Asya Kazancı no sabía por qué a algunas personas les gustaban tanto los cumpleaños. Ella los odiaba. Desde siempre. Quizá, en parte, porque de pequeña en todos sus cumpleaños la obligaban a comerse exactamente la misma tarta: un pastel con tres capas de manzana caramelizada, increíblemente dulce, y glaseado de limón, increíblemente amargo. Ignoraba cómo sus tías esperaban complacerla con aquella tarta, puesto que lo único que escuchaban de sus labios era una letanía de protestas. Tal vez se les olvidaba: a lo mejor cada año borraban todo recuerdo del anterior cumpleaños. Era posible. Los Kazancı eran una familia inclinada a no olvidar jamás las historias de los demás y a olvidar por completo lo que hacía referencia a ellos mismos.
Y así, todos los años, Asya Kazancı había tomado la misma tarta de cumpleaños y cada vez había descubierto algo nuevo de sí misma. A los tres años descubrió que podía conseguir casi cualquier cosa a fuerza de rabietas. Sin embargo, tres años después, al cumplir los seis, se dio cuenta de que más le valía olvidarse de las rabietas porque con cada una de ellas, aunque satisfacía sus exigencias, se prolongaba su infancia. A los ocho años tuvo la certeza de algo que hasta entonces solo había intuido: que era bastarda. Al mirar atrás reconocía que el mérito de este descubrimiento no era del todo suyo, puesto que de no ser por la abuela Gülsüm habría tardado mucho más tiempo en averiguarlo.
Resultó que ese día se encontraban las dos solas en el salón. La abuela Gülsüm estaba muy concentrada regando sus plantas y Asya la miraba mientras coloreaba un payaso en un cuaderno para niños.
– ¿Por qué hablas con las plantas? -quiso saber la niña.
– Porque se ponen más frondosas si les hablas.
– ¿De verdad?
– De verdad. Si les dices que la tierra es su madre y el agua es su padre, se animan y se fortalecen.
Asya no preguntó más y siguió con sus lápices de colores. Había pintado el traje del payaso de color naranja y los dientes en verde. Justo cuando estaba a punto de pintar de escarlata los zapatos, se detuvo y empezó a imitar a su abuela:
– ¡Cariño, cariño! La tierra es tu mamá y el agua es tu papá.
La abuela Gülsüm fingió no oírla. Envalentonada por su indiferencia, Asya aumentó el volumen de su cántico.
La abuela Gülsüm estaba regando la violeta africana, su favorita, se dirigió afectuosa a la flor:
– ¿Cómo estás, guapa?
Y la niña entonó burlona:
– ¿Cómo estás, guapa?
La abuela Gülsüm arrugó la frente y frunció los labios.
– ¡Qué color púrpura más hermoso! -dijo.
– ¡Qué color púrpura más hermoso!
Entonces la abuela tensó los labios y murmuró:
– Bastarda.
Pronunció la palabra con tal serenidad que Asya al principio no se dio cuenta de que su abuela se dirigía a ella y no a la flor.
No aprendió lo que significaba la palabra hasta un año más tarde, cerca ya de su noveno cumpleaños, cuando una compañera del colegio la llamó bastarda. Luego, a los diez años, descubrió que, a diferencia de las otras niñas de su clase, no tenía un modelo masculino en casa. Tardaría otros tres años en comprender que esto podría afectar su personalidad. Cuando cumplió catorce, quince y dieciséis años averiguó otras tres verdades sobre su vida: que las otras familias no eran como la suya, y que algunas familias podían ser normales; que entre sus antepasados había demasiadas mujeres y demasiados secretos sobre los hombres, que desaparecían demasiado pronto y de manera demasiado peculiar; y que por mucho que ella se esforzara, jamás sería una mujer hermosa.
