12

Semillas de granada

Hovhannes Stamboulian acarició la mesa de nogal tallada a mano, ante la que llevaba sentado desde primera hora de la tarde, y sintió la suave y pulida superficie deslizarse bajo sus dedos. El anticuario judío que se la vendió había asegurado que esos muebles eran escasos porque resultaban muy difíciles de fabricar. Se tallaban de los nogales de las islas del Egeo y se adornaban con diminutos cajones y compartimientos secretos a modo de fino bordado. A pesar de la delicadeza de sus ornamentos, la mesa era tan recia que podía durar varias generaciones.

– La mesa les sobrevivirá a usted y a sus hijos -comentó con una risotada el anticuario, como si el hecho de que sus mercancías sobrevivieran a sus clientes fuera para él un chiste recurrente-. ¿No le parece sublime que un trozo de madera viva más que nosotros?

Aunque sabía que el comentario trataba de demostrar la calidad de sus productos, Hovhannes Stamboulian notó una punzada de tristeza.

Aun así compró la mesa. Y junto a ella adquirió también un broche: un elegante broche con forma de granada, delicadamente cubierto de hilos de oro, algo agrietado en el centro, con relumbrantes rubíes rojos a modo de semillas. Era la pieza de un diestro artesano armenio de Sivas, le dijeron. Hovhannes Stamboulian la compró para regalársela a su mujer. Pensaba dársela esa noche, después de cenar, o mejor, antes, en cuanto terminara con ese capítulo.

De todos los capítulos que había escrito, este era el más exigente. De haber sabido que resultaría tan agotador, tal vez habría abandonado el proyecto. Pero estaba metido hasta el cuello en el libro, y la única manera de salir era seguir adelante con él. Hovhannes Stamboulian, poeta y columnista de renombre, estaba escribiendo en secreto un libro que se salía por completo de su campo. Quizá sería rechazado, ridiculizado o vilipendiado. En un momento en que todo el Imperio otomano estaba saturado de grandiosas empresas, movimientos revolucionarios y divisiones nacionalistas, en un momento en que la comunidad armenia estaba preñada de innovadoras ideologías y ardientes debates, él, en la intimidad de su casa, estaba escribiendo un libro infantil.

Escribir un libro para niños en armenio era algo que jamás se había hecho, algo casi inconcebible. ¿Por qué no había ni una sola obra de este género? ¿Era porque la minoría armenia se había convertido en una sociedad incapaz de considerar niños a sus niños? ¿Era porque la infancia se consideraba una futilidad, si no un lujo, negada a una minoría que necesitaba hacerse adulta lo más deprisa posible? ¿O porque los intelectuales de Estambul habían sido apartados de las tradiciones orales fielmente transmitidas de abuelas a nietos armenios?

El libro se titulaba La paloma perdida y el país maravilloso. Hablaba de una paloma que se había perdido en el cielo azul cuando volaba con su familia y amigos sobre un país de ensueño. La paloma se detenía en numerosas aldeas, pueblos y ciudades, en busca de sus seres queridos, y en cada sitio oía una nueva historia.

Así Hovhannes Stamboulian reunía en el libro viejos cuentos populares armenios, la mayoría de los cuales se habían transmitido de generación en generación, aunque algunos se hubieran perdido. Durante toda la obra se había mantenido fiel a la autenticidad de cada cuento, sin cambiar apenas una palabra, pero ahora planeaba terminarla con un cuento de su cosecha. Una vez acabado, el libro se publicaría en Estambul, y luego se distribuiría en las mayores ciudades, como Adana, Harput, Van, Trebisonda y Sivas, donde habitaban gran número de armenios. Aunque los musulmanes habían comenzado a utilizar la imprenta hacía unos dos siglos, la minoría armenia imprimía sus propios libros y textos desde mucho antes.

Hovhannes Stamboulian quería que los padres armenios leyeran estos cuentos a sus hijos al acostarlos cada noche. Lo irónico era que el libro le había tenido tan ocupado los últimos dieciocho meses que no había podido pasar demasiado tiempo con sus propios hijos. Todos los días después de comer entraba en esta habitación, se sentaba a su mesa y escribía el tiempo que fuera necesario. Todas las noches, cuando salía de la habitación, sus hijos ya estaban dormidos. La necesidad de escribir lo había hechizado por completo. Pero por suerte estaba a punto de acabar. Esa tarde iba a escribir el último capítulo, el más exigente de todos. Cuando terminara bajaría, ataría todas las páginas con una cinta, escondería el broche de oro dentro del nudo, y le tendería el paquete a su esposa. La paloma perdida y el país maravilloso iba dedicado a ella.

