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Pasas sultanas

La milagrosa noticia de que Mustafa iría a visitarlas con su esposa americana provocó al instante una serie de reacciones en la casa Kazancı. La primera y más importante tuvo que ver con detergentes, jabones y otros productos de limpieza. En dos días se dejó la casa entera como los chorros del oro. Se limpiaron ventanas, se quitó el polvo a los estantes, se lavaron y plancharon cortinas, se frotó y se fregó el suelo de los tres pisos hasta la última baldosa. La tía Cevriye pasó un trapo, una por una, a todas las hojas de todas las plantas del salón, el geranio y la campánula, el romero y la aspérula. Hasta limpió las hojas del nomeolvides. Mientras tanto la tía Feride las sorprendió a todas sacando el encaje más precioso de su dote. Pero sin duda era la abuela Gülsüm la más entusiasmada con la noticia. Al principio se negó a creer que su hijo las visitaría después de tantos años, y cuando por fin la convencieron, se encerró en la cocina entre platos, cubiertos e ingredientes para preparar las recetas favoritas de su hijo predilecto. En la cocina flotaba ahora el denso aroma de los pasteles recién hechos. Ya había horneado dos clases distintas de börek (de espinacas y de queso feta), había preparado lentejas y estofado de cordero, y tenía lista la pasta de köfte para freirla en cuanto llegaran los invitados. Aunque estaba decidida a preparar otra media docena de platos antes de que acabara el día, lo más importante del menú de la abuela Gülsüm iba a ser el postre: ashura.



Durante su infancia y adolescencia, a Mustafa Kazancı le gustaba la ashura más que cualquier otro dulce, y siempre y cuando aquellos terribles productos de la cocina rápida americana no le hubieran estropeado los hábitos alimenticios, la abuela Gülsüm esperaba que se llevara una alegría al encontrarse a su llegada varios cuencos de su postre preferido en la nevera, como si la vida no hubiera cambiado y pudiera cogerla de nuevo tal y como la había dejado.

La ashura era símbolo de la continuidad y la estabilidad, epítome de los buenos días que vienen detrás de cada tormenta, por muy aterradora que esta sea.

La abuela había dejado en remojo los ingredientes el día anterior y ahora se estaba preparando para empezar a cocinar. Sacó un caldero enorme de un armario. El caldero es imprescindible para preparar ashura….


Armanoush había estado silenciosa y pensativa toda la mañana en la habitación de las chicas. No le apetecía salir ni hacer nada. Asya se quedó con ella jugando a la tavla y escuchando a Johnny Cash.

– ¡Seis doble! ¡Qué suerte tienes!


Pero Armanoush no mostró ninguna alegría por el resultado de la tirada. Más bien se quedó observando las fichas con una mueca sombría, como si esperara moverlas con la fuerza de su mirada.

– Tengo la horrible sensación de que ha pasado algo y mi madre no me lo ha contado.

– Por favor, no te preocupes -quiso tranquilizarla Asya, mordiendo el extremo del lápiz con ansia de nicotina-. Ya has hablado con tu madre y parecía estar bien. Y ahora gracias a ti van a venir a Estambul. Se van a reunir aquí contigo y pronto estarás de vuelta en tu casa…

Aunque Asya pretendía calmarla, aquellas palabras, curiosamente, parecieron una protesta. Lo cierto es que le daba pena que Armanoush se marchara tan pronto.

– No lo sé. Es una sensación que no puedo quitarme de encima. -Armanoush suspiró-. Mi madre no va nunca a ninguna parte, ni siquiera a Kentucky. Que venga a Estambul ya es para alucinar. Claro que por otra parte es muy típico de ella. No soporta perder el control de mi vida. Sería capaz de dar la vuelta al mundo solo para tenerme vigilada.

Mientras esperaba que Armanoush decidiera cómo mover las fichas, Asya se sentó sobre las piernas y elaboró un nuevo artículo de su manifiesto personal de nihilismo.


Artículo diez: si encuentras a una buena amiga, ten cuidado de no acostumbrarte a ella y olvidar que al final cada uno de nosotros está existencialmente solo y que tarde o temprano esta eterna soledad rebasará cualquier fortuita amistad.


Por inquieta que estuviera Armanoush, era evidente que su estado de ánimo no afectaba a su habilidad en el juego. Con el seis doble embistió por el tablero y asestó un buen golpe a su oponente al comerse tres fichas de golpe. ¡Victoria!

Asya clavó los dientes en el lápiz.


Artículo once: incluso si encuentras una buena amiga a la que te acostumbras tanto como para olvidar el artículo diez, recuerda siempre que, a pesar de todo, puede darte una buena paliza en otros aspectos de la vida. En la tavla, igual que en el nacimiento y en la muerte, todos estamos solos.


Con tres fichas fuera y solo dos casillas abiertas para salir, Asya necesitaba un cinco o un tres dobles. Ninguna otra tirada la salvaría de la derrota. Se escupió en las manos para darse suerte, elevó una oración al yinni de la tavla, a quien siempre había imaginado en forma de ogro mitad blanco mitad negro, con unos dados dando vueltas como locos a modo de ojos. Por fin tiró.

– Tres, dos.

– ¡Maldición! -No podía mover. Asya dio una palmada y gruñó.

– ¡Pobrecita! -exclamó Armanoush.

Asya dejó las tres fichas negras en la barra. En la calle un vendedor gritaba a pleno pulmón:

– ¡Pasas! ¡Tengo pasas sultanas! ¡Para niños y abuelas sin dientes, las pasas sultanas son buenas para todos!

Asya tuvo que alzar la voz por encima de la del vendedor.

– Seguro que tu madre está bien. Piénsalo, si no estuviera bien, ¿cómo iba a hacer un viaje tan largo, de Arizona a Estambul?

– Supongo que tienes razón. -Armanoush asintió con la cabeza y tiró de nuevo-. ¡Seis doble otra vez!

