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Azúcar

– ¿Es verdad? ¡Por favor, que alguien me diga que no es verdad! -exclamó el tío Dikran Stamboulian, abriendo la puerta de golpe para irrumpir en el salón en busca de su sobrino o sobrinas o cualquiera dispuesto a consolarle. Tenía los ojos oscuros, ahora algo saltones por los nervios, y un poblado bigote que caía hacia los lados y luego se curvaba ligeramente hacia arriba en los extremos, dibujando una sonrisa en sus labios incluso en los momentos más serios.

– Por favor, cálmate y siéntate, tío -masculló sin mirarle la tía Surpun, la más joven de las hermanas Tchajmajchian. Era la única de la familia que había apoyado sin reservas el matrimonio de Barsam con Rose y ahora se sentía culpable. Y no estaba acostumbrada a reprocharse nada. Profesora de humanidades de la Universidad de California en Berkeley, Surpun Tchajmajchian era una intelectual feminista y segura de sí misma que creía que cualquier problema de este mundo se podía solucionar mediante el diálogo sereno y la razón. En ocasiones esa particular creencia la hacía sentirse muy sola en una familia tan temperamental como la suya.

Dikran Stamboulian hizo lo que le decían y arrastró los pies hacia una silla, mordisqueándose los extremos del bigote. La familia estaba reunida en torno a una mesa antigua de caoba plagada de comida, aunque nadie parecía estar comiendo nada. Las niñas gemelas de la tía Varsenig dormían tranquilamente en el sofá. El primo lejano Kevork Karaoglanian también estaba. Había acudido desde Mineápolis para un evento social organizado por la Comunidad de Jóvenes Armenios del Área de la Bahía. Durante los últimos tres meses Kevork había asistido con diligencia a todos los eventos organizados por el grupo: un concierto benéfico, el picnic anual, la fiesta de Navidad, la fiesta del viernes por la noche, la gala de invierno anual, el almuerzo del domingo y una regata de balsas en beneficio del ecoturismo en Eriván. El tío Dikran sospechaba que la razón de que su guapo sobrino acudiera con tanta frecuencia a San Francisco no era tan solo su compromiso con la organización, sino que albergaba una atracción secreta por una chica que había conocido en el grupo.

Dikran Stamboulian miró con ansia la comida de la mesa y tendió la mano hacia una jarra de bebida de yogur, americanizada con demasiado hielo. Varios cuencos de arcilla multicolores de distintos tamaños contenían los platos que más le gustaban: fassoulye pilaki, kadın budu köfte, karnıyarık, churek recién hecho y, para su deleite, bastırma. Aunque seguía echando chispas, se ablandó al ver el bastırma y se derritió del todo al ver al lado su plato preferido: burma.

A pesar de que siempre había estado bajo la estricta vigilancia dietética de su mujer, todos los años el tío Dikran añadía otra capa de grasa a su infame barriga, como un nuevo anillo de crecimiento en el tronco de un árbol. Ahora era un hombre corpulento, bajo y rechoncho, al que no le importaba llamar la atención por eso. Dos años antes le habían ofrecido un papel en un anuncio de pasta. Hizo de cocinero alegre al que nada podía enturbiar el ánimo, ni siquiera que le dejara su novia, puesto que todavía le quedaba su cocina y podía preparar espaguetis. En realidad, igual que en el anuncio, el tío Dikran era un hombre de un buen humor tan excepcional que cada vez que uno de sus muchos conocidos quería ilustrar el tópico de que los gordos son gente alegre, citaba su nombre. Sin embargo, ese día el tío Dikran no parecía él mismo.

– ¿Dónde está Barsam? -preguntó mientras tendía la mano hacia un köfte-. ¿Sabe a qué se dedica su mujer?

– ¡Ex mujer! -le corrigió la tía Zarouhi. Como si fuera una joven maestra de escuela elemental que bregaba todo el santo día con niños rebeldes, no podía evitar corregir cualquier error que le saliera al paso.

– ¡Sí, ex! ¡Pero ella no lo reconoce! Esa mujer está loca, seguro. Lo está haciendo a propósito. Si Rose no hace esto solo para molestarnos, yo ya no me llamo Dikran. ¡Buscadme otro nombre!

– No necesitas otro nombre -le consoló la tía Varsenig-. Sin duda lo está haciendo a propósito…

– Tenemos que rescatar a Armanoush -terció la abuela Shushan, la matriarca de la familia.

Se levantó de la mesa para ir a su butaca. Aunque era una cocinera maravillosa, jamás tuvo mucho apetito y últimamente sus hijas temían que hubiera encontrado la manera de seguir viva tomando solo una taza de té al día. Era una mujer bajita y huesuda con una fuerza excepcional para enfrentarse a situaciones mucho peores que aquella; su delicado rostro emitía un aura de eficiencia. Su negativa a admitir la derrota pasara lo que pasase, su inamovible convicción de que la vida era una lucha, tres veces más penosa para los armenios, y su capacidad para ganarse a cualquiera que se cruzara en su camino habían pasmado a lo largo de los años a muchos miembros de la familia.

– Lo más importante es el bienestar de la niña -masculló la abuela Shushan mientras acariciaba la medalla de plata de san Antonio que siempre llevaba. El santo patrón de los objetos perdidos la había ayudado muchas veces a afrontar las pérdidas que había sufrido en su vida.


Tras estas palabras la abuela Shushan cogió las agujas de hacer punto. De ellas colgaban las primeras pasadas de una manta azul para bebés con las iniciales «A. K.» tejidas en el borde. Hubo unos instantes de silencio, mientras todos los presentes observaban el grácil movimiento de sus manos con las agujas. Para la familia la labor de la abuela Shushan era como una terapia de grupo. La segura y regular cadencia de los puntos calmaba a todo el mundo, y les parecía que mientras la abuela Shushan hiciera punto, no había nada que temer y al final todo saldría bien.

– Tienes razón, pobre Armanoush -comentó el tío Dikran, que por lo general se ponía del lado de Shushan en cualquier disputa familiar, sabiendo que era mejor no disentir con la omnipotente matriarca. A continuación bajó la voz para preguntar-: ¿Qué será de ese corderito inocente?

Antes de que nadie pudiera contestar, se oyó un tintineo en la puerta y alguien abrió con llave. Era Barsam, pálido, con cara de preocupación tras sus gafas de montura metálica.

– ¡Ja! ¡Mirad quién ha llegado! -exclamó el tío Dikran-. Señor Barsam, a tu hija la va a criar un turco y tú aquí de brazos cruzados… Amot!

– ¿Y qué puedo hacer? -se lamentó Barsam Tchajmajchian, volviéndose hacia su tío. Luego alzó la vista hacia una enorme reproducción del Bodegón con máscaras de Martiros Saryan, como si el cuadro ocultara la respuesta que necesitaba. Pero no debió de encontrar solaz en él, porque cuando volvió a hablar su voz tenía el mismo tono inconsolable-. No tengo ningún derecho a intervenir. Rose es su madre.

Aman! ¡Menuda madre! -rió Dikran Stamboulian. Tenía una risa chillona, extraña en un hombre de su tamaño, un detalle del que era consciente e intentaba dominar, menos cuando estaba en tensión.

– ¿Qué les dirá a sus amigos ese corderito inocente cuando sea mayor? Mi padre es Barsam Tchajmajchian, mi tío abuelo es Dikran Stamboulian, su padre es Varvant Istanboulian, yo me llamo Armanoush Tchajmajchian, todos mis antepasados se llaman NosequeNosequequian y soy la nieta de unos supervivientes del genocidio que perdieron a todos sus parientes a manos de los carniceros turcos en 1915, pero a mí me han lavado el cerebro para que niegue el genocidio porque me crió un turco llamado Mustafa. Pero ¿esto qué es? Ah, marnim jalasim!

Dikran Stamboulian se interrumpió para mirar con atención a su sobrino, buscando el efecto de sus palabras. Barsam se había quedado de piedra.

– ¡Vete, Barsam! -exclamó el tío Dikran, alzando la voz-. Coge un avión para Tucson esta misma noche y detén esta farsa antes de que sea demasiado tarde. Habla con tu mujer. Haydeh!

– ¡Ex mujer! -le corrigió de nuevo la tía Zarouhi, mientras se servía un trozo de burma-. Ay, no debería comer esto, tiene demasiado azúcar y demasiadas calorías. ¿Por qué no pruebas con sacarina, mamá?

– Porque en mi cocina no entra nada artificial -replicó Shushan Tchajmajchian-. Come tranquilamente hasta que tengas diabetes cuando seas vieja. Cada cosa a su tiempo.

– Sí, pues supongo que yo todavía estoy en mi tiempo del azúcar. -La tía Zarouhi le hizo un guiño, pero solo se atrevió a comerse medio burma. Todavía masticando se volvió hacia su hermano-. De todas formas, ¿qué hace Rose en Arizona?

– Ha encontrado trabajo allí -respondió Barsam con tono apagado.

– ¡Sí, menudo trabajo! -La tía Varsenig se dio unos golpecitos en la aleta de la nariz-. ¿Qué demonios se cree que está haciendo, rellenando enchiladas como si no tuviera ni un centavo? Lo hace a propósito, desde luego. Quiere que todo el mundo nos eche la culpa, que piensen que no le ayudamos con la niña. Una valiente madre soltera luchando contra el mundo. ¡Ese es el papel que se ha asignado!

– Armanoush estará bien -murmuró Barsam, intentando no parecer desesperado-. Rose se quedó en Arizona porque quiere volver a estudiar. El trabajo en la Asociación de Estudiantes es provisional. Lo que ella quiere de verdad es sacarse el título de maestra. Quiere trabajar con niños, y eso no es nada malo. Mientras ella esté bien y cuide de Armanoush, ¿qué más da con quién salga?

– Tienes razón, pero a la vez te equivocas. -La tía Surpun subió las piernas a la butaca y se acomodó, mientras su mirada se aceraba de pronto con un toque de cinismo-. En un mundo ideal podría decirse que, bueno, es su vida, no es asunto nuestro. Si no te importaran la historia y los antepasados, si no tuvieras memoria ni responsabilidades y si vivieras únicamente en el presente, desde luego sería así. Pero el pasado vive en el presente, y nuestros antepasados respiran a través de nuestros hijos y tú lo sabes… Mientras Rose tenga a tu hija, puedes intervenir en su vida con todo el derecho del mundo. ¡Y más cuando sale con un turco!

– Barsam, cariño, preséntame a un turco que hable armenio, ¿eh? -terció la tía Varsenig, que nunca se había sentido muy cómoda con los discursos filosóficos y prefería hablar claro en lugar de tanta jerga intelectual.

Barsam miró a su hermana mayor de reojo, sin contestar.

La tía Varsenig prosiguió:

– Dime cuántos turcos han aprendido armenio. ¡Ninguno! ¿Por qué nuestras madres aprendieron su lengua y no viceversa? ¿No es evidente quién ha dominado a quién? De Asia central solo llegaron un puñado de turcos, ¿verdad? ¡Y de pronto están por todas partes! ¿Y qué pasó con los millones de armenios que ya estaban allí? ¡Asimilados! ¡Aniquilados! ¡Huérfanos! ¡Deportados! ¡Y luego olvidados! ¿Cómo puedes entregar a tu propia hija a los responsables de que quedemos tan pocos y suframos tanto hoy en día? ¡Mesrop Mashtots se estará revolviendo en su tumba!

Barsam movió la cabeza sin decir nada. Para aliviar el disgusto de su sobrino, el tío Dikran contó un chiste.

– Un árabe va a una peluquería a cortarse el pelo, y cuando va a pagar, el barbero le dice: «No, no puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El árabe se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero abre la peluquería se encuentra en la puerta una tarjeta dándole las gracias y una cesta de dátiles.

Una de las gemelas que dormía en el sofá se agitó, pero no llegó a echarse a llorar y enseguida se calmó.

– Al día siguiente va un turco a pelarse a la barbería, y cuando va a pagar el barbero le dice lo mismo: «No puedo aceptar su dinero porque esto es un servicio a la comunidad». El turco se marcha muy contento. Al día siguiente, cuando el barbero va a abrir se encuentra una tarjeta de agradecimiento y una caja de lokum.

Despertada por el movimiento de su hermana, la otra gemela empezó a gemir. La tía Varsenig corrió a su lado y logró acallarla solo con el roce de sus dedos.

– Al día siguiente va un armenio a pelarse, y cuando va a pagar el barbero le dice que no puede aceptar su dinero porque es un servicio a la comunidad. El armenio se marcha muy contento. Y al día siguiente, cuando el barbero va a abrir, a ver si sabéis qué se encuentra…

– ¿Un paquete de burma? -sugirió Kevork.

– ¡No! ¡Se encuentra a veinte armenios que van a pelarse gratis!

– ¿Nos estás diciendo que somos tacaños? -preguntó Kevork.

– No, jovencito ignorante -contestó el tío Dikran-. Lo que intento decir es que nos cuidamos unos a otros. Si tenemos algo bueno, lo compartimos de inmediato con nuestros amigos y parientes. Precisamente el pueblo armenio ha sobrevivido gracias a ese espíritu de colectividad.

– Pero también se dice eso de que: «Se juntan dos armenios y crean tres iglesias distintas» -declaró el primo Kevork, negándose a ceder terreno.

Das' mader's mom'ri, noren kob chi m'nats -gruñó Dikran Stamboulian en armenio, como hacía siempre que intentaba dar una lección en vano a un joven.

Kevork, que entendía el armenio básico pero no el de los periódicos, soltó una risita un poco nerviosa, intentando disimular que solo había comprendido el principio de la frase.

Oğlani kizdirmayasin. -La abuela Shushan alzó una ceja y habló en turco, como hacía siempre que quería dar un mensaje directo a un anciano sin que los jóvenes que había en la sala lo entendieran.

El tío Dikran captó el mensaje y lanzó un suspiro, como un niño al que su madre ha reprendido, y trató de consolarse con el burma. Se hizo un silencio. Todos y todo -los tres hombres, las tres generaciones de mujeres, la multitud de alfombras que decoraban el suelo, la plata antigua dentro de la vitrina, el samovar encima del chifonier, la película de vídeo (El color de las granadas), además de los numerosos cuadros y el icono de La oración de santa Ana y el póster del monte Ararat cubierto de nieve blanca- se quedaron callados un breve instante y la sala adquirió una extraña luminosidad bajo la luz mortecina de una farola que acababa de encenderse en la calle. Los fantasmas del pasado estaban allí.

Un coche aparcó delante de la casa; la luz de los faros barrió la sala e iluminó el texto colgado en la pared con un marco dorado: AMÉN, EN VERDAD OS DIGO QUE TODO LO QUE ATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ ATADO EN EL CIELO, Y LO QUE DESATÉIS EN LA TIERRA QUEDARÁ DESATADO EN EL CIELO. MATEO 18:18. Pasó un tranvía tocando las campanillas, cargado de niños ruidosos y turistas que iban de la Russian Hill al parque acuático, el Museo Marítimo y el Fisherman's Wharf. Los ruidos de la hora punta de San Francisco se metieron en la habitación y los sacaron de su ensueño.

– En el fondo Rose no es mala persona -aventuró Barsam-. No le resultó fácil habituarse a nuestras costumbres. Cuando nos conocimos solo era una chica tímida de Kentucky.

– Dicen que el camino al infierno está asfaltado de buenas intenciones -saltó el tío Dikran.

Pero Barsam prosiguió sin hacerle caso:

– ¿Os imagináis qué significa eso? ¡Allí ni siquiera se vende alcohol! ¡Está prohibido! ¿Sabíais que el evento más emocionante de Elizabethtown, en Kentucky, es una fiesta en la que la gente se disfraza de Padres Fundadores? -Barsam levantó las manos para enfatizar sus palabras o para llamar la atención de Dios en una oración desesperada-. ¡Y luego van al centro para reunirse con el general George Armstrong Custer!

– Por eso no tenías que haberte casado con ella -exclamó el tío Dikran, socarrón. A esas alturas toda su rabia se había evaporado; no podía permanecer enfadado mucho tiempo con su sobrino favorito.

– Lo que intento decir es que Rose no tenía ninguna experiencia multicultural -remarcó Barsam-. Es hija única de una amable pareja del sur que lleva toda la vida trabajando en la misma ferretería. Venía de un pueblo pequeño, y de pronto se encontró metida en esta enorme y unida familia armenia católica en la diáspora. ¡Una familia gigante con un pasado muy traumático! ¿Cómo queríais que llevara bien todo esto?

– Bueno, para nosotros tampoco fue fácil -protestó la tía Varsenig, apuntando a su hermano con el tenedor antes de clavarlo en otro köfte. A diferencia de su madre, ella sí tenía buen apetito y, por lo mucho que comía todos los días, más el hecho de haber dado a luz a las gemelas recientemente, parecía un milagro que estuviera tan delgada-. ¡Si te pones a pensar que lo único que sabía cocinar era ese espantoso cordero a la brasa! Siempre que íbamos a tu casa, se ponía aquel delantal sucio y preparaba cordero.

Todos menos Barsam se echaron a reír.

– Pero bueno, tengo que ser justa -prosiguió la tía Varsenig, encantada con la respuesta de su audiencia-. De vez en cuando cambiaba la salsa. A veces comíamos cordero a la brasa con salsa tex-mex picante, y otras veces cordero a la brasa con salsa cremosa… ¡La cocina de tu mujer era el paraíso de la variedad!

– ¡Ex mujer! -corrigió de nuevo la tía Zarouhi.

– Pues vosotros también se lo hicisteis pasar mal -objetó Barsam, sin mirar a nadie en particular-. Vamos, que la primera palabra que aprendió en armenio fue odar.

– Pero si es que es una odar. -El tío Dikran se inclinó para dar a su sobrino una palmada en la espalda-. Y si es una odar, ¿por qué no la íbamos a llamar odar?

Sacudido por el palmetazo más que por la pregunta, Barsam se atrevió a añadir:

– Algunos de esta familia incluso la llamaron «Espino».

– ¿Y qué tiene eso de malo? -La tía Varsenig se lo tomó como algo personal mientras se zampaba los dos últimos bocados de churek-. Esa mujer debería cambiarse el nombre de Rose por el de Espino. Rose no le pega nada. Un nombre tan dulce para tanta amargura. Si sus pobres padres hubieran tenido la más remota idea de la clase de mujer que llegaría a ser, te aseguro, mi querido hermano, que la hubieran llamado Espino.

– ¡Ya está bien de bromas!

Era Shushan Tchajmajchian; su exclamación no fue ni un reproche ni una advertencia, pero tuvo sobre todos los presentes el efecto de ambas cosas. El atardecer se había tornado ya noche, y la luz de la sala había cambiado. La abuela Shushan se levantó para encender la araña de cristal.

– Deberíamos proteger a Armanoush de todo mal, eso es lo único que importa -agregó suavemente. Las numerosas arrugas de su rostro y las finas venas púrpura de sus manos se hicieron más evidentes bajo la dura luz blanca-. Ese cordero inocente nos necesita, igual que nosotros la necesitamos a ella.

La determinación que expresaba su rostro se convirtió en resignación mientras asentía despacio con la cabeza.

– Solo un armenio puede entender lo que significa que tu comunidad se vea reducida de una forma tan drástica -añadió-. Nos hemos encogido como un árbol podado… Rose puede salir y casarse con quien ella quiera, pero su hija es armenia y debería criarse como armenia.

Entonces se inclinó y con una sonrisa se dirigió a su hija pequeña: -Dame la mitad de tu plato, ¿quieres? Con diabetes o sin ella, ¿cómo puede uno resistirse al burma?

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