14

Agua

Voy a decirles que bajen eso? -preguntó la tía Feride. Estaba delante de la habitación de las chicas con la vista clavada en el pomo.

– ¡Ay, déjalas en paz! -exclamó la tía Zeliha desde el sillón donde se había dejado caer-. Han bebido un poco, y cuando la gente está un poco alegre pone la música alta. -Y para dejarlo claro repitió-: ¡ALTA!

– ¡Han bebido! -bramó la abuela Gülsüm-. ¿Y cómo es que han bebido? ¿Es que no te basta con ser siempre la vergüenza de la familia? Mira qué falda llevas. ¡Los trapos de la cocina son más largos que tu falda! Eres madre soltera, una divorciada. ¡Escúchame bien! No he visto jamás una divorciada con un aro en la nariz. ¡Debería darte vergüenza, Zeliha!

La tía Zeliha alzó la cabeza del cojín al que se abrazaba.

– Mamá, para ser una divorciada tendría que haberme casado primero. No tergiverses las cosas. A mí no pueden llamarme «divorciada» ni «abandonada» ni ninguno de esos peliagudos términos de tu vocabulario reservados para mujeres desafortunadas. Tu hija es una pecadora que lleva minifaldas y le encanta el aro en la nariz y quiere a la niña que tuvo fuera del matrimonio. ¡Te guste o no te guste!

– ¿No te basta con haber malcriado a tu hija y haberla obligado a beber? ¿Por qué has tenido que hacer que beba también la pobre invitada? Mustafa es el responsable de ella. Esa muchacha es la invitada de tu hermano en esta casa. ¡Cómo te atreves a pervertirla!

– ¡Responsabilidad de mi hermano! ¡Sí, vamos! -La tía Zeliha lanzó una risa triste y cerró los ojos.

Mientras tanto, en la habitación de las chicas sonaba Johnny Cash a todo volumen. Ellas estaban sentadas a la mesa mirando la pantalla del ordenador, Sultan Quinto acurrucado entre ellas con los ojos medio cerrados. Las chicas estaban tan absortas en internet que no oyeron la discusión. Armanoush acababa de entrar en el Café Constantinopolis, decidida esta vez a que Asya entrara con ella.

¡Hola a todos! ¿No habéis echado de menos a Madame Mi Alma Exiliada? -tecleó.

Nuestra reportera de Estambul ha vuelto. ¿Dónde estabas? ¿Te han devorado los turcos? -escribió Anti-Javurma.

Bueno, uno de los devoradores está conmigo ahora mismo. Os quiero presentar a una amiga turca.

Se produjo una pausa.

Tiene un apodo, por supuesto: Una Chica Llamada Turca.

¿Eso qué es? -no pudo evitar preguntar Alex el Estoico.

Es una reinterpretación del título de una canción de Johnny Cash. Pero bueno, se lo puedes preguntar tú mismo. Aquí está. Querido Café Constantinopolis, os presento a Una Chica Llamada Turca. Una Chica Llamada Turca, aquí el Café Constantinopolis.

¡Hola! Saludos desde Estambul -comenzó Asya.

No hubo respuesta.

Espero que la próxima vez vengáis a Estambul con Arman… -Asya solo se dio cuenta de su error cuando Armanoush le dio una palmada en la mano-… Con Madame Mi Alma Exiliada.

Ah, gracias, pero francamente no tengo ganas de hacer turismo por un país que ha causado tanto sufrimiento a mi familia. -Era de nuevo Anti-Javurma.

Ahora le tocó a Asya quedarse parada.

Oye, no nos malinterpretes, no tenemos nada contra ti, ¿vale? -terció Triste Convivencia-. Seguro que la ciudad es bonita y agradable, pero la verdad es que no nos fiamos de los turcos. Mesrop se agitaría en su tumba si, Aramazt no lo quiera, olvidara mi pasado sin más.

– ¿Quién es Mesrop? -preguntó Asya a Armanoush con apenas un hilo de voz, como si pudieran oírla.

