Armanoush Tchajmajchian miraba a la cajera de Un Lugar para Libros Limpio y Bien Iluminado, que metía una a una las doce novelas que acababa de comprar en una mochila de lona mientras esperaba a que se procesara su tarjeta de crédito. Cuando por fin le dieron el recibo, lo firmó intentando no mirar el total. ¡Había vuelto a gastarse todos los ahorros del mes en libros! Era un auténtico ratón de biblioteca, un rasgo no muy prometedor puesto que para los chicos no tenía ningún valor, y por lo tanto solo servía para preocupar más a su madre sobre sus posibilidades de pescar un marido rico. Esa misma mañana su madre le había hecho prometer por teléfono que no diría ni una palabra sobre libros cuando saliera esa noche. Armanoush notó una oleada de angustia en el estómago al pensar en su inminente cita. Después de un año sin salir con nadie (un solemne tributo a sus veintiún años de soltería crónica salpicada de pseudocitas desastrosas), hoy por fin Armanoush Tchajmajchian volvería a darle una oportunidad al amor.
Si bien su pasión por los libros había sido una razón fundamental de su recurrente incapacidad para mantener una relación normal con el sexo opuesto, había otros dos factores que avivaban las llamas de su fracaso. El primero y más importante: Armanoush era guapa, demasiado guapa. Con un cuerpo bien proporcionado, un rostro delicado, pelo ondulado rubio oscuro, enormes ojos de color gris azulado y una nariz afilada con un pequeño caballete que en otros podría parecer un defecto, pero que en ella no hacía más que añadir un aire de seguridad en sí misma, su atractivo físico combinado con su inteligencia intimidaba a los jóvenes. No es que prefirieran una mujer fea, o que no supieran apreciar la inteligencia; sencillamente, no sabían dónde encasillarla: en el grupo de mujeres con las que se morían por acostarse (las guapas), en el grupo donde buscaban consejo (las amigas), o en el de las mujeres con las que esperaban casarse a la larga (las de tipo novia). Armanoush, que era lo bastante sublime para ser todo eso a la vez, terminó no siendo nada.
El segundo factor, que también estaba fuera de su control, era más complicado: sus parientes. La familia Tchajmajchian, en San Francisco, y su madre, en Arizona, tenían puntos de vista diametralmente opuestos en cuanto al hombre adecuado para Armanoush. Todos los años desde que era pequeña Armanoush pasaba casi cinco meses en San Francisco (vacaciones de verano, la semana de primavera y frecuentes visitas los fines de semana) y los otros siete meses en Arizona, así que había tenido la oportunidad de descubrir por sí misma lo que cada bando esperaba de ella y hasta qué punto eran irreconciliables esas expectativas. Lo que hacía feliz a un grupo, angustiaría al otro. Para no disgustar a nadie, Armanoush había intentado salir con chicos armenios en San Francisco, y con cualquiera que no fuera armenio en Arizona. Pero sin duda el destino le tomaba el pelo, porque en San Francisco solo se había sentido atraída por los no armenios, mientras que los tres jóvenes de los que se había enamorado en Arizona resultaron ser norteamericanos de origen armenio, para gran decepción de su madre.
Echándose a la espalda las ansiedades junto con la pesada mochila, cruzó Opera Plaza mientras el viento silbaba y gemía sobrenaturales melodías. Vislumbró a una joven pareja en el Max's Opera Café que o bien aborrecían los sándwiches de ternera apilados ante ellos o bien acababan de pelearse. «Gracias a Dios que estoy sola», se dijo Armanoush medio en broma antes de girar hacia Turk Street. Años atrás, cuando todavía no había cumplido los veinte, Armanoush le enseñó la ciudad a una chica de Nueva York, de origen armenio. Al llegar a esta calle a la chica se le cayó el alma a los pies.
– ¡Turk Street! ¡Calle de los turcos! ¿Es que están en todas partes?
Armanoush recordó lo mucho que le sorprendió la actitud de la chica. Intentó explicarle que la calle se llamaba así por Frank Turk, un abogado que había sido teniente de alcalde y formaba parte de la historia de la ciudad.
– Ya -interrumpió su amiga, mostrando muy poco interés por la historia urbana-. Da igual, ¿acaso no están en todas partes?
Pues sí, estaban en todas partes, incluso uno de ellos se había casado con su madre. Pero Armanoush guardó para sí esta información.
Evitaba hablar del padrastro con sus amigos armenios. Tampoco hablaba de él con los que no eran armenios. Ni siquiera con los que no tenían otro interés en la vida que no fuera ellos mismos, y por lo tanto no les importaba absolutamente nada la historia del conflicto entre turcos y armenios. Daba igual, Armanoush sabía que los secretos se extienden más deprisa que el polvo en el viento, por eso mantenía su silencio. Si no le cuentas a nadie lo extraordinario, todo el mundo supone que es normal. Armanoush lo descubrió a muy temprana edad. Puesto que su madre era una odar, ¿qué podía ser más normal que casarse con otro odar? En general, eso era lo que sus amigos suponían, e imaginaban que el padrastro de Armanoush sería estadounidense, supuestamente del Medio Oeste.