«Léelo, por favor -pensaba decir-. Si no es bastante bueno, quiero que lo quemes. Entero. Te prometo que ni siquiera te preguntaré por qué. Pero si piensas que es bueno, quiero decir bastante bueno para que lo publiquen y distribuyan, llévaselo a Garabed Effendi, de la editorial Dawn Publishers.»

Hovhannes Stamboulian respetaba la opinión de su esposa por encima de cualquier otra. Tenía un gusto sofisticado para el arte y la literatura. Gracias a su hospitalidad, aquel terroso konak junto al Bósforo había sido durante años un centro de reunión para intelectuales y artistas, visitado por incontables hombres de letras, algunos eminentes escritores y otros aspirantes a serlo. Acudían a comer, beber, leer, reflexionar y discutir fervientemente las obras de los otros, y aún más fervientemente las suyas propias.


Había volado demasiado, y la paloma perdida estaba cansada y sedienta, de manera que se posó en una rama cubierta de nieve. Era la rama de un granado, a punto de florecer. Se llenó el pico de nieve y después de apagar así su sed, empezó a llorar por sus padres.

– No llores, paloma -le dijo el granado-. Te voy a contar una historia. Es la historia de una paloma perdida.


Hovhannes Stamboulian se interrumpió sin saber muy bien qué había roto su concentración. Suspiró, exasperado, de un modo que hasta le sorprendió. Durante la última hora más o menos, su mente había sido un campo de batalla lleno de pensamientos sombríos. Le costó mucho comprender por qué estaba tan preocupado, como si su mente operase por voluntad propia, contemplando inefables inquietudes. Pero fuera cual fuese la razón de su desasosiego, debía librarse de su letargo. Era el último capítulo, el último cuento. Tenía que ser bueno. Frunció los labios y siguió escribiendo.


– Pero si estás hablando de mí. ¡Yo soy esa paloma! -exclamó asombrada la paloma perdida.

– ¿Ah, sí? -dijo el granado, aunque no parecía extrañado-. Pues entonces escucha tu propia historia… ¿No quieres conocer tu futuro?

– Solo si es feliz -contestó la paloma perdida-. No quiero saber nada si es triste.


De pronto un ruido de cristales rotos rompió el silencio. Hovhannes Stamboulian dio un respingo en la silla, dejó de escribir y de forma instintiva se volvió hacia la ventana, paralizado, todo oídos. Durante un largo rato no oyó más que el aullido del viento. Curiosamente el silencio le pareció más ominoso que aquel espeluznante estrépito. Una quietud fantasmal y densa poblaba la noche, mientras que el viento rugía como temeroso de la ira de un Dios furioso por razones que los mortales ignoraban. En contraste con el viento que fustigaba los muros, en la casa todo estaba más callado que de costumbre. Hovhannes Stamboulian sintió tal irritación por aquel inusual silencio que casi fue un alivio oír unos ruidos provenientes del piso inferior. Alguien correteó de un extremo a otro de la casa, y luego de vuelta. Unos pasos abrasivos, aterrados, apresurados como si huyeran de algo o de alguien.

Debía de ser Yervant, pensó, mientras una nueva preocupación asomaba a sus ojos, una mirada aprensiva y pensativa. Su hijo mayor, Yervant, siempre había sido díscolo y bullicioso, pero últimamente su rebeldía había alcanzado límites intolerables. La verdad es que Hovhannes Stamboulian se sentía algo culpable por no pasar con él tanto tiempo como debía. Era evidente que el muchacho echaba de menos a su padre. Comparados con él, sus otros tres hijos, dos niños y una niña, eran tan dóciles que parecía que la frenética energía del hermano mayor obrara sobre ellos un efecto letárgico. Los dos chicos pequeños se llevaban tres años, pero eran ambos obedientes. Luego venía la menor, la única niña de la familia, la pequeña Shushan.


– No te preocupes, pajarillo. -El granado sonrió y se sacudió la nieve de las ramas-. La historia que te voy a contar tiene un final feliz.


Abajo los pasos en el pasillo se multiplicaron de forma alarmante. Ahora parecía que hubiera decenas de Yervants corriendo desobedientes de un extremo al otro con fuertes pisadas. Pero en mitad de todos los correteos, de pronto le pareció oír una voz, tan inesperada y brusca que casi dudó de haberla oído, una voz severa y ronca que restalló un segundo. Y nada más. Después se hizo de nuevo el silencio, como si todo hubieran sido imaginaciones suyas.

