Lavaron el cuerpo con jabón de Alepo, tan fragante, puro y verde como se dice que son las praderas del paraíso. Lo frotaron, lo limpiaron, lo aclararon y lo dejaron secar desnudo en la losa plana del patio de la mezquita antes de envolverlo en un sudario de algodón de tres piezas. Lo colocaron en un féretro y, a pesar del insistente consejo de los ancianos de enterrarlo ese mismo día, lo cargaron en un coche fúnebre para llevarlo directamente al domicilio Kazancı.
– ¡No podéis llevarlo a casa! -exclamó el esquelético encargado de lavar los muertos, bloqueando la salida del patio de la mezquita y mirando ceñudo a todos y cada uno de los presentes-. Ese hombre va a apestar, ¡por Alá! Lo estáis avergonzando.
Mientras pronunciaba esa última frase, empezó a lloviznar; escasas y reticentes gotas, como si la lluvia también quisiera interpretar un papel en todo aquello, pero todavía no hubiera decidido de qué bando estaba. Ese martes, el mes de marzo, sin duda el mes más desequilibrado y desequilibrante en Estambul, parecía haber cambiado de opinión una vez más y decidido que regresaba al invierno.
– Pero, hermano -gimoteó la tía Feride, integrando al instante a aquel hombre tan nervioso en el envolvente e igualitario cosmos de la esquizofrenia hebefrénica-, lo vamos a llevar a casa para que todo el mundo pueda verlo por última vez. Verás, mi hermano llevaba en el extranjero tantos años que casi habíamos olvidado su cara. Después de veinte años, por fin vuelve a Estambul y en el tercer día aquí exhala su último aliento. Su muerte ha sido tan inesperada que los vecinos y los parientes lejanos no se creerán que ya no está si no tienen la oportunidad de verlo muerto.
– Mujer, ¿estás loca? ¡Eso no existe en nuestra religión! -exclamó el hombre, esperando acallar con ello cualquier cosa que la otra tuviera pensado decir-. Los musulmanes no exhibimos a nuestros fallecidos en una vitrina. -Y con la expresión visiblemente endurecida, añadió-: Si los vecinos quieren verle, tendrán que visitar su tumba en el cementerio.
Mientras la tía Feride parecía reflexionar sobre esta sugerencia, la tía Cevriye, que estaba junto a ella, miró al hombre con una ceja alzada, como miraba a sus alumnos en los exámenes orales cuando quería que se dieran cuenta ellos solos de lo ilógica que había sido su respuesta.
– Pero, hermano -prosiguió la tía Feride, recobrándose al fin-. ¿Cómo van a verlo si estará en una tumba a dos metros bajo tierra?
El hombre arqueó las cejas exasperado, pero prefirió no contestar, advirtiendo por fin que era inútil discutir con aquellas mujeres.
La tía Feride se había teñido el pelo de negro esa mañana. Era su pelo de luto. Ahora movió la cabeza muy decidida y añadió:
– No te preocupes, puedes estar seguro de que no lo vamos a exhibir como hacen los cristianos en las películas.
El hombre, mirando con una mueca los ojos de la tía Feride en incesante movimiento y sus agitadas manos, se quedó inmóvil durante un insoportable minuto. Ahora parecía más inquieto que molesto, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que la tía Feride era la persona más loca que había visto jamás. Sus ojillos de hurón buscaron ayuda, y al no encontrarla se deslizaron hacia el cadáver que esperaba pacientemente a que tomaran una decisión sobre su destino, y por último volvió a mirar a las dos mujeres, pero si había un mensaje secreto en aquella mirada helada que iba y venía, ninguna de ellas logró descifrarlo.
En cambio, la tía Cevriye le dio una generosa propina.
De manera que el hombre cogió la propina y los Kazancı a su muerto.
En un instante formaron un convoy de cuatro vehículos. Encabezando la procesión iba el coche fúnebre, verde salvia como debe ser un coche fúnebre musulmán, puesto que el color negro está reservado a los funerales de las minorías: armenios, judíos y griegos. El ataúd estaba en la parte trasera del vehículo y como alguien tenía que ir con el muerto, Asya se ofreció voluntaria. Armanoush, con expresión confusa, le cogía con fuerza la mano, de manera que pareció que se habían ofrecido las dos juntas.
– No pienso permitir que vaya ninguna mujer sentada delante en un coche fúnebre -comentó el conductor, que guardaba un sorprendente parecido con el encargado de lavar los muertos. Tal vez fueran hermanos: uno de ellos lavaba los cadáveres y el otro los transportaba, y quizá hubiera un tercer hermano trabajando en el cementerio, encargado de enterrarlos.
– Pues tendrás que permitirlo porque no quedan más hombres en la familia -le reprendió la tía Zeliha desde atrás, con voz tan gélida que el hombre guardó silencio, posiblemente pensando que si de verdad no quedaban hombres para escoltar al muerto en el coche fúnebre era mejor que lo acompañaran las dos chicas en lugar de aquella mujer que lo intimidaba con su minifalda y su arito en la nariz. De manera que dejó de quejarse y pronto el coche se puso en marcha.