– ¡Eh! ¿Es que vas a sacar siempre seis doble? ¿Están los dados trucados o qué? -saltó Asya suspicaz-. ¿Me estás haciendo trampas?

Armanoush soltó una risita.

– Sí, vamos. ¡Ojalá supiera!

Pero justo cuando iba a colocar dos fichas blancas en una casilla libre, Armanoush se detuvo de golpe, pálida y ojerosa.

– ¡Ay, Dios mío! Pero ¿cómo no he caído antes? -exclamó angustiada-. No es mi madre, sino mi padre. Así es justo como reaccionaría mi madre si le hubiera pasado algo a mi padre… o a la familia de mi padre… ¡Ay, Dios mío, a mi padre le ha pasado algo!

– Pero bueno, eso no lo sabes. -Asya intentaba calmarla en vano-. ¿Cuándo has hablado con tu padre por última vez?

– Hace dos días. Le llamé desde Arizona y estaba bien, todo parecía normal.

– ¡Espera, espera, espera! ¿Cómo que le llamaste desde Arizona?

Armanoush se sonrojó.

– Mentí. -Luego se encogió de hombros, como para saborearla satisfacción de haber hecho algo malo, para variar-. Tuve que mentir a casi todo el mundo para poder venir. Si hubiera dicho que venía sola a Estambul, se habrían alarmado todos tanto que no me habrían dejado ir a ninguna parte. Así que pensé: «Me voy a Estambul y ya se lo contaré cuando vuelva». Mi padre cree que estoy en Arizona con mi madre, y mi madre piensa que estoy en San Francisco con mi padre. Bueno, por lo menos lo pensaba hasta ayer.

Su amiga se la quedó mirando con una incredulidad que pronto se desvaneció para dejar lugar a algo parecido a la admiración. Puede que Armanoush no fuera la chica inmaculada y obediente que Asya sospechaba. Tal vez en algún rincón de su luminoso universo había lugar para la oscuridad, la suciedad y la perversión. Aquella confesión, lejos de molestarla, aumentó su estima por Armanoush. Cerró el tablero de tavla y se lo metió bajo el brazo, una señal de aceptada derrota, aunque Armanoush no podía conocer aquel gesto que tenía que ver con la cultura turca.

– Pues yo no creo que haya pasado nada… Pero bueno, ¿por qué no llamas a tu padre?

Armanoush, como si hubiera esperado estas palabras para entrar en acción, cogió el teléfono. Con la diferencia horaria, en San Francisco era muy temprano.

Contestaron al primer timbrazo, y no era la abuela Shushan, como de costumbre, sino su padre.

– Mi niña. -Barsam Tchajmajchian lanzó un suspiro de profundo cariño en cuanto oyó la voz de su hija. El extraño ruido que se oía en la línea les hacía a ambos conscientes de la distancia geográfica que los separaba-. Te iba a llamar esta mañana. Ya sé que estás en Estambul; me ha llamado tu madre para decírmelo. -Se produjo un breve y cargado silencio, pero Barsam Tchajmajchian no hizo ningún comentario, ni reproche-. Tu madre y yo estábamos muy preocupados por ti. Rose se va a Estambul con tu padrastro… Van a recogerte. Llegarán mañana al mediodía.

Ahora Armanoush se quedó pasmada. Algo pasaba. Algo muy grave. Que su padre y su madre hablaran, y no solo eso, que se pusieran al día, era un inequívoco presagio del Apocalipsis.

– Papá, ¿ha pasado algo?

Barsam Tchajmajchian guardó silencio, apenado por el peso de un recuerdo infantil que había surgido de pronto.

Cuando era pequeño, todos los años llegaba al barrio un hombre con una oscura capucha puntiaguda y una capa negra. Iba de puerta en puerta con el diácono de la iglesia. Era un sacerdote de la vieja patria en busca de niños inteligentes para llevárselos a Armenia y educarlos en el sacerdocio.

– Papá, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?

– Estoy bien, cariño. Te he echado de menos -fue todo lo que pudo contestar.

Barsam, de pequeño, estaba fascinado por la religión. Era el mejor alumno de la escuela parroquial, y, por tanto, el hombre de la capucha negra solía ir a menudo a su casa a hablar con Shushan del futuro del chico. Un día, mientras Barsam, su madre y el cura tomaban el té en la cocina, el sacerdote dijo que había llegado el momento de tomar una decisión.

Barsam Tchajmajchian jamás olvidaría el destello de miedo en los ojos de su madre. Por mucho que respetara al santo sacerdote, por mucho que le hubiera gustado ver a su hijo convertido en un hombre hecho y derecho con el atuendo pastoral, por mucho que deseara que su único hijo sirviera al Señor, Shushan no pudo evitar encogerse de miedo, como si se enfrentase a un secuestrador que quisiera arrebatarle a su niño. Dio tal respingo que la taza de té le tembló en la mano y se salpicó el vestido. El sacerdote asintió con la cabeza suavemente, amable, detectando la sombra de una oscura historia secreta en su pasado. Le dio unas palmaditas en la mano y la bendijo. Y luego se marchó para no volver jamás con aquella petición.

Ese día Barsam Tchajmajchian sintió algo que no había sentido nunca y no volvería a sentir: una hiriente y escalofriante premonición. Solo una madre que ya había perdido un hijo podía reaccionar con un miedo tan profundo ante la perspectiva de perder a otro. Shushan podía haber tenido otro hijo que en algún momento le arrebataron.

Ahora, llorando la muerte de su madre, no encontraba el coraje para contárselo a su hija.

– Papá, dime algo -le apremió Armanoush.

Su padre, igual que su madre, pertenecía a una familia deportada de Turquía en 1915. Sarkis Tchajmajchian y Shushan Stamboulian compartían algo; algo que sus hijos solo podrían intuir pero jamás comprender del todo. Había demasiados silencios esparcidos entre sus palabras. Al emigrar a Estados Unidos habían dejado otra vida en un país distinto, y sabían que por mucho que evocaran el pasado, y por mucha sinceridad que pusieran en ello, hay cosas que jamás pueden contarse.