En Turk Street pasó junto a un hostal de orientación gay, una frutería de Oriente Próximo y un pequeño mercado tailandés, y paseó junto a viandantes de todas clases y colores hasta subir por fin al tranvía de Russian Hill. Con la frente apoyada en la ventana polvorienta, reflexionaba sobre el «otro yo» de los laberintos de Borges mientras observaba la tenue bruma que se disipaba en el horizonte. Armanoush también tenía otro yo, y siempre lo mantenía a raya fuera donde fuese.
Le gustaba estar en aquella ciudad, su brío y su vigor le palpitaban en las venas. Desde que era pequeña le había gustado ir a San Francisco y vivir con su padre y la abuela Shushan. A diferencia de su madre, su padre no había vuelto a casarse. Armanoush sabía que había tenido novias, pero no le había presentado a ninguna, bien porque las relaciones no eran bastante serias, o bien porque su padre tuvo miedo de disgustarla de alguna manera. Probablemente se trataba de esto último, una actitud más propia de Barsam Tchajmajchian. Armanoush estaba convencida de que su padre era la persona menos egoísta y machista sobre la faz de la tierra, y todavía le pasmaba que hubiera podido acabar con una mujer tan egocéntrica como Rose. No es que Armanoush no quisiera a su madre. Sí la quería, a su manera, pero a veces se sentía asfixiada por el amor insatisfecho de Rose. En esas ocasiones se escapaba a San Francisco, a los brazos de la familia Tchajmajchian, donde le aguardaba un amor satisfecho aunque igualmente exigente.
En cuanto bajó del tranvía se apresuró. Matt Hassinger pasaría a recogerla a las siete y media. Tenía menos de una hora y media para prepararse, lo cual básicamente consistía en ducharse y ponerse un vestido, tal vez el turquesa, que según todo el mundo le sentaba tan bien. Eso sería todo. Ni joyas ni maquillaje. No pensaba emperifollarse para esta cita y desde luego tampoco esperaba gran cosa de ella. Si funcionaba, bien, estupendo. Pero también estaba preparada por si no funcionaba. Y así, bajo la niebla que cubría la ciudad, Armanoush llegó a las seis y diez de la tarde al piso de dos baños que su abuela tenía en Russian Hill, un animado barrio erigido en una de las colinas más empinadas de San Francisco.
– ¡Hola, cariño! ¡Bienvenida a casa!
Sorprendentemente no fue su abuela, sino la tía Surpun la que abrió la puerta.
– Te he echado de menos -canturreó con afecto-. ¿Qué has hecho todo el día? ¿Qué tal te ha ido?
– Pues bien -contestó Armanoush con tranquilidad, preguntándose qué hacía allí su tía más joven un martes por la tarde.
La tía Surpun vivía en Berkeley, donde llevaba toda la vida dando clases, por lo menos desde que Armanoush era pequeña. Iba a San Francisco en su coche los fines de semana, pero era insólito que apareciera un día de diario. Aun así la cuestión dejó de preocuparla en cuanto se dispuso a contar cómo le había ido el día.
– Me he comprado unos libros -comentó efusivamente, con la cara radiante.
– ¡Libros! ¿Ha dicho libros? ¿Otra vez? -chilló desde dentro una voz conocida.
¡Parecía la tía Varsenig! Armanoush colgó el impermeable y se alisó el pelo agitado por el viento, sin dejar de preguntarse qué hacía allí también la tía Varsenig. Sus hijas gemelas volvían esa tarde de Los Ángeles, donde habían participado en un torneo de baloncesto. La tía Varsenig estaba tan emocionada con la competición que llevaba tres días casi sin dormir, hablando constantemente por teléfono con sus hijas o su entrenador. Y ahora, el día que el equipo regresaba, en lugar de plantarse en el aeropuerto con horas de antelación, como era su costumbre, estaba en casa de la abuela poniendo la mesa.
– Sí, he dicho «libros» -contestó Armanoush, echándose al hombro la mochila de lona al pasar por el espacioso salón.
– No le hagas caso. Es que se está haciendo vieja y cada día está más gruñona -comentó con voz alegre la tía Surpun, que la había seguido hasta el salón-. Estamos todas orgullosísimas de ti, cariño.
– Claro que estamos orgullosas de ella, pero también podría comportarse de acuerdo a su edad -protestó la tía Varsenig mientras ponía el último plato de porcelana sobre la mesa. Luego abrazó a su sobrina-. Las chicas de tu edad se dedican a ponerse guapas, ¿sabes? No es que te haga falta, por supuesto, pero si solo piensas en leer, leer y leer, ¿dónde va a acabar esto?
– Pues verás, los libros no son como las películas, que al final sale un cartel que pone «FIN». Cuando leo un libro, no me parece que haya terminado nada. Así que empiezo otro.
Armanoush guiñó un ojo, sin adivinar lo guapa que estaba bajo la luz del sol que se desvanecía en la sala. Dejó la mochila en la butaca de la abuela y la vació al instante, como una niña ansiosa por ver un juguete nuevo. Los libros cayeron uno sobre otro: El Aleph de Borges, La conjura de los necios de John Kennedy Toole, Su pasatiempo favorito de William Gaddis, El manejo del dolor de Bharati Mukheryee, Narciso y Golmundo de Hesse, Los reyes del mambo tocan canciones de amor de Oscar Hijuelos, Paisaje pintado con té de Pavic, La mujer amarilla y la belleza del espíritu de Silko y dos de Milan Kundera, su autor favorito: El libro de la risa y el olvido, y La vida está en otra parte. Algunos eran nuevos para ella, otros los había leído hacía años pero quería releerlos.