En circunstancias normales habría salido corriendo de la habitación para ver si todo iba bien. Sin embargo, esa noche no era una noche normal. No quería que lo molestaran, no ahora que estaba a punto de llegar al final de dieciocho meses de trabajo. Hovhannes Stamboulian se agitó angustiado como un buceador que se hubiera sumergido demasiado y no pudiera obligar a su cuerpo a nadar hacia la superficie. El torbellino de escribir era cavernoso y envolvente, pero también atractivo. Las palabras brincaban en el papel reseco, suplicándole que llevara este último cuento hasta el final, que las guiara hacia su tan esperado destino.


– Muy bien -convino la paloma perdida-. Cuéntame mi historia. Aunque te advierto que como oiga algo triste, abriré las alas y echaré a volar.


Hovhannes Stamboulian sabía lo que el granado iba a replicar y cómo empezaba el último cuento, pero antes de poder ponerlo sobre el papel, algo cayó al suelo en alguna parte y se hizo añicos. Entre el estrépito captó un resoplido, y si bien fue corto y apagado, reconoció al instante el sollozo de su mujer. Se levantó de un salto, totalmente arrancado ya del abismo de su escritura, y salió a la superficie como un pez muerto.


Mientras corría hacia las escaleras, Hovhannes Stamboulian se acordó de la discusión que había tenido esa mañana con Kirkor Hagopian, un eminente abogado y miembro del Parlamento otomano.

– Son malos tiempos, muy malos tiempos. Prepárate para lo peor -fue lo primero que murmuró Kirkor cuando se encontraron en la barbería-. Primero llamaron a filas a los armenios. «¿Acaso no somos todos iguales, no somos todos otomanos?», dijeron. «¡Musulmanes y no musulmanes, lucharemos juntos contra el enemigo!» Pero luego desarmaron a los soldados armenios como si ellos fueran el enemigo. A continuación reunieron a los hombres armenios en batallones de trabajo. Y ahora, amigo mío, hay rumores… Algunos dicen que lo peor está por venir.

Aunque sinceramente preocupado, a Hovhannes Stamboulian la noticia no le impactó demasiado. Era demasiado viejo para ser llamado a filas, y sus hijos demasiado jóvenes. El único de la familia con edad para el servicio militar era el hermano pequeño de su mujer, Levon. No obstante, se había librado durante las guerras de los Balcanes porque en el proceso de selección entró en la categoría de «desatendidos»: los hombres cuyas familias dependían únicamente de ellos se libraban del reclutamiento. Sin embargo, aquella vieja regla otomana quizá estaba cambiando. Hoy en día nadie podía estar del todo seguro. Al principio de la Primera Guerra Mundial, anunciaron que solo reclutarían a los que tuvieran poco más de veinte años, pero en cuanto la guerra se recrudeció, llamaron a filas a los que tenían más de treinta e incluso más de cuarenta.

Hovhannes Stamboulian no estaba hecho para el combate. Ni para el duro trabajo manual. Él amaba la poesía, amaba las palabras, sentía cada letra del alfabeto armenio en su lengua y su piel. Tras una profunda reflexión dedujo que lo que la minoría armenia necesitaba no eran armas, como declaraban algunos revolucionarios, sino libros, muchos libros. Aunque tras la Tanzimat se fundaron nuevos colegios, se requerían profesores más cultivados y de mente más abierta, y mejores libros. Se habían hecho algunos progresos tras la revolución de 1908. La población armenia había apoyado a los Jóvenes Turcos con la esperanza de que trataran a los no musulmanes de manera justa y decente. Los Jóvenes Turcos habían declarado en su proclamación:


Todos los ciudadanos disfrutarán de libertad e igualdad absolutas, sin tener en cuenta religión o nacionalidad, y estarán sujetos a las mismas obligaciones. Todos los otomanos, siendo iguales ante la ley en cuanto a derechos y deberes relativos al Estado, serán elegibles para puestos del gobierno, según su capacidad y educación individual.


Es cierto que no habían cumplido su promesa, abandonando el otomanismo multinacional por el turquismo, pero las potencias europeas vigilaban de cerca el imperio. Seguro que intervendrían si sucedía algo nefasto. Hovhannes Stamboulian creía que bajo las presentes circunstancias el otomanismo era la mejor opción para los armenios, no las ideas radicales. Turcos, griegos, armenios y judíos habían vivido juntos durante siglos y todavía podían encontrar la manera de coexistir bajo el mismo techo.

– No entiendes nada, ¿verdad? -saltó furioso Kirkor Hagopian-. ¡Vives en tus cuentos de hadas!

Hovhannes Stamboulian nunca lo había visto tan nervioso y desafiante. A pesar de todo no estuvo de acuerdo con él.

– Pues yo no creo que el fanatismo nos ayude -contestó, apenas en un susurro.