A los diecisiete años, Asya Kazancı había comprendido que ella formaba parte de Estambul en la misma medida que los carteles de «Carretera en obras» o «Edificio en restauración» que el ayuntamiento colgaba temporalmente por todas partes, o como la niebla que caía sobre la ciudad en las noches lúgubres para dispersarse con la primera luz del alba y desaparecer.
Ese mismo año, justo dos días antes de cumplir los dieciocho, Asya saqueó el botiquín de la casa y se tragó todas las pastillas que encontró. Abrió los ojos en una cama rodeada por sus tías, Petite-Ma y la abuela Gülsüm. Trataban de obligarla a beber una terrosa y apestosa infusión de hierbas, como si no hubieran tenido bastante con hacerle vomitar todo lo que tenía en el estómago. Comenzó su decimoctavo año añadiendo un nuevo dato a los otros descubrimientos: que en este extraño mundo, el suicidio era un privilegio tan excepcional como un rubí, y con una familia como la suya, ella desde luego no sería una de las privilegiadas.
Es difícil saber si esta deducción estaba relacionada de algún modo con lo que sucedió a continuación, pero su obsesión por la música comenzó más o menos en aquellos días. No era un gusto abstracto y general por la música, ni siquiera entusiasmo por ciertos géneros musicales, sino más bien una fijación con un único cantante: Johnny Cash.
Lo sabía todo sobre él: los numerosos detalles de su trayectoria desde Arkansas hasta Memphis, sus compañeros de borrachera, sus matrimonios, sus altibajos, sus fotografías, sus gestos y, por supuesto, las letras de sus canciones. Asya, a los dieciocho años, convirtió la letra de «Thirteen» en el lema de su vida y decidió que ella también había nacido en el alma del sufrimiento y causaría problemas dondequiera que fuese.
Ese día, cuando cumplía diecinueve años, se sintió más madura al tomar nota mental de otra realidad de su vida: ahora había alcanzado la edad que tenía su madre cuando ella nació. No sabía qué hacer con este descubrimiento; lo único que sabía era que a partir de entonces ya no podrían tratarla como a una niña.
De manera que gruñó:
– ¡Os lo advierto! ¡Este año no quiero tarta de cumpleaños!
Con los hombros cuadrados y los brazos en jarras, olvidó por un instante que cada vez que adoptaba esa postura sus enormes senos se proyectaban hacia delante. De haberlo advertido, seguramente habría vuelto a encorvarse; aborrecía su generoso pecho, que consideraba otra carga genética heredada de su madre.
A veces se comparaba con la críptica criatura coránica Dabbetul Arz, el ogro que emergería el día del Juicio Final, cuyos órganos eran cada uno de un animal diferente. Arrastraba, como aquel ser híbrido, un cuerpo compuesto de partes inconexas heredadas de las mujeres de su familia. Era alta, mucho más alta que la mayoría de las mujeres estambulíes, como su madre, Zeliha, a quien también llamaba «tía»; tenía los dedos huesudos con finas venas de la tía Cevriye, el molesto mentón puntiagudo de la tía Feride y las orejas de elefante de la tía Banu. Su nariz era descaradamente aguileña; como la suya solo había habido otras dos en la historia del mundo: la del sultán Mehmed el Conquistador y la de la tía Zeliha. El sultán Mehmed había conquistado Constantinopla, un hecho, se quisiera o no, lo bastante importante para eclipsar la forma de su nariz. En cuanto a la tía Zeliha, su personalidad era tan imponente y su cuerpo tan cautivador que nadie vería su nariz (ni, de hecho, ninguna otra parte de su cuerpo) como una imperfección. Pero Asya, que no contaba con ningún logro imperial y sufría una incapacidad natural para encandilar a nadie, ¿qué demonios podía hacer con su nariz?