Barsam recordó a su padre bailando un hale en torno a su madre, trazando círculos concéntricos con los brazos alzados como un pájaro al vuelo. La música comenzaba lenta y se aceleraba cada vez más, mientras los bailarines realizaban aquellos giros característicos de Oriente Próximo que los niños no podían por menos que contemplar embobados. La música era el vestigio más vívido que le quedaba de su niñez. Durante años Barsam había tocado el clarinete en un grupo armenio y danzado con el traje tradicional: bombachos negros y camisa amarilla. Recordaba salir de su casa vestido así mientras los otros niños de su barrio no armenio lo miraban burlones. Siempre esperaba que los niños olvidaran lo que habían visto, o que no se molestaran en reírse de él. Y siempre sucedía lo contrario.

Mientras le apuntaban a una actividad armenia tras otra, lo que él quería de verdad era ser como ellos, nada más, nada menos: ser americano y librarse de su oscura piel armenia. Años después, su madre todavía se lo reprochaba de vez en cuando, recordándole que de pequeño le había preguntado al vecino de arriba, un americano de origen holandés, qué jabón utilizaban ellos para lavarse, porque él quería ser igual de blanco. Ahora que, con la pérdida de su madre los recuerdos de su infancia surgían a borbotones, Barsam Tchajmajchian no podía evitar sentirse culpable por haber olvidado tan deprisa el poco armenio que aprendió de niño. Se arrepentía de no haber aprendido más de su madre, y no habérselo enseñado a su hija.

– Papá, ¿por qué no dices nada? -preguntó Armanoush con voz asustada.

– ¿Te acuerdas del campamento al que fuiste de adolescente?

– Sí, claro.

– ¿Alguna vez te enfadaste conmigo por no haberte vuelto a mandar allí?

– Papá, fui yo la que no quise volver, ¿no te acuerdas? Al principio era divertido, pero luego decidí que ya era demasiado madura para el campamento. Fui yo la que te pedí que no me mandaras al año siguiente…

– Es verdad -vaciló Barsam-. Pero te podía haber buscado otro campamento para chicos armenios de tu edad.

– Papá, ¿a qué viene esto ahora? -Armanoush estaba a punto de echarse a llorar.

Barsam no tuvo valor para decírselo. No así, no por teléfono. No quería que se enterara de la muerte de su abuela estando sola a miles de kilómetros de distancia. Mientras mascullaba algo para distraerla, fue levantando suavemente la voz por encima de un murmullo de fondo. El sordo murmullo de una reunión. Parecía que estuviera allí toda la familia, parientes y amigos y vecinos bajo el mismo techo, lo cual, como Armanoush bien dedujo, solo podía indicar dos cosas: o alguien se había casado o alguien se había muerto.

– ¿Qué pasa? ¿Dónde está la abuela Shushan? -preguntó con voz queda-. Quiero hablar con la abuela.

Fue entonces cuando Barsam Tchajmajchian se obligó a decírselo.


La tía Zeliha llevaba toda la tarde paseando de un lado a otro de su habitación con una briosa energía que no sabía cómo contener. No podía contarle a nadie de la casa lo mal que se sentía, y cuanto más enterraba sus sentimientos, peor se sentía. Primero pensó en prepararse alguna infusión relajante en la cocina, pero el pesado olor de tanta comida casi la hizo vomitar. Luego fue al salón para ver la tele, sin embargo, al encontrar allí a dos de sus hermanas limpiando frenéticas mientras charlaban con gran excitación sobre el día siguiente, cambió de opinión al instante.


De nuevo en su habitación, la mujer cerró la puerta, encendió un cigarrillo y sacó a la compañera que guardaba bajo la cama para esos días malos: una botella de vodka. Bebió primero apresuradamente y luego cada vez más aletargada, hasta acabar con un tercio de la botella. Ahora, después de cuatro cigarrillos y seis copas, ya no estaba ansiosa; en realidad, no sentía nada, aparte de hambre. Lo único que tenía para comer en la habitación era un paquete de pasas sultanas que había comprado al flaco vendedor que voceaba delante de la casa esa tarde.

Cuando se había tomado media botella y solo le quedaban un puñado de pasas, sonó su móvil. Era Aram.

– No quiero que te quedes en esa casa esta noche -fue lo primero que dijo-. Ni mañana ni el día después. De hecho, no quiero que pases ni un solo día lejos de mí el resto de mi vida.

La tía Zeliha, por toda respuesta, soltó una risita.

– Por favor, amor mío, vente a mi casa. Sal de ahí ahora mismo. Ya te he comprado un cepillo de dientes. ¡Y hasta tengo una toalla limpia! -intentó bromear Aram, pero se detuvo a medio camino-. Quédate conmigo hasta que se haya ido.

– ¿Y cómo voy a explicar mi ausencia a mi querida familia, eh? -gruñó la tía Zeliha.

– Tú no tienes que dar explicaciones -imploró Aram-. Mira, es una de las ventajas de ser la oveja negra de la familia. Seguro que, hagas lo que hagas, a nadie le va a extrañar tanto. Ven. Por favor, quédate conmigo.

– ¿Y qué le digo a Asya?

– Nada. No tienes que decir nada, ya lo sabes.

La tía Zeliha, aferrando con fuerza el teléfono, se acurrucó en posición fetal. Cerró los ojos, dispuesta a echarse a dormir, pero logró reunir la energía necesaria para añadir:

– Aram, ¿cuándo terminará todo esto? Esta amnesia compulsiva, este olvido perpetuo. No decir nada, no recordar nada, no revelar nada, ni a ellos ni a mí misma… ¿Se acabará alguna vez?

– No pienses ahora en eso -intentó calmarla Aram-. Date un respiro. No seas tan dura contigo misma. Ven a mi casa mañana a primera hora.