Estaba convencido de que el celo nacionalista solo serviría para sustituir un sufrimiento por otro y que iría inevitablemente en contra de los pobres y los desposeídos. Al final las minorías se apartaban de la entidad mayor a un precio muy alto, solo para crear sus propios déspotas. El nacionalismo no era más que un reabastecimiento de opresores. En lugar de ser oprimido por alguien de otra etnia, acababas oprimido por alguien de tu mismo grupo.

– ¡Fanatismo! -El rostro de Kirkor Hagopian se contorsionó en una mueca de pesimismo-. Llueven las noticias de muchísimos pueblos de Anatolia. ¿No te has enterado de los incidentes de Adana? Entran en las casas armenias con el pretexto de buscar armas y se dedican al saqueo. ¿Es que no lo entiendes? Van a exiliar a todos los armenios. ¡A todos! Y tú estás traicionando a tu propio pueblo.

Hovhannes Stamboulian se quedó callado un rato, mordisqueándose las puntas del bigote. Luego murmuró despacio pero con seguridad:

– Tenemos que trabajar unidos, judíos, cristianos y musulmanes. Llevamos siglos y siglos viviendo bajo el mismo techo imperial. Hemos vivido juntos todo este tiempo, aunque con desigualdades. Ahora podemos hacer que haya justicia para todos, juntos podemos transformar este imperio.

Fue entonces cuando Kirkor Hagopian pronunció aquellas lúgubres palabras, con una expresión cada vez más sombría:

– Despierta, amigo mío, ya no existe eso de «juntos». Cuando una granada se rompe, las semillas se dispersan, no se pueden volver a unir.

Ahora, inmóvil en la escalera, escuchando el fantasmal silencio de la casa, Hovhannes Stamboulian no pudo evitar visualizar esa imagen: una granada rota, roja y triste. Llamó asustado a su mujer:

– ¡Armanoush! ¡Armanoush!, ¿dónde estás?

Debían de estar todos en la cocina, pensó, y bajó corriendo al primer piso.

Al comienzo de la Primera Guerra Mundial se había declarado una movilización general. Aunque en Estambul todo el mundo hablaba de ello, fue en los pequeños pueblos donde se notaron más los efectos. Tocaban por las calles los tambores repitiendo una y otra vez: «Seferberliktir! Seferberliktir!». Reclutaron para el ejército a muchos jóvenes armenios. Más de trescientos mil. Al principio les dieron armas, como a sus compañeros musulmanes. Pero al cabo de poco tiempo se las hicieron devolver. A diferencia de los soldados musulmanes, los armenios fueron destinados a batallones de trabajo especiales. Por todas partes corría el rumor de que el mismo Enver Pasha había tornado esta decisión: «Necesitamos mano de obra para construir las carreteras para los soldados», había anunciado.

Luego llegaron peores noticias, esta vez sobre los batallones de trabajo. Se decía que todos los armenios estaban empleados en la dura labor de construcción de carreteras, aunque algunos habían pagado su bedel y deberían estar exentos. Que si bien los batallones tenían que abrir carreteras, eso no era más que un pretexto, porque en realidad les obligaban a cavar fosas, hondas y anchas, suficientes para… Se decía que los armenios eran enterrados en las mismas fosas que se les había forzado a cavar.

– ¡Las autoridades turcas han anunciado que los armenios van a pintar los huevos de Pascua con su propia sangre! -Eso fue lo que Kirkor Hagopian declaró antes de salir de la barbería.

Hovhannes Stamboulian no daba mucho crédito a estos rumores. Pero sí reconocía que corrían malos tiempos.

Ya en el primer piso llamó a su esposa de nuevo y suspiró al no obtener respuesta. Cuando salió al patio y pasó junto a la larga mesa de cerezo donde desayunaban con el buen tiempo, le vino a la mente una nueva escena para su libro.


– Escucha, pues, tu historia -dijo el granado, sacudiendo unas cuantas ramas y salpicando copos de nieve-. Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era un pecado.

– Pero ¿por qué? -preguntó la paloma-. ¿Por qué era un pecado hablar demasiado?


La puerta de la cocina estaba cerrada. Era raro a aquella hora del día. Armanoush estaría allí trabajando con Marie, la criada que llevaba con ellos cinco años, con los niños arracimados en torno a ellas. Nunca cerraban la puerta.