Entre los rasgos heredados de sus parientes, sin embargo, había algunas cualidades agradables. Su pelo, para empezar. Tenía el pelo negro azabache, rizado e indomable, teóricamente como todas las mujeres de la familia, pero en la práctica solo como la tía Zeliha. La disciplinada profesora de instituto que era la tía Cevriye, por ejemplo, se ceñía el pelo en un tenso moño, mientras que la tía Banu quedaba descalificada para cualquier comparación, puesto que casi siempre llevaba un pañuelo en la cabeza. La tía Feride cambiaba de corte y color con frenética frecuencia, dependiendo de su estado de ánimo. La abuela Gülsüm tenía la cabeza de algodón; el pelo se le había quedado blanco como la nieve y se negaba a teñírselo, asegurando que eso no sería apropiado para una anciana. Pero Petite-Ma era una devota pelirroja. Debido al alzhéimer, cada vez más grave, podía olvidar un montón de cosas, incluidos los nombres de sus hijos, pero hasta el momento jamás había olvidado teñirse el pelo con henna.
En la lista de los rasgos genéticos positivos, Asya Kazancı también incluía sus ojos castaños y almendrados (de tía Banu), la frente alta (de tía Cevriye) y un temperamento que tendía a explotar con facilidad pero que, curiosamente, la mantenía viva (de tía Feride). Sin embargo, detestaba comprobar que cada año se parecía más a ellas. Excepto por una cosa: la tendencia de sus tías a la irracionalidad. Las mujeres Kazancı eran categóricamente irracionales. Hacía algún tiempo, para no llegar a comportarse como ellas, Asya se había prometido no desviarse jamás del camino de su propia mente racional y analítica.
Cuando cumplió los diecinueve, Asya era una joven tan estimulada por la necesidad de reivindicar su individualidad, que se había vuelto capaz de las rebeliones más peculiares. Así, cuando repitió su objeción a la tarta, esta vez incluso con más vehemencia, había una razón más profunda detrás de su furia:
– ¡Se acabó la idiotez de las tartas!
– Demasiado tarde, señorita. Ya está hecha -declaró la tía Banu, clavándole una mirada fugaz por encima del ocho de oros que acababa de tirar. A menos que las siguientes tres cartas resultaran ser excepcionalmente prometedoras, el tarot desplegado en la mesa se dirigía hacia un mal presagio-. Pero tú haz como si no supieras nada, sino a tu pobre madre le va a sentar fatal. ¡Tiene que ser una sorpresa!
– ¿Cómo puede ser una sorpresa algo tan predecible? -gruñó Asya.
A esas alturas ya sabía que ser un miembro de la familia Kazancı significaba, entre otras cosas, profesar la alquimia del absurdo, convirtiendo constantemente los sinsentidos en una especie de lógica con la que se podía convencer a cualquiera y, con un mínimo esfuerzo, incluso a una misma.
– La que se supone que augura y predice el futuro en esta casa soy yo, no tú -aseguró la tía Banu con un guiño.
Era verdad, al menos en cierta medida. Tras ejercitar y desarrollar su talento para la clarividencia durante años, la tía Banu había empezado a recibir clientes en casa y a ganar dinero. En Estambul una vidente podía convertirse en leyenda en un instante. Con la suerte de su lado, había bastado con acertar el futuro de alguien. De pronto esa persona fue su principal cliente, y con la ayuda del viento y las gaviotas, extendió tan deprisa el rumor por toda la ciudad que en una semana había ya una cola de clientes en la puerta. Así había trepado la tía Banu por la escalera de la clarividencia, haciéndose más famosa en cada peldaño. Recibía clientas de toda la ciudad, vírgenes y viudas, jovencitas y abuelas desdentadas, pobres y ricas, cada una inmersa en sus propias aprensiones y todas muriéndose por saber lo que esa veleidosa fuerza femenina que es la Fortuna les tenía reservado. Llegaban cargadas de preguntas y salían con muchas más. Algunas pagaban grandes sumas de dinero para expresar su gratitud, o con la esperanza de poder sobornar a la Fortuna, pero también las había que no soltaban ni una moneda. Por muy distintas que fueran, las clientas siempre tenían algo en común: todas eran mujeres. El día que la tía Banu se autoproclamó vidente, juró no recibir jamás a ningún hombre.