– Ay, amor mío… ojalá pudiera… -La tía Zeliha apartó su cara angustiada, como si él pudiera verla por el teléfono-. Esperan que vaya al aeropuerto a recibirles. Yo soy la única que conduzco de la familia, ¿no te acuerdas?

Aram guardó silencio, cediendo.

– No te preocupes -susurró la tía Zeliha-. Te quiero… te quiero mucho… Anda, vamos a dormir.

En cuanto colgó, la tía Zeliha cayó en un profundo sueño. Al día siguiente no recordaba cómo había desconectado el móvil, había guardado el vodka, había dejado la colilla en el cenicero, había apagado la luz y se había metido en la cama. Despertó con un espantoso dolor de cabeza y echando en falta una de sus mantas.


– ¿Hace frío en Estambul? ¿Tendría que haber traído ropa de más abrigo? -preguntó Rose, a pesar de que había tres razones principales para no preguntar: que ya lo había preguntado antes, que ya había hecho el equipaje y que en ese momento iban de camino al aeropuerto de Tucson y era demasiado tarde para preguntarse todo eso.

Mustafa Kazancı, tentado como estaba de recordarle a su mujer esas tres razones, mantuvo la vista clavada en la carretera y negó con la cabeza.

El día del viaje, Rose y Mustafa salieron de casa a las cuatro de la tarde para ir en coche al aeropuerto. Volarían primero de Tucson a San Francisco y luego de San Francisco a Estambul. Como era su primer viaje a un país donde el inglés no era la lengua principal y la gente no tomaba tortitas cubiertas de sirope de arce por las mañanas, Rose estaba a la vez ilusionada y angustiada. Lo cierto es que no tenía nada de aventurera, y de no ser por aquel soñado viaje a Bangkok, tan deseado pero nunca realizado, Mustafa y ella no tendrían ni pasaporte. Lo más cerca que había estado de un viaje internacional eran los seis DVD de la colección Descubrir Europa. Con ellos se había hecho una idea de lo que era Turquía: una idea mucho más coherente que los datos sueltos que a Mustafa se le escapaban de vez en cuando durante sus muchos años de matrimonio. El problema, sin embargo, era que Rose había visto los seis DVD de una sentada y que el episodio de Viaje a Turquía resultó ser el último, esto es, después de los que mostraban las Islas Británicas, Francia, España, Portugal, Alemania, Austria, Suiza, Italia, Grecia e Israel, y ahora no podía discernir si las escenas que le venían a la cabeza serían de Turquía o de algún otro país. Los DVD de Descubrir Europa venían muy bien para propósitos educativos, sobre todo para las familias americanas sin tiempo, medios o ganas de viajar al extranjero, pero los productores deberían haber advertido a los espectadores que no vieran los seis discos seguidos, que nadie «viajara» a más de un país por sesión.

En el Aeropuerto Internacional de Tucson fueron a ver todas las tiendas, incluido un quiosco y un puesto de recuerdos. A pesar del ostentoso cartel de AEROPUERTO INTERNACIONAL (título conferido por los vuelos a México, que quedaba solo a una hora en coche), el aeropuerto era tan modesto que parecía una terminal de autobuses, y ni siquiera Starbucks se había molestado en abrir una cafetería allí. De todas formas, en la tienda de recuerdos Rose encontró numerosos regalos para la familia de Mustafa. A pesar de lo improvisado del viaje y su constante preocupación por su hija, por no mencionar la inquietud de no saber cómo iba a contarle lo de la muerte de su abuela, cuando se acercaba la hora de la salida Rose había entrado en una especie de estupor de turista. Buscando un regalo especial para cada miembro de la familia de mujeres de Mustafa, examinó con atención la mercancía de cada estante, aunque no había muchas opciones. Libretas con forma de cactus, llaveros con forma de cactus, imanes con forma de cactus, vasos de tequila con dibujos de cactus, toda una serie de chucherías y baratijas con imágenes, si no de cactus, de lagartos o coyotes. Al final Rose compró un regalo para cada una de las Kazancı (exactamente el mismo, para ser precisos) compuesto de un lápiz multicolor con forma de cactus y la leyenda: I LOVE ARIZONA, una camiseta blanca con el mapa de Arizona impreso, un calendario con fotos del Gran Cañón, una enorme taza con las palabras: PERO ES UN CALOR SECO, y un imán de nevera con un auténtico cactus enano. También compró dos pantalones cortos de flores, parecidos a los que llevaba en ese momento, por si alguien quería probárselos en Estambul.

Tras vivir en Tucson más de veinte años, Rose, que había sido una chica de Kentucky, llevaba la palabra «Arizona» escrita en la frente. No solo se notaba por la tradicional ropa informal (camisetas ligeras, vaqueros cortos y sombreros de paja), o por las gafas de sol que parecían pegadas a su cara, sino que además todos sus gestos irradiaban el estilo de Arizona. Rose estaba a punto de cumplir cuarenta y seis años, pero tenía la actitud vivaz y alegre de una oficial de juzgado retirada que, habiendo tenido muy pocas ocasiones en su vida de llevar vestidos de flores, ahora los disfrutaba al extremo. Lo cierto es que había muchas cosas que Rose, a su edad, deploraba profundamente no haber hecho, entre ellas tener más hijos. Cómo lamentaba no haber tenido otro hijo cuando todavía podía. Mustafa no deseaba tener hijos y durante mucho tiempo a Rose no le importó, sin llegar jamás a sospechar que llegaría a arrepentirse de su decisión. Tal vez eran gajes del oficio: al pasarse el día entero rodeada de alumnos de ocho años, jamás advirtió la falta de niños en su propia vida. A pesar de todo, en general su matrimonio con Mustafa había sido feliz. Formaban una pareja menos unida por la pasión que por el consuelo que ofrecían los hábitos adquiridos, pero de todas formas era mucho mejor que otras miles que sostenían ser de esencia romántica. Había sido un guiño del destino, teniendo en cuenta que empezó a salir con Mustafa solo para vengarse de los Tchajmajchian. No obstante, cuanto más iba conociéndolo, más le gustaba y lo deseaba. Aunque el atractivo de las aventuras románticas le habían llevado a anhelar de vez en cuando una vida distinta con otro hombre, podía darse por satisfecha.