Armanoush sabía, tal vez no racionalmente pero sí de forma instintiva, que la resistencia de la familia Tchajmajchian a su pasión por los libros se debía en realidad a un motivo más hondo y oscuro que la mera necesidad de recordarle lo que solían hacer las chicas de su edad. No solo por ser mujer, sino también por ser armenia esperaban que evitara por todos los medios convertirse en una bibliófila. Armanoush tenía la sensación de que tras las constantes protestas de la tía Varsenig por su afición a la lectura yacía una preocupación más honda: el afán de supervivencia. Sencillamente no quería que su sobrina brillara demasiado, que destacara demasiado en el rebaño. Los escritores, poetas, artistas e intelectuales habían sido los primeros dentro del millet armenio en ser eliminados por el antiguo gobierno otomano. Primero se libraron de los «cerebros», luego procedieron a extraditar al resto: el pueblo llano. Como muchas familias armenias en la diáspora, sanos y salvos en San Francisco pero nunca del todo tranquilos, los Tchajmajchian se sentían a la vez encantados y molestos cuando uno de sus niños leía demasiado, pensaba demasiado o se apartaba demasiado de los caminos trillados.
Aunque todos los libros eran potencialmente dañinos, los peores eran las novelas. El camino de la ficción podía engañarte con facilidad y arrastrarte a un universo de historias donde todo es fluido, quijotesco y tan abierto a las sorpresas como una noche sin luna en el desierto. Antes de darte cuenta podías dejarte llevar hasta perder el contacto con la realidad, esa rigurosa e implacable verdad de la que ninguna minoría debería alejarse demasiado para no acabar desprotegida cuando cambiaran los vientos y llegaran los malos tiempos. Era absurdo pensar con ingenuidad que las cosas no pueden torcerse, porque siempre se tuercen. La imaginación es una magia peligrosa y cautivadora para aquellos forzados a ser realistas, y las palabras pueden ser venenosas para los que están destinados a ser silenciados. Si un hijo de los supervivientes quería leer y cavilar, debía hacerlo calladamente, con aprensión, de manera discreta, sin llamar la atención. Si tenía mayores ambiciones, debería al menos albergar solo deseos sencillos, templados en pasión y ambición, como si le hubieran robado la energía y ya solo tuviera fuerza suficiente para ser mediocre. Con un destino y una familia como aquella, Armanoush tuvo que aprender a ocultar sus talentos y esforzarse por no brillar con demasiada fuerza.
El penetrante olor a especias que salía de la cocina la sacó de sus ensoñaciones.
– Bueno -exclamó Armanoush, volviéndose hacia la más parlanchina de sus tres tías-. ¿Te quedas a cenar?
– Solo un ratito, cariño -murmuró la tía Varsenig-. Tengo que marcharme pronto al aeropuerto, las gemelas vuelven hoy. He pasado por aquí para traeros un poco de mantı casero y… -La tía Varsenig estaba radiante de orgullo-. ¿Sabes qué? ¡Tenemos bastırma de Eriván!
– Dios, no pienso comer mantı y muchísimo menos bastırma. -Armanoush arrugó la frente-. No puedo apestar a ajo esta noche.
– No pasa nada. Si te lavas los dientes y tomas un chicle de menta no se te notará el mal sabor de boca.
Era la tía Zarouhi, que entraba con un plato de musaqqa con una bonita decoración de perejil y rodajas de limón. Dejó la fuente en la mesa y abrió los brazos para recibir a su sobrina. Armanoush la abrazó preguntándose qué hacía allí la tía Zarouhi. Empezaba a comprenderlo. Era una casualidad muy bien planeada que toda la familia Tchajmajchian apareciera de pronto en casa de la abuela Shushan justo cuando Armanoush iba a salir con un chico. Todas habían llegado con un pretexto distinto, pero con el mismo y exacto objetivo: querían ver, probar y juzgar con sus propios ojos a ese Matt Hassinger, el afortunado joven que iba a salir con la niña de sus ojos esa tarde.
Armanoush clavó en sus tías una mirada que rayaba en la desesperación. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía ser independiente con todas ellas tan cerca? ¿Cómo podía convencerlas de que no tenían que preocuparse por ella cuando había tantas cosas en la vida de qué preocuparse? ¿Cómo podía liberarse de su herencia genética, sobre todo si en parte se sentía tan orgullosa de ella? ¿Cómo podía defenderse de la bondad de sus seres queridos? ¿Se podía luchar contra la bondad?
– ¡Eso no sirve de nada! Ni la pasta de dientes, ni los chicles, ni siquiera esos espantosos enjuagues de menta. ¡No hay nada en la tierra capaz de quitar el olor del bastırma! Tarda una semana en desaparecer del todo. Si comes bastırma hueles, sudas y respiras bastırma durante días. ¡Hasta el pis te huele a bastırma!
– ¿Qué tiene que ver hacer pis con salir con un chico? -preguntó pasmada la tía Varsenig a la tía Surpun en cuanto Armanoush se dio la vuelta.