Justo detrás iba el Toyota Corolla de Rose. Su pánico se palpaba en los brincos y frenazos que daba el coche, que avanzaba centímetro a centímetro como aquejado de un hipo convulso o intimidado por el caótico tráfico.
Dado su creciente terror, era casi imposible imaginarse a Rose al volante de un Grand Cherokee Limited 4 x 4 de cinco puertas color azul marino equipado con un motor de ocho cilindros. La mujer que antes atravesaba a toda velocidad los anchos bulevares de Arizona, se había convertido en otra persona en las sinuosas y atestadas calles de Estambul. Lo cierto es que Rose estaba embobada en ese momento, tan aturdida y desorientada que casi no sentía dolor. Setenta y dos horas tras su llegada, le parecía haber caído por un agujero del cosmos y salido en otra dimensión, una tierra extraña donde nada era normal y hasta la muerte quedaba ahogada en el surrealismo.
La abuela Gülsüm iba a su lado, incapaz de comunicarse con aquella nuera americana a la que no había visto en su vida, pero inquieta y apenada por ella, una mujer que había perdido a su marido. Aunque mucho más inquieta y apenada se sentía por ella misma, una madre que había perdido a su hijo.
Detrás iba Petite-Ma, ataviada con un velo azul turquesa con ribetes negro azabache. El día que llegó a Estambul Rose había pasado mucho tiempo intentando dilucidar de una vez por todas los criterios esenciales por los que algunas mujeres turcas llevaban velo y otras no. Sin embargo, no tardó en darse por vencida, viendo que no podía resolver el enigma ni siquiera a pequeña escala, ni siquiera dentro de la misma casa. ¿Por qué demonios Petite-Ma, una mujer sin edad, llevaba pañuelo cuando su nuera Gülsüm no lo llevaba? ¿Y por qué una de las tías llevaba pañuelo si ninguna de sus hermanas lo hacía? No alcanzaba a explicárselo.
Detrás del Toyota iba el Alfa Romeo plateado de la tía Zeliha, con sus tres hermanas apiñadas dentro y Sultán Quinto acurrucado en una cesta sobre el regazo de la tía Cevriye. El animal se mostraba sorprendentemente tranquilo, como si la muerte humana obrara un efecto sedante sobre su ferocidad felina.
Junto al Alfa Romeo circulaba el Volkswagen Escarabajo amarillo de Aram, que no llegaba a entender por qué las mujeres Kazancı se llevaban a su muerto a casa, pero sabía que no había nada más agotador que intentar convencer a las tías, sobre todo cuando formaban una piña. De manera que prefirió no preguntar siquiera y se limitó a acompañarlas, preocupado solo por que su amada sobrellevara bien tanta conmoción.
En el atasco del semáforo de Shishli, solo a unas manzanas del cementerio musulmán al que el encargado de lavar los muertos había querido dirigirlos, quedaron por casualidad todos los coches a la misma altura, como el destacado regimiento de un ejército indomable, con todo el afán de lucha pero sin una causa común. La tía Feride asomó la cabeza por la ventanilla y saludó a izquierda y derecha, al parecer emocionadísima por la casualidad de haber acabado todos así alineados, como actuando al unísono por primera vez, aunque fuera por un semáforo en rojo. Rose ignoró el gesto, la abuela Gülsüm ignoró a Feride.
En el siguiente semáforo, Asya, sentada entre Armanoush y el conductor del coche fúnebre, miró de nuevo alrededor, pero por suerte los coches de la familia se habían alejado ya unos de otros. Sintió un súbito y desvergonzado alivio al no tener a ningún Kazancı al alcance de la vista, excepto el que yacía en el ataúd, claro, pero en rigor no se podía decir que estuviera al alcance de su vista mientras no mirara atrás. Avanzaban lentamente entre un tráfico tan denso que parecía gelatina, hendida aquí y allá por impredecibles grietas, cuando de pronto surgió ante ellos una vistosa furgoneta roja de Coca-Cola.
Cuando el semáforo se puso en verde y se movieron de nuevo, apareció a su derecha una flota de coches de aficionados al fútbol. Llevaban gorras, bufandas, pañuelos y banderas, y algunos se habían teñido el pelo con los colores de su equipo: rojo y amarillo. Agobiados con la lentitud del tráfico, la mayoría de ellos se habían sumido en un momentáneo letargo y charlaban ociosamente entre ellos o se saludaban de vez en cuando por las ventanillas abiertas.
Pero en cuanto el tráfico se puso de nuevo en marcha, volvieron a sus gritos y canciones con renovado vigor. Al cabo de un momento un taxi amarillo con decenas de adhesivos se coló imprudentemente en el pequeño hueco entre el coche fúnebre y la furgoneta de Coca-Cola. El chófer de los Kazancı frenó con una furiosa maldición, y mientras el hombre seguía farfullando y Armanoush miraba el taxi con creciente incredulidad, Asya intentó descifrar lo que decían las pegatinas. Allí, entre muchas otras, se veía una iridiscente que proclamaba: NO ME LLAMES CABRÓN. LOS CABRONES TAMBIÉN TENEMOS CORAZÓN.