– Deja la salsa -dijo Mustafa, viendo que Rose iba a comprar una salsa mexicana picante envasada en una botella con forma de cactus-. Créeme, Rose, no la necesitarás en Estambul.

– ¿Ah, no? ¿Es picante la cocina turca?

Para esta y otras preguntas dolorosamente obvias, Mustafa solo tenía respuestas inciertas. Después de tantos años de absoluto desapego, se había ido alejando de la cultura turca, que ahora le parecía un dibujo sobre un pergamino borrado lentamente por el sol y el viento. Sin darse cuenta, Estambul se había convertido en una ciudad fantasma para él, una ciudad que no tenía realidad alguna excepto la de aparecer de vez en cuando en sus sueños. Por mucho que le gustaran en otra época los diversos barrios de la ciudad, sus personajes y su cultura, desde que se afincó en Estados Unidos su relación con Estambul y casi todo lo relacionado con ella se había ido entumeciendo poco a poco.

Pero una cosa era alejarse de la ciudad donde había nacido, y otra muy distinta apartarse tanto de su propia familia. A Mustafa Kazancı no le importaba demasiado refugiarse para siempre en Estados Unidos, como si no tuviera un país al que volver, ni vivir la vida siempre hacia delante, sin recuerdos que evocar. No obstante, convertirse en un extranjero sin antepasados, en un hombre sin infancia, sí le inquietaba. A lo largo de los años hubo momentos en los que estuvo tentado, a su manera, de volver a ver a su familia y enfrentarse a la persona que había sido, pero descubrió que no era fácil y que con los años seguía sin serlo. Consciente de que cada vez estaba más distanciado de su pasado, había terminado por cortar todos los lazos. Era lo mejor, tanto para él como para las personas a quienes había herido en otra época. América era ahora su casa. Aunque, a decir verdad, más que Arizona o ningún otro lugar, donde había decidido asentarse y establecer su hogar era el futuro, y su hogar era una casa con la puerta trasera cerrada al pasado.

Mustafa iba visiblemente pensativo y retraído en el avión. Mientras despegaban se sentó muy quieto y apenas cambió de posición, ni siquiera después de alcanzar la altura de crucero. Estaba cansado, aquel viaje obligatorio que acababa de empezar lo agotaba.

Rose, por el contrario, hervía de nervios y excitación. Bebió una taza tras otra del mal café del avión, se comió el parco aperitivo que sirvieron, hojeó la revista de su asiento, vio Bridget Jones: sobreviviré, aunque ya la había visto, se enzarzó en una larga cháchara con la anciana que se sentaba a su lado (la mujer iba a San Francisco a ver a su hija mayor y conocer a su nieto recién nacido), y luego, cuando esta se quedó dormida, se dedicó a intentar responder las preguntas de historia que aparecían en la pantalla de vídeo.


¿Qué país sufrió más bajas en la Segunda Guerra Mundial?

a. Japón

b. Gran Bretaña

c. Francia

d. La Unión Soviética


¿Cómo se llamaba el protagonista de la novela de George Orwell 1984?

a. Winston Smith

b. Akaky Akakievich

c. Sir Francis Drake

d. Gregor Samsa


En la primera pregunta Rose eligió, convencida, la opción b, pero como no tenía ni idea de la segunda, imaginó que sería la a. Pronto se sorprendería al ver que se había equivocado en la primera y había acertado en la segunda. Si Amy fuera con ella, habría acertado las dos y desde luego no por casualidad. Le dolía el corazón al pensar en su hija. A pesar de todos sus conflictos y peleas, a pesar de todos sus fallos como madre, Rose todavía estaba segura de que su relación con Amy era buena. Tan segura como que Gran Bretaña era el país que había sufrido las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial.

Por fin aterrizaron en San Francisco.

Una vez en el aeropuerto Rose se sumergió en otro ataque de ansia consumista: comida para el camino. Tan descontenta se quedó con las migajas que le habían servido en el primer vuelo que decidió encargarse personalmente del asunto. Aunque Mustafa intentó por todos los medios explicarle que las líneas aéreas turcas, a diferencia de los vuelos interiores estadounidenses, servirían gran variedad de manjares, Rose quería tener el asunto bajo control antes de embarcar en un vuelo de doce horas.

Compró un paquete de cacahuetes, galletas de queso, galletas de chocolate, dos bolsas de patatas fritas, un puñado de barritas de cereales con miel y almendras, y varios paquetes de chicles. Lejos quedaba ya la idea de cuidar la línea por la mera razón de cuidar de algo, de cualquier cosa. Entonces era bastante joven y ansiaba demostrar a los Tchajmajchian que esa mujer a la que habían tildado de odar y que jamás habían considerado de los suyos, era en realidad una persona muy agradable y envidiable. Ahora, veinte años después, solo sonreía al pensar en la joven resentida que había sido.


Aunque su amargura hacia su primer marido y su familia no había desaparecido del todo, Rose había aprendido a convivir con sus fallos y limitaciones, incluidas sus anchas caderas y su barriga. Había estado haciendo y dejando el régimen durante tanto tiempo que ni siquiera se acordaba de cuándo abandonó las dietas de una vez por todas. Lo cierto es que Rose había conseguido librarse si no de los kilos, al menos de la necesidad de perderlos. Aquella urgencia desapareció. A Mustafa le gustaba tal como era. Él jamás criticaba su aspecto.