Hovhannes Stamboulian tendió la mano hacia el pomo, pero antes de poder girarlo la vieja puerta de madera se abrió desde dentro y se encontró cara a cara con un soldado turco, un sargento. Ambos se quedaron tan sorprendidos que pasaron un largo minuto mirándose mutuamente con cara de pasmo. Fue el sargento el primero en salir de su estupor. Dio un paso atrás y miró a Hovhannes Stamboulian de arriba abajo. Era un hombre moreno que podía haber tenido un rostro terso y joven de no ser por la dureza de su mirada.

– ¿Qué está pasando aquí? -exclamó Hovhannes Stamboulian. Vio a su mujer, a sus hijos y a Marie en fila contra la pared del fondo, uno al lado de otro, como niños castigados.

– Tenemos órdenes de registrar la casa -declaró el sargento. No había hostilidad en su voz, pero tampoco simpatía. Parecía cansado, como si quisiera terminar lo antes posible y marcharse-. ¿Podría, por favor, indicarnos dónde está su estudio?

Volvieron a la parte de atrás de la casa y subieron pesadamente la gran escalera curva, Hovhannes Stamboulian delante, el sargento y sus hombres detrás. Una vez en el estudio, los soldados se dispersaron, cada uno hacia un mueble distinto. Registraron los armarios, los cajones y todos los anaqueles de la pared cubierta de estanterías. Hojearon cientos de libros buscando documentos ocultos entre las páginas, revisaron sus libros favoritos, desde Las flores del mal de Baudelaire y Las quimeras de Gérard de Nerval, hasta Las noches de Alfred de Musset y Los miserables y Nuestra Señora de París de Victor Hugo. Mientras un musculoso soldado hojeaba con ojillos suspicaces El contrato social de Rousseau, Hovhannes Stamboulian no pudo evitar reflexionar sobre los pasajes que el hombre miraba sin ver realmente:


El hombre nace libre pero vive encadenado. En realidad la diferencia es que el salvaje vive en sí mismo, mientras que el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás, y de ese juicio deduce el sentimiento de su propia existencia.


Cuando terminaron con los libros empezaron a registrar los numeroso cajones de la mesa de nogal. Entonces uno de los soldados vio el broche de oro. Se lo entregó al sargento, que cogió la pequeña granada, la sopesó en la mano, la rotó en el aire para ver mejor los rubíes y luego se la devolvió a Hovhannes Stamboulian con una sonrisa.

– No debería dejar a la vista una joya tan preciosa. Tome -le dijo con un aire de plácida cortesía.

– Sí, muchas gracias. Es un regalo para mi mujer -contestó Hovhannes Stamboulian con voz queda.

El sargento le ofreció una cálida sonrisa «de hombre a hombre». Pero al instante su expresión cambió de la cordialidad al enfado, y cuando volvió a hablar, su voz ya no tenía el mismo tono amable.

– Dígame lo que pone aquí -ordenó, señalando un fajo de papeles que había encontrado en un cajón, todos escritos con el alfabeto armenio.

Hovhannes Stamboulian reconoció de inmediato el poema que había compuesto en una ocasión en que estuvo enfermo con fiebre muy alta. Fue durante el otoño anterior. Se pasó tres días seguidos en cama sin poder moverse, tiritando y sudando al mismo tiempo como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un barril de agua lleno de agujeros que rezumaba constantemente. Armanoush no se apartó de su lado, poniéndole compresas frías de agua con vinagre en la frente y frotándole el pecho con cubitos de hielo. Y por fin, al final del tercer día, cuando la fiebre remitió, le acudió a la mente un poema, que él recibió contento como una compensación por su sufrimiento. Aunque no era en absoluto religioso, sí creía firmemente en las compensaciones divinas, que según él llegaban no con grandes manifestaciones, sino mediante pequeñas señales y regalos como aquel.

– ¡Léalo! -El sargento le tendió los papeles.

Hovhannes Stamboulian se puso las gafas y con voz trémula leyó los primeros versos:

El niño llora dormido sin saber por qué,

un callado pero interminable sollozo de anhelo,

imposible el consuelo,

así es como te anhelo a ti….

– ¡Eso es poesía! -bramó el sargento, enfatizando la última palabra con un tono que parecía de decepción.

– Sí -asintió Hovhannes Stamboulian, sin saber si aquello era bueno o malo.

Pero la chispa que vio en los ojos del sargento no parecía tan hostil. Tal vez le había gustado. Tal vez ahora se marcharía y se llevaría a sus soldados.

– Hov-han-nes Stam-bou-li-an -masculló el sargento, arrastrando las palabras-. Es usted un hombre erudito, un hombre culto. Es bien conocido y muy respetado. ¿Por qué un hombre sofisticado como usted conspiraría con un puñado de innobles insurgentes?

Hovhannes Stamboulian alzó los ojos oscuros del papel y parpadeó confuso. No sabía qué decir en su defensa, puesto que no tenía idea de qué le acusaban.