Todavía protestando pero sin querer discutir con ellas, la joven se dirigió al cuarto de baño, donde encontró al corpulento tío Dikran a gatas, con la cabeza dentro del armario que había bajo el lavabo.
– ¿Tío? -Armanoush estuvo a punto de lanzar un chillido.
– ¡Holaaaa! -exclamó Dikran Stamboulian desde el armario.
– Esta casa está llena de personajes de Chéjov -masculló Armanoush entre dientes.
– Si tú lo dices -replicó la voz debajo del lavabo.
– Tío, ¿qué estás haciendo?
– Tu abuela siempre se queja de los grifos viejos de esta casa, ¿sabes? Así que esta tarde me he dicho: ¿por qué no cierro la tienda temprano, me paso por casa de Shushan y le arreglo las malditas tuberías?
– Sí, ya veo. -Armanoush disimuló una sonrisa-. ¿Dónde está la abuela, por cierto?
– Echándose una siesta. -Dikran salió arrastrándose del armario para coger una herramienta y se metió dentro otra vez-. Es la edad, ¿qué se le va a hacer? ¡El cuerpo necesita dormir! Pero se despertará antes de las siete y media, tú no te preocupes.
¡Las siete y media! Era como si todos los miembros de la familia hubieran programado una alarma biológica para el momento en que Matt Hassinger llamara al timbre de la puerta.
– ¿Me pasas la llave inglesa más fina? -dijo una voz exasperada-. Esta no funciona.
Armanoush miró con una mueca la caja de herramientas que había en el suelo, donde relucían más de cien artefactos de todos los tamaños. Le tendió unas tenazas, un taladro y una bomba para pruebas hidrostáticas HTP300, antes de dar por fin con la llave inglesa, que tampoco pareció funcionar. Viendo que no podía ducharse con Dikran el Fontanero Imposible metido en faena, Armanoush fue al dormitorio de su abuela, abrió un poco la puerta y se asomó. La mujer dormía con un sueño ligero, pero con la maravillosa placidez que solo alcanzan las ancianas que viven rodeadas de sus hijos y sus nietos. A medida que envejecía necesitaba dormir más durante el día. Por la noche, sin embargo, estaba tan despierta como siempre. El insomnio de Shushan no había disminuido ni un ápice con la vejez. Su familia pensaba que el pasado no la dejaba descansar, solo le permitía aquellas fugaces siestas. Armanoush cerró la puerta y la dejó dormir.
La mesa estaba lista cuando volvió al salón. También le habían puesto un cubierto a ella. ¿Cómo demonios querían que comiera si tenía una cita en menos de una hora? Prefirió no preguntar. Mostrarse demasiado razonable en esa familia sería un error garrafal. Podría picar un poco, para tenerlos a todos contentos. Además, le gustaba aquella comida. Su madre, en Arizona, quería mantener la cocina armenia tan lejos de su casa como fuera posible, y disfrutaba como una loca despreciándola delante de sus amigos y vecinos. Le gustaba sobre todo llamar la atención sobre dos platos, que vilipendiaba públicamente en cuanto tenía ocasión: los pies de ternera y los intestinos rellenos. Armanoush recordó una vez que Rose se quejaba ante la señora Grinnell, la vecina de al lado:
– ¡Qué asco! -exclamó la señora Grinnell con cierto tono de repugnancia-. ¿De verdad se comen los intestinos?
– ¡Huy, sí! -afirmó Rose con vehemencia-. Créame, se los comen. Los aliñan con ajo y hierbas, los rellenan de arroz y los devoran.
Las dos mujeres soltaron unas risitas condescendientes, y seguramente se habrían reído un poco más si el padrastro de Armanoush no se hubiera vuelto para comentar con mirada hastiada:
– ¿Y qué pasa? Me parece que es como el mumbar. Deberíais probarlo, está buenísimo.
– ¿También es armenio? -preguntó la señora Grinnell en un susurro cuando Mustafa salió de la sala.
– ¡Claro que no! Lo que pasa es que tienen algunas cosas en común.
El timbre de la puerta sonó con estridencia, arrancó a Armanoush de su trance y provocó en todos los demás un brinco de pánico. Ni siquiera eran las siete en punto. Por lo visto la puntualidad no era uno de los méritos de Matt Hassinger. Como si alguien hubiera pulsado un botón, las tres tías se lanzaron hacia la puerta y frenaron antes de abrirla. El tío Dikran escondió la cabeza en el armario donde seguía trabajando y la abuela Shushan abrió los ojos del susto. Solo Armanoush mantuvo la calma y la compostura. Con pasos intencionadamente medidos se acercó a la puerta bajo la atenta mirada de sus tías, y la abrió.
– ¡¡Papá!! -exclamó encantada-. Pensaba que tenías una reunión esta tarde. ¿Cómo es que llegas tan temprano?
Antes de terminar de hacer la pregunta, Armanoush ya sabía la respuesta.
Barsam Tchajmajchian esbozó una sonrisa que le marcó hoyuelos en las mejillas y abrazó a su hija con los ojos brillantes de orgullo y una pizca de ansiedad.