Oyeron la llamada para embarcar mientras hacían cola en un Wendy, esperando dos menús Big Bacon Classic y una patata con crema agria y cebolletas, por si lo que servían en las líneas aéreas turcas resultaba incomestible. Cogieron su pedido justo a tiempo y se dirigieron a la puerta donde tendrían que atravesar un control de seguridad específico para los vuelos intercontinentales, sobre todo los que tenían como destino Oriente Próximo. Rose observó preocupada al amable pero hosco oficial que registraba los regalos envueltos que había comprado en Tucson. El hombre sacó un lápiz con forma de cactus y lo blandió en el aire como si sacudiera el dedo para acusarla de algún delito que estuviera a punto de cometer.

Una vez en el avión, sin embargo, Rose se relajó enseguida y disfrutó de cada detalle de la experiencia: los diminutos y elegantes kits de viaje que distribuyeron, las almohadas, mantas y antifaces, el continuo servicio de bebidas interrumpido por bocadillos de pavo. No tardó en llegar la cena, arroz y pollo asado con una pequeña ensalada y verduras salteadas. En nuestros platos no hay productos porcinos, anunciaba un papelito que venía con la bandeja. Rose no pudo evitar sentirse culpable por las hamburguesas del Wendy.

– Tenías razón sobre la comida, está muy buena -comentó, sonriendo con timidez a su marido y dándole vueltas al postre entre las manos-. ¿Y esto qué es?

Ashura -contestó Mustafa, con la voz curiosamente ahogada al ver las pasas que decoraban el cuenco-. Antes era mi postre favorito. Seguro que mi madre ha preparado una buena olla desde que se ha enterado de que voy.

Por mucho que intentara alejar de su mente tales detalles, Mustafa no podía borrar la imagen de decenas de cuencos de cristal llenos de ashura en la nevera, listos para ser distribuidos entre los vecinos. A diferencia de otros postres, la ashura siempre se cocinaba para ser compartida, además de para la propia familia, y por tanto había que preparar una abundante cantidad. Cada tazón era símbolo de supervivencia, solidaridad y abundancia. La fascinación de Mustafa por aquel postre se descubrió cuando, a los siete años, le sorprendieron devorando los boles que le habían encargado distribuir puerta a puerta.

Todavía se acordaba de cuando esperaba en el silencio del edificio junto al konak, con la bandeja en las manos. En la bandeja había seis cuencos, cada uno para un vecino distinto. Primero picoteó las pasas de todos, seguro de que si se limitaba a eso nadie se daría cuenta. Pero luego siguió con la decoración de semillas de granada y avellanas tostadas, y antes de darse cuenta, se lo había comido todo: seis boles de ashura de golpe. Escondió los cuencos vacíos en el jardín. Los vecinos solían quedarse con los recipientes hasta devolverlos con alguna otra receta cocinada por ellos, muchas veces otra ashura. Por eso la familia Kazancı tardó algún tiempo en descubrir la fechoría de Mustafa. Y cuando la descubrieron, visiblemente avergonzados por su glotonería, su madre no le regañó; en cambio, desde entonces siempre tuvo ashura en la nevera, para él y solo para él.

– ¿Qué le apetece beber, caballero? -preguntó la azafata en turco, medio inclinada hacia él. Tenía los ojos de un azul zafiro y llevaba un chaleco exactamente del mismo color, con unas esponjosas nubes estampadas en la espalda.

Mustafa vaciló una fracción de segundo, no porque no supiera qué le apetecía beber, sino porque no supo en qué idioma contestar. Después de tantos años se sentía mucho más cómodo expresándose en inglés que en turco. Aun así, parecía poco natural, si no arrogante, dirigirse en inglés a una turca. Mustafa Kazancı había resuelto hasta entonces aquel dilema personal evitando hablar con turcos en Estados Unidos. Su actitud distante hacia sus compatriotas quedaba en evidencia en situaciones corrientes como aquella. Miró a su alrededor, buscando una salida, y al no encontrar ninguna cercana contestó por fin en turco:

– Zumo de tomate, por favor.

– No tenemos zumo de tomate. -La azafata le dedicó una alegre sonrisa, como si aquello le hiciera mucha gracia. Era una de esas empleadas devotas que jamás pierden la fe en las instituciones para las que trabajan, capaces de decir que no siempre con la misma expresión alegre-. ¿Le apetecería un bloody Mary?

Mustafa aceptó el denso combinado escarlata y se reclinó hacia atrás, con la frente cada vez más arrugada y los ojos avellana nublados. Entonces se dio cuenta de que Rose lo miraba fijamente, escudriñando sus movimientos con tanta atención como aprensión.

– ¿Qué pasa, cariño? -preguntó con expresión sombría-. Pareces nervioso. ¿Es porque vamos a ver a tu familia?

Ya habían hablado exhaustivamente de aquel viaje y no había mucho que añadir. Rose sabía que Mustafa no tenía ningunas ganas de ir a Estambul y no había hecho más que ceder ante su insistencia para que fueran juntos. Y aunque lo reconocía, no se puede decir que se sintiera agradecida. «Después de diecinueve años de matrimonio una mujer tiene derecho a pedirle a su marido un detalle», se dijo, mientras apretaba con ternura la mano de Mustafa.

Este gesto cogió a Mustafa desprevenido. Le asaltó una oleada de inmensa melancolía y se acercó a su mujer. De ella había aprendido dos cosas fundamentales sobre el amor: la primera, que a diferencia de lo que los románticos tan pomposamente sostenían, el amor era más un proceso gradual que un súbito estallido a primera vista, y la segunda, que él era capaz de amar.

Con los años se había acostumbrado a quererla y había encontrado en ella cierta tranquilidad. Rose, aunque exigente en extremo y difícil a veces, era también fiel a sí misma, descifrable y predecible; era un mapa de energías muy claro, y él conocía todas las posibles reacciones de esa energía. Rose jamás le desafiaba, ni jamás se enfrentaba de verdad a la vida; tenía un talento natural para adaptarse a su entorno. Era una amalgama de fuerzas encontradas que operaban sin esfuerzo por sí mismas, totalmente fuera del tiempo y por lo tanto fuera de las genealogías familiares. Después de conocerla, las tormentas familiares que tenía enconadas dentro se habían transformado en un lento pero sereno sentimiento, tal vez lo que más se parecía al amor verdadero. Puede que Rose no fuera una esposa perfecta en su primer matrimonio, ni consiguiera adaptarse a una extensa familia armenia, pero justamente por esa razón era el refugio ideal para un hombre como él, un hombre que trataba de huir de su extensa familia turca.