– Los insurgentes armenios… Leen sus poemas y luego se rebelan contra el sultanato otomano -afirmó el sargento, arrugando la frente, pensativo-. Los impulsa a la revolución.

De pronto Hovhannes Stamboulian entendió de qué se le acusaba y la gravedad de los cargos.

– Oficial -comenzó, mirando fijamente al sargento, temeroso de que, si desviaba la mirada, el único puente de comunicación entre ellos se desintegraría para siempre-. Usted es también un hombre educado y comprenderá la dificultad de mi situación. Mis poemas son eco de mi imaginación. Yo los escribo y los publico, pero no puedo controlar quién los lee ni con qué intenciones.

El sargento, que seguía pensativo, hizo crujir sus nudillos uno por uno. Luego carraspeó, como para acentuar la importancia de su discurso.

– Entiendo perfectamente el dilema. Sin embargo, sí puede usted controlar sus propias palabras, puesto que es usted quien las escribe. Usted es el poeta…

Desesperado, intentando mitigar el pánico que sentía crecer rápidamente, Hovhannes Stamboulian miró alrededor de la sala hasta clavar la mirada en su hijo mayor, que se asomaba a la puerta. ¿Cuándo había salido de la cocina? ¿Cuánto tiempo llevaba observándolos? El niño tenía las mejillas arreboladas por la intensidad de su furia contra los soldados. Pero en su expresión había algo más. El joven rostro de Yervant parecía curiosamente nervioso y de alguna manera sabio. Hovhannes Stamboulian le sonrió, intentando convencerle de que todo iba bien, y luego le hizo un gesto para que volviera con su madre. Yervant no se movió.

– Lo siento, pero tendrá que venir con nosotros -dijo el sargento.

– No puedo… -comenzó automáticamente Hovhannes Stamboulian, aunque sabía lo pobre que era su excusa. «Esta noche tengo que terminar mi libro… Es el último capítulo…» De manera que se limitó a pedir permiso para hablar con su mujer.

Antes de que se lo llevaran, lo último que se grabó en su memoria fue la cara de su mujer, con las pupilas dilatadas y los labios pálidos. Armanoush no lloraba ni parecía conmocionada. En todo caso parecía agotada, como si el tiempo que había pasado de pie le hubiera robado toda la energía. Ahora deseaba poder coger sus manos frías, abrazarla y susurrarle que fuera fuerte, siempre fuerte, por sus hijos y por el que venía de camino. Armanoush estaba embarazada de cuatro meses.

Cuando lo empujaron a la calle oscura, rodeado de soldados, Hovhannes Stamboulian recordó que no le había dado el regalo a su mujer. Se metió las manos en los bolsillos y fue un alivio no tocar con los dedos la granada de oro. Se la había dejado en casa, en el cajón de la mesa. Esbozó una dulce sonrisa al pensar en la alegría que se llevaría Armanoush cuando la encontrara.


En cuanto los soldados se marcharon, se oyeron unos rápidos pasos en la puerta. Era la vecina turca de la casa de al lado, una mujer regordeta y afable, siempre alegre, aunque ahora desde luego no lo parecía. Su rostro aterrado ayudó a Armanoush a salir del trance y a ser consciente del miedo. Armanoush atrajo a Yervant hacia ella y con labios trémulos susurró:

– Ve, hijo mío, ve a casa de tu tío Levon… Dile que venga enseguida. Cuéntale lo que ha pasado.

La casa del tío Levon estaba cerca, tras la esquina de la plaza del mercado. Vivía solo en una modesta casa de dos pisos, con el taller en la planta baja. Cuando le negaron la mano de una hermosa mujer armenia a la que había amado en su juventud, y a la que tal vez todavía amaba, decidió no casarse. Pasó los años trabajando en su taller, que era famoso por la calidad de su productos. El tío Levon era fabricante de calderos, y hacía los mejores calderos de todo el imperio.

Una vez en la calle, Yervant dio unos cuantos pasos hacia la casa del tío Levon, pero de pronto se detuvo, dio media vuelta, y echó a correr hacia donde se habían llevado a su padre. Aunque recorrió la calle de un extremo a otro, no encontró señales de Hovhannes Stamboulian. Ni una. Nada. Era como si tanto su padre como los soldados turcos se hubieran desvanecido.

Llegó poco después a casa del tío Levon; arriba no había nadie. Llamó a la puerta del taller, esperando encontrarlo allí. No era raro que el tío Levon se quedara trabajando hasta tarde en la tienda. Fue el aprendiz quien abrió, Rıza Selim, un callado y diligente adolescente turco de piel tan blanca como la porcelana y el pelo negro azabache formando apretados rizos en torno a la cabeza.