– Al final se ha tenido que posponer la reunión. -En cuanto se alejó de su hija susurró a sus hermanas-: ¿Ha llegado ya?
Durante los últimos treinta minutos antes de que compareciera Matt Hassinger todo el mundo se puso nervioso menos Armanoush. Le hicieron ponerse varios vestidos y desfilar con cada uno de ellos, hasta que llegaron unilateralmente a una decisión: el turquesa. Completaron el atuendo con unos pendientes a juego, un bolso de cuentas burdeos que según la tía Varsenig añadiría un toque femenino, y una suave rebeca negra, por si hacía frío. Esa era otra cuestión que Armanoush no pensaba desafiar. El mundo fuera de la casa familiar se parecía al Ártico a ojos de los Tchajmajchian. «Fuera» significaba «tierra gélida», y para adentrarte en ella tenías que llevar una rebeca, preferiblemente tejida a mano. Esto lo sabía en parte desde su infancia, tras pasar sus primeros años bajo las aterciopeladas mantas que le tejía su abuela con las iniciales cosidas en los rebordes. Dormir sin que nada te cubriera el cuerpo era impensable, y salir a la calle sin rebeca sería un craso error. Igual que la casa necesitaba un techo, los seres humanos necesitaban una segunda piel entre ellos y el resto del mundo para sentirse seguros y abrigados.
Cuando Armanoush accedió a ponerse la rebeca y se acabó el tema del vestido, salieron con otra exigencia, una exigencia paradójica, excepto para los Tchajmajchian. Querían que se sentara con ellos a la mesa y comiera, para estar fuerte y preparada para la cena de esa noche.
– Pero, cariño, si comes como un pajarito. ¡No me digas que ni siquiera vas a probar mi mantı! -gimió la tía Varsenig con un cucharón en la mano y tal consternación en sus oscuros ojos castaños que Armanoush se preguntó si no estaría más preocupada por una cuestión de vida o muerte que por un cuenco de mantı.
– Tía, no puedo -suspiró Armanoush-. Ya me habéis llenado el plato de jadayıf. Me lo termino y ya tengo suficiente.
– Como no querías oler a carne y ajo -apuntó la tía Surpun en tono travieso, te hemos servido ekmek jadayıf, para que te huela el aliento a pistachos.
– ¿Y por qué quiere oler a pistachos? -preguntó pasmada la abuela Shushan, que se había perdido el primer episodio del debate, aunque de todas formas no habría entendido nada.
– Yo no quiero oler a pistachos.
Armanoush abrió mucho los ojos, desesperada, y se volvió hacia su padre para hacerle una señal de socorro, esperando que la salvara.
Pero antes de que Barsam Tchajmajchian pudiera pronunciar una palabra, empezó a sonar el móvil de Armanoush. La chica hizo una mueca al ver la pantalla. Número privado. Podría ser cualquiera, incluso Matt Hassinger para cancelar la cena con alguna excusa absurda. Armanoush se quedó con el móvil en la mano, incómoda, hasta que por fin se decidió a contestar, esperando que no fuera su madre.
Era ella.
– Cariño, ¿te están tratando bien? -fue lo primero que preguntó.
– Sí, mamá -contestó Armanoush con voz apagada. A esas alturas estaba más o menos acostumbrada. Desde que era pequeña, cada vez que se quedaba en casa de los Tchajmajchian su madre se comportaba como si su vida corriera peligro.
– Amy, no me digas que todavía estás en casa…
Armanoush también estaba relativamente acostumbrada a eso. Cuando sus padres se separaron, su madre también se separó de su nombre. Dejó de llamarla Armanoush, como si necesitara cambiar el nombre de su hija para seguir queriéndola. Y Armanoush todavía no se lo había contado a los Tchajmajchian. Ciertos asuntos debían mantenerse en secreto, aunque ella ya ocultaba demasiadas cosas.
– ¿Por qué no contestas? -insistió su madre-. ¿No ibas a salir esta noche?
Armanoush guardó silencio, consciente de que todos los presentes estaban escuchando.
– Sí, mamá -fue lo único que respondió tras una violenta pausa.
– No te habrás echado atrás, ¿verdad?
– No, mamá. Pero ¿por qué tu número de teléfono está oculto?
– Bueno, tengo mis razones, como cualquier madre. No siempre contestas si sabes que soy yo. -La voz de Rose se había ido apagando con desolación, luego volvió a ascender-: ¿Va a conocer Matt a la familia?
– Sí, mamá.
– ¡Ni se te ocurra! Ese sería el peor error de tu vida. Le darán un susto de muerte. No conoces a tus tías, eres tan buena que no sabes ver el mal. Aterrorizarán a ese pobre chico con preguntas e interrogatorios.
Armanoush no dijo nada. Se oían ruidos extraños y sospechaba que su madre se estaba cepillando el pelo al tiempo que le soltaba aquella bronca.
– Cariño, ¿por qué no contestas? ¿Están ahí todos? -preguntó Rose. Se oyó otro rumor apagado; ya no parecía un cepillo del pelo, sino más bien un líquido espeso que caía sin salpicar, o para ser exactos, una cucharada de masa de tortitas cayendo en una sartén caliente-. Ay, qué pregunta más tonta. Claro que estarán ahí. Todos, seguro. Todavía me odian, ¿verdad?