La tía Banu había sufrido una transformación radical en otros aspectos, empezando por su imagen. Al principio de su carrera de vidente, desfilaba por la casa envuelta en exuberantes chales bordados color escarlata, echados con descuido sobre los hombros. Pronto, sin embargo, los chales fueron reemplazados por pañuelos de cachemira, y los pañuelos por estolas de pashmina, y las estolas por turbantes de seda muy sueltos, siempre de tonos rojos. Luego la mujer había anunciado de repente algo que llevaba meditando en secreto durante Alá sabe cuánto tiempo: retirarse de todo lo material y mundano y dedicarse en exclusiva al servicio de Dios. Con este fin, declaró solemnemente que estaba lista para pasar por una fase de penitencia y abandonar todas las vanidades de este mundo, como habían hecho los derviches en el pasado.
– Tú no eres derviche -corearon, cínicas, sus hermanas al unísono, decididas a disuadirla de tal sacrilegio, insólito en los anales de la familia Kazancı. Y a continuación las tres comenzaron a oponer objeciones, cada una en el tono más oficioso de que fue capaz.
– Además, los derviches se vestían con toscos sacos o prendas de lana, no con pañuelos de cachemira -terció la tía Cevriye, la más sensiblera.
La tía Banu tragó saliva, incómoda con su ropa, incómoda con su cuerpo.
– Los derviches dormían en un lecho de heno, no en un colchón doble de plumas -apuntó la tía Feride, la más lunática.
La tía Banu guardó silencio, con la vista fija en el otro extremo de la sala para evitar mirar a los ojos a sus interrogadoras. ¿Qué iba a hacer? El dolor de espalda era insoportable si no dormía en una cama especial.
– Además, los derviches no tenían nefs. ¡Y mírate! -Era la tía Zeliha, la menos convencional de todas.
Ansiosa por defenderse, la tía Banu lanzó un contraataque.
– Yo tampoco. Ya no. Eso ya se acabó. -Y añadió con su nueva voz mística-: ¡Declararé la guerra a mis nefs, y venceré!
En la familia Kazancı, cada vez que alguien tenía el valor de hacer algo inusual, los otros siempre reaccionaban igual, siguiendo un viejo esquema que podía resumirse así: «Pues muy bien. Nos da igual». De modo que nadie se tomó en serio a la tía Banu. Al advertir el escepticismo general, la mujer se fue a su habitación y cerró la puerta de golpe. No volvió a abrirla en los siguientes cuarenta días excepto para rápidas visitas a la cocina y el baño. Aparte de eso, la única vez que dejó la puerta entreabierta fue para poner un cartel que decía: ¡QUE TODO EL QUE ENTRE LO DEJE TODO ATRÁS!
Inicialmente Banu intentó llevarse al cuarto a Pachá Tercero, que en aquel tiempo pasaba sus últimos días sobre la tierra. Debió de pensar que le haría compañía en su solitaria penitencia, por más que los derviches no tuvieran mascotas. Pero por muy antisocial que pudiera ser a veces, la vida de eremita fue demasiado para Pachá Tercero, demasiado interesado en las vanidades mundanas, empezando por el queso feta y los cables eléctricos. Después de apenas una hora en la celda de la tía Banu, Pachá Tercero lanzó una serie de agudos maullidos y arañó la puerta con tal vehemencia que le dejaron salir de inmediato. Tras perder su única compañía, la tía Banu se hundió en su soledad y dejó de hablar, sorda y muda para cualquier persona. También dejó de ducharse, de peinarse e incluso de ver su serie favorita, La maldición de la hiedra del amor, un drama brasileño en el que una supermodelo de gran corazón sufría todo tipo de traiciones a manos de sus seres más queridos.