Bueno, vamos a empezar con lo básico. Los hechos. Si podemos aclarar los hechos, podremos hablar de otras cosas -decretó Lady Pavo Real/Siramark-. Primero, esto del viaje turístico a Estambul. Las magníficas mezquitas que enseñáis hoy a los turistas, ¿qué arquitecto las construyó? ¡Sinan! Proyectó palacios, hospitales, hoteles, acueductos… Vosotros explotáis la inteligencia de Sinan y luego negáis que era armenio.

No sé quién era -escribió Asya, perpleja-. Pero Sinan es un nombre turco.

Bueno, es que se os da muy bien turquificar los nombres de las minorías -replicó Anti-Javurma.

Vale, ya entiendo lo que dices. Es verdad que la historia nacional turca se basa en la censura, pero como la historia nacional de cualquier país. Las naciones crean sus propios mitos y luego se los creen. -Asya alzó la cabeza, cuadró los hombros y prosiguió-: En Turquía hay turcos, kurdos, circasianos, georgianos, pontios, judíos, abazas, griegos… Me parece demasiado simplista y peligroso hacer esa clase de generalizaciones. No somos bárbaros brutales. Además, muchos intelectuales que han estudiado la cultura otomana os dirán que fue una gran cultura en muchos aspectos. La década de 1910 fue especialmente difícil, pero las cosas ya no son igual que hace cien años.

Lady Pavo Real/Siramark replicó al instante:

Yo no creo que los turcos hayan cambiado en nada. De lo contrario, habrían reconocido el genocidio.

«Genocidio» es un término peliagudo -escribió Una Chica Llamada Turca-. Implica un exterminio sistemático, bien organizado y con una ideología detrás, y la verdad, no estoy segura de que el Estado otomano fuera así en aquella época. Sí reconozco la injusticia que se cometió contra los armenios. No soy historiadora y tengo un conocimiento muy limitado y parcial, pero vosotros también.

Pues mira, ahí está la diferencia. Al opresor no le sirve de nada el pasado, pero el oprimido es lo único que tiene -comentó la Hija de Safo.

Sin conocer la historia de tu padre, ¿cómo puedes aspirar a crear tu propia historia? -añadió Lady Pavo Real/Siramark.

Armanoush sonrió para sus adentros. De momento todo iba tal como había imaginado. Excepto por el Barón Baghdassarian, que todavía no había dicho nada.

Mientras tanto Asya, con la vista todavía fija en la pantalla, contestaba:

Reconozco vuestra pérdida y vuestro dolor. No niego las atrocidades cometidas. De lo que huyo es de mi propio pasado. No sé quién es mi padre ni cuál es su historia. Si tuviera ocasión de conocer mi pasado, aunque fuera triste, ¿elegiría saberlo o no saberlo? Es el dilema de mi vida.

Estás llena de contradicciones -replicó Anti-Javurma.

¡Eso a Johnny Cash no le importaría! -terció Madame Mi Alma Exiliada.

Decidme, ¿qué puedo hacer yo, como una turca cualquiera de hoy, para aliviar vuestro dolor?

Hasta ahora ningún turco les había hecho esta pregunta a los armenios del Café Constantinopolis. Antes habían tenido dos visitantes turcos, ambos acalorados jóvenes nacionalistas que aparecieron de pronto con la aparente intención de demostrar que los turcos no habían hecho nada malo a los armenios, sino que fueron los armenios quienes se rebelaron contra el régimen otomano y mataron a los turcos. Uno de ellos había llegado incluso a sostener que si el régimen otomano hubiera sido tan atroz como decían, ahora no quedarían armenios para hablar de todo eso. El hecho de que hubiera tantos armenios hablando mal de los turcos era un claro indicio de que los otomanos no los habían perseguido.

Hasta ahora la relación del Café Constantinopolis con los turcos había consistido básicamente en un airado intercambio de difamaciones y soliloquios. Esta vez el tono era radicalmente distinto.

Tu gobierno podría pedir perdón -sugirió Triste Convivencia.

