10

Almendras

Al quinto día de su estancia, Armanoush había descubierto ya la rutina matutina del konak Kazancı. Los días laborables el desayuno estaba ya servido a las seis de la mañana y se quedaba en la mesa hasta las nueve y media. Mientras tanto, el samovar hervía constantemente y cada hora se preparaba de nuevo el té. En lugar de sentarse todas a la mesa al mismo tiempo, las Kazancı iban llegando a su aire, dependiendo de su trabajo, su estado de ánimo o su horario. Así, a diferencia de la cena, que era un evento totalmente sincronizado, el desayuno de los días laborables parecía un tren matutino que se detuviera en distintas estaciones donde bajaban y subían diversos pasajeros.

Casi siempre era la tía Banu quien ponía la mesa, la primera en levantarse para la oración del alba. Salía de la cama murmurando «Así es» mientras el muecín de la mezquita más cercana bramaba: «Rezar es mejor que dormir». Luego iba al baño y se preparaba para la oración: se lavaba la cara, los brazos hasta los codos y los pies hasta los tobillos. A veces el agua estaba helada, pero no le importaba. «El alma necesita tiritar para despertar -se decía-. El alma necesita tiritar.» Tampoco le importaba que el resto de la familia durmiera. Rezaba con el doble de intensidad para que ellas también recibieran el perdón.

Así, esa mañana, mientras el muecín coreaba: «Alá es el más grande, Alá es el más grande», la tía Banu ya había abierto los ojos en la cama y tendía la mano hacia la bata y el velo. Pero a diferencia de los otros días, sentía el cuerpo pesado, muy pesado. El muecín llamaba: «Doy testimonio de que no hay más Dios que Alá», y la tía Banu seguía sin poder levantarse. Ni siquiera cuando oyó: «Venid a rezar», y luego: «Venid al bien» pudo incorporarse en la cama. Era como si esa parte del cuerpo se le hubiera quedado sin sangre y fuera un saco pesado e inmóvil.

«Rezar es mejor que dormir. Rezar es mejor que dormir.»

– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Por qué no dejáis que me mueva? -preguntó la tía Banu con tono exasperado.

Los dos yinn sentados en sus hombros se miraron uno al otro.

– A mí no me lo preguntes. Díselo a él, que es quien está creando problemas -dijo doña Dulce desde su hombro derecho.

Como el nombre sugería, doña Dulce era una yinni buena, una justa. Tenía el rostro afable y resplandeciente, un halo de color ciruela, rosa y púrpura alrededor de la cabeza, el cuello fino y elegante; donde terminaba el cuello y debería empezar el torso le nacía un hilillo de humo. Al no tener cuerpo era como un busto en un pedestal, lo cual le parecía estupendo. A diferencia de las humanas, las mujeres yinn no tienen que batallar por un cuerpo proporcionado.

La tía Banu confiaba mucho en doña Dulce porque no era una de esas renegadas, sino una yinni devota y bondadosa que se había convertido al islam desde el ateísmo, una enfermedad que proliferaba entre los yinn. Doña Dulce visitaba con frecuencia mezquitas y santuarios, y era muy docta en temas coránicos. A lo largo de los años la tía Banu y ella se habían hecho muy amigas. No era así con Don Amargo, que estaba hecho con otro molde y venía de lugares donde el viento jamás cesaba de aullar. Don Amargo era muy viejo, incluso para ser un yinni, y por tanto tenía mucho más poder de lo que él mismo fingía, porque como todo el mundo sabe, los yinn son más poderosos cuanto más viejos.

La única razón de que don Amargo viviera en la casa Kazancı era que la tía Banu lo había atrapado hacía años, la última mañana de sus cuarenta días de penitencia. Desde entonces lo mantenía bajo control, sin quitarse nunca el talismán que lo retenía cautivo. Atar a un yinni no era cosa fácil. Lo primero y más importante era adivinar su nombre y no equivocarse. Era un juego letal, porque si el yinni averiguaba primero el nombre de la persona, se convertía en amo y la persona en esclava. Incluso cuando, tras adivinar su nombre, se tenía al yinni bajo control, sería un craso error dar por sentada la autoridad sobre él. A lo largo de la historia humana solo el gran Salomón había sido capaz de derrotar a los yinn, a ejércitos de yinn, pero hasta él necesitó la ayuda de un anillo de hierro mágico. Puesto que nadie podía igualar al gran Salomón, solo a un idiota narcisista se le ocurriría enorgullecerse de haber capturado a un yinni, y la tía Banu era cualquier cosa menos eso. Aunque don Amargo le había servido ya durante más de seis años, ella consideraba su relación como un contrato temporal que tenía que renovarse cada poco tiempo. Nunca lo había tratado con crueldad ni condescendencia, porque sabía que los yinn, a diferencia de los humanos, recordaban de por vida el daño recibido. No olvidaban jamás una injusticia. La memoria de los yinn, como un aplicado secretario que anotara cada incidente con sumo detalle, lo registraba todo para poder evocarlo algún día. Por lo tanto, la tía Banu siempre había respetado los derechos de su cautivo y jamás había abusado de su poder.

Aun así, podría haber utilizado su autoridad de manera muy distinta, pidiendo ganancias materiales como dinero, joyas o fama. No lo había hecho porque sabía que eso no eran más que ilusiones, y a los yinn se les daba especialmente bien crear ilusiones. Además, la fortuna que se adquiere de forma súbita es siempre una fortuna robada a otro, puesto que en la naturaleza no existe el vacío puro y los destinos de los seres humanos están interrelacionados como puntadas en un encaje. De ahí que todos aquellos años la tía Banu, prudente, se abstuviera de pedir ganancias materiales. De hecho, a don Amargo solo le había pedido una cosa: conocimiento.

Conocimiento sobre hechos pasados, individuos sin identificar, disputas de propiedad, conflictos familiares, secretos desenterrados, misterios sin resolver: lo que más necesitaba para poder ayudar a sus numerosas clientas. Si una determinada familia había perdido hacía tiempo un documento valioso, acudía a la tía Banu para localizarlo. O si una mujer sospechaba haber sido víctima de un mal hechizo, iba a preguntarle quién había perpetrado el sortilegio. Una vez le llevaron a una mujer embarazada; había enfermado de pronto y veían con alarma que empeoraba día tras día. Después de consultar con sus yinn, la tía Banu le dijo a la mujer que acudiera al limonero sin frutos de su jardín, donde encontraría una bolsa de terciopelo negro con una pastilla de jabón de aceite de oliva que tenía la marca de sus propias uñas: un hechizo realizado por un vecino envidioso. Sin embargo, la tía Banu no le dijo el nombre del vecino, para que no se crearan más rencillas. Al cabo de unos días le llegó la noticia de que la mujer embarazada se había recuperado enseguida y estaba bien. Así era como Banu había empleado los servicios de don Amargo. Excepto en una ocasión. Solo una vez le había pedido un favor personal, solo para ella, una cuestión rigurosamente confidencial: ¿quién era el padre de Asya?