Sin embargo, lo más impactante fue cuando la tía Banu, que gozaba de un voraz apetito, dejó de comer otra cosa que no fuera pan y agua. Siempre había tenido una notoria debilidad por los carbohidratos, sobre todo el pan, pero nadie pensó jamás que pudiera sobrevivir solo con pan. Las tres hermanas hicieron todo lo posible por tentarla: prepararon numerosos platos, llenaron la casa de aromas de postres dulces, pescado frito y carne asada, a menudo todo ello cargado de mantequilla para potenciar el olor.
La tía Banu no flaqueó, al contrario: pareció aferrarse incluso con más fuerza a su devoción, así como a su pan duro. Durante cuarenta días y cuarenta noches permaneció aislada bajo el mismo techo. Fregar los platos, hacer la colada, ver la televisión, cotillear con los vecinos…, las rutinas cotidianas se convirtieron en algo profano de lo que no quería saber nada. Durante los días que siguieron, cada vez que sus hermanas iban a ver cómo estaba, la encontraban recitando el santo Corán. Tan intenso era el abismo de su éxtasis que se convirtió en una extraña para aquellas que tan cerca habían estado de ella toda su vida. Hasta que la mañana del día cuarenta y uno, mientras los demás desayunaban sucuk a la plancha y huevos fritos, Banu salió de su habitación con una radiante sonrisa, una chispa sobrenatural en los ojos y un pañuelo rojo cereza en el pelo.
– ¿Qué es ese pingo que llevas en la cabeza? -fue la primera reacción de la abuela Gülsüm, quien después de tantos años no se había suavizado ni un ápice y mantenía su parecido con Iván el Terrible.
– De ahora en adelante, voy a cubrirme la cabeza como exige mi fe.
– Pero ¿qué tonterías son esas? -gruñó la abuela-. Las mujeres turcas se libraron del velo hace noventa años. Ninguna hija mía va a traicionar los derechos que el gran comandante en jefe Atatürk otorgó a las mujeres de este país.
– Sí, las mujeres obtuvieron el derecho al voto en 1934 -apuntó la tía Cevriye-. Por si no lo sabías, la historia avanza hacia delante, no hacia atrás. ¡Quítate eso ahora mismo!
Pero la tía Banu no se lo quitó.
Se quedó con su pañuelo en la cabeza y después de pasar la prueba de las tres pes (penitencia, postración y piedad) se declaró vidente.
Al igual que su aspecto, las técnicas de adivinación sufrieron un profundo cambio a lo largo de su trayectoria como parapsicóloga. Al principio solo utilizaba posos de café para leer el futuro de sus clientas, pero con el tiempo fue añadiendo técnicas nuevas y muy poco convencionales, entre ellas el tarot, judías secas, monedas de plata, cuentas de rosario, timbres de puerta, perlas de imitación, perlas auténticas, piedras de la playa, cualquier cosa, siempre que llevara noticias del mundo paranormal. A veces charlaba apasionadamente con sus hombros, donde, según aseguraba ella, se sentaban dos yinn invisibles con los pies colgando. El bueno, en el hombro derecho y el malo, en el izquierdo. Aunque conocía sus nombres, para no pronunciarlos en voz alta los llamaba doña Dulce y don Amargo.
– Si tienes un yinni malo en el hombro izquierdo, ¿por qué no lo tiras y ya está? -le preguntó una vez Asya a su tía.
– Porque a veces todos necesitamos la compañía de los malos -le respondió ella.
Asya intentó arrugar la frente y luego puso los ojos en blanco, pero lo único que consiguió fue parecer aún más niña. Silbó una canción de Johnny Cash, que le gustaba traer a colación cuando estaba con sus tías: Why me, Lord, what have I ever done…. «¿Por qué yo, Señor? ¿Yo qué he hecho?».
– ¿Qué estás cantando? -preguntó suspicaz la tía Banu. No sabía una palabra de inglés y albergaba una profunda desconfianza hacia cualquier idioma que le escondiera algo.
– Cantaba una canción que dice que, como mi tía mayor, deberías ser un modelo para mí y enseñarme la diferencia entre el bien y el mal. Pero en cambio me dices que el mal es necesario.