Armanoush no tenía respuesta. Se imaginaba a su madre en la oscura cocina de armarios laminados color salmón claro, que nunca podía renovar como deseaba por falta de tiempo y dinero, con el pelo en un moño suelto, el teléfono inalámbrico pegado a la oreja y una espumadera en la mano, haciendo una montaña de tortitas como si hubiera un ejército de niños en casa, para al final comérselas todas ella. También se imaginó a su padrastro, Mustafa Kazancı, sentado a la mesa de la cocina, removiendo el café mientras hojeaba el Arizona Daily Star.
Después de licenciarse en la Universidad de Arizona y casarse con Rose, Mustafa empezó a trabajar en una compañía de minerales de la región, y por lo que Armanoush podía ver, le gustaba el mundo de las rocas y las piedras más que cualquier otra cosa. No era un mal hombre, en todo caso algo aburrido. Parecía que nada en la vida le apasionaba. No había vuelto a Estambul en Dios sabe cuánto tiempo, aunque su familia vivía allí. A veces Armanoush tenía la impresión de que quería romper con su pasado, pero no sabía por qué. Había intentado hablar con él unas cuantas veces sobre 1915 y lo que los turcos les habían hecho a los armenios. «Yo de esas cosas no sé mucho -replicaba Mustafa, apartándola con modales suaves pero tensos-. Todo eso es historia. Deberías hablar con historiadores.»
– Amy, ¿quieres decirme algo? -Ahora Rose parecía irritada.
– Mamá, tengo que colgar. Ya te llamo luego.
Se oyó un brusco chasquido acompañado de un susurro. Quizá su madre había echado a la sartén otra tortita, o había estallado en sollozos. Armanoush prefería pensar lo primero.
Volvió a la mesa con un cabreo de espanto, se sentó, agarró la cuchara y, sin mirar a nadie a los ojos, se zampó lo que tenía delante, aunque no era eso lo que quería. Le hicieron falta unas cuantas cucharadas más para darse cuenta de su error.
– ¿Por qué estoy comiendo mantı? -exclamó de pronto.
– No lo sé, cariño -replicó la tía Varsenig, mirándola asustada, como si fuera una criatura desconocida-. Te lo he puesto por si querías probarlo. Y parece que sí te apetecía.
Ahora Armanoush tenía ganas de llorar. Pidió permiso para dejar la mesa y salió disparada al baño para lavarse los dientes, arrepintiéndose ya profundamente de todo aquel estúpido asunto de la cita. Se miró al espejo con un tubo de pasta de dientes medio estrujado en una mano y en la cara la expresión de quien está a punto de renunciar para siempre a la sociedad y convertirse en un solitario eremita en alguna montaña dejada de la mano de Dios. ¿Qué podía hacer la pobre pasta blanqueadora Colgate Total contra el infame mantı? ¿Y si llamaba a Matt Hassinger para cancelarlo todo? Lo único que quería era echarse en la cama saturada de desesperación y leer las novelas que se había comprado. Leer y leer hasta que le sangrara la nariz y se le cerraran los ojos. Eso era lo único que quería.
– Deberías haberte quedado en la cama leyendo -le reprochó a la conocida cara que veía en el espejo.
– ¡Qué tontería! -Era la tía Zarouhi, que acababa de aparecer junto a ella en el espejo-. Eres una chica muy guapa que se merece al mejor hombre del mundo. A ver, un poco de glamour femenino, señorita. ¡Píntate esos labios!
Armanoush se pintó. En la barra de labios no ponía «glamour femenino», pero casi: «glamour cereza», anunciaba. Se aplicó carmín con generosidad, luego se frotó los labios con una servilleta y se lo quitó casi todo. Justo en ese momento sonó el timbre. ¡Las siete y treinta y dos! La puntualidad sí parecía contarse entre los méritos de Matt Hassinger, al fin y al cabo.
Un minuto después Armanoush sonreía en la puerta a un chico muy arreglado, notablemente ilusionado y bastante desconcertado. Matt Hassinger era tres años menor que ella, una trivialidad que Armanoush no había considerado necesario contar a nadie, pero que ahora era evidente en su cara. Tal vez porque se había hecho algo en el pelo tan corto o porque se había puesto una ropa que normalmente no llevaría, un blazer marrón oscuro de borreguillo y unos pantalones color verde pastel de Ralph Lauren. Parecía un adolescente disfrazado de adulto. Entró con un enorme ramo de tulipanes rojos en la mano izquierda, sonrió a Armanoush y luego descubrió a la audiencia y se quedó petrificado. Toda la familia Tchajmajchian se había arracimado detrás de Armanoush.
– Entra, jovencito -invitó la tía Varsenig en su tono más alentador, que resultaba también el más intimidante.