El taxista era un hombre moreno de rudo aspecto, con un bigote tipo Zapata. Aparentaba lo menos sesenta años, demasiado viejo para meterse en tal follón de fanáticos del fútbol. El aspecto absolutamente tradicional del taxista y el frenesí con que conducía contrastaban vivamente. Pero aún más interesantes que él eran los clientes, o amigos, que llevaba en el coche. El que se sentaba delante llevaba la mitad de la cara pintada de amarillo y la otra mitad de rojo. Asya lo veía con claridad desde detrás porque el hombre se había asomado por la ventanilla agitando una bandera roja y amarilla con una mano mientras con la otra se agarraba al asiento. Con la mitad del cuerpo fuera y la otra mitad oculta en el coche, parecía que un mago lo hubiera partido en dos. Incluso desde lejos se veía que tenía la nariz escarlata de un borracho, hasta tal punto que destrozaba la simetría de las mitades roja y amarilla de su cara, rompiendo el equilibrio a favor del rojo. Justo cuando Asya se preguntaba qué bebida en particular (cerveza o raki o ambas) podía teñir una nariz humana de aquel color, otro hincha bajó la ventanilla del asiento trasero del taxi y alzó en el aire un tambor, agarrándose al interior del coche con la otra mano. Y en perfecto unísono los dos fanáticos lanzaron la mitad de sus cuerpos por las ventanillas, como las ramas del árbol del taxi amarillo.
A continuación el que iba delante sacó una baqueta y se puso a tocar el tambor que sostenía el otro. La imposibilidad de la tarea debió darles vigor, porque no tardaron en acompañar los golpes y porrazos con un himno. Varios transeúntes se mostraron atónitos, pero un buen número de ellos aplaudieron y se unieron al dúo, entonando la letra con creciente fervor:
Que la tierra, el cielo y el mar escuchen nuestra voz,
que el mundo entero se estremezca a nuestro paso firme.
– ¿Qué dicen? -preguntó Armanoush, dándole un codazo a Asya.
Pero Asya tardó en traducir, sobre todo porque estaba muy concentrada en un peatón. Era un chico flaco vestido de harapos que inhalaba pegamento de una bolsa de plástico mientras seguía el ritmo de la canción con sus pies descalzos y negros. Cada pocos segundos el chico dejaba de inhalar para cantar, pero siempre detrás de los demás, como un eco fantasmal: «… a nuestro paso firme…».
Mientras tanto los otros hinchas habían empezado también a agitar banderas por las ventanillas de los coches, uniéndose jovialmente a los cánticos. De vez en cuando el del tambor dejaba de tocar y utilizaba la baqueta para dibujar en el aire serpientes imaginarias a los peatones y vendedores callejeros, como dirigiéndolos a todos, orquestando el jaleo de la ciudad entera.
Cuando terminó la primera parte del himno siguió una breve confusión, puesto que pocos miembros de aquel variopinto coro conocían la letra de la segunda mitad. Sin dejar que este fastidioso detalle perturbara su solidaridad, empezaron a cantar de nuevo desde el principio, esta vez si cabe con más ganas.
Que la tierra, el cielo y el mar escuchen nuestra voz,
que el mundo entero se estremezca a nuestro paso firme.
Y así siguieron avanzando por la avenida formando una marea roja y amarilla, entre el clamor y el caos. En el coche fúnebre, Armanoush, Asya y el conductor observaban la escena en silencio, con los ojos fijos en el taxi amarillo que tenían delante. Circulaban tan peligrosamente cerca del vehículo que Asya veía hasta las latas de cerveza vacías que rodaban en la bandeja trasera.
– ¡Pero míralos! ¡Pero cómo puede comportarse así la gente adulta! -explotó por fin el conductor-. Pasa de vez en cuando. Se muere un fanático y su familia o los chalados de sus amigos quieren envolver el ataúd en la bandera de algún equipo de fútbol. ¡Y encima pretenden con todo el descaro que yo lleve esos sacrílegos féretros al cementerio! ¡Eso es pura blasfemia, vamos! Debería haber una ley que prohibiera estas tonterías. Solo debería permitirse el manto verde de oración, y nada más. Pero ¿qué se cree esta gente? ¿Es que no son musulmanes o qué? ¡Que estás muerto, por Alá! ¿Para qué necesitas un banderín de fútbol? ¿Es que Alá ha construido un estadio allí en el cielo? ¿Es que allí también hay liga?