¿Mi gobierno? Yo no tengo nada que ver con el gobierno -escribió Asya, pensando en el Dibujante Dipsómano, perseguido por dibujar al primer ministro como un pingüino-. ¡Oye, que yo soy nihilista! -Estuvo a punto de mencionar su manifiesto personal de nihilismo.

Pues podrías pedir perdón tú misma -se entrometió Anti-Javurma.

¿Tú quieres que pida perdón por algo con lo que no tengo nada que ver?

– Tú lo has dicho -apuntó Lady Pavo Real/Siramark-. Todos nacemos en un tiempo continuo, y el pasado sigue viviendo en el presente. Venimos de una estirpe familiar, de una cultura, de una nación. ¿O me vas a decir que el pasado, pasado está?

Asya miraba la pantalla perpleja, como si en medio de una presentación se le hubiera olvidado el texto. Acarició, distraída, la cabeza de Sultán Quinto varias veces antes de que sus dedos volvieran al teclado.

¿Soy responsable del crimen de mi padre? -preguntó Una Chica Llamada Turca.

Eres responsable de reconocer el crimen de tu padre -contestó Anti-Javurma.

Asya parecía confusa por la brusquedad de aquella frase, un poco irritada, pero también intrigada. Bajo el resplandor de la pantalla, su rostro se veía pálido e inmóvil. Siempre había intentado distanciar todo lo posible su pasado del futuro que esperaba lograr, confiando en que, por mucha carga que llevaran los recuerdos, por oscuros o deprimentes que fueran, el pasado no la devoraría. Pero lo cierto es que, por más que odiara admitirlo, sabía que el pasado vivía, efectivamente, en el presente.

Toda mi vida he querido no tener pasado. Ser bastarda no es carecer de padre, sino carecer de pasado… ¡Y ahora me pedís que asimile el pasado y pida perdón por un padre que no conozco!

No hubo respuesta, pero Asya tampoco parecía esperarla. Siguió tecleando como si sus dedos tuvieran voluntad propia, como si navegara con los ojos cerrados.

Aun así, tal vez es justamente no tener pasado lo que al final me ayudará a comprender vuestro apego a la historia. Sé reconocer la importancia de la continuidad en la memoria humana. Eso sí… Y sí, pido perdón por todo el sufrimiento que mis antepasados hayan creado a vuestros antepasados.

Anti-Javurma no estaba satisfecho.

La verdad es que no significa gran cosa que nos pidas perdón a nosotros -terció-. Pide perdón delante del gobierno turco.

¡Venga ya! -Armanoush tiró de pronto del teclado, incapaz de resistirse al impulso de interrumpir-. Soy Madame Mi Alma Exiliada. ¿Y qué va a conseguir con eso, aparte unos cuantos problemas?

¡Pues tiene que apechugar con ese problema si es sincera! -saltó Anti-Javurma.

Pero antes de que nadie pudiera responder, apareció un comentario totalmente inesperado.

Bueno, la verdad es, queridas Madame Mi Alma Exiliada y Una Chica Llamada Turca, que entre los armenios en la diáspora hay quien no quiere que los turcos reconozcan jamás el genocidio. Porque entonces nos quitarían la alfombra bajo los pies y nos arrebatarían el lazo más fuerte que nos une. Igual que los turcos tienen por costumbre negar sus malas obras, los armenios tienen por costumbre recrearse en el victimismo. Por lo visto hay ciertas viejas costumbres que habría que cambiar en ambos bandos.

Era Barón Baghdassarian.


– Siguen despiertas. -La tía Feride paseaba de un lado a otro junto a la puerta de la habitación de las chicas-. ¿Pasará algo?

Las mujeres mayores se habían ido a dormir, también la tía Cevriye, como buena y disciplinada maestra que era. La tía Zeliha se había quedado frita en el sofá.