Matt Hassinger estrechó la mano de todos, mientras notaba cómo se le clavaban en la cara sus miradas penetrantes. Perdió la confianza y empezó a sudar. Uno le cogió las flores y otro le cogió la chaqueta. Aunque sin la chaqueta se sentía como un pavo desplumado, se dirigió al salón y se dejó caer en la primera silla que vio. Todos los demás se sentaron cerca, formando un semicírculo a su alrededor. Charlaron un poco del tiempo, de los estudios de Matt (estaba estudiando derecho, lo cual podía ser bueno y malo), de la familia de Matt (era hijo único, lo cual podía ser bueno y malo), de los padres de Matt (ambos eran abogados, lo cual podía ser bueno y malo), del nivel de conocimientos de Matt sobre los armenios (no sabía gran cosa, lo cual era malo, pero estaba ansioso por aprender más, lo cual era bueno), y luego volvieron de nuevo al tiempo hasta que se hizo un irritante silencio. Durante casi cinco minutos nadie pronunció palabra, pero todos sonreían radiantes como si tuvieran algo atascado en la garganta y les pareciera muy gracioso. Estaban a punto de dejar este violento estado para entrar en un funesto punto muerto cuando sonó de nuevo el móvil. Armanoush miró la pantalla: número privado. Apagó el sonido del teléfono y lo dejó en modo vibrador. Arqueó las cejas y frunció los labios en un gesto de «da igual» dirigido a Matt, gesto que ni él ni nadie entendió.
A las ocho menos cuarto Armanoush Tchajmajchian y Matt Hassinger estaban por fin en la calle, circulando en un Suzuki Verona rojo veneciano por Hyde Street en dirección a un restaurante del que Matt había oído hablar mucho y que suponía que sería encantador y romántico: Skewed Window.
– Espero que te guste la fusión asiática con cierta influencia caribeña -bromeó con una risita, divertido por sus propias palabras-. Es un sitio muy recomendado.
Decir que era «muy recomendado» no suponía ninguna garantía para Armanoush, sobre todo porque siempre recelaba de los best seller «muy recomendados». De todas formas no puso objeción, esperando que su escepticismo se viera refutado al final de la noche.
Sin embargo, resultó ser justo lo contrario. El Skewed Window, un lugar de reunión muy frecuentado por intelectuales urbanos y artistas, era cualquier cosa menos un restaurante encantador y romántico. Estaba en un garaje de estilo moderno, con techos altísimos, lámparas art déco y las paredes cubiertas de arte abstracto contemporáneo. Los camareros, vestidos de negro de la cabeza a los pies, correteaban de un lado a otro como una colonia de hormigas que acabara de descubrir un montón de azúcar. Servían platos de diseño convencidos de que los clientes pronto serían reemplazados por otros, que probablemente dejarían mejor propina. En cuanto al menú, era incomprensible. Por si los ingredientes no fueran ya bastante desconcertantes, cada plato hacía referencia, en la forma, la presentación y la guarnición, a una obra abstracta expresionista.
El chef holandés había tenido tres aspiraciones en la vida: ser filósofo, pintor y chef. Tras fracasar estrepitosamente en filosofía y arte cuando era joven, no vio razón para no plasmar sus poco apreciados talentos en la cocina. Y así se enorgullecía de materializar lo abstracto y reinsertar en el cuerpo humano una obra de arte surgida del deseo del artista de exteriorizar sus emociones internas. En el Skewed Window se consideraba que la cena era menos culinaria que filosófica, y que el acto de comer tenía que ser guiado no por la necesidad primordial de llenar el estómago o suprimir el hambre, sino por una sublime danza catártica.
Tras numerosos intentos fallidos de elegir lo que iban a comer, Armanoush decidió apostar por el tartar de atún ahi de sésamo con foie gras yakiniku, y Matt optó por probar el entrecot con salsa de crema de mostaza en un lecho de vinagreta de fruta de la pasión y jicama. No sabía qué vino sería el adecuado para aquellos platos, pero como quería causar buena impresión leyó la carta de vinos y, tras cinco minutos de puro pasmo, hizo lo que hacía siempre cuando no tenía ni idea de qué elegir: pidió el vino guiándose por el precio. El cabernet sauvignon de 1997 parecía perfecto, bastante caro pero no fuera de su alcance. Y así, al pedir la comida intentaron leer en la cara del camarero si habían acertado o no, pero lo único que vieron fue una página en blanco de profesional cortesía.
Charlaron un poco, él de la carrera a la que aspiraba, ella de la infancia que quería destruir; él de sus planes futuros, ella de los restos del pasado; él de sus expectativas en la vida, ella de recuerdos familiares. El móvil sonó justo cuando iban a abordar otro tema de conversación. Armanoush miró fastidiada el número. No era conocido, pero tampoco era privado, de manera que contestó.
– Amy, ¿dónde estás?
– ¡Mamá! -balbuceó Armanoush perpleja-. ¿Cómo has…? ¿Cómo es que has cambiado de número?
– Ah, es que te llamo desde el móvil de la señora Grinnell -confesó Rose-. No tendría que recurrir a estas tretas si te dignaras contestar mis llamadas, por supuesto.
Armanoush parpadeó inexpresiva mientras el camarero le ponía delante un plato de peculiar aspecto, donde se combinaban tonos de rojo, beige y blanco. Sobre una salsa distribuida a brochazos emborronados yacían tres trozos redondos y rojos de atún crudo y una yema de huevo amarillo fuerte, formando entre todos una patética cara de ojos huecos. Con el móvil todavía en la oreja pero ya sin escuchar a su madre, Armanoush frunció los labios intentando averiguar cómo comerse una cara.
– Amy, ¿por qué no me contestas? ¿No me vas a conceder al menos la mitad de los derechos que tienen los Tchajmajchian?