Sin saber qué decir, Asya se agitó incómoda en el asiento, pero el taxi ya había reclamado de nuevo la atención del conductor. Una mecánica melodía sonaba en el móvil del fanático asomado a la ventanilla delantera. Todavía agarrado al coche con una mano, todavía dirigiendo a la ciudad con la otra, el corpulento ultra intentó contestar el teléfono, olvidando que no le quedaban manos libres para la labor. Perdió el equilibrio y con él otras dos cosas: primero la baqueta y luego el móvil, que cayeron a la calle justo delante del coche fúnebre.
El taxi dio un brusco frenazo y el coche fúnebre se detuvo a un pelo de estrellarse contra él. Asya y Armanoush sufrieron el empujón de la sacudida y luego se volvieron a la vez hacia el ataúd en la parte de atrás. Seguía de una pieza.
En un instante el dueño de los objetos saltó fuera, sin dejar de cantar y sonreír, con la cara roja y amarilla rutilante de fervor. Se volvió como pidiendo perdón por haber parado el tráfico y entonces advirtió que lo que llevaba detrás no era un vehículo cualquiera, sino un coche fúnebre verde, el símbolo de la muerte siguiéndole como una siniestra sombra. Durante un largo y tenso instante se quedó allí paralizado en mitad del tráfico con cara de pasmo. Hasta que por fin, cuando pasó junto a él otro coche lleno de hinchas cantando el himno y su amigo golpeó impaciente el tambor con la mano, se le ocurrió recoger el móvil y la baqueta del suelo. Después de echar un último vistazo al féretro, dio media vuelta y se metió en el taxi. Esta vez ya no volvió a asomarse por la ventanilla, sino que se quedó dentro, callado.
Armanoush y Asya no pudieron evitar una sonrisa.
– Su trabajo debe de ser el más respetado de toda la ciudad -dijo Asya al conductor, que también había observado la escena-. Su sombra es capaz de aterrorizar al fanático más histérico.
– No -contestó el hombre-. Se paga fatal y no tengo ni seguridad social ni derecho a huelga ni nada. Antes conducía camiones, hacía transportes a larga distancia: carbón, petróleo, gas butano, agua embotellada… de todo, transportaba de todo.
– ¿Y eso era mejor?
– ¡Vamos, vamos, muchísimo mejor! Cargabas en Estambul y, hala, rumbo a otra ciudad. Sin tener que reírle las gracias a nadie, sin tener que hacerle la pelota a ningún supervisor. Trabajaba para mí. Si me apetecía me podía parar en la carretera, siempre que no tuviera que entregar con prisas, porque entonces había que conducir sin dormir ni nada. Pero aparte de eso, era un trabajo limpio. Limpio y digno. No tenía que inclinarme ante nadie.
El tráfico empezaba a menguar, así que el hombre cambió de marcha. Al cabo de un momento la flota futbolera giró a la derecha hacia el estadio.
– Y entonces, ¿por qué dejó el trabajo? -quiso saber Asya.
– Un día me quedé dormido al volante. Iba tan tranquilo por la carretera y de pronto hubo una explosión tremenda, como si fuera el día del juicio y Alá nos estuviera convocando a todos. Cuando abrí los ojos me encontré en la cocina de una casucha al lado de la carretera.
– ¿Qué dice? -susurró Armanoush.
– Mejor no te lo cuento -contestó Asya.
– Bueno, pues pregúntale cuántos muertos lleva al día en este coche.
Cuando Asya tradujo la pregunta, el conductor movió la cabeza.
– Depende de la época. La primavera es lo peor; en primavera no se muere mucha gente. Pero luego llega el verano, que es la estación de más trabajo. Si la temperatura es superior a veintiséis grados, tenemos un ajetreo espantoso, sobre todo por los ancianos, que caen como moscas. En verano los estambulíes se mueren en manadas.
Hizo una sombría pausa, dejando a Asya con el peso de aquella última frase. Luego avistó a un transeúnte de esmoquin que gritaba órdenes al móvil.
– ¡Esta gente con dinero! -exclamó de pronto-. ¡Bah! Se pasan la vida acumulando riqueza, ¿para qué? ¡Qué estupidez! ¡Como si los sudarios tuvieran bolsillos! Si al final lo único que llevaremos todos es un sudario. Nada más. Nada de ropa cara, ni joyas. ¿Qué, te vas a ir a la tumba de esmoquin, o en traje de noche? ¿Quién se creerán que sostiene el cielo?
Asya no tenía respuesta, de manera que no dijo nada.
– Si nadie lo sostiene, ¿cómo podemos vivir bajo el cielo? Yo no veo columnas celestiales por ninguna parte. ¿Cómo podría la gente jugar al fútbol en los estadios si Alá decidiera dejar de aguantar el cielo?
Con aquellas preguntas aún en el aire, doblaron una esquina y llegaron por fin al domicilio Kazancı.
La tía Zeliha los esperaba en la calle. Habló brevemente con el conductor y le dio una propina.
El Volkswagen, el Alfa Romeo plateado y el Toyota Corolla estaban alineados frente a la casa. Parecía que todo el mundo había llegado antes que ellos. La casa estaba llena de invitados, todos aguardando a que descargaran el féretro.