Don Amargo le dio una respuesta, la respuesta, pero ella, indignada, se había negado en redondo a creerlo, aunque sabía perfectamente que un yinni esclavizado jamás puede mentir a su amo. Se negó a creerlo hasta que un día su corazón dejó de desafiar lo que su mente llevaba mucho tiempo reconociendo. A partir de entonces la tía Banu no volvió a ser la misma. Todavía se preguntaba una y otra vez si habría sido mejor no saberlo, puesto que el conocimiento en ese caso solo le había traído sufrimiento y pena, la maldición del sabio. Hoy, años después del incidente, la tía Banu planeaba pedir otro favor personal a don Amargo. Por eso estaba tan débil esa mañana. Los pensamientos contradictorios que se agitaban en su interior la habían debilitado frente a su esclavo, que a cada dilema de su ama se hacía más y más pesado en su hombro izquierdo.

¿Debía hacerle a don Amargo otra pregunta personal, tras lo mucho que se había arrepentido de haberlo hecho la primera vez? Quizá era el momento de poner fin al juego y quitarse el talismán, liberando así al yinni de una vez por todas. Podía seguir cumpliendo con sus deberes de vidente con ayuda de doña Dulce. Sus poderes quedarían algo menguados, pero bueno. ¿No le bastaba con eso? Una parte de ella la advertía contra la maldición del sabio, y se apartaba asustada de la desgarradora agonía que supone saber demasiado. La otra parte, sin embargo, se moría por saber más, siempre curiosa. Don Amargo era muy consciente del dilema y parecía estar disfrutando; le presionaba con insistencia el hombro izquierdo, y así doblaba el peso de sus cavilaciones.

– Bájate de mi hombro -ordenó la tía Banu, y pronunció la oración que el Corán recomendaba para cuando uno se enfrentaba a un yinni de armas tomar. Don Amargo, de pronto muy obediente, se bajó de un brinco y la dejó levantarse.

– ¿Me vas a liberar? -preguntó, leyéndole la mente-. ¿O vas a usar mis poderes para una información específica?

Un susurro escapó de los labios de la tía Banu, pero más que un «sí» o un «no», pareció un gemido. Se sentía muy pequeña en la cavernosa inmensidad de la tierra, el cielo, las estrellas y el dilema que le pulverizaba el alma.

– Me puedes hacer la pregunta que te mueres por hacer desde que la americana os contó todas esas cosas tristes de su familia. ¿No quieres saber si es cierto o no? ¿No quieres ayudarla a descubrir la verdad? ¿O reservas tus poderes solo para tus clientas? -la desafió don Amargo, con un febril brillo de triunfo en sus ojos saltones, negros como el carbón. Luego, súbitamente plácido, añadió-: Te lo puedo decir, soy bastante viejo para saberlo. Estuve allí.

– ¡Cállate! -exclamó la tía Banu, casi chillando. Notaba el estómago revuelto y el ardor de la bilis amarga en la garganta-. No quiero saberlo. No tengo ninguna curiosidad. Lamento el día en que te pregunté por el padre de Asya. Ay, Dios, ojalá no lo hubiera hecho. ¿De qué sirve el conocimiento si no se puede cambiar nada? Es un veneno que te deja impedida para siempre. No puedes vomitarlo y no te puedes morir. No quiero que vuelva a pasarme… Además, ¿tú qué sabes?

No podía imaginar siquiera por qué había soltado esa última pregunta porque era perfectamente consciente de que si quería conocer el pasado de Armanoush, don Amargo era el más apropiado para contárselo, puesto que era un gulyabani, el más traicionero de todos los yinn, pero también el más experto en tragedias.

Infortunados soldados a los que mataron en una emboscada a kilómetros de sus casas; trotamundos muertos de frío en las montañas; víctimas de la plaga exiliadas en el desierto; viajeros a los que los bandidos robaron y asesinaron; exploradores perdidos en medio de ninguna parte; criminales deportados que fueron a encontrar la muerte en alguna isla remota… los gulyabani lo habían visto todo. Presenciaron el exterminio de batallones enteros en sangrientos campos de batalla, pueblos condenados a morir de hambre y caravanas reducidas a cenizas por el fuego enemigo. Los gulyabani habían contemplado todos y cada uno de estos estragos. Eran especialmente famosos por acechar a los que estaban perdidos en el desierto sin agua ni comida. Cada vez que alguien moría sin una lápida, aparecían junto al cadáver. Si querían podían disfrazarse de plantas, rocas o animales, y de buitres en particular. Espiaban las calamidades, observando la escena desde un lado o desde arriba, aunque también podían acechar caravanas, robar la comida que un indigente necesitaba para sobrevivir, asustar a los peregrinos durante su viaje sagrado, atacar procesiones o susurrar una aterradora melodía de muerte en los oídos de los condenados a galeras o de los que debían emprender la marcha de la muerte. Eran los espectadores de esos momentos de los cuales los seres humanos no dejaban testimonio ni documentos escritos, los malvados testigos de la maldad que los seres humanos son capaces de infligirse unos a otros. En consecuencia, razonaba la tía Banu, si era cierto que la familia de Armanoush había sido forzada a emprender una marcha de la muerte en 1915, tal como ella sostenía, don Amargo lo sabría.

– ¿No me vas a preguntar nada? -insistió don Amargo, sentado en el borde de la cama, disfrutando enormemente del dilema de la tía Banu-. Yo era un buitre -añadió en tono amargo-. Lo vi todo. Los vi caminar y caminar y caminar, mujeres y niños. Volé sobre ellos trazando círculos en el cielo azul, esperando a que cayeran de rodillas…

– ¡Cállate! -gimió la tía Banu-. ¡Cállate! No quiero saberlo. No olvides quién manda aquí.

– Sí, ama. -Don Amargo se encogió-. Tus deseos son órdenes para mí, y así será mientras lleves ese talismán. Pero si quieres saber qué le pasó a la familia de esa chica en 1915, solo tienes que preguntármelo. Mi memoria puede ser tuya, ama.

La tía Banu se sentó en la cama mordiéndose los labios con fuerza para aparentar decisión, puesto que no tenía la más mínima intención de mostrarse débil ante don Amargo. Intentaba ser fuerte, pero el aire empezó a oler a polvo y moho, como si la habitación hubiera iniciado un proceso de putrefacción. O el momento presente se estaba descomponiendo deprisa en un residuo del tiempo, o la putrefacción del pasado se filtraba al presente. Las puertas del tiempo aguardaban a abrirse. Para mantenerlas cerradas y para que todo siguiera en su lugar, la tía Banu cogió el Sagrado Corán con cubierta nacarada que guardaba en un cajón de la mesilla. Abrió una página al azar y leyó: «Estoy más cerca de ti que tu propia yugular» (50:16).