– ¿Estás bien? -repitió Rose, con la voz algo tensa esta vez.

Y en ese preciso instante, Mustafa Kazancı sufrió un ataque de ansiedad. Se puso pálido, tenía la sensación de que se ahogaba. No debería estar en aquel avión. No debería ir a Estambul. Rose tenía que haber ido sola a recoger a su hija y volver a casa… a casa. Cómo deseaba estar de vuelta en Arizona, donde todo estaba cubierto por el sereno flujo de la familiaridad.

– Creo que tengo que andar un poco -dijo, tendiéndole a Rose la bebida y levantándose para controlar lo que se estaba convirtiendo rápidamente en un ataque de pánico-. No es sano estar aquí sentado tantas horas.

Mientras caminaba hacia la parte trasera del avión por el estrecho pasillo, iba mirando a los pasajeros, algunos turcos, otros americanos, y unos pocos de otros países. Ejecutivos, periodistas, fotógrafos, diplomáticos, escritores de libros de viaje, estudiantes, madres con recién nacidos, absolutos desconocidos con los que se compartía el mismo espacio y hasta se podía compartir el mismo destino. Unos leían libros o periódicos, otros veían cómo el rey Arturo mataba a sus enemigos en un videojuego, mientras que algunos estaban inmersos en crucigramas. Una mujer morena de pelo oscuro, diez filas atrás, le miraba intensamente. Mustafa apartó la vista. Seguía siendo un hombre atractivo, no tanto por su cuerpo alto y musculoso, sus marcados rasgos y su pelo negro azabache, sino más bien por sus modales refinados y su elegante forma de vestir. Aunque a lo largo de su vida había llamado la atención de muchas mujeres, jamás le había sido infiel a la suya. Lo curioso era que cuanto más se alejaba de las mujeres, más parecía atraerlas.

Al pasar junto a la fila de la morena, advirtió incómodo que llevaba una falda muy corta y había cruzado las piernas de tal manera que era fácil imaginar que se le podría ver la ropa interior. No le gustó la desconcertante sensación que le produjo la minifalda: pesados y espinosos recuerdos de los que deseaba deshacerse de una vez por todas; la imagen de su hermana Zeliha, a la que siempre le habían gustado las minifaldas, correteando por las adoquinadas calles de Estambul con pasos tan apresurados como si quisiera escapar de su propia sombra. Mustafa pasó deprisa, apartando bruscamente la vista para evitar mirar donde no debía. Ahora que había alcanzado la madurez, a veces se preguntaba si le habían llegado a gustar las mujeres. Aparte de Rose, por supuesto. Claro que Rose no era una mujer. Rose era Rose.

En general había sido un buen padrastro para la hija de Rose. Aunque quería a Armanoush, no deseaba tener hijos propios. Nada de niños. Nadie sabía que en el fondo de su corazón no creía merecerlos. No estaba seguro de poder ser un buen padre. ¿A quién quería engañar? Sería un padre terrible. Incluso peor que su propio padre.

Recordó el día en que conoció a Rose en el pasillo de un supermercado. El tenía una lata de garbanzos en cada mano. El encuentro no fue muy romántico. A lo largo de los años habían hablado muchas veces de aquel día, burlándose de todos los detalles que recordaban. Ambos lo evocaban de forma distinta: Rose siempre decía que él estaba nervioso y tímido, mientras que él mencionaba el brillante pelo rubio de ella y su intrepidez, que inicialmente le había intimidado. Jamás volvió a sentirse intimidado por Rose. Al contrario, estar con Rose era como dejarse llevar por un sereno arroyo, sabiendo que jamás le ahogaría, una suave corriente sin sorpresas. No había tardado mucho en empezar a amarla.

Por las mañanas la observaba trajinar en la cocina. A los dos les encantaba aquel espacio, aunque por razones totalmente distintas. A Rose le gustaba mucho cocinar y se sentía cómoda haciéndolo. A Mustafa le gustaba observarla entre la multitud de detalles cotidianos: los trapos a juego con los azulejos; las tazas, suficientes para un regimiento; el charco de chocolate caliente endureciéndose en la encimera. Sobre todo le gustaba mirarle las manos cuando cortaba, troceaba y picaba. Verla hacer tortitas era una de las imágenes más tranquilizadoras que la vida le había otorgado jamás.

Al principio su madre y sus hermanas le escribían constantemente, preguntándole cómo le iba, cuándo iría a verlas. Hacían preguntas de las que él se empeñaba en huir y no dejaban de enviarle regalos, sobre todo su madre. Durante esos veinte años había vuelto a ver a su madre solo una vez, no en Estambul sino en Alemania. Durante un congreso de geólogos y gemólogos en Frankfurt, le había pedido que se reuniera con él. De modo que madre e hijo se vieron en Alemania, como habían hecho durante muchos años los refugiados políticos que no podían volver a Turquía.

En aquella época su madre estaba tan desesperada por verle que ni siquiera le reprochó no haber ido a Estambul. Era sorprendente lo rápido que la gente se acostumbraba a circunstancias tan anómalas.

Una vez en la parte trasera del avión, Mustafa Kazancı se detuvo frente a los servicios, detrás de dos hombres que hacían cola. Suspiró al recordar la tarde anterior. Rose no sabía que de camino a casa había pasado por una esquina de Tucson que visitaba en secreto de vez en cuando desde hacía diez años: la capilla del Tiradito.