Al entrar en casa Asya y Armanoush se la encontraron atiborrada de mujeres. Aunque la mayoría de las invitadas se arracimaban en el salón del primer piso, algunas andaban dispersas por otras habitaciones, bien para cambiarle los pañales a un bebé, para regañar al hijo, para cotillear un poco o para rezar, puesto que era la hora de la oración de la tarde. Al no poder retirarse a su cuarto, las chicas se dirigieron a la cocina, donde encontraron a las tías susurrando sobre la tragedia que había caído sobre ellas, mientras preparaban bandejas de ashura.
– La pobre mamá está destrozada. ¿Quién iba a pensar que toda la ashura que preparó para Mustafa acabaría sirviéndose en su funeral? -comentó la tía Cevriye, junto al fogón.
– Sí, la mujer americana también está destrozada -apuntó la tía Feride sin levantar la vista de una misteriosa mancha que había en el suelo-. Pobrecita. Viene a Estambul por primera vez en la vida y pierde a su marido. Da miedo pensarlo.
La tía Zeliha, sentada a la mesa fumando un cigarrillo, replicó suavemente:
– Bueno, supongo que ahora regresará a Estados Unidos y se volverá a casar. Ya sabéis que el número de Alá es el tres. Si se ha casado dos veces, se tiene que casar una tercera. Ahora bien, después de un marido armenio y otro turco, ¿qué le tocará?
– ¡Cómo puedes decir esas cosas! La pobre mujer está de duelo -protestó la tía Cevriye.
– El duelo es como la virginidad -suspiró la tía Zeliha-. Habría que dárselo a quien más se lo merece.
Las dos tías dieron un respingo al oírla, estupefactas y horrorizadas. En ese instante Asya y Armanoush entraron en la cocina, seguidas de Sultán Quinto, que maullaba de hambre.
– Venga, hermanas, vamos a dar de comer a ese gato antes de que devore toda la ashura -dijo la tía Zeliha.
La tía Banu, que llevaba unos veinte minutos en la encimera haciendo té, cortando limones y escuchando el debate sin intervenir, se volvió hacia su hermana pequeña y decretó:
– Tenemos cosas más urgentes que hacer.
A continuación sacó de un cajón un enorme y reluciente cuchillo y partió en dos una cebolla. Luego acercó una mitad hacia la nariz de Zeliha.
– ¿Qué haces?
La tía Zeliha dio un brinco en la silla.
– Ayudarte a llorar, cariño. -La tía Banu movió la cabeza-. No querrás que los invitados te vean así, ¿no? Por mucho que seas un espíritu libre, hasta tú necesitas echar una lágrima o dos en la casa del muerto.
Con la cebolla en la nariz, la tía Zeliha cerró los ojos. Parecía una escultura vanguardista sin posibilidades de ser exhibida en ningún museo tradicional: La cebolla y la mujer que no podía llorar.
Por fin abrió los ojos verde jade y soltó una lágrima. La cebolla había funcionado.
– ¡Bien! -La tía Banu asintió con la cabeza-. Venga, todo el mundo, tenemos que ir al salón. Los invitados ya se estarán preguntando dónde están las anfitrionas, que han dejado solo al muerto.
Esto lo dijo la hermana que en otros tiempos había jugado a ser «madre» de la tía Zeliha, cantándole nanas medio inventadas, dándole de comer galletas sobre cajas de cartón convertidas en mesas imaginarias, contándole historias que siempre acababan con la chica guapa casándose con el príncipe, abrazándola y haciéndole cosquillas, la hermana que la había hecho reír como nadie.
– Muy bien -convino la tía Zeliha-. Vamos pues.
Y se marcharon todas al salón, las cuatro tías delante, seguidas de Armanoush y Asya. Entraron con paso sincronizado a la sala llena de invitadas, donde estaba el cadáver.
Rose estaba sentada en un rincón, en un cojín en el suelo, con el pelo rubio cubierto por un pañuelo, los ojos hinchados de llorar, el cuerpo rechoncho apretujado entre desconocidos. Al instante le hizo un gesto a Armanoush para que se acercara.
– Amy, ¿dónde estabas? -dijo, pero sin esperar respuesta le lanzó una andanada de preguntas-. No tengo ni idea de lo que está pasando aquí. ¿Podrías enterarte de lo que piensan hacer con el cuerpo? ¿Cuándo piensan enterrarlo?
Armanoush, que apenas tenía respuestas, se acercó más a su madre y le cogió la mano.
– Mamá, estoy segura de que saben lo que hacen.
– Pero yo soy su mu-jer. -Le falló la voz en esta última palabra, como si empezara a dudarlo.