– Alá -suspiró-. Estás más cerca de mí que mi propia yugular. Ayúdame con este dilema. Dame la paz del ignorante o dame la fuerza para soportar el conocimiento. Te doy las gracias sea cual sea tu opción, pero por favor no me dejes sin fuerzas y con conocimiento a la vez.

Con esta oración la tía Banu se levantó de la cama, se puso la bata y con rápidos y suaves pasos fue de puntillas al baño para prepararse para la oración de la mañana. Miró el reloj del aparador: las ocho menos cuarto. ¿Tanto tiempo se había pasado en la cama discutiendo con don Amargo, discutiendo con su conciencia? Se lavó deprisa la cara, las manos y los pies, volvió a la habitación con el vaporoso pañuelo de oración en la cabeza, tendió la pequeña alfombra y se dispuso a rezar.

Si la tía Banu había llegado tarde para poner la mesa del desayuno esa mañana, Armanoush sería una de las últimas en advertirlo. Había estado conectada a internet hasta muy tarde, luego por la mañana se quedó dormida y le habría gustado seguir durmiendo aún más. Se agitó, dio vueltas, se subió y bajó la manta sobre el pecho, haciendo todo lo posible por volver a dormirse. Por fin abrió un ojo pesado y vio a Asya en la mesa, leyendo un libro y oyendo música con los auriculares puestos.

– ¿Qué estás oyendo? -preguntó en voz alta.

– ¿Eh? -gritó Asya-. ¡A Johnny Cash!

– ¡Ah, claro! ¿Y qué lees?

El hombre irracional: un estudio sobre la filosofía existencial -replicó la otra a voces.

– ¿No es eso también un poco irracional? ¿Cómo puedes oír música y concentrarte en la filosofía existencial al mismo tiempo?

– Cuadran perfectamente -aseguró Asya-. Tanto Johnny Cash como la filosofía existencial ahondan en el alma humana para verla por dentro y, al no gustarles lo que encuentran, la dejan abierta.

Antes de que Armanoush pudiera reflexionar sobre ello, alguien llamó a la puerta para que no perdieran el último tren del desayuno.


Encontraron la mesa puesta solo para las dos, pues todo el mundo había terminado ya. La abuela y Petite-Ma habían ido a ver a un pariente, la tía Cevriye al colegio, la tía Zeliha a su estudio de tatuaje y la tía Feride estaba en el baño tiñéndose el pelo de rojo. La única tía que quedaba en el salón parecía curiosamente malhumorada.

– ¿Qué pasa, te han dejado tirada tus yinn? -preguntó Asya.

La tía Banu, en lugar de contestar, se fue a la cocina. En las siguientes dos horas reorganizó los tarros de cereales que se alineaban en los estantes, barrió el suelo, hizo galletas de pasas y almendras, lavó las frutas de plástico del mostrador y frotó concienzudamente una mancha fosilizada de mostaza que había en la esquina de la cocina. Cuando por fin volvió al salón, se encontró a las chicas todavía en la mesa, burlándose de todas y cada una de las escenas de La maldición de la hiedra del enamoramiento, el culebrón más largo de la historia de la televisión turca. Sin embargo, en lugar de molestarse porque se rieran de algo que ella apreciaba, la tía Banu se sorprendió. Le sorprendió darse cuenta de que se le había olvidado por completo su programa favorito y se lo había perdido por primera vez en mucho tiempo. Hasta ese día, la única vez que había dejado de verlo había sido años atrás, durante su período de penitencia. E incluso entonces, que Alá la perdonara, había pensado en La maldición de la hiedra del enamoramiento, preguntándose qué estaría pasando mientras ella expiaba sus pecados. Pero ahora que no había razones para perdérselo, ¿cómo se le había podido pasar? ¿Tan preocupada estaba? ¿Era posible estar tan confusa y no advertirlo siquiera?

De pronto vio que las dos chicas la miraban y se sintió incómoda, quizá porque se dio cuenta también de que ahora que se había terminado el capítulo estarían buscando un nuevo blanco para sus burlas.

Pero Asya parecía tener otra cosa en la cabeza.

– Armanoush quería pedirte si podías echarle las cartas.

– ¿Por qué quiere que le eche las cartas? -replicó la tía Banu-. Dile que es una joven muy guapa e inteligente con un brillante futuro. Solo los que no tienen futuro necesitan saberlo.

– Pues entonces léele unas avellanas tostadas -insistió Asya, saltándose la traducción.

– Eso ya no lo hago -contestó la tía Banu, contrita-. Al final resultó que no era tan buen método.

– Verás, es que mi tía es una vidente muy positivista. Mide científicamente el margen de error en cada adivinación -le contó Asya a Armanoush en inglés, pero luego volvió a asumir un tono serio en turco-. Bueno, pues entonces léenos los posos de café.

– Ah, eso ya es otra cosa -convino la tía Banu, incapaz de negarse a una taza de café-. Eso sí que puedo leerlo en cualquier momento.

El café de Armanoush no tenía azúcar y el de Asya tenía de sobra, aunque esta no quería que le leyeran los posos. Lo que buscaba era la cafeína, no su destino. Cuando Armanoush terminó el café, la tía Banu puso el plato encima y movió la taza formando tres círculos horizontales. Luego la volcó sobre el platillo dejando que los posos bajaran lentamente para formar dibujos. Al cabo de unos veinte minutos, cuando el fondo de la taza se había enfriado, le dio la vuelta y comenzó a hacer su lectura moviendo la vista en el sentido de las manecillas del reloj.

– Veo a una mujer muy preocupada.

– Será mi madre -suspiró Armanoush.

– Está agobiada. Piensa todo el tiempo en ti, te quiere mucho, pero su alma está inquieta. Luego hay una ciudad con puentes rojos. Hay agua, el mar, viento y… niebla. Ahí veo una familia, muchas cabezas. Mirad, mucha gente, mucho amor, mucha comida también…

Armanoush asintió, algo avergonzada de que desvelaran así su entorno.

– Luego… -La tía Banu se saltó las malas noticias asentadas en el fondo: flores que pronto se esparcirían sobre una tumba, muy, muy lejos. Giró la taza entre sus dedos regordetes. Siguió hablando en voz más alta de lo que pretendía, y todas se sobresaltaron-. ¡Ah! Hay un joven a quien le importas mucho. Pero ¿por qué está tras un velo? Bueno, es algo que parece un velo.