Era un lugar modesto y apartado en el centro de Tucson, la única capilla de Estados Unidos dedicada al alma de un pecador, decía la placa histórica. El alma de un excomulgado, un «tiradito», un pequeño paria. Hoy en día nadie sabía gran cosa de su historia, que retrocedía hasta mediados del siglo XIX: quién era exactamente el pecador, cuál había sido su pecado y sobre todo, por qué le habían dedicado un santuario. Los inmigrantes mexicanos eran los que mejor lo conocían, pero estaban poco dispuestos a compartir con extraños su información. Sin embargo, a Mustafa Kazancı no le interesaban los detalles históricos. Le bastaba saber que el Tiradito era un buen hombre, al menos no peor que los demás. Aun así había cometido espantosas infamias, errores tan abyectos que le convirtieron en pecador para siempre. A pesar de todo, le habían dedicado algo de lo que muchos carecían: una capilla.

De manera que la tarde anterior Mustafa visitó el lugar, atormentado por sus pensamientos. Aunque era una ciudad pequeña, en Tucson había muchos lugares sagrados, y podía haber ido a una mezquita de haber querido. Lo cierto es que no era un hombre religioso y nunca lo había sido. No necesitaba templos ni escrituras sagradas. No iba al Tiradito a rezar. Iba porque era el único lugar sagrado que no le obligaba a convertirse en otra persona para ser bien recibido. Iba porque le gustaba la sensación que le daba el lugar, sin pretensiones, aunque gótico e imponente. La mezcla de espíritus mexicanos y costumbres americanas, las decenas de velas ofrecidas por distintas personas, tal vez pecadores también, los papeles doblados en los resquicios de las paredes, donde los visitantes confesaban y ocultaban sus pecados… Todo le atraía en su presente estado de ánimo.

– ¿Está usted bien, caballero? -Era la azafata de los ojos zafiro.

Él asintió con un gesto brusco y contestó, esta vez en inglés:

– Sí, gracias. Estoy bien. Solo un poco mareado…


Bajo la aterciopelada luz de una farola que se filtraba por las cortinas, la tía Zeliha yacía desmadejada con el móvil todavía en la mano, la botella de vodka apoyada contra la barbilla y el cigarrillo todavía encendido.

La tía Banu entró de puntillas en la habitación. Sofocó rápidamente la quemadura que avanzaba por la manta y apagó la colilla en el cenicero. Dejó el móvil en el armario, escondió la botella de vodka bajo la cama, tapó a su hermana y apagó la luz.

A continuación abrió las ventanas. Soplaba una fresca brisa marina de olor salado que se llevó el humo y el olor de la habitación. La tía Banu miró a su hermana pequeña. Estaba pálida y el cansancio la hacía parecer mucho mayor. Bajo la tenue luz amarillenta que entraba de la calle, el rostro de Zeliha se veía incandescente, como si el alcohol y la pena le hubieran dado un resplandor que rara vez se encuentra en la naturaleza. La tía Banu le dio un tierno beso en la frente, con lágrimas de compasión en los ojos. Luego miró a derecha e izquierda a sus dos yinn.

– ¿Qué vas a hacer, ama? -preguntó don Amargo, con cierto regodeo. No se molestaba en ocultar su placer al ver a su ama tan perturbada y perdida. Siempre le divertía ver la impotencia de los poderosos.

La tía Banu arrugó un poco la frente sin contestar.

Don Amargo dio un brinco y se sentó junto a la cama, demasiado cerca de la tía Zeliha que dormía profundamente. Sus ojos se iluminaron ante la idea que se le había ocurrido. De repente agarró el extremo de la sábana, con lo que casi despertó a la tía Zeliha, y se lo ató a la cabeza como un velo.

– Te voy a decir una cosa -declaró don Amargo con los brazos en jarras, fingiendo con su falsete voz de mujer-. Hay cosas en este mundo…

La tía Banu reconoció al instante a quién estaba imitando y notó un escalofrío.

– Hay cosas espantosas en este mundo de las que la gente buena, que Alá los bendiga a todos, no tiene ni la más remota idea. Y eso está muy bien, te lo aseguro. Está muy bien que no sepan nada de esas cosas, porque eso demuestra su buen corazón. Si no, no serían buenas personas, ¿verdad? Pero si alguna vez entras en un pozo de maldad, no recurrirás precisamente a esas personas en busca de ayuda.

La tía Banu se quedó mirando a don Amargo fascinada, pero el yinni se quitó la sábana de la cabeza y de un brinco regresó a su sitio, mirando hacia el lugar desde donde había hablado, listo para representar al segundo intérprete de su diálogo imaginario. Cogió las pasas que Zeliha había dejado y en un instante las dispuso mágicamente en el aire de modo que formaran un largo collar y varias pulseras. Se puso entonces el collar y las pulseras y sonrió. No era difícil saber a quién estaba imitando ahora. No era difícil reconocer el estilo de Asya.

Invadido por el encanto de su narcisista creatividad, don Amargo prosiguió:

– ¿Y tú crees que le pediría ayuda a un yinni malo, tía?

Don Amargo se quitó el collar y las pulseras, volvió a la cama, tapó de nuevo a Zeliha con la sábana y replicó en un tono más denso:

– Tal vez, cariño. Esperemos que nunca te haga falta.

– ¡Ya está bien! ¿Qué ha sido eso? -interrumpió furiosa la tía Banu, aunque conocía la respuesta.

– Eso… -don Amargo se inclinó y saludó como un humilde actor ante un atronador aplauso al final de su representación- ha sido un momento del pasado. Un pedazo de memoria.

Entonces se enderezó con veneno en los ojos y alzó la voz:

– ¡Es un recordatorio de tus propias palabras, ama!

La tía Banu se llevó tal susto que todo su cuerpo se estremeció. Había tal malevolencia en la mirada de aquella criatura que no supo explicarse por qué no la expulsaba de su vida de una vez por todas. ¿Cómo podía sentirse atraída así hacia él, como si compartieran un secreto impronunciable? La tía Banu jamás había tenido tanto miedo de su yinni.

Nunca había tenido tanto miedo de los actos que podría ser capaz de cometer ella misma.

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