Lo habían tumbado en el sofá, con los pulgares atados, las manos sobre el pecho, donde había una pesada hoja de acero para que el cadáver no se hinchara. Le habían colocado en los ojos dos monedas grandes de plata oscurecida, para que no se abrieran, y en la boca habían vertido unas cucharadas de agua de La Meca. En una bandeja de plata junto a su cabeza ardía incienso de sándalo. Aunque las ventanas estaban cerradas a cal y canto, el humo de la habitación se agitaba cada pocos minutos, como abanicado por una indetectable brisa que se filtrara entre las paredes, y zigzagueaba en torno al diván hasta disolverse por fin en una nubecilla gris. Pero de vez en cuando seguía una ruta diferente, descendiendo cada vez más cerca del cadáver en círculos concéntricos, como un ave rapaz acechando a su presa. El humo de sándalo, de olor amargo y penetrante, se hizo tan intenso que a todos les lloraban los ojos. A casi nadie le importó, sin embargo, porque ya estaban llorando.
En una esquina un imán tullido bamboleaba la parte superior del cuerpo, totalmente absorto en la recitación del Corán. Hablaba con un ritmo en constante crescendo, hasta que de pronto se detuvo. Armanoush intentó no prestar atención a la marcada disparidad entre el diminuto cuerpo del imán y la corpulencia de las mujeres que le rodeaban. Hizo los mismos esfuerzos por no mirar el vacío donde tenían que haber estado sus dedos. El imán solo tenía un dedo y medio en cada mano. Era imposible no preguntarse qué le habría pasado. ¿Sería de nacimiento o se los habrían cortado? Fuera cual fuese la historia, su cuerpo incompleto era una de las razones por las que aquellas mujeres estaban tan relajadas a su lado. En la imperfección residía la clave de su plenitud, en su carencia estaba el secreto de su santidad. Era un alma en el umbral de dos mundos, y como todas las almas entre dos mundos, tenía algo sobrenatural. Era un hombre, pero tan sagrado que no podía ser considerado un hombre. Era un hombre santo, pero tan tullido que era imposible olvidar su carácter mortal. Fuera como fuese, el imán tullido no necesitaba dedos para pasar las páginas del santo Corán en su mente. Lo tenía todo almacenado en la memoria, hasta el último verso.
Al final de un pasaje, el imán se detuvo un segundo, tragando el regusto que le habían dejado en la boca las sacrosantas palabras. Luego comenzó a recitar de nuevo. Era precisamente aquel ritmo ondulante lo que llegaba a los corazones de las mujeres, porque ninguna de ellas entendía una palabra de árabe. Incluso cuando sollozaban, las mujeres ponían siempre cuidado en no ahogar con sus llantos la voz del hombre santo. Tampoco lloraban demasiado flojo, sin olvidar ni por un instante que aquel lugar atestado de gente era un ölüevi.
Junto al imán, en el segundo lugar de respeto, estaba Petite-Ma. Su diminuto cuerpo parecía una pasa al sol, encogida y arrugada. Todo el mundo, al llegar, le besaba la mano y le daba sus condolencias, pero era difícil saber si ella las oía. En general, cada vez que se le acercaba alguien, Petite-Ma se limitaba a mirar. Sin embargo, de vez en cuando respondía con una serie de preguntas:
– ¿Quién eres, querida? -preguntaba a parientes o amigas de toda la vida-. ¿Dónde has estado metida tanto tiempo? ¡Tú no vas a ningún lado, diablilla! -reprendía a perfectas desconocidas. Y luego, entre sus llamativos silencios y sus más llamativos comentarios, su rostro se refugiaba en una absoluta inexpresividad y Petite-Ma parpadeaba confusa con furtivo pánico. En esos instantes no comprendía qué hacía toda aquella gente en su salón ni por qué lloraban tanto.
El diván estaba inmóvil, las mujeres en constante movimiento. El diván era blanco, las mujeres iban casi todas de negro. El diván era silencioso, las mujeres eran todo voz, como si llevarle la contraria al muerto fuera el requisito de los vivos. Al cabo de un rato, todas y cada una de las mujeres se levantaron de un salto para inclinar obedientemente la cabeza; con expresiones de dolor y reverencia, pero también con curiosidad algo cotilla, observaron al imán tullido salir de la sala. La tía Banu le acompañó a la puerta, le besó las manos, le dio las gracias muchas veces y le ofreció una propina.
En cuanto se marchó el imán, un penetrante chillido hendió el aire. Provenía de una mujer regordeta que nadie había visto antes. El grito escaló en hirientes decibelios, y al cabo de un instante el rostro de la desconocida era escarlata, la voz rasposa y todo su cuerpo se estremecía. Tan lamentable era su estado, tan palpable su dolor, que todas la observaban maravilladas. La mujer era una plañidera, pagada por adelantado para ir a llorar a la casa del muerto, para sollozar por gente a la que ni siquiera conocía. Su gemido era tan conmovedor que las otras no pudieron por menos que estallar también en llanto.