A Armanoush le dio un vuelco el corazón.

– ¿Podría ser una pantalla de ordenador? -preguntó Asya con picardía, justo cuando Sultán Quinto le saltaba al regazo.

– No veo ordenadores en los posos de café -objetó la tía Banu. No le gustaba incorporar la tecnología a su universo parapsicológico.

Guardó un silencio solemne, giró el plato unos centímetros y se quedó inmóvil. Ahora parecía inquieta.

– Veo a una chica de tu edad. Tiene el pelo rizado, negro, muy negro… un pecho abundante…

– Gracias, tía, ya capto el mensaje -rió Asya-. Pero no tienes que meter a tu familia en todas las tazas que lees, eso se llama nepotismo.

La tía Banu parpadeó, impasible.

– Hay una cuerda, una cuerda fuerte y gruesa con un nudo en el extremo, como un lazo. Vosotras dos vais a estar unidas con un fuerte lazo… Veo un vínculo espiritual…

Para decepción de las chicas, la tía Banu no dijo nada más. Dejó la taza en el plato y la llenó de agua, para que los dibujos se desvanecieran antes de que ninguna otra persona, con buenas o malas intenciones, pudiera echar un vistazo. Eso era lo bueno de leer los posos del café: que a diferencia del destino escrito por Alá, aquellos dibujos se podían borrar.


Cogieron el transbordador camino del Café Kundera para que Armanoush pudiera ver la ciudad en toda su grandeza y esplendor. Como el transbordador mismo, los pasajeros tenían un aire de lasitud, que quedó rápidamente barrido por un súbito viento en cuanto el barco entró en el mar azul. El rumor de la multitud se amplificó durante un largo minuto para luego desvanecerse en un monótono zumbido que acompañaba otros ruidos: el estruendo del motor fueraborda, el chapaleo de las olas y los chillidos de las gaviotas. Armanoush advirtió encantada que las perezosas gaviotas de la orilla los acompañaban. Casi todo el mundo les echaba trozos de simit; esa rosquilla de pan con sésamo era una golosina que las aves carnívoras encontraban irresistible.

En el banco que tenían enfrente iban una mujer corpulenta ataviada con ropa clásica y su hijo adolescente, uno junto al otro y a un mundo de distancia. Por la cara de la mujer Armanoush supo que no le entusiasmaba el transporte público, que despreciaba a las masas y, de haber podido, habría tirado al mar a todos los pasajeros mal vestidos. Oculto tras unas gafas de gruesa montura, el hijo parecía algo avergonzado de la altanería de su madre. Eran como personajes de Flannery O'Connor, pensó Armanoush.

– Cuéntame más cosas de ese tal Barón -pidió de pronto Asya-. ¿Cómo es? ¿Qué edad tiene?

Armanoush se sonrojó. Bajo la vívida luz del sol de invierno, que brillaba entre las densas nubes, su rostro era el de una joven enamorada.

– No lo sé, no lo conozco en persona. Nos comunicamos por internet. Pero admiro su inteligencia y su pasión, supongo.

– ¿Y no quieres conocerlo algún día?

– Pues sí y no -confesó Armanoush. Partió un trozo del simit que había comprado en el pequeño y atestado bar del barco y se inclinó sobre la borda, esperando que se acercara una gaviota.

– No tienes que esperar a que vengan -sonrió Asya-. Tú tira el trozo al aire y una gaviota lo cogerá al instante.

Armanoush obedeció y de pronto apareció una gaviota y se tragó la golosina.

– Me muero por saber más cosas de él, pero en el fondo no quiero conocerlo nunca. Cuando sales con alguien se acaba la magia, y no podría soportar que pasara eso con él. Es demasiado importante para mí. La pareja y el sexo son ya otra historia, bastante espinosa.

Entraban en la pantanosa zona de los tabúes. Una buena señal que indicaba que se estaban haciendo amigas.

– ¡Magia! -exclamó Asya-. ¿Y quién necesita la magia? Las historias de Laila y Majnun. Yusuf y Zulaika, la Polilla y la Vela o el Ruiseñor y la Rosa… Maneras de amarse en la distancia, aparearse sin tocarse siquiera. ¡El amor platónico! La escala del amor por la que se supone que hay que subir cada vez más alto, hasta el éxtasis del yo y el otro. Platón considera que cualquier contacto físico es corrupto e innoble porque cree que el verdadero objetivo de Eros es la belleza. ¿Y no hay belleza en el sexo? Pues según Platón, no. Él va tras «objetivos más sublimes». Pero entre tú y yo, me parece que el problema de Platón, como el de tantos otros, es que nunca echó un buen polvo.

Armanoush miró pasmada a su amiga.

– Pensaba que te gustaba la filosofía… -balbuceó, sin saber muy bien por qué lo decía.

– Admiro la filosofía -concedió Asya-. Pero eso no significa que tenga que estar de acuerdo con los filósofos.

– O sea, que por lo visto no te entusiasma el amor platónico, ¿no?

Ese sí era un dato que Asya prefería reservarse, no porque no pudiera contestar la pregunta, sino porque temía las implicaciones de la respuesta. No quería intimidar a Armanoush, tan cortés y educada. ¿Cómo demonios explicarle que, aunque solo tenía diecinueve años, había conocido las manos de muchos hombres y no sentía por ello la más mínima culpa? Además, ¿cómo decir la verdad sin dar a una extranjera una impresión equivocada sobre «la castidad de las chicas turcas»?

Aquella especie de «responsabilidad nacional» era totalmente ajena a Asya Kazancı. Nunca se había sentido parte de una colectividad, y no tenía ninguna intención de hacerlo, ni ahora ni en el futuro. Aun así, ahí estaba, interpretando como mejor sabía el papel, alguien que de la noche a la mañana se había hecho patriota. ¿Podría abandonar esa identidad nacional para volver a la suya propia, auténtica y pecadora? ¿Podía decirle a Armanoush que estaba absolutamente convencida de que solo cuando te has acostado con un hombre puedes estar segura de que es la persona apropiada para ti? ¿Que solo en la cama salían a la superficie los complejos más hondos e inescrutables, y que por mucho que la gente pensara, el sexo era de hecho algo más sensual que físico? ¿Cómo podía confesar que había tenido muchas relaciones, demasiadas, como si quisiera vengarse de los hombres, y que todavía no sabía de qué iba a vengarse? Había tenido muchos amantes, a veces simultáneos, aventuras polígamas que siempre habían acabado en sufrimiento, y había acumulado así un montón de secretos cuidadosamente apartados de las paredes de la casa Kazancı. ¿La entendería Armanoush sin juzgarla? ¿Podría de verdad ver su alma desde las alturas de aquella torre estéril donde vivía?