– ¿Dónde está mi tío? -preguntó Yervant.

– El maestro Levon no está -contestó Rıza Selim con una voz estrangulada que apenas salía de su garganta-. Esta tarde han venido los soldados y se lo han llevado.

Nada más pronunciar estas ominosas palabras, Rıza Selim dejó escapar las lágrimas que estaba conteniendo. El chico era huérfano y el tío Levon había sido como un padre para él los últimos seis años.

– No sé qué hacer. Estoy esperando…

De vuelta a su casa, Yervant recorrió a la carrera las sinuosas y empinadas calles en todas direcciones, buscando algo, cualquier cosa que pudiera ser un signo auspicioso. Pasó ante cafeterías vacías, plazas mugrientas, casas ruinosas de las que emanaban olor a türlü y llantos infantiles. El único signo de vida fue un gatito marrón que maullaba lastimero junto a una sucia alcantarilla, lamiéndose el diminuto vientre donde tenía un buen corte. La sangre se había coagulado en torno a una profunda e hinchada herida.

Años más tarde, cuando pensaba en su padre, Yervant recordaría aquel gatito solitario en la calle oscura y desierta. Incluso en Sivas, la pequeña aldea armenia católica de Pirkinik donde fueron a buscar refugio con el abuelo y la abuela, y de donde una noche los echaron los soldados que irrumpieron en su casa; incluso cuando se encontró caminando entre miles de armenios exhaustos, famélicos y molidos a palos, escoltados por soldados a caballo; incluso cuando renqueaba por una larga y densa alfombra de barro, vómito, sangre y excrementos; incluso cuando no sabía cómo acallar el llanto de su hermana pequeña, Shushan, y luego un día, en medio de la confusión, le soltó la mano una fracción de segundo y la perdió de vista; incluso cuando veía los pies de su madre inflamados hasta convertirse en dos cojines azules de dolor cubiertos de venas púrpura y sangre; incluso cuando su madre murió, callada y ligera como una hoja de sauce seca llevada por una ráfaga de viento; incluso cuando veía los cadáveres hinchados y apestosos a lo largo del camino y los establos llenos de fuego y humo; incluso cuando no les quedaba nada para comer y él y sus hermanos pastaban hierba como las ovejas del desierto sirio; incluso cuando los salvó un grupo de misioneros americanos que se dedicaban a buscar huérfanos armenios perdidos por toda la ruta del exilio; incluso durante el largo camino de vuelta hacia el colegio americano de Sivas, que hacía las veces de santuario, y cuando de allí los enviaron a América; incluso cuando años más tarde logró por fin dar con su hermanita Shushan en Estambul y llevársela a San Francisco; e incluso después de muchas comidas felices rodeado de sus hijos y nietos, aquel gatito permanecía grabado en su memoria.


– Ya basta -exclamó la tía Banu, encogiéndose. Se quitó el pañuelo de la cabeza y cubrió el cuenco con él-. Ya no quiero ver más, ya sé lo que quería saber…

– Pero no lo has visto todo -protestó don Amargo con su voz rasposa-. Todavía no te he hablado de los piojos.

– ¿Los pi… piojos? -tartamudeó la tía Banu. El impulso que la había llevado a poner fin a la sesión parecía haberse desvanecido. Cogió el pañuelo y volvió a mirar el cuenco.

– Pues sí, los piojos, mi ama, un detalle muy importante -insistió don Amargo-. ¿Recuerdas cuando la pequeña Shushan se soltó de la mano de su hermano mayor y de pronto se perdió en la multitud? Pues cogió los piojos de una familia a la que se había acercado con la esperanza de conseguir un poco de comida. La familia casi no tenía nada, de manera que la echaron. Unos días después la pequeña Shushan ardía de fiebre: ¡tifus!

La tía Banu lanzó un fuerte y prolongado suspiro.

– Yo estaba allí, lo vi todo. Shushan cayó de rodillas. En aquella caravana de gente no había nadie en condiciones de ayudarla, así que la dejaron tirada en el suelo, con la frente cubierta de sudor y el pelo lleno de piojos.

– ¡Ya basta! -La tía Banu se levantó.

– Pero ¿no vas a escuchar la mejor parte? ¿No quieres saber qué le pasó a la pequeña Shushan? -preguntó don Amargo, haciéndose el ofendido-. Querías conocer a la familia de tu invitada, ¿no es así? Pues bien, esa pequeña Shushan de mi historia es la abuela de tu invitada.

– Sí, eso ya me lo había imaginado. Sigue.

– ¡Muy bien! -exclamó don Amargo, saboreando su triunfo-. Cuando el convoy desapareció y la pequeña Shushan quedó medio muerta en el camino, dos mujeres de una aldea turca cercana la encontraron. Eran madre e hija. Se llevaron a su casa a la niña enferma y la bañaron con jabón de Alepo y le quitaron los piojos con pociones hechas con hierbas del valle. La alimentaron y la curaron. Tres semanas después pasó por la aldea un oficial de alto rango con sus hombres para interrogar a los aldeanos y averiguar si habían visto a algún huérfano armenio por la zona. La madre turca escondió a Shushan en el arcón de la dote de su hija, para salvarla. Un mes más tarde la niña estaba de nuevo en pie, aunque no hablaba mucho y por la noche lloraba dormida.

– Pero ¿no habías dicho que la trajeron a Estambul?

– Al final, sí. Durante los seis meses siguientes la madre y la hija cuidaron de ella como si fuera de la familia, y seguramente habrían seguido haciéndolo. Pero entonces llegó una horda de bandidos que se dedicaron a registrar y desvalijar las casas. Se detenían en todos los pueblos turcos y kurdos de la región para saquearlos. No tardaron en descubrir que allí escondían a una pequeña armenia. A pesar de los llantos de la madre y la hija, les arrebataron a Shushan. Habían oído las órdenes de entregar a todos los huérfanos armenios menores de doce años a los orfanatos de todo el país. De manera que Shushan pronto acabó en un orfanato de Alepo, y cuando allí ya no había sitio, en un colegio de Estambul, al cuidado de varios hocahamm, algunos benevolentes y cariñosos, otros fríos y estrictos. Y como a todos los demás niños, la vistieron con una túnica blanca y un abrigo negro sin botones. A los varones los circuncidaban, y a todos, niños y niñas, les cambiaban el nombre. A Shushan también. Ahora todo el mundo la llamaba Shermin. También le dieron un apellido: seiscientos veintiséis.

– Ya está bien. -La tía Banu volvió a cubrir el cuenco con el pañuelo y clavó una larga y penetrante mirada en su yinni.

– Sí, ama, como desees -murmuró don Amargo-. Sin embargo, te has saltado la parte más importante de la historia. Si quieres oírla, no tienes más que decírmelo, porque nosotros los gulyabani lo sabemos todo. Estuvimos allí. Ya te he contado el pasado de Shushan, la abuela de Armanoush, cuando era una niña pequeña. Te he contado cosas que tu invitada no sabe. ¿Se las vas a contar? ¿No crees que tiene derecho a saberlas?

La tía Banu guardó silencio. ¿Le contaría alguna vez a Armanoush lo que había descubierto esa noche? Si lo hiciera, ¿cómo le iba a decir que había visto la historia de su familia en un cuenco de agua gracias a un gulyabani, la peor clase de yinn? ¿La creería Armanoush? Además, aunque la creyese, ¿no era mejor que la chica no conociera nunca aquellos tristes sucesos?

La tía Banu se volvió hacia doña Dulce en busca de consuelo. Pero en lugar de una respuesta, lo único que le concedió su yinni benevolente fue una tímida sonrisa y el súbito resplandor de su aura cuya luz oscilaba entre los tonos ciruela, rosa y púrpura. En ese instante la tía Banu se planteó una espinosa cuestión: ¿realmente beneficiaba a los seres humanos averiguar más cosas de su pasado? ¿Conocerlo cada vez mejor? ¿O era preferible saber lo menos posible, e incluso olvidar lo poco que se recordaba?


Ya ha amanecido, hace un instante el día ha cruzado ese misterioso umbral entre la noche y la mañana. El único momento en que se puede albergar la esperanza de realizar los propios sueños, pero es demasiado tarde para seguir soñando, muy lejos ya de la tierra de Morfeo.

El ojo de Alá es omnipotente y omnisciente; es un ojo que jamás se cierra, ni siquiera parpadea. Aun así no sabemos con certeza si puede observar todos los rincones de la Tierra. Si este es un escenario donde se representa un espectáculo tras otro para el espectador celestial, quizá haya momentos intermedios en los que baja el telón y un velo cubre la superficie de un cuenco de plata.

Estambul es un batiburrillo de diez millones de vidas. Es un libro abierto de diez millones de historias revueltas. Estambul despierta de su perturbado sueño, listo para el caos de la hora punta. A partir de ahora habrá demasiadas oraciones para responder, demasiadas blasfemias para anotar y demasiados pecadores, así como demasiados inocentes, para vigilarlos a todos.

Ya ha llegado la mañana a Estambul.

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