Y así, rodeada por un enjambre de dolientes desconocidas (hasta su madre le parecía una desconocida a estas alturas), Armanoush Tchajmajchian observaba el cambiante remolino de mujeres. En completa armonía e inquebrantables turnos, las invitadas intercambiaban el sitio con las recién llegadas. Como aves de la misma bandada se posaban en butacas, en el sofá y en los cojines del suelo, tan cerca unas de otras que sus hombros se tocaban. Saludaban sin palabras y lloraban con estridencia todas aquellas mujeres que estarían tan calladas a solas y eran tan ruidosas en el sufrimiento colectivo. Armanoush ya había detectado algunas de las reglas del rito del duelo. Ya no se cocinaba más en casa, por ejemplo, sino que cada invitada traía comida; la cocina estaba atestada de cazuelas y sartenes. No había sal, ni carne ni licores a la vista, ni apetitosos olores de comida recién hecha. Y los sonidos, igual que los olores, también se controlaban. No se permitía música, ni televisión ni radio. Pensando en Johnny Cash, Armanoush buscó a Asya con la mirada.
La vio sentada en el sofá con un puñado de vecinas, con la cabeza alta, tirándose distraída de un rizo mientras miraba el cadáver. Justo cuando se iba a acercar a ella, la tía Zeliha se sentó junto a su hija y con inescrutable expresión le dijo algo al oído.
Allí estaba el cadáver, tumbado en el diván.
Y entre un grupo de mujeres que gemían y lloraban sin parar, Asya guardaba silencio, cada vez más pálida.
– No te creo -dijo por fin, sin mirar directamente a su madre.
– No tienes que creerme, pero me he dado cuenta de que te debía una explicación. Y si no te la doy ahora, no habrá otro momento. Está muerto.
Asya se levantó despacio y miró el cadáver. Lo miró fijamente, intensamente, como para no olvidar que aquel cuerpo lavado con jabón verde de Alepo y envuelto en un sudario de algodón, aquel cuerpo que ahora yacía inerte bajo una hoja de acero y dos monedas de plata oscura, aquel cuerpo rociado con agua sagrada de La Meca y perfumado con incienso de sándalo, era su padre.
Su tío… su padre… su tío… su padre…
Levantó la mirada y barrió con ella la habitación hasta encontrar a la tía Zeliha, ahora sentada al fondo con una indiferencia que ni las cebollas recién cortadas podrían modificar. Y mirando boquiabierta a su madre, de pronto entendió por qué no había protestado cuando su hija comenzó a llamarla «tía».
Su tía… su madre… su tía… su madre…
Dio un paso hacia su padre muerto. Un paso y luego otro, más cerca. El humo se intensificaba. En algún lugar de la sala Rose gemía de dolor. Igual que hacían las otras mujeres en una cadena infinita, todas interconectadas formando una secuencia de reacción y ritmo, todas sus historias entretejidas, tanto si sus dueñas lo reconocían como si no. Y en cada gemido se producía una pausa, o tal vez, en el dolor colectivo siempre había alguien que no podía sufrir con los demás.
– Baba…. -murmuró Asya.
Al principio era la palabra, dice el islam, precediendo a cualquier existencia. Fuera como fuese, con su padre era justo lo contrario. Al principio fue la ausencia de la palabra, precediendo a la existencia.
Érase una vez, o quizá no fue.
Hace mucho, mucho tiempo, un país no muy lejano donde el cedazo estaba dentro de la paja, el burro era el pregonero y el camello el barbero; donde yo era mayor que mi padre, de modo que le mecía en la cuna cuando lo oía llorar; donde el mundo estaba cabeza abajo y el tiempo era un ciclo que daba vueltas y vueltas de manera que el futuro era más viejo que el pasado y el pasado era prístino como los campos recién segados…
Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era pecado, porque podrías decir lo que no deberías recordar y podrías recordar lo que no deberías decir.
El cianuro potásico es un compuesto incoloro de sal de potasio y cianuro de hidrógeno. Parece azúcar y se disuelve en agua. A diferencia de otros compuestos tóxicos, tiene un olor muy peculiar.
Huele a almendras. Almendras amargas.
Si se decora un cuenco de ashura con semillas de granada y unas gotas de cianuro potásico, es muy difícil detectar la presencia del veneno porque las almendras se cuentan entre los muchos ingredientes de la receta.
– ¿Qué has hecho, ama? -preguntó don Amargo con su voz rota, esbozando su enfurruñada sonrisa habitual-. ¡Has intervenido en el curso del mundo!
La tía Banu tensó los labios.
– Sí -contestó, con la cara surcada de lágrimas-. Es cierto, le di la ashura, pero fue él quien decidió tomarla. Ambos pensamos que era mejor así, mucho más digno que sobrevivir con la carga del pasado. Era mejor que no hacer nada con lo que sabíamos. Alá nunca me perdonará. Estoy expulsada para siempre del mundo de los virtuosos. Jamás iré al paraíso. Me lanzará directamente a las llamas del infierno. Pero Alá sabe que hay poco arrepentimiento en mi corazón.
– Tal vez tu eterna morada sea el purgatorio. -Doña Dulce intentó ofrecer un poco de consuelo, impotente al ver llorar a su ama-. ¿Y la chica armenia? ¿Le vas a contar el secreto de su abuela?