– ¿Por qué no te vas a dormir, hermana? Yo vigilaré la puerta para ver que estén bien. -La tía Banu le dio un apretón en el hombro. Cada vez que su enfermedad empeoraba, la tía Feride se aterrorizaba ante un posible mal procedente de cualquier cosa o persona del mundo exterior-. Deja que haga guardia yo esta noche -sonrió la tía Banu-. Tú vete a la cama. No olvides que tu mente es una desconocida por las noches. No hables con desconocidos.

– Sí -asintió la tía Feride, y por un momento pareció una niña pequeña conmovida por un cuento. Visiblemente más tranquila, se dirigió arrastrando los pies hacia su habitación.


En cuanto desconectaron, Armanoush miró el reloj. Era hora de llamar a su madre. Esa semana la había llamado todos los días a la misma hora, y Rose le había reprochado cada vez que no llamara más a menudo. Intentando no alterarse por aquella invariable costumbre, marcó el número y esperó que su madre contestara.

– ¡¡¡Amy!!! -La voz de Rose se convirtió en un chillido-. Cariño, ¿eres tú?

– Sí, mamá, ¿cómo estás?

– ¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? -repitió Rose. Parecía desconcertada y su voz sonaba apagada-. Mira, ahora mismo tengo que colgar, pero prométeme, prométeme que me llamas en diez… no, diez va a ser poco… en quince minutos exactamente. Ahora tengo que colgar para aclararme las ideas, y luego espero tu llamada. Prométemelo, prométemelo -farfulló histérica.

– Vale, vale, mamá, te lo prometo -balbuceó Armanoush-. Mamá, ¿estás bien? ¿Qué pasa? -Pero Rose ya había colgado.

Confusa, pálida y desolada, todavía con el teléfono en la mano, Armanoush miró a Asya.

– Mi madre me ha pedido que la llame luego, en lugar de preguntarme por qué no la había llamado antes. Es rarísimo. Es rarísimo en ella.

– Tranquila. -Asya se movió en la cama y asomó la cabeza entre las mantas-. A lo mejor es que iba conduciendo y no podía hablar.

Pero Armanoush negó con la cabeza, con una sombra de miedo en la cara.

– Ay, Dios, ha pasado algo. Ha pasado algo horrible.


Con los ojos hinchados de llorar y la nariz colorada, Rose cogió un pañuelo de papel y estalló de nuevo en lágrimas. Siempre compraba los mismos pañuelos en la misma tienda: Sparkle, fuertes y absorbentes. La marca fabricaba tres modelos diferentes, y el favorito de Rose se llamaba «Mi Destino». En los pañuelos aparecían impresas imágenes de conchas, peces y barcos, todo en azul, y entre ellas nadaban estas palabras: NO PUEDO CAMBIAR LA DIRECCIÓN DEL VIENTO, PERO PUEDO AJUSTAR LAS VELAS PARA LLEGAR SIEMPRE A MI DESTINO.

A Rose le gustaba el eslogan. Además, la tinta azul de las imágenes hacía juego con el color de los azulejos de la cocina, la parte de la casa de la que más orgullosa estaba. A pesar de que al principio, cuando compraron la casa, la cocina le encantó, Rose enseguida se puso a remodelarla, añadiendo estantes, un botellero lacado para treinta y seis botellas (aunque ni ella ni Mustafa bebían) y taburetes giratorios de roble por todas partes. Ahora, presa de una nueva oleada de pánico, se dejó caer en uno de los taburetes.

– Ay, Dios mío, tenemos quince minutos. ¿Qué le vamos a decir? Solo tenemos quince minutos para decidir -gritó.

– Rose, cariño, cálmate, por favor -dijo Mustafa, levantándose de su silla. A él no le gustaban los taburetes, de manera que tenía dos sólidas sillas de madera de pino, una para él y la otra también para él. Se acercó a su mujer y le cogió la mano, con la esperanza de mitigar un poco su preocupación-. Tienes que estar tranquila, muy tranquila, ¿entiendes? Y muy tranquila le vas a preguntar dónde está. Es lo primero que debes preguntarle, ¿vale?

– ¿Y si no me lo dice?