¿Podría Asya confesar que una vez intentó suicidarse? Una desagradable experiencia de la que extrajo dos lecciones básicas: que tomarse las pastillas de la chiflada de su tía no es la mejor manera de matarse y que si te quieres suicidar más te vale tener a mano una razón por si sobrevives, puesto que la única pregunta que oirás en todas partes será: «¿Por qué?». ¿Podría admitir que jamás había sido capaz de encontrar la respuesta a esa pregunta? Solo recordaba que era demasiado joven, demasiado alocada, demasiado furiosa, demasiado intensa para el universo donde vivía. ¿Tendría todo eso algún sentido para Armanoush? ¿Podría entonces revelar que hacía poco había avanzado un poco hacia la estabilidad y la tranquilidad, puesto que ahora tenía una relación monógama, aunque con un hombre casado que le doblaba la edad, al que veía de vez en cuando para compartir sexo y algún porro y refugiarse de la soledad? ¿Cómo podía contarle a Armanoush que, en realidad, era más bien un desastre?

Así que, en lugar de contestar, Asya sacó un walkman de la mochila y pidió permiso para oír una canción, solo una canción. Una dosis de Cash era justo lo que necesitaba. Ofreció uno de los auriculares a Armanoush, que lo aceptó con recelo y preguntó:

– ¿Qué canción de Johnny Cash vamos a escuchar?

– «Dirty Old Egg-Suckin' Dog».

– ¿Así se llama la canción? No la conozco.

– Sí -contestó Asya muy seria-. Escucha…

Primero un apático preludio, luego melodías country fusionadas con los chillidos de las gaviotas y las voces turcas de fondo.

Armanoush estaba demasiado aturdida por el contraste entre la letra y el entorno para disfrutar del tema. Se le ocurrió que la canción era como Asya: llena de contradicciones y genio, y en absoluta falta de armonía con el medio; sensible, reactiva y a punto de explotar en cualquier momento. Se reclinó en el asiento. El murmullo de fondo disminuyó hasta convertirse en un tedioso zumbido, los trozos de simit desaparecían en el aire, en la brisa flotaba un toque de encantamiento, el transbordador se deslizaba suavemente y los fantasmas de todos los peces del pasado nadaban con él, en aquel mar de un denso y viscoso azul.

Cuando terminó la canción ya habían llegado a puerto. Algunos pasajeros saltaron antes de que el barco atracara. Armanoush contempló aquellas acrobacias sorprendida por los muchos talentos que los estambulíes habían desarrollado para adaptarse al ritmo de la ciudad.

Quince minutos después la destartalada puerta de madera del Café Kundera se abrió con un estridente tintineo y entraron Asya Kazancı, con un vestido hippy malva, y su invitada, con unos vaqueros y un suéter sencillo. El grupo habitual estaba en el lugar habitual con su actitud habitual.

– ¡Hola a todos! -exclamó Asya-. Esta es Amy, una amiga de América.

– ¡Hola, Amy! -saludaron al unísono-. ¡Bienvenida a Estambul!

– ¿Es la primera vez que vienes? -preguntó alguien.

Luego los demás empezaron el interrogatorio:

– ¿Te gusta la ciudad?

– ¿Te gusta la comida?

– ¿Hasta cuándo te quedas?

– ¿Piensas volver?

A pesar de la calurosa bienvenida, todos recuperaron rápidamente su característica postura de absoluta languidez, puesto que no había nada que pudiera perturbar el pausado ritmo del Café Kundera. Quienes necesitaran velocidad y variación harían bien en marcharse, porque eso abundaba en la calle. En aquel lugar eran obligatorias la indolencia y la eterna recurrencia, las fijaciones, repeticiones y obsesiones. Aquel lugar era para los que no querían tener nada que ver con una visión global de las cosas, si es que eso existía.

Durante las breves pausas entre preguntas, Armanoush observó el lugar y a la gente, intuyendo a qué se debía el nombre del bar. La constante tensión entre la vulgar realidad y la traicionera fantasía, la noción de la «gente de fuera» contra «nosotros los de dentro», la onírica cualidad del lugar y, por último, la sombría expresión de las caras, como si estuvieran cavilando qué opción tomar: llevar el peso de alborotados idilios o tornarse medio reales con la levedad del ser… todo evocaba una escena de una novela de Kundera. Sin embargo, ellos ni podían ni querían saberlo. Estaban demasiado involucrados, eran parte del asunto, como el pez que no puede jamás comprender la inmensidad del mar que habita desde la borrosa lente de las aguas que lo rodean.

La semejanza del bar con una escena de Kundera no hizo sino aumentar el interés de Armanoush. Advirtió muchas otras cosas; por ejemplo, que todos los del grupo hablaban inglés, aunque con acento y faltas gramaticales. En general no parecían tener problemas para pasar del turco al inglés. Al principio atribuyó esta facilidad a su confianza en sí mismos, pero al final de la tarde ya sospechaba que el factor primordial no era su confianza con el inglés, sino su falta de confianza con cualquier idioma. Hablaban y se comportaban como si por mucho que dijeran, no importaba cómo, no pudieran de verdad expresar del todo su ser más íntimo, como si a la postre el idioma no fuese más que un cadáver apestoso de palabras huecas podridas por dentro.

Armanoush advirtió también que la inmensa mayoría de las imágenes de carreteras colgadas en las paredes mostraba países occidentales o lugares exóticos. Muy pocas hacían referencia a algo intermedio. No sabía cómo interpretar esta observación. Tal vez allí el vuelo de la imaginación oscilara entre trasladarse a Occidente o huir a una lejana tierra exótica.

Entró en el bar un vendedor callejero moreno y delgado, casi ocultándose de los camareros para que no lo echaran. Llevaba una enorme bandeja de almendras amarillas, sin pelar, sobre cubitos de hielo.

– ¡Almendras! -exclamó, como si fuera el nombre de alguien a quien buscara desesperadamente.

– ¡Aquí! -llamó el Dibujante Dipsómano, como respondiendo al nombre.

Las almendras combinaban a la perfección con la cerveza que bebía en ese momento. A estas alturas ya había abandonado Alcohólicos Anónimos, no tanto por una cuestión de adicción como de sinceridad. No le parecía sincero declararse alcohólico cuando no lo era. Así pues había decidido convertirse en su propio supervisor. Hoy, por ejemplo, solo bebería tres cervezas. Ya había tomado una y le quedaban dos. Luego pararía. Sí, aseguró a todos, era capaz de imponerse esta disciplina sin la patética guía profesional de nadie. Con esta decisión en mente, compró cuatro cucharones de almendras y las apiló en el centro de la mesa para que todos pudieran alcanzarlas.