– No puedo, es demasiado. Además, no me creería.
– La vida es pura coincidencia, ama -apuntó don Amargo.
– No puedo contarle la historia. Pero le daré esto.
La tía Banu sacó de un cajón un broche en forma de granada con semillas de rubí.
La abuela Shushan, antigua dueña del broche, fue una de las expatriadas destinadas a adoptar un nombre tras otro, que iba abandonando en cada nueva etapa de su vida. Shushan Stamboulian se convirtió en Shermin seiscientos veintiséis. Luego fue Shermin Kazancı y después Shushan Tchajmajchian. Y con cada nuevo nombre se perdía algo para siempre.
Rıza Selim Kazancı era un astuto hombre de negocios, un ciudadano ejemplar y también un buen marido, a su manera. Tuvo el olfato de dejar el negocio de los calderos para dedicarse a hacer banderas a principios de la era de la república, justo cuando la nación necesitaba cada vez más banderas para adornar la madre patria. Así es como llegó a ser uno de los empresarios más ricos de Estambul. Fue por aquel entonces cuando visitó el orfanato, con la intención de hablar con el director para unos posibles tratos comerciales. Allí, en el pasillo mal iluminado, vio a una niña armenia de solo catorce años. No tardaría mucho en averiguar que era sobrina del hombre que más adoraba en el mundo: el maestro Levon, el hombre que le había enseñado el arte de hacer calderos y que había cuidado del niño desamparado que Rıza Selim Kazancı había sido. Ahora le tocaba a él ayudar a la familia del maestro Levon, pensó. Aun así, cuando tras numerosas visitas por fin se declaró, no le guió la bondad sino el amor.
Estaba convencido de que ella terminaría por olvidar. Estaba convencido de que si la trataba bien y con amor, y si le daba un hijo y un magnífico hogar, poco a poco olvidaría su pasado y su herida sanaría. Era solo cuestión de tiempo. Las mujeres no pueden seguir llevando la carga de su infancia tras dar a luz, razonaba. Y así, cuando se enteró de que su mujer le había abandonado para irse a Estados Unidos con su hermano, al principio se negó a creerlo y luego la condenó al olvido. Shushan desapareció de los anales de la familia Kazancı, incluidos los recuerdos de su propio hijo.
Llamarse Levon o Levent no cambió nada para el hijo de Shushan. De cualquier manera se convirtió en un hombre amargado. Por muy gentil y educado que fuera en la calle, en casa era cruel con sus propios hijos, cuatro niñas y un niño.
Las historias familiares se entremezclan de tal manera que lo que sucedió generaciones atrás puede ejercer gran influencia en acontecimientos presentes de apariencia irrelevante. El pasado es cualquier cosa menos pasado. Si Levent Kazancı no se hubiera convertido en un hombre tan amargado y violento, ¿habría sido su hijo Mustafa una persona distinta? Si generaciones atrás, en 1915, Shushan no se hubiera quedado huérfana, ¿sería Asya hoy en día bastarda?
La vida es casualidad, aunque a veces hace falta un yinni para saberlo.
Esa tarde la tía Zeliha salió al jardín. Aram, que no quería entrar en la casa, llevaba horas esperándola y hacía ya tiempo que se había fumado todo el tabaco.
– Te he traído un té -dijo ella.
La brisa de primavera acariciaba sus rostros y llevaba hasta ellos los distintos olores del mar, la hierba y las incipientes flores de los almendros de Estambul.
– Gracias, amor mío. Qué vaso tan bonito.
– ¿Te gusta? -La tía Zeliha giró el vaso entre las manos y de pronto se dio cuenta de una cosa-. Esto es curiosísimo. ¿Sabes de qué acabo de acordarme? De que este juego lo compré hace veinte años. ¡Tiene gracia!
– ¿El qué tiene tanta gracia? -preguntó Aram, que acababa de notar una gota de lluvia.
– Nada. -La tía Zeliha bajó la voz-. Es que nunca pensé que sobreviviría tanto tiempo. Siempre pensé que esos vasos eran muy frágiles, pero supongo que para bien y para mal muchos viven para contarlo. ¡Hasta los vasos de té!
Al cabo de unos minutos Sultán Quinto salió despacio de la casa con el estómago lleno y los ojos soñolientos. Trazó un círculo a su alrededor y terminó acurrucándose junto a la tía Zeliha. Durante un rato pareció absorto en lamerse meticulosamente una pata, pero luego se detuvo y miró alrededor alarmado buscando qué podía haber perturbado su serenidad. Y a modo de respuesta, una gota tibia le cayó en el morro. Y luego otra gota, esta vez en la cabeza. El gato se levantó con profundo descontento y se estiró antes de volver a la casa. Otra gota. El animal aceleró el paso.
Tal vez no conocía las reglas. No sabía que no hay que maldecir lo que caiga del cielo.
Ni siquiera la lluvia.