– Te lo dirá. Tú se lo preguntas con calma, y ella te responderá con calma -aseguró Mustafa, hablando despacio-. Pero nada de regañarla, ¿eh? Tienes que relajarte. Toma, bebe un poco de agua.

Rose cogió el vaso con manos temblorosas.

– Pero ¿cómo es posible? ¡Mi niña me ha mentido! Qué tonta he sido al fiarme de ella. Todo este tiempo pensando que estaba en San Francisco con su abuela, y ahora resulta que le ha mentido a todo el mundo… Y ahora su abuela… ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo se lo voy a decir?

El día anterior, mientras los dos estaban en la cocina, ella haciendo tortitas y él leyendo el Arizona Daily Star, sonó de pronto el teléfono. Rose contestó con la espátula en la mano. Era su ex marido, Barsam Tchajmajchian, desde San Francisco.

¿Cuántos años llevaban sin intercambiar una palabra? Después del divorcio se vieron obligados a hablar a menudo de su hija. Pero luego, a medida que Armanoush crecía, las charlas se fueron espaciando hasta desaparecer por completo. De su breve matrimonio solo quedaban dos cosas: resentimiento mutuo y una hija.

– Siento molestarte, Rose -comenzó Barsam, con voz seca pero agotada-. Es que es una emergencia. Tengo que hablar con mi hija.

– Nuestra hija -le contestó Rose cortante. En cuanto la frase salió de su boca, se arrepintió de su brusquedad.

– Rose, por favor, tengo que darle a Armanoush una mala noticia. ¿Quieres decirle que se ponga, por favor? No contesta el móvil y por eso la llamo ahí a tu casa.

– Espera… espera… ¿Es que no está ahí?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No está ahí contigo en San Francisco? -A Rose le temblaban los labios de pánico.

Barsam se preguntó si su ex mujer estaría jugando a algo. Intentó disimular su irritación.

– No, Rose, Armanoush decidió volver a Arizona para pasar ahí las vacaciones de primavera.

– ¡¡Ay, Dios mío!! ¡Pero si aquí no está! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está? -Rose se echó a llorar, con uno de aquellos ataques de ansiedad que creía superados hacía tiempo.

– Rose, ¿quieres calmarte, por favor? No sé qué está pasando, pero seguro que habrá alguna explicación. Confío en Armanoush con todo mi corazón. Estoy seguro de que no hará nada malo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

– Ayer. Me llama todos los días… ¡desde San Francisco!

Barsam guardó silencio. No dijo que Armanoush también le llamaba a él todos los días, aunque desde Arizona.

– Eso es bueno, eso significa que está bien. Tenemos que confiar en ella. Es una chica inteligente y formal, tú lo sabes. Mira, la próxima vez que llame dile que me llame a mí, ¿vale? Dile que es urgente. ¿Lo has entendido, Rose? ¿Le vas a decir que me llame?

– ¡¡Ay, Dios mío!! -Rose sollozaba con más fuerza. Pero de pronto se le ocurrió preguntar-: Barsam, has dicho que había malas noticias. ¿Qué ha pasado?

– Ah… -Se hizo un pesado silencio-. Es mi madre… -No pudo terminar la frase-. Dile a Armanoush que la abuela Shushan ha muerto mientras dormía. Esta mañana ya no se ha despertado.


Jamás habían sido tan lentos quince minutos. Armanoush paseaba por la habitación bajo la mirada preocupada de Asya. Por fin llegó el momento de volver a llamar a su madre. Esta vez Rose contestó al instante.

– Amy, te voy a preguntar solo una cosa y me vas a decir la verdad. Prométeme que me vas a decir la verdad.

Armanoush notó un vahído de miedo en el vientre.

– ¿Dónde estás? -preguntó Rose ronca, con la voz rota-. ¡Nos has mentido! No estás en San Francisco, no estás en Arizona. ¿Dónde estás?

Armanoush tragó saliva.

– Mamá, estoy en Estambul.

– ¿Qué?

– Mamá, ya te lo explicaré, pero por favor, cálmate.