Mientras tanto Armanoush no dejaba de pensar. Miró al camarero, un tipo flaco con pinta de estar perdido, que tomaba el pedido de todos, y le sorprendió un poco ver a tanta gente bebiendo. Recordó la generalización que había hecho la noche pasada sobre los musulmanes y el alcohol. ¿Debería hablarles a sus amigos del Café Constantinopolis sobre la afición de los turcos al alcohol? ¿Hasta qué punto debería revelarles todo lo que estaba sucediendo?

Unos minutos después volvió el camarero con una jarra grande de espumosa cerveza para el Dibujante Dipsómano y una jarra de tinto seco para todos los demás. Mientras el hombre servía el oscuro líquido escarlata en las elegantes copas, Armanoush aprovechó para observar a la gente de la mesa. Imaginó que la mujer tan tensa sentada junto al hombre corpulento de la nariz bulbosa sería su mujer. Sentada a su lado pero a kilómetros de distancia. Examinó uno por uno a la mujer del Dibujante Dipsómano, al Dibujante Dipsómano, al Columnista Gay en el Armario, al Poeta Excepcionalmente Malo, al Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas y… no pudo evitar detenerse algo más en la joven morenita y sexy sentada frente a ella, que no parecía parte del grupo sino más bien y en todo caso torpemente anexionada a él. Era sin lugar a dudas una adicta al móvil. No dejaba de jugar con su reluciente teléfono rosa, abriéndolo sin razón aparente, pulsando un botón u otro, enviando o recibiendo mensajes, absorta en el pequeño artilugio. De vez en cuando se inclinaba sobre el hombre barbudo que tenía al lado para besuquearle la oreja. Era evidente que se trataba de la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas.

– Ayer me hice un tatuaje.

La frase estaba tan fuera de contexto que Armanoush no supo al principio si iba dirigida a alguien, y mucho menos a ella. Pero por puro aburrimiento o en un intento de congraciarse con la otra reciente incorporación al grupo, la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas hablaba con ella.

– ¿Quieres verlo?

Era una orquídea silvestre, más roja que un demonio, enroscada en torno a su ombligo.

– Genial -comentó Armanoush. La mujer sonrió complacida.

– Gracias -dijo mientras se limpiaba los labios dándose golpecitos con la servilleta, aunque no había comido nada.

Asya también la había estado observando, aunque con una mirada mucho más crítica. Como siempre, al conocer a una nueva fémina solo tenía dos opciones: esperar a ver cuándo empezaría a odiarla o tomar un atajo y odiarla de inmediato. Escogió esto último.

Se reclinó en la silla y cogió la copa entre el pulgar y el índice, observando el líquido rojo. Ni siquiera al empezar a hablar apartó la vista del vino.

– De hecho, si recordamos lo antigua que es la práctica de los tatuajes… -Pero no terminó la frase, sino que empezó otra-: Al principio de los años noventa unos exploradores encontraron un cuerpo muy bien conservado en los Alpes italianos. Tenía más de cinco mil años, y cincuenta y siete tatuajes en el cuerpo. ¡Los tatuajes más viejos del mundo!

– ¿De verdad? -preguntó Armanoush-. ¿Y qué tatuajes se hacían entonces?

– A menudo se tatuaban animales, los tótems… seguramente burros, ciervos, búhos, carneros… y serpientes, claro. Fijo que había mucha demanda de serpientes.

– ¡Vaya, más de cinco mil años! -exclamó la nueva novia del Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas.

– ¡Pero seguro que no tenía ningún tatuaje en el ombligo! -la arrulló él. Y los dos se echaron a reír, luego se besaron y se hicieron unos mimos.

– A veces relacionamos los tatuajes con la originalidad, la inventiva e incluso lo moderno. Pero, de hecho, los tatuajes alrededor del ombligo son una de las costumbres más antiguas de la humanidad. Te recuerdo que a finales del siglo XIX un grupo de arqueólogos occidentales descubrió el cuerpo momificado de una princesa egipcia. Se llamaba Amunet. ¿Y sabes qué? Tenía un tatuaje. ¿Y sabes dónde? -Asya se volvió directamente hacia el guionista para mirarle a los ojos-. ¡En el ombligo!

El guionista parpadeó, confuso ante tanta información. Su nueva novia también parecía impresionada.

– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó.

– Su madre tiene un estudio de tatuaje -terció el Dibujante Dipsómano sin apartar la mirada de Asya. Se hundió en su silla, resistiendo el impulso de besar sus furiosos labios, resistiendo el impulso de pedir otra cerveza, resistiendo el impulso de dejar de hacerse pasar por el hombre que no era.

Asya mientras tanto, con un humor muy diferente, se disponía a lanzar otro ataque contra la chica nueva. Se inclinó hacia delante con expresión dura.

– Además, los tatuajes pueden ser muy peligrosos.

Esperó unos segundos a que asimilara bien la noción de peligro.

– Hay que desinfectar muy bien los instrumentos, pero la verdad es que nunca se puede estar seguro al cien por cien de que se ha eliminado el riesgo de contagio, que desde luego es un tema muy grave puesto que la técnica más común de tatuar consiste en inyectar tinta en la piel mediante agujas…

Pronunció la palabra «agujas» en tono tan amenazador que todos notaron un escalofrío. Solo el Dibujante Dipsómano la observaba con un brillo travieso en los ojos, disfrutando del espectáculo.

– La aguja entra y sale de la piel a un ritmo aproximado de tres mil veces por minuto -prosiguió Asya. Se puso a meter y sacar un cigarrillo del paquete como ilustrando la técnica, hasta que finalmente lo encendió. Su interlocutora intentó sonreír ante aquel gesto tan abiertamente sexual, pero la mirada de Asya le truncó la sonrisa.

– Entre las muchas enfermedades que se pueden contraer en un estudio de tatuaje están la infección de la sangre y la hepatitis. El tatuador cada vez tiene que abrir un nuevo paquete estéril de agujas y lavarse las manos con agua caliente y jabón, y encima utilizar desinfectantes y llevar guantes de látex… Teóricamente, claro. Porque, vamos, ¿quién se molesta con tanto preparativo?

– Pues el mío hizo todo eso. Las agujas eran nuevas y tenía las manos limpias -aseguró en turco la nueva novia, con cierto pánico en la voz.

Pero Asya no cedió y prosiguió en inglés.

– Sí, ya. Por desgracia con eso no basta. ¿Y la tinta? ¿Sabías que no solo hay que usar agujas nuevas, sino también tinta nueva? Hay que usar tinta nueva en cada sesión y con cada cliente.

– La tinta… -Ahora la chica parecía preocupada de verdad.

– ¡Justo, la tinta! -decretó Asya-. Después de un tatuaje pueden surgir muchas infecciones solo por la tinta. Una de las más comunes es la del Staphylococcus aureus, que por desgracia -arrugó la frente- se sabe que provoca un daño cardíaco serio.

Aunque intentó no perder la calma aparente, al oír esto la chica palideció. En ese momento sonó su móvil, pero ni se molestó en mirarlo.

– ¿Has consultado a un médico antes de hacerte el tatuaje? -preguntó Asya con una expresión preocupada que esperaba resultara persuasiva.

– Pues no -contestó la chica. Ahora estaba muy seria, con nuevas arrugas en torno a los labios y los ojos.

– ¿Ah, no? Bueno, da igual, no te preocupes. -Asya alzó las manos-. Es casi seguro que no te va a pasar nada.

Entonces se arrellanó en la silla. El Dibujante Dipsómano y Armanoush sonrieron, pero nadie más reaccionó.

El dibujante decidió entrar en el juego, y se volvió hacia Asya divertido y malicioso.

– Se lo puede quitar si quiere, ¿no? Es posible quitarlo, ¿no?

– Es posible, aunque es un proceso muy doloroso y bastante peliagudo en el mejor de los casos. Se pueden elegir tres métodos: cirugía, tratamiento con láser o dermoabrasión.

Con estas palabras Asya cogió una almendra y la peló. Ninguno de los presentes, ni siquiera Armanoush, pudo evitar mirar la almendra con horror. Satisfecha por el interés de su audiencia, Asya se echó a la boca la almendra pelada y masticó con ganas. La nueva novia la miraba con ojos como platos.

– Yo personalmente no recomendaría la dermoabrasión. Sin embargo, los otros métodos tampoco son mejores. Hay que buscar un buen dermatólogo, muy bueno, o un cirujano plástico. Vale una fortuna, pero ¿qué se le va a hacer? Cada visita es un dineral, y hay que ir varias veces. Y luego, aunque te quiten el tatuaje, te queda una cicatriz, además de la decoloración de la piel, claro. Para que te quiten eso hay que ir a otro cirujano plástico. Y ni siquiera así el resultado está totalmente garantizado.

Armanoush tuvo que pellizcarse para no reírse.

– Bueno, ¿por qué no bebemos? -interrumpió la mujer del Dibujante Dipsómano, con una sonrisa cansada-. ¿Y qué mejor razón para beber que don Puntillas? ¿Cómo se llamaba? ¿Cecche?

– Cecchetti -corrigió Asya, lamentando de nuevo el día que se emborrachó tanto como para dar una conferencia sobre la historia del ballet.

– Sí, sí, Cecchetti. -El Poeta Excepcionalmente Malo se echó a reír y le explicó a Armanoush-: Gracias a él, los bailarines tienen que agotarse andando de puntillas, ¿sabes?

– ¿En qué estaría pensando? -añadió otro. Y todo el mundo estalló en carcajadas.

– Dinos, Amy, ¿de dónde eres? -preguntó el Poeta Excepcionalmente Malo alzando la voz sobre el eterno murmullo del bar.

– La verdad es que Amy es un diminutivo de Armanoush -terció Asya, todavía con ganas de provocar-. Es armenia americana.

La expresión «armenia» no habría sorprendido a nadie en el Café Kundera, pero «armenia americana» era harina de otro costal. Los armenios armenios no representaban ningún problema: cultura similar, dificultades similares. Pero un armenio americano era alguien que despreciaba a los turcos. Todas las cabezas se volvieron hacia Armanoush, con miradas que revelaban un interés teñido de alarma, como si la chica fuera una llamativa caja de contenido desconocido.

Dentro de la caja podía haber un regalo tan exquisito como el envoltorio, o podía haber una bomba. Armanoush cuadró los hombros, como preparándose para recibir un golpe. No obstante, tras frecuentar el Café Kundera durante tantos años, el grupo había asimilado demasiado la languidez del local para que la emoción fuera más que momentánea.

Asya, sin embargo, no dejó que la tensión se desvaneciera.

– ¿Sabíais que la familia de Armanoush era de Estambul? -comentó entre dos almendras-. Los sometieron a todo tipo de sufrimientos en 1915… Muchos murieron durante las deportaciones, de hambre, de cansancio, por la brutalidad…

Silencio absoluto. Ni un comentario. Asya tiró un poco más de la cuerda bajo la mirada preocupada del Dibujante Dipsómano.

– Pero a su bisabuelo lo mataron antes, sobre todo por… -Asya se volvió hacia Armanoush, aunque lo que decía iba dirigido a los miembros del grupo-. ¡Por ser un intelectual! -Tomó un sorbo de vino lentamente-. El caso es que los intelectuales armenios fueron los primeros a quienes ejecutaron, para dejar a la comunidad sin los cerebros dirigentes.

El silencio no tardó ahora en romperse.

– Eso no fue así. -El Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas meneó la cabeza con vehemencia-. Eso no lo hemos oído nunca. -Dio una calada a su pipa y miró a Armanoush a los ojos entre las volutas de humo-. Mira… -Su voz era ahora un susurro compasivo-. Siento mucho lo de tu familia y te ofrezco mis condolencias. Pero debes entender que eran tiempos de guerra. Murió mucha gente de ambos bandos. ¿Tienes idea de cuántos turcos murieron a manos de los armenios rebeldes? ¿Has pensado alguna vez en la otra parte de la historia? ¡Seguro que no! ¿Y el sufrimiento de las familias turcas? Aunque es todo muy trágico, las circunstancias de 1915 no son las de ahora. Los tiempos eran muy distintos. Entonces ni siquiera existía un Estado turco, sino el Imperio otomano, por Dios. La era premoderna y sus tragedias premodernas.

Armanoush apretó los labios con tanta fuerza que palidecieron. Tenía tantas objeciones que no sabía ni por dónde empezar. Cómo le hubiera gustado que el Barón Baghdassarian estuviera allí.

El silencio de Armanoush fue roto al instante por Asya.

– ¿Ah, sí? ¡Yo pensaba que no eras nacionalista!

– ¡Y no lo soy! -exclamó el hombre, alzando la voz un par de octavas. Se acarició la barba para no perder los estribos-. Pero respeto las verdades históricas.

– A la gente le han lavado el cerebro -apuntó su nueva novia, tratando de apoyar a su amante y a la vez vengarse por la conversación sobre el tatuaje.

Asya y Armanoush se miraron. En ese fugaz instante volvió a aparecer el camarero para llevarse la jarra de vino vacía y poner otra llena.

– ¿Sí? ¿Y cómo lo sabes? A lo mejor a vosotros también os han lavado el cerebro -comentó Armanoush por fin.

– Sí, ¿tú qué sabes? -repitió Asya-. ¿Qué sabemos de 1915? ¿Cuántos libros habéis leído sobre el tema? ¿Cuántos puntos de vista controvertidos habéis comparado y contrastado? ¿Qué investigaciones, qué estudios…? ¡Seguro que no habéis leído nada! Pero estáis convencidísimos, eso sí. ¿Acaso no nos tragamos todo lo que nos echan? Cápsulas de información, cápsulas de desinformación. Todos los días nos tragamos un puñado.

– Estoy de acuerdo. El sistema capitalista anula nuestros sentimientos y recorta nuestra imaginación -terció el Poeta Excepcionalmente Malo-. Este sistema es responsable del desencanto del mundo. Solo la poesía puede salvarnos.

– Mira -replicó el otro-, a diferencia de la mayoría de los turcos, yo he investigado mucho sobre este episodio debido a mi trabajo. Escribo escenas para películas históricas. Leo historia constantemente. Así que si digo esto no es porque lo haya oído por ahí ni porque me tengan desinformado. ¡Todo lo contrario! Hablo como una persona que ha realizado una meticulosa investigación sobre el tema. -Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino-. Estas afirmaciones de los armenios se basan en la exageración y la distorsión. Vamos, hombre, si algunos hasta llegan a decir que matamos a dos millones de armenios. Ningún historiador en su sano juicio se tomaría eso en serio.

– Aunque hubiera sido uno, ya sería demasiado -saltó Asya.

El camarero reapareció con una nueva jarra en la mano y una expresión preocupada en el rostro. Le hizo un gesto al Dibujante Dipsómano:

– ¿Quiere seguir pidiendo?

La respuesta fue un gesto con el pulgar hacia arriba. Tras haber tomado hacía rato sus tres cervezas y fiel a su decisión de mantenerse en ese número, el Dibujante Dipsómano se había pasado al vino.

– Te voy a decir una cosa, Asya -comenzó el Guionista No Nacionalista de Películas Ultranacionalistas mientras se servía otra copa-. Sabes lo de los infames juicios de las brujas de Salem, ¿no? Pues lo más interesante es que casi todas las mujeres acusadas de brujería hicieron confesiones muy parecidas y mostraron síntomas parecidos, incluso se desmayaron al mismo tiempo… ¿Mentían? ¡No! ¿Estaban fingiendo? ¡No! Sufrían de histeria colectiva.

– ¿Eso qué significa? -preguntó Armanoush, apenas capaz de controlar su ira.

– Sí, ¿eso qué coño significa? -repitió Asya sin controlar su ira. El guionista permitió que una cansada sonrisa cruzara sus sombríos rasgos.

– Existe una cosa que se llama histeria colectiva. No estoy diciendo que los armenios estén histéricos ni nada de eso, no me entendáis mal. Pero es un hecho científico que las colectividades son capaces de manipular las creencias, los pensamientos y hasta las reacciones físicas de sus miembros. Si oyes la misma historia constantemente, una y otra vez, al final la asimilas sin darte cuenta. Y desde ese momento deja de ser la historia de otra persona, de hecho ya no es ni siquiera una historia, sino la realidad, ¡tu realidad!

– Es como estar hechizado -comentó el Poeta Excepcionalmente Malo.

Asya se pasó una mano por el pelo, se hundió en la silla, exhaló humo y dijo:

– Te voy a decir yo qué es la histeria. Histeria son todos esos guiones que has escrito hasta ahora, toda la serie de Timur Corazón de León, el turco hercúleo y musculoso que corretea de una aventura a otra contra el bizantino idiota. Eso es lo que yo llamo histeria. Y cuando lo conviertes en un programa de televisión y haces que millones de personas «asimilen» tu espantoso mensaje, se convierte en histeria colectiva.

Esta vez fue el Columnista Gay en el Armario quien habló:

– Sí, todos esos héroes turcos tan vulgares y tan machos para ridiculizar el afeminamiento del enemigo son signos de autoritarismo.

– Pero a vosotros ¿qué os pasa? -protestó el guionista. Le temblaba el labio de rabia-. Sabéis perfectamente que no me creo esa basura. Sabéis que esos programas son solo puro entretenimiento.

Armanoush hizo lo posible por calmar las aguas.

– Aquella foto -dijo, señalando la pared-, la del marco color zanahoria, es de Arizona. Es una carretera que mi madre y yo tomábamos muchas veces cuando yo era pequeña.

– Arizona -murmuró el Poeta Excepcionalmente Malo, suspirando como si aquel nombre significara para él una tierra de utopía, una especie de Shangri-La.

Sin embargo, Asya no pensaba zanjar el asunto.

– Pero es que esa es la cuestión. Lo que tú has estado haciendo es incluso peor. Si creyeras en lo que haces, si tuvieras la más mínima fe en esas películas, cuestionaría tu opinión, pero al menos no tu sinceridad. Escribes esos guiones para las masas. Los escribes y los vendes y ganas un montón de dinero. Y luego vienes aquí a refugiarte en este bar de intelectuales y te pones a burlarte de esas películas con nosotros. ¡Menuda hipocresía!

El rostro del guionista perdió todo color, adquirió una expresión dura y los ojos una mirada gélida.

– Pero ¿tú quién coño te crees que eres? ¡La bastarda hablando de hipocresía! ¿Por qué no te vas por ahí a buscar a tu padre en lugar de venir aquí a darme la murga?

Fue a coger su copa de vino pero no le hizo falta, puesto que esta vez era el vino el que se acercaba a él. El Dibujante Dipsómano, levantándose de un brinco, cogió una copa y se la tiró al guionista. Falló por los pelos: la copa golpeó un marco en la pared y derramó vino por todas partes, pero sorprendentemente no se rompió. Tras errar el tiro, el Dibujante Dipsómano se arremangó.

Aunque apenas tenía la mitad de la envergadura del dibujante y estaba igual de borracho, el guionista se las apañó para esquivar el primer golpe. Luego se retiró a toda prisa a un rincón, sin perder de vista la salida.

No lo vio venir. El Columnista Gay en el Armario se levantó bruscamente y salió disparado hacia el rincón con la jarra en la mano. Al instante el guionista estaba tirado en el suelo con una brecha en la frente. Apretándose una ensangrentada servilleta contra la cabeza como un herido de guerra, miró primero al columnista, luego al dibujante y luego hacia un rincón.

Pero al fin y al cabo el Café Kundera es un cómodo y lóbrego bar de intelectuales donde el ritmo de la vida, para bien o para mal, jamás se perturba. No es lugar para una pelea de borrachos. Y antes de que el guionista dejara de sangrar, todos los clientes habían vuelto a lo que estaban haciendo antes de la interrupción: unos sonriendo, otros charlando ante un vino o un café y algunos otros con la mirada perdida por las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes.

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