en honor del bailarín que había introducido las puntas.
– Así que si no fuera por él los bailarines no podrían andar de puntillas, ¿eh? -se burlaba alguno de ellos.
– Pero ¿en qué estaría pensando? -añadía siempre otro, y todo el mundo se echaba a reír.
El grupo era un organismo autorregulado donde las diferencias individuales se exponían pero jamás asumían el control, como si el organismo tuviera una vida independiente y más allá de las personalidades que lo componían. Con ellos Asya Kazancı encontraba la paz interior. El Café Kundera era su santuario. En casa de las Kazancı siempre tenía que corregirse, luchar por una perfección que escapaba a su comprensión, mientras que en el Café Kundera nadie la obligaba a cambiar, pues allí imperaba la convicción de que los seres humanos eran por naturaleza imperfectos e incorregibles.
Es cierto que no eran los amigos ideales que sus tías habrían elegido para ella. Por edad, algunos de ellos podría haber sido su padre. Pero ella, que era la más joven, disfrutaba viéndolos tan niños. Era bastante reconfortante comprobar que en esta vida nada mejoraba con los años. El adolescente malhumorado terminaba siendo un adulto malhumorado. El comportamiento era siempre el mismo. Sin duda eso era un poco sombrío, no obstante, se consolaba Asya, por lo menos demostraba que una no tenía que convertirse en otra persona, no tenía que convertirse en algo más, como sus tías le exigían constantemente, día y noche. Puesto que nada iba a cambiar con el tiempo y aquel carácter hosco se quedaría con ella para siempre, podía seguir siendo ella misma, la misma persona hosca.
– Hoy es mi cumpleaños -anunció Asya, sorprendiéndose a sí misma; no había tenido ninguna intención de dar aquella información.
– ¿Ah, sí? -preguntó alguien.
– ¡Qué casualidad! También es el cumpleaños de mi hija pequeña -exclamó el Poeta Excepcionalmente Malo.
– ¿Ah, sí? -le tocó ahora a Asya preguntar.
– ¡Naciste el mismo día que mi hija! ¡Géminis!
El poeta negó con su esponjosa cabeza con júbilo y mucho teatro.
– Piscis -le corrigió Asya.
Y se acabó. Nadie intentó abrazarla ni ahogarla a besos, igual que a nadie se le pasó por la cabeza pedir una tarta. El poeta le recitó un poema espantoso, el dibujante se bebió tres cervezas en su honor y la mujer del dibujante le hizo una caricatura en una servilleta: una joven huraña con el pelo de punta, tetas enormes y nariz afilada bajo unos ojos penetrantes y astutos. Los demás le llevaron otro café y al final no le dejaron pagar nada. Así de sencillo. No es que no se tomaran el cumpleaños de Asya en serio. Al contrario, se lo tomaron tan en serio que no tardaron en reflexionar en voz alta sobre la noción de tiempo y la mortalidad, y enseguida pasaron a la cuestión de cuándo iban a morir y si existía una vida después de la muerte.
– Desde luego que hay otra vida, y va a ser peor que esta -era la opinión general del grupo-. Así que hay que disfrutar del tiempo que nos queda.
Algunos meditaron sobre el tema, otros se detuvieron a medio camino para huir por alguna de las carreteras de la pared. Se lo tomaron con calma, como si nadie les esperase fuera, como si fuera no hubiera nada; sus muecas poco a poco se tornaron sonrisas beatíficas o indiferencia. No tenían energía, no tenían pasión ni necesidad de más conversación, de manera que se fueron hundiendo en las lodosas aguas de la apatía, preguntándose por qué demonios aquel local se llamaba Café Kundera.
Esa noche a las nueve, después de una cena formal, con las luces apagadas y entre canciones y palmas, Asya Kazancı sopló las velas de su tarta con tres capas de manzana caramelizada (extremadamente dulce) y glaseado de limón (extremadamente amargo). Solo pudo apagar la tercera parte. Del resto se encargaron sus tías, su abuela y Petite-Ma, soplando en todas direcciones.
– ¿Cómo ha ido hoy la clase de ballet? -preguntó la tía Feride mientras volvía a encender las luces.
– Bien -sonrió Asya-. Me duele un poco la espalda porque nos obligan a hacer muchos estiramientos, pero bueno, no me puedo quejar, he aprendido muchos movimientos nuevos…
– ¿Ah, sí? -se oyó una voz suspicaz. Era la tía Zeliha-. ¿Como cuál?
– Bueno… -Asya dio el primer bocado a la tarta-. A ver. He aprendido el petit jeté, que es un saltito, y la pirouette y el glissade.
– Esto es como matar dos pájaros de un tiro -comentó la tía Feride-. Pagamos por las clases de ballet, pero al final acaba aprendiendo ballet y francés a la vez. ¡Nos ahorramos un montón de dinero!
Todo el mundo asintió, todos menos la tía Zeliha, que con una chispa de escepticismo en el abismo de sus ojos de jade acercó la cara a la de su hija y dijo con tono casi inaudible:
– ¡Enséñanoslo!
– ¿Estás loca? -Asya dio un respingo-. ¡Eso no se puede hacer aquí en medio del salón! Tengo que estar en el estudio y trabajar con una profesora. Primero calentamos y estiramos, y nos concentramos. Y siempre hay música… Glissade significa deslizarse, ¿lo sabías? ¿Cómo me voy a deslizar aquí en la alfombra? ¡No se puede hacer ballet así sin más!
Una sonrisa taciturna se perfiló en los labios de la tía Zeliha, que se pasaba los dedos por el pelo negro. No dijo nada más. Parecía más interesada en comerse la tarta que en discutir con su hija. Pero su sonrisa fue suficiente para enfurecer a Asya, que apartó su plato y se levantó.
Esa noche, a las nueve y cuarto, en el salón del que en otros tiempos fuera un opulento konak de Estambul, ahora antiguo y ruinoso, Asya Kazancı hacía pasos de ballet en una alfombra turca, la cabeza en una romántica pose, los brazos estirados, las manos suavemente curvadas para que el dedo medio tocara el pulgar, mientras su mente era un torbellino de rabia y resentimiento.