Rose echaba chispas por los ojos de pura indignación. Odiaba que todo el mundo le dijera que se calmara.

– Mamá, siento muchísimo haberte preocupado tanto. No debería haber hecho esto y lo siento. Pero no tienes de qué preocuparte, de verdad.

Rose tapó el teléfono con la mano.

– ¡¡Mi niña está en Estambul!! -le dijo a su marido con cierto tono de reproche, como si fuera culpa suya. Luego chilló en el auricular-: ¿Y qué demonios estás haciendo ahí?

– Pues estoy en casa de tu suegra. Es una familia maravillosa.

Rose, estupefacta, se volvió hacia Mustafa y esta vez el tono de reproche fue más duro:

– ¡Está en casa de tu familia!

Pero antes de que Mustafa Kazancı, lívido y alarmado, pudiera articular una palabra, ella volvió al teléfono:

– Vamos para allá. No se te ocurra desaparecer. Vamos para allá. ¡Y no vuelvas a apagar el móvil! -Con estas palabras, colgó.

– ¿De qué coño estás hablando? -Mustafa le apretó el brazo con más fuerza de la que pretendía-. Yo no voy a ningún lado.

– Tú sí que vas. Vamos los dos. ¡Mi única hija está en Estambul! -chilló, como si hubieran secuestrado a Armanoush.

– No puedo dejar el trabajo ahora.

– Te puedes tomar unos días. Y si no, me voy yo sola -saltó Rose, o alguien que parecía Rose-. Vamos, nos aseguramos de que está bien, la recogemos y nos la traemos a casa.


Esa noche, cuando estaban a punto de acostarse, sonó el teléfono de la familia Kazancı.

– Quiera Alá que no sea nada malo -susurró Petite-Ma desde la cama, con el rosario en la mano y una sombra de ansiedad en el rostro. Tendió la mano hacia el vaso de agua con la dentadura postiza y, sin dejar de rezar, bebió un sorbo. Solo el agua podía apagar el miedo.

La tía Feride, todavía despierta, cogió el teléfono. Era la más charlatana y comunicativa de la familia hablando por teléfono.

– ¿Diga?

– Hola, Feride, ¿eres tú? -preguntó una voz masculina. Y sin aguardar respuesta añadió-: Soy yo… desde América… Mustafa…

La tía Feride sonrió, encantada al oír la voz de su hermano.

– ¿Por qué no nos llamas más a menudo? ¿Cómo estás? ¿Cuándo vas a venir a vernos?

– Escucha, cariño, por favor… ¿Está Amy… Armanoush ahí?

– Sí, sí, claro, nos la mandaste tú. La queremos mucho -contestó radiante la tía Feride-. ¿Por qué no habéis venido con ella, tu mujer y tú?

Mustafa se quedó callado y frunció la frente, incómodo. A su espalda, detrás de la ventana, se extendía la tierra de Arizona, siempre fiable, siempre reservada. Con el tiempo había aprendido a apreciar el desierto, su infinitud mitigaba el miedo a mirar atrás, su tranquilidad aliviaba el miedo a la muerte. En momentos así se acordaba, como si su cuerpo tuviera memoria con voluntad propia, del destino que aguardaba a todos los hombres de la familia. En momentos así se sentía cerca del suicidio. Encontrar la muerte antes de que la muerte lo encontrara a él. Había vivido dos vidas y a veces la única manera de salvar el abismo entre las dos parecía ser silenciarlas al mismo tiempo: poner un brusco fin a ambas vidas. Pero apartó de sí aquella idea. Se oyó algo semejante a un suspiro. Tal vez era él. Tal vez era solo el desierto.

– Creo que sí iremos. Vamos a ir unos días para recoger a Amy y para veros… Vamos a ir.

Las palabras parecieron surgir sin esfuerzo, como si el tiempo no fuera una secuencia de líneas rotas sino una línea continua que se podía recomponer aunque estuviese fracturada. Mustafa iría de visita a su casa, como si no hubieran pasado veinte años desde que se había marchado.

Загрузка...