– Mamá, por favor -dijo Armanoush, porque era una pregunta que solo podía responderse suplicando a su madre que no la hiciera. Hundió los hombros, como si el peso de su cuerpo se hubiera doblado. ¿Por qué era tan difícil comunicarse con su madre?
Con una rápida excusa y la promesa de llamarla en cuanto volviera a casa, colgó y apagó el móvil. Miró un instante a Matt para ver si le había molestado la interrupción, pero al ver que todavía estaba inspeccionando su comida, decidió no preocuparse. El plato de Matt era rectangular en lugar de redondo, y la comida estaba dividida en dos zonas separadas por una línea perfectamente recta de crema de mostaza. Lo que le había impactado no era tanto el diseño y los colores como lo impecable del arreglo. Tragó saliva, temeroso de estropear aquella perfecta cuadrícula.
Sus platos eran réplicas de dos cuadros expresionistas. El de Armanoush era La puta ciega, de Francesco Boretti, mientras que el de Matt se inspiraba en un cuadro de Mark Rothko con el acertado título de Sin título. Tan absortos estaban ambos en sus platos que ninguno de ellos oyó al camarero cuando les preguntó si les parecía todo bien.
El resto de la noche fue agradable, pero solo hasta el punto que puede definir la palabra «agradable». La comida resultó ser deliciosa, y enseguida engullir obras de arte les pareció normal, tanto que cuando llegaron los postres Matt no tuvo ningún problema en estropear las impecables líneas de arándanos de su April Blues Bring May Yellows de Peter Kitchell, y Armanoush ni siquiera vaciló al hundir la cuchara en la trémula y aterciopelada crema que representaba la Sustancia reluciente de Jackson Pollock. Sin embargo, en la conversación no lograron ni la mitad de los progresos que habían hecho comiendo. No es que a Armanoush no le gustara estar con Matt, ni que no lo encontrara atractivo. Pero era evidente que faltaba algo, y no era un detalle, una pieza del conjunto, sino que más bien el conjunto se deshacía en pedazos por esa parte que faltaba. Tal vez la comida era demasiado filosófica. En cualquier caso, Armanoush había comprendido sus límites. Estaba claro que no se enamoraría de Matt Hassinger. Tras hacer este descubrimiento, dejó de dudar y su interés por él quedó convertido en mera simpatía.
De camino a casa pararon el coche y pasearon un poco por Columbus Avenue, ambos callados y pensativos. La brisa cambió y por un fugaz instante Armanoush percibió el olor penetrante y salado del mar y deseó estar en la playa, ansiosa por huir de aquel momento. Al llegar a la librería City Lights, sin embargo, no pudo evitar animarse al ver en el escaparate uno de sus libros favoritos: Una tumba para Boris Davidovich.
– ¿Has leído ese libro? ¡Es estupendo! -exclamó.
Al oír un rotundo «no», empezó a relatar el primer cuento del libro, y luego todos los demás, los siete. Puesto que pensaba sinceramente que no se podía entender del todo el libro sin trazar antes un mapa del abrupto terreno de la literatura de la Europa del Este, dedicó a esta labor los siguientes diez minutos, rompiendo así la promesa que le había hecho a su madre esa misma mañana de no decir ni una palabra sobre libros, al menos durante la primera cita.
Una vez de vuelta en Russian Hill, ante la casa de la abuela Shushan, se quedaron frente a frente, conscientes de que la velada había terminado. Deseaban que el final fuera mejor que la cena, y solo se les ocurrió que debían besarse de verdad, tal como ocurría en sus fantasías. Pero resultó ser un beso dulce, sellado con compasión por Armanoush y con admiración por Matt, puesto que ambos estaban muy lejos de la pasión.
– Mira, llevo toda la noche queriendo decirte una cosa -balbuceó Matt, como hundido bajo el peso de la incómoda verdad que estaba a punto de declarar-. Tienes un olor increíble… Muy poco común, muy exótico. Hueles a…
– ¿A qué? -Armanoush palideció. En su mente se había formado la imagen de un humeante plato de mantı.
Matt Hassinger la rodeó con el brazo y susurró:
– A pistachos. Sí, hueles a pistachos.
A las once y cuarto Armanoush sacó un manojo de llaves para abrir las numerosas cerraduras de la puerta de la abuela Shushan, temiendo encontrarse a toda la familia en el salón, hablando de política, tomando té y comiendo fruta mientras la esperaban.
Pero la casa estaba oscura y desierta. Su padre y su abuela se habían ido a dormir y los demás se habían marchado. En la mesa había un plato con dos manzanas y dos naranjas cuidadosamente peladas y evidentemente dispuestas para ella. Armanoush cogió una manzana que ya empezaba a ennegrecerse. Se le cayó el alma a los pies. Mordió la manzana en la fantasmagórica serenidad de la noche, cansada y triste. Pronto tendría que volver a Arizona, y no estaba segura de poder soportar el envolvente universo de su madre. Aunque le gustaba San Francisco, y tal vez se pudiera tomar libre el semestre para quedarse con su padre y la abuela Shushan, por otro lado no podía evitar la sensación de que allí faltaba algo, una parte de su identidad sin la cual no podía empezar a vