A lo largo del año, los meses saben a qué estación pertenecen y se comportan como corresponde. Todos los meses menos uno: marzo.
En Estambul, el mes de marzo es inestable psicológica y físicamente. Puede decidir ser primaveral, cálido y fragante, y cambiar de opinión al día siguiente. Entonces regresa al invierno y lanza vientos helados y aguanieve por todas partes. Hoy, diecinueve de marzo, era un sábado inusualmente soleado, con una temperatura muy por encima de la media para esa época del año. Asya y Armanoush se quitaron el suéter mientras caminaban por la ancha y ventosa calle de Ortaköy hacia la plaza Taksim. Asya llevaba un vestido largo estampado con un batik hecho a mano en beige y marrón caramelo, y a cada paso que daba tintineaban sus múltiples collares y pulseras. Armanoush, por su parte, se mantenía fiel a su estilo: unos tejanos azules y una chaqueta del color rosa pastel de las zapatillas de ballet, donde se leía: UNIVERSIDAD DE ARIZONA. Iban hacia el estudio de tatuaje.
– Me alegro de que por fin vayas a conocer a Aram -sonrió Asya, pasándose el bolso de lona de un hombro a otro-. Es un tío muy simpático.
– Ya me has hablado de él, pero no sé quién es.
– Ah, pues es… -Asya se interrumpió, buscando la palabra adecuada en inglés. «Amigo» se quedaba muy corto, «marido» era técnicamente incorrecto, «futuro marido» no parecía posible, «novio» pegaba más, pero lo cierto es que nunca se habían prometido formalmente-. Es la pareja de la tía Zeliha.
Al otro lado de la carretera, bajo un elegante arco otomano, divisaron a dos gitanillos. Uno de ellos sacaba latas de los cubos de basura y las iba apilando en una desvencijada carreta. El otro estaba sentado al borde de la carreta ordenando las latas, simulando que trabajaba duramente mientras tomaba el sol. Aquella podía ser una vida idílica, pensó Asya. Daría cualquier cosa por cambiarse por el chico. Primero iría a comprar el caballo más perezoso que pudiera encontrar. Luego pasearía todos los días con la carreta y el caballo por las empinadas calles de Estambul, recolectando cosas. Recibiría con entusiasmo los artefactos menos atractivos del género humano, y aceptaría de buen grado los desechos que se pudrían bajo su pulida superficie. Asya tenía la sensación de que en Estambul un basurero seguramente llevaba una vida mucho menos estresada que la suya y la de sus amigos del Café Kundera.
Si fuera basurera, vagaría por la ciudad silbando canciones de Johnny Cash mientras la brisa cálida le acariciaba el pelo y el sol le calentaba los huesos. Y si alguien se atreviera a perturbar tan maravillosa armonía, le amenazaría con echarle encima a su enorme y terrible clan gitano, en el que probablemente todo el mundo era culpable de algún delito. A pesar de la pobreza, concluyó Asya, mientras no fuera invierno debía de ser divertido recoger basura. Tomó nota mental para recordarlo en caso de que no se le ocurriera una profesión mejor cuando terminara la universidad. Y con este ánimo empezó a silbar. Cuando llegó al final de la estrofa advirtió que Armanoush todavía esperaba una respuesta más detallada a la pregunta que le había hecho hacía un rato.
– Bueno, sí, la tía Zeliha y Aram llevan saliendo Alá sabe cuánto tiempo. Es como mi padrastro, supongo, o para ser consistente debería llamarle tiastro… Da igual.
– ¿Por qué no se casan?
– ¿Casarse? -Asya escupió la palabra como si tuviera comida entre los dientes.
Estaban pasando junto a los recolectores de latas y al mirar más de cerca a sus ídolos, Asya se dio cuenta de que no eran niños sino niñas. Esto todavía le gustó más. Otra buena razón para hacerse basurera: difuminar las fronteras del sexo. Se puso un cigarrillo en los labios, pero en lugar de encenderlo lo chupeteó como si fuera uno de esos cigarrillos de chocolate envueltos en papel comestible. Luego reveló un pensamiento interior:
– En realidad, estoy segura de que a Aram no le importaría casarse, pero la tía Zeliha no querría ni oír hablar de eso.
– Pero ¿por qué no?
La brisa cambió en ese instante y Armanoush captó un penetrante olor a mar. La ciudad era un revoltijo de aromas, algunos fuertes y rancios, otros dulces y estimulantes. Casi todos le recordaban una comida u otra, hasta el punto de que había empezado a percibir la ciudad como algo comestible. Llevaba allí ya ocho días, y Estambul cada vez se le antojaba más retorcida y polifacética. Quizá se estaba acostumbrando a ser una extranjera en la ciudad, si no acostumbrándose a la ciudad misma.
– Pues supongo que es por la experiencia que tuvo la tía Zeliha con mi padre, que no sé quién era -explicó Asya-. Por eso estará tan en contra del matrimonio. Yo creo que es porque no confía en los hombres.
– Bueno, eso es comprensible.
– ¿Tú no crees que hombres y mujeres se recuperan de maneras muy distintas después de una relación? Cuando las mujeres sobreviven a un matrimonio funesto o a una relación y toda esa mierda, por lo general evitan tener otra pareja durante bastante tiempo. Los hombres, sin embargo, hacen lo contrario: en cuanto terminan con una catástrofe se encaminan hacia la siguiente. Los hombres no saben estar solos.
Armanoush asintió con la cabeza, aunque aquello no coincidía del todo con la situación de sus padres. Su madre fue quien se volvió a casar tras el divorcio, mientras que su padre seguía todavía soltero.
– ¿Y de dónde es Aram? -preguntó.
– Pues de aquí, como nosotros.
Asya se encogió de hombros, pero de pronto se dio cuenta de lo que le estaban preguntando. Sorprendida de su propia ignorancia, encendió por fin el cigarrillo y dio una calada. ¿Cómo se le podía haber pasado por alto? Aram pertenecía a una familia armenia de Estambul. En teoría era armenio.
A pesar de todo, en cierto modo Aram no podía ser armenio, ni turco ni de ninguna otra nacionalidad. Aram solo podía ser Aram, totalmente sui generis. Era el único ejemplar de una especie única. Una persona encantadora, un romántico colosal, un catedrático de ciencias políticas que a menudo confesaba sentirse atraído por la vida de un pescador de cualquier villorrio del Mediterráneo. Era un corazón frágil, un alma cándida, un caos con patas; un confiado utópico cargado de irresponsables promesas; un hombre increíblemente descuidado, ingenioso y honorable. Era único y por lo tanto Asya jamás lo había relacionado con ninguna identidad colectiva. Aunque estaba muy tentada de hablar de Aram se limitó a contestar:
– Pues el caso es que es armenio.
– Me lo imaginaba -contestó Armanoush con una ligera sonrisa.
Cinco minutos después llegaban al estudio de tatuaje.
– ¡Bienvenidas! -exclamó la tía Zeliha con su voz aterciopelada, dándoles un vehemente abrazo. Llevaba un perfume fuerte, una combinación de especias, madera y jazmín. El pelo negro le caía sobre los hombros formando espectaculares rizos, algunos moldeados con una sustancia tan brillante que cada vez que se movía bajo las luces halógenas, relumbraban. Armanoush se quedó mirándola boquiabierta, y comprendió por primera vez el miedo y la admiración que Asya debía de haber sentido hacia su madre desde que era niña.
El local era como un pequeño museo. Frente a la entrada había una enorme fotografía enmarcada de una mujer de nacionalidad incierta, de espaldas para mostrar mejor el intrincado tatuaje de su cuerpo. Era una miniatura otomana. Parecía la escena de un banquete, con un acróbata andando sobre los invitados por una cuerda floja que se extendía de hombro a hombro. Una miniatura tan tradicional tatuada en la espalda de una mujer moderna resultaba impactante. Debajo se leía una frase en inglés: UN TATUAJE ES UN MENSAJE DE MÁS ALLÁ DEL TIEMPO.
Había vitrinas por todas partes, con cientos de dibujos y piercings. Los dibujos para tatuar se agrupaban bajo diversos títulos: «Rosas y espinas», «Corazones sangrantes», «Corazones y puñales», «El camino del chamán», «Espeluznantes criaturas peludas», «Dragones no peludos pero igualmente espeluznantes», «Motivos patrióticos», «Nombres y números», «Simurg y la familia de las aves» y, por fin, «Símbolos sufistas».
Armanoush no recordaba haber visto nunca a tan poca gente haciendo tanto ruido. Además de la tía Zeliha, en el local había un tipo excéntrico con el pelo naranja y aguja en ristre, un adolescente con su madre (que no se decidía ni a irse ni a quedarse), y dos hombres de pelo largo y sin afeitar, que parecían totalmente fuera del tiempo y el espacio, como rockeros drogados de los años setenta que acabaran de despertarse ahora de un mal viaje. Uno de los dos estaba sentado en una cómoda butaca, mascando chicle ruidosamente y charlando con su amigo mientras le tatuaban un mosquito púrpura en el tobillo. El tipo de la aguja resultó ser el ayudante de la tía Zeliha, un artista con talento. Armanoush le observó trabajar, sorprendida por el ruido que hacia la aguja.
– No te preocupes, el ruido es más escandaloso que el dolor -comentó la tía Zeliha, que le había leído la mente. Luego hizo un guiño y añadió-: Además, el cliente está acostumbrado. Se ha hecho ya unos veinte tatuajes. A veces eso se convierte en adicción. No basta con un tatuaje. Cada vez que te haces uno nuevo descubres la necesidad de hacerte otro. No sé cómo los centros de rehabilitación de adictos todavía no han incluido esto en sus programas.
Armanoush guardó silencio largo rato, observando de reojo al extravagante rockero. Si el hombre sentía algún dolor, desde luego no lo demostraba.
– ¿A quién se le ocurre tatuarse un mosquito púrpura en el tobillo? ¿Por qué?
La tía Zeliha lanzó una risita.
– ¿Por qué? Esa es una pregunta que nunca hacemos. Verás, en este local nos negamos a aceptar la tiranía de la normalidad. Estoy segura de que cuando un cliente pide un dibujo es porque tiene sus razones, aunque tal vez ni siquiera él lo sepa. Yo nunca pregunto por qué.
– ¿Y los piercings?
– Pues lo mismo -sonrió la tía Zeliha, señalándose el piercing de la nariz-. Mira, este tiene diecinueve años. Me lo hice a la edad de Asya.
– ¿Sí?
– Sí, me metí en el baño y me lo hice con una zanahoria, una aguja esterilizada, cubitos de hielo para anestesiar y sobre todo mucha rabia. Estaba rabiosa contra todo, pero en especial contra mi familia. Decidí hacerme yo misma el piercing en la nariz. Me temblaban las manos de los nervios, así que la primera vez me hice mal el agujero y me perforé el tabique. No veas cómo sangraba. Pero luego di con la técnica y a la siguiente vez me lo hice bien.
– ¿Sí? -repitió Armanoush; esta vez parecía perpleja ante el rumbo que tomaba la conversación.
– ¡Pues sí! -La tía Zeliha se dio orgullosa unos golpecitos en la nariz-. Me puse un arito aquí y salí del baño como si nada. En aquella época me encantaba poner furiosa a mi madre.
Al oír esto, Asya miró divertida a su madre.
– Lo que quiero decir es que me hice un piercing en la nariz porque era algo prohibido. ¿Me entiendes? Era inconcebible que una chica turca de una familia tradicional llevara un piercing, así que allá fui yo a hacerme uno. Pero ahora los tiempos han cambiado. Para eso estamos aquí. En este local aconsejamos a nuestros clientes, y a veces hasta rechazamos a algunos, sin juzgarlos jamás. Nunca preguntamos por qué. Eso es lo primero que aprendí en la vida. Por más que la juzgues, la gente hará lo que quiera de todas formas.
Justo en ese momento el adolescente apartó la mirada de las vitrinas para volverse hacia la tía Zeliha y preguntó:
– ¿Se puede hacer más larga la cola de este dragón para que me cubra todo el brazo? Quiero que se extienda del codo a la muñeca, vaya, como si me estuviera bajando por el brazo.
Pero antes de que la tía Zeliha pudiera contestar, fue su madre quien saltó:
– Pero ¿tú estás loco? ¡Ni en broma, vamos! Habíamos quedado en que te harías algo sencillo y pequeño, como un pájaro o una mariquita. Yo no te he dado permiso para una cola de dragón…
Asya y Armanoush se quedaron contemplando la actividad del taller durante dos horas, observando el ir y venir de los clientes. Entraron cinco estudiantes de instituto diciendo que querían todos un piercing en la ceja, pero en cuanto la aguja esterilizada atravesó la ceja del primero, los demás se echaron atrás. Luego llegó un aficionado al fútbol que quería en el pecho el escudo de su equipo. A continuación un ultranacionalista que pidió la bandera turca en la punta del índice, para poder ondear la bandera cada vez que moviera el dedo delante de alguien, y por fin acudió una impresionante cantante rubia que era un travestí y que quería el nombre de su amante tatuado en los nudillos.
Después entró un hombre de mediana edad que parecía anormalmente normal entre la clientela habitual del local. Era Aram Martirossian.
Aram era apuesto, alto, robusto. Tenía un rostro amable pero cansado, barba oscura, pelo bastante canoso y profundos hoyuelos que aparecían cada vez que sonreía. Sus ojos relucían de inteligencia tras las gafas de gruesa montura. En su forma de mirar a la tía Zeliha se advertía el amor al instante. Amor, respeto y sincronización. Cuando él hablaba, ella completaba sus gestos, cuando ella gesticulaba él completaba sus palabras. Eran dos individuos complicados que parecían haber logrado juntos una milagrosa armonía.
En cuanto empezó a hablar con él, Armanoush pasó a su inglés como lengua aprendida, como hacía cada vez que conocía a alguien nuevo en Estambul. Así se presentó lo más despacio posible, hablando a cámara lenta, de forma rítmica, casi infantil. Le sorprendió oír a Aram hablar inglés con fluidez y un sutil acento británico.
– ¡Hablas inglés muy bien! -no pudo evitar exclamar-. ¿Cómo es que tienes acento británico?
– Gracias. Estudié en Londres toda la carrera. Pero podemos hablar armenio si quieres.
– No hablo armenio -dijo Armanoush-. De pequeña aprendí un poco con mi abuela, pero como mis padres se separaron, nunca pasaba mucho tiempo en el mismo sitio y siempre había interrupciones. Aunque luego, entre los diez y los trece años, iba todos los veranos a un campamento armenio. Me lo pasaba muy bien y aprendí bien el idioma, pero luego se me olvidó de nuevo.
– Yo también aprendí armenio con mi abuela -sonrió Aram-.
La verdad es que tanto mi madre como mi abuela querían que fuera bilingüe, solo que no se ponían de acuerdo en cuál tenía que ser mi segundo idioma. Mi madre pensaba que sería mejor para mí que hablara turco en el colegio y luego inglés en casa, puesto que estaba destinado a salir del país cuando fuera mayor. Pero a mi abuela no había quien la convenciera. Tenía que ser turco en el colegio y armenio en casa.
A Armanoush le intrigaba el aura de Aram, pero todavía le fascinaba más su humildad. Hablaron un rato sobre abuelas armenias, unas en la diáspora, otras en Turquía y otras en Armenia.
A las seis y media la tía Zeliha dejó el estudio a cargo de su ayudante y los cuatro se dirigieron a una taberna cercana.
– Antes de que te vayas de Estambul, Aram y la tía Zeliha nos quieren llevar a una taberna, para que vivamos una típica noche de copas -le había explicado Asya.
En una calle bastante oscura pasaron junto a un edificio desde cuyas ventanas las prostitutas travestís miraban a los transeúntes. Las dos del primer piso estaban tan cerca que Armanoush podía distinguir hasta los detalles de sus muy maquillados rostros. Una de ellas, una fornida mujer de gruesos labios y el pelo tan rojo y brillante como los fuegos artificiales en la oscuridad, dijo entre risas algo en turco.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Armanoush a Asya.
– Dice que mis pulseras son preciosas y que llevo demasiadas.
Para sorpresa de Armanoush, Asya se quitó una de las pulseras de cuentas y se la dio al travestí pelirrojo, que la aceptó contentísimo, se la puso y, con una mano de uñas perfectamente cuidadas y pintadas de escarlata, levantó una lata de Coca-Cola Light como ofreciéndole un brindis.
Armanoush contemplaba la escena maravillada. ¿Podían coexistir en aquella sórdida calle de Estambul la Coca-Cola Light, las pulseras de cuentas, el olor a semen de las fulanas y la alegría infantil?
El bar era un local elegante pero acogedor cerca del pasaje de las Flores. En cuanto se sentaron aparecieron dos camareros con un carrito de mezes.
– Armanoush, ¿por qué no nos vuelves a sorprender con tu vocabulario culinario? -pidió la tía Zeliha.
Y Armanoush comenzó a nombrar los platos que los camareros dejaban en la mesa:
– Bueno, vamos a ver, hay yalancı sarma, tourshi, patlijan, topik, enginar….
Los clientes llegaban en parejas o grupos, y en menos de veinte minutos el bar estaba lleno. Entre tantas caras, sonidos y olores desconocidos, Armanoush se sintió desorientada. Podía estar en Europa, o en Oriente Próximo, o en Rusia. La tía Zeliha y Aram bebían rakı, Asya y ella vino blanco. La tía Zeliha fumaba cigarrillos, Aram, puros, mientras que Asya, que al parecer evitaba el tabaco delante de su madre, se mordía los labios por dentro.
– Esta noche no fumas -le comentó Armanoush, sentada a su lado.
– Ya, qué me vas a contar -suspiró Asya. Luego bajó la voz y dijo en un susurro-: Y calla, que la tía Zeliha no sabe que fumo.
Armanoush se sorprendió: Asya la rebelde, que se deleitaba casi con sadismo en enfurecer a su madre siempre que podía, de pronto, cuando se trataba de fumar delante de ella, se convertía en una hija dócil.
Se pasaron una hora charlando mientras los camareros traían un plato tras otro. Primero sirvieron los mezes (los platos fríos), seguidos de platos templados, platos calientes y luego postres y café. Aquella debía de ser la costumbre, pensó Armanoush: en lugar de elegir de un menú, se servía el menú entero.
Cuando el ruido y el humo del local se intensificaron, Armanoush se acercó a Aram; había reunido el valor para hacerle la pregunta que llevaba rato rondándole la cabeza:
– Aram, ya sé que te gusta Estambul, pero ¿nunca has pensado en ir a América? Quiero decir que podrías ir a California, por ejemplo. Allí hay una gran comunidad armenia, ¿sabes?
Aram se quedó mirándola un buen rato, como queriendo fijarse en cada detalle, hasta que por fin se reclinó en su silla con una desconcertante carcajada. Armanoush se quedó bastante cortada con aquella risa, de la que se sentía excluida. No estaba convencida de que Aram la hubiera entendido bien, de manera que se inclinó hacia él con la intención de explicarse mejor:
– Si aquí te están oprimiendo, siempre puedes ir a América. Allí hay muchas comunidades armenias que estarían más que dispuestas a ayudarte a ti y a tu familia.
Esta vez Aram no se rió. Esbozó una sonrisa cálida pero un poco cansada.
– ¿Y por qué iba a irme, querida Armanoush? Esta es mi ciudad. Yo nací y me crié en Estambul. Mi familia lleva en Estambul al menos quinientos años. Los armenios estambulíes pertenecen a Estambul, como los turcos, kurdos, griegos y judíos estambulíes. Primero conseguimos vivir juntos, luego fracasamos estrepitosamente. No podemos fallar otra vez.
En ese momento volvió a aparecer el camarero, ahora llevaba calamares fritos, mejillones fritos y hojaldres fritos.
– Conozco cada calle de esta ciudad -prosiguió Aram, tomando otro sorbo de raki-. Y me encanta pasear por la mañana, por la tarde, y luego por la noche, algo alegre tras un par de copas… Me encanta desayunar con mis amigos junto al Bósforo los domingos, me encanta andar solo entre la multitud, estoy enamorado de la caótica belleza de esta ciudad, los transbordadores, la música, las historias, la tristeza, los colores y el humor negro…
Se produjo un violento silencio mientras ambos contemplaban desde la distancia la posición del otro y se daban cuenta de que entre ellos quizá había algo más que la distancia geográfica. Aram sospechaba que Armanoush estaba demasiado americanizada, ella imaginó que él era demasiado turco. El cáustico abismo entre los hijos de quienes habían logrado quedarse y los de quienes tuvieron que marchar.
– Mira, los armenios en la diáspora no tienen amigos turcos. Solo conocen a los turcos a través de las historias que contaban sus abuelos o que se cuentan unos a otros. Y son historias terriblemente tristes. Pero créeme, en Turquía, igual que en cualquier país, hay gente buena y gente mala. Es así de sencillo. Me siento más cerca de algunos amigos turcos que de mi propio hermano. Y luego está, por supuesto -alzó la copa y señaló a la tía Zeliha-, mi loco amor…
La tía Zeliha debió de advertir que mencionaba su nombre, porque le guiñó el ojo, levantó la copa de raki y brindó:
– Şerefe!
Todos la imitaron e hicieron chocar las copas repitiendo: «Şerefe!». Esta palabra, como pronto se puso de manifiesto, era una especie de mantra que se repetía cada diez o quince minutos. Una hora y siete Şerefes más tarde, a Armanoush le brillaban los ojos por el alcohol. Observó divertida a un camarero albino que servía los platos calientes: lubina a la plancha en un lecho de pimientos verdes, bagre marinado con albahaca acompañado con crema de espinacas, salmón a la parrilla con verduras y langostinos con salsa de ajo picante.
Armanoush se volvió hacia Aram con una risita ebria.
– Oye, tú también tendrás tatuajes, ¿no? Seguro que la tía Zeliha te habrá hecho alguno.
– Qué va -contestó Aram tras el velo de humo que se alzaba de su puro-. No me deja tatuarme.
– Sí -corroboró Asya-. No le deja.
– ¿Ah, no? -se sorprendió Armanoush, volviéndose hacia la tía Zeliha-. Yo creía que te gustaban los tatuajes.
– Y me gustan. No me opongo a que se haga un tatuaje, sino al dibujo que quiere hacerse.
Aram sonrió.
– El tatuaje que me gustaría es una higuera preciosa, pero cabeza abajo. Mi higuera tiene todas las raíces al aire, o sea, que en lugar de enraizar en la tierra, está enraizada en el cielo. Está fuera de lugar, aunque no sin lugar.
Se quedaron callados unos segundos, mirando la oscilante llama de la vela que había en la mesa.
– Es que la higuera… -comenzó por fin la tía Zeliha, encendiendo el último cigarrillo del paquete y echando el humo sin darse cuenta hacia Asya-. La higuera es un símbolo de mal agüero. No trae buena suerte. Me parece muy bien que Aram quiera tener las raíces en el aire, pero lo que no me gusta es la higuera. Si quisiera un cerezo, por ejemplo, o un roble, aunque fuera cabeza abajo, se lo tatuaría ahora mismo.
En ese momento cuatro músicos gitanos, todos con sedosas camisas blancas y pantalones negros, entraron en la taberna con sus instrumentos: un ud, un clarinete, un kanun y una darbuka. Se produjo una animación general entre los clientes que, hartos de comer y beber, estaban más que dispuestos a cantar.
Cuando los músicos se pusieron a su lado, Armanoush sintió una punzada de timidez, pero se tranquilizó al ver que no la obligaban a cantar. Resultó que a Asya tampoco se le daba muy bien el canto. En cambio, escucharon a la tía Zeliha acompañar a los músicos con una dulce voz de contralto, una voz que no se parecía en nada a su habitual voz ronca de fumadora. Asya miró a su madre con expresión inquisitiva.
Cuando el líder del grupo preguntó si querían pedir alguna canción en especial, la tía Zeliha le dio un codazo a Aram y exclamó insinuante:
– Venga, pide una canción. ¡Canta, mi ruiseñor!
Aram se sonrojó, pero se inclinó, tosió y susurró algo al oído del músico. En cuanto la banda atacó la melodía propuesta, Aram empezó a cantar, para sorpresa de Armanoush, no en turco ni en inglés, sino en armenio.
Todas las mañanas al amanecer
le digo a mi amor:
¿adónde vas?
La canción fluía lentamente, triste, mientras el tempo se animaba con la acusada subida del clarinete y la incontenible darbuka de fondo. La voz de Aram se alzaba y caía en suaves olas, al principio algo tímida, luego cada vez más firme.
Ella es la cadena de oro
de mis recuerdos,
ella es el camino
de la historia de mi vida.
Armanoush contenía el aliento. No entendía toda la letra, pero sentía la pena en lo más hondo de su corazón. Cuando levantó la cabeza le intrigó la expresión de la tía Zeliha. Su mirada contenía el miedo a la felicidad que solo puede sentir quien de pronto, inesperadamente, descubre que está muy enamorado.
Cuando se acabó la canción y los músicos se fueron a otra mesa, Armanoush pensó que la tía Zeliha le daría un beso a Aram. Pero se limitó a apretar cariñosamente la mano de Asya, como reconociendo que su amor por un hombre le había permitido entender mejor el amor por su hija.
– Cariño -murmuró, con cierto tono de angustia en la voz. No obstante, si pensaba decirle algo más a su hija, se apresuró a contener el impulso. Lo que hizo fue sacar otro paquete de tabaco y ofrecerle un cigarrillo.
Pero a Asya, más que este gesto, le sorprendió ver que su madre tenía sentimientos tan a flor de piel. Encendió su cigarrillo y luego el de la tía Zeliha. Y mientras el humo se enroscaba poco a poco entre ellas, madre e hija se sonrieron con cierta timidez. Bajo aquella luz guardaban un sorprendente parecido, dos rostros moldeados por un pasado que una ignoraba por completo y la otra prefería no recordar.
Fue en aquel preciso instante cuando Armanoush sintió el pulso de la ciudad por primera vez desde que había llegado a Estambul. De pronto entendió por qué y cómo la gente se enamoraba de Estambul, a pesar del sufrimiento que pudiera causarles. No sería fácil desenamorarse de una ciudad tan dolorosamente hermosa.
Y con esta certeza alzó la copa en un brindis:
– Şerefe!