– Pues te voy a explicar una cosa -anunció la tía Banu, mirando a su sobrina fijamente-. En este mundo hay cosas espantosas de las que la gente buena, que Alá la bendiga, no tiene ni la más remota idea. Y eso está muy bien, te lo aseguro. Está muy bien que no sepan nada de esas cosas, porque eso demuestra su buen corazón. Si no, no serían buenas personas, ¿no?
Asya no pudo evitar asentir con la cabeza. Al fin y al cabo, tenía la sensación de que Johnny Cash compartiría esa opinión.
– Pero si alguna vez entras en una mina de maldad, no recurrirás precisamente a la gente buena en busca de ayuda.
– ¡Y tú crees que le pediría ayuda a un yinni malo! -exclamó Asya.
– Tal vez -comentó la tía Banu moviendo la cabeza-. Esperemos que nunca te haga falta.
Y se acabó. No volvieron a hablar de las limitaciones del bien y la necesidad de la falta de escrúpulos.
En aquellos tiempos, la tía Banu renovó otra vez sus técnicas de lectura del futuro y recurrió a las avellanas, normalmente avellanas tostadas. Su familia sospechaba que el origen de esta novedad, como el de la mayoría de las novedades, era una simple coincidencia. Lo más probable es que alguna clienta la sorprendiera poniéndose morada de avellanas y Banu ofreciera la mejor explicación que se le vino a la cabeza: que era capaz de leer el futuro en ellas. Eso era lo que pensaba toda la familia. El resto del mundo lo interpretaba de otra forma. Al ser la mujer sagrada que era, en Estambul se rumoreaba que no cobraba dinero a sus clientas necesitadas, sino que les pedía solo un puñado de avellanas. La avellana se convirtió en símbolo de su generosidad. En cualquier caso, la extravagancia de su técnica solo sirvió para aumentar su ya extendida fama. Comenzaron a llamarla «Madre Avellana», o incluso, «Jeque Avellana», ignorando el hecho de que las mujeres, con sus limitaciones, no pueden tener tan respetado título.
Yinn malos, avellanas tostadas… Aunque con el tiempo Asya Kazancı se había acostumbrado a esta y otras excentricidades, le costaba mucho aceptar cierto aspecto de su tía mayor: su nombre. Era imposible aceptar que «tía Banu» pudiera de pronto metamorfosearse en «Jeque Avellana», de manera que cada vez que había clientas en la casa, o cartas de tarot sobre la mesa, Asya la evitaba. Precisamente por eso, aunque Asya había oído a la perfección las últimas palabras de su tía, fingió no haberse enterado. Y habría permanecido en su bendita ignorancia de no haber entrado la tía Feride en el salón en ese momento, con un plato enorme sobre el que relucía la tarta de cumpleaños.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó ceñuda a Asya-. Tú no tenías que estar aquí. Tienes clase de ballet.
Bueno, ese era otro grillete que Asya llevaba en los tobillos. Así como muchas madres turcas de clase media aspiraban a que sus hijas destacaran en todo lo que supuestamente destacaban los niños de las clases altas, la familia de Asya, de clase media-alta, la obligaba a realizar actividades en las que ella no tenía el más mínimo interés.
– Esto es una casa de locos -masculló la joven entre dientes. Esta frase se había convertido en su mantra. Entonces alzó un poco la voz para añadir-: No te preocupes. La verdad es que ya me iba.
– ¿Y ahora qué más da? -saltó la tía Feride, señalando la tarta-. ¡Esto tenía que ser una sorpresa!
– Este año no quiere tarta -terció la tía Banu desde su rincón, levantando la primera de las tres cartas de tarot que había echado.
Era la Gran Sacerdotisa, símbolo de la conciencia inconsciente, una apertura a la imaginación y los talentos ocultos, pero también a lo desconocido. Frunció los labios y desveló la segunda carta: la Torre. Anunciaba cambios tumultuosos, estallidos emocionales y súbita ruina. La tía Banu se quedó pensativa un momento. Luego volvió la tercera carta. Parecía que iban a recibir una visita pronto, una visita inesperada del otro lado del mar.
– ¿Cómo que no quiere tarta? ¡Si es su cumpleaños, por Dios! -exclamó Feride con los labios apretados y una chispa airada en los ojos. De pronto debió de ocurrírsele otra cosa, porque se volvió hacia Asya con los ojos entornados-: ¿Tienes miedo de que alguien la haya envenenado?
Asya la miró pasmada. Después de tanto tiempo y tanta experiencia, todavía no había logrado desarrollar una estrategia, la regla de oro para mantener la calma ante los estallidos de la tía Feride. Tras permanecer instalada en la «esquizofrenia hebefrénica» durante años, recientemente se había trasladado a la paranoia. Cuanto más se esforzaban por traerla de vuelta a la realidad, más paranoica y suspicaz se volvía ella.
– ¿Que si tiene miedo de que le hayan envenenado la tarta? ¡Por supuesto que no, so chiflada!
Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta donde había aparecido la tía Zeliha, con una chaqueta de pana sobre los hombros, tacones altos y una expresión inquisitiva capaz de proporcionarle una belleza que casi dolía. Debía de haber llegado sin que la vieran y seguramente llevaba un rato escuchando la conversación en silencio, a menos que hubiera desarrollado el talento de materializarse a voluntad. A diferencia de la mayoría de las mujeres turcas que habían llevado minifaldas y tacones en su juventud, Zeliha no había alargado las primeras ni reducido los segundos con la edad. Su estilo era tan llamativo como siempre. Los años no habían hecho sino aumentar su belleza mientras pasaban factura a las demás hermanas. La tía Zeliha, consciente del efecto de su presencia, se quedó en el umbral, mirándose las cuidadas uñas. Le preocupaban muchísimo sus manos, que eran su herramienta de trabajo. Puesto que no le interesaban las instituciones burocráticas ni ninguna cadena de mando, y albergaba en su interior tanta rabia y exasperación, se había dado cuenta muy pronto de que tendría que elegir una profesión en la que pudiera ser a la vez independiente y creativa. Y también, a ser posible, infligir un poco de dolor.
Diez años antes la tía Zeliha había abierto un estudio de tatuaje donde comenzó a desarrollar una colección de diseños originales. Además de los clásicos (rosas rojas, mariposas iridiscentes, corazones henchidos de amor) y la habitual antología de insectos peludos, lobos fieros y arañas gigantes, realizaba sus propios dibujos inspirados en un principio básico: la contradicción. Tenía caras medio masculinas medio femeninas, cuerpos medio animales medio humanos, árboles medio florecidos medio secos… Pero sus creaciones no tuvieron éxito. Los clientes querían decir algo a través de sus tatuajes, no añadir más ambigüedades a sus ya inciertas vidas. Los tatuajes tenían que expresar emociones simples, no pensamientos abstractos. Zeliha aprendió bien la lección y lanzó una nueva serie, una colección de imágenes titulada «Tratamiento para el mal de amores».
Todos los tatuajes de esta colección especial se dirigían a una sola persona: el ex amante. Los abandonados y los despechados, los heridos y los airados llevaban una fotografía del ex amante al que no podían dejar de amar pero que querían borrar de sus vidas para siempre. La tía Zeliha estudiaba la fotografía y se devanaba los sesos hasta encontrar el animal al que esa persona se parecía. El resto era relativamente fácil. Dibujaba el animal y luego lo tatuaba en el cuerpo del desolado cliente. El proceso se adscribía a la antigua práctica chamánica de interiorizar y a la vez exteriorizar los propios tótems. Para fortalecerse a uno mismo había que aceptar al antagonista, darle la bienvenida y luego transformarlo. El ex amante quedaba interiorizado, inyectado en el cuerpo, y a la vez exteriorizado en la superficie de la piel. Con el ex amante situado en ese umbral entre interior y exterior, y hábilmente transformado en animal, la relación de poder del que abandona y el abandonado cambiaba. Ahora el amante tatuado se sentía superior, como si poseyera la llave del alma de su ex. En cuanto se alcanzaba esta etapa y el ex amante perdía su atractivo, los que sufrían de mal de amores podían por fin librarse de su obsesión, porque el amor ama el poder. Por eso podemos enamorarnos de los demás con un amor suicida, pero rara vez podemos sentir amor por aquellos que se enamoran de manera suicida de nosotros.
En Estambul, una ciudad de corazones rotos, la tía Zeliha no tardó en ampliar el negocio y hacerse famosa, sobre todo en los círculos bohemios.
Ahora Asya apartó la vista para no tener que mirar más a su madre, la madre a la que nunca llamaba «mamá» y de la que tal vez esperaba distanciarse al convertirla en «tía». La inundaba una oleada de autocompasión. Qué imperdonable injusticia por parte de Alá, crear una hija mucho menos hermosa que su propia madre.
– ¿No entendéis por qué Asya no quiere tarta este año? -preguntó la tía Zeliha cuando terminó de inspeccionar su manicura-. ¡Tiene miedo de engordar!
Aunque sabía muy bien que era un grave error mostrar su genio delante de su madre, Asya gritó furiosa:
– ¡Eso no es verdad!
La tía Zeliha cedió con una chispa picara en los ojos.
– Vale, cariño, si tú lo dices…
Entonces Asya advirtió la bandeja que llevaba la tía Feride. Era una enorme bola de carne y una bola de masa más grande todavía. Esa noche tendrían mantı para cenar.
– ¿Cuántas veces tengo que deciros que no me gusta el mantı? -gritó-. Sabéis que ya no como carne.
Su propia voz le pareció rara, ronca y ajena.
– Ya os he dicho que tiene miedo de engordar.
La tía Zeliha negó con la cabeza y se apartó un mechón de pelo negro que le caía en la cara.
– ¿Es que no has oído nunca la palabra «vegetariano»?
Asya también movió la cabeza, aunque se resistió a apartarse un mechón de pelo por no imitar los gestos de su madre.
– Claro que sí -respondió la tía Zeliha, alzando los hombros-. Pero no olvides, cariño -prosiguió en un tono más suave, que sabía más persuasivo-, que tú eres una Kazancı, no una vegetariana.
Asya tragó saliva. De pronto tenía la boca seca.
– ¡Y a los Kazancı nos encanta la carne roja! ¡Cuanto más roja y grasienta, mejor! Y si no me crees, pregúntale a Sultán Quinto, ¿verdad, Sultán?
Zeliha se volvió hacia el obeso gato que yacía en su cojín de terciopelo junto a la puerta del balcón. El animal se volvió hacia ella con ojos nublados y entornados, como si la hubiera comprendido perfectamente y estuviera de acuerdo.
– En este país hay gente tan pobre -comentó con reproche la tía Banu mientras volvía a barajar el tarot- que ni siquiera sabrían a qué sabe la carne roja si no fuera por las limosnas que les dan los benevolentes musulmanes durante la fiesta del Sacrificio. Es la única comida decente que tienen. Ve a preguntar a esos pobres indigentes lo que significa de verdad ser vegetariano. Deberías dar las gracias por cada bocado de carne que se te pone en el plato, porque es un símbolo de riqueza.
– ¡Esto es una casa de locos! Estamos todos locos, ¡pero todos! -Asya pronunció su mantra con voz teñida de derrota-. Me voy, señoras. Podéis comer lo que os dé la gana. ¡Yo ya llego tarde a mi clase de ballet!
Nadie advirtió que había lanzado la palabra «ballet» como un esputo, pero a la vez asqueada de no poder dominar el impulso de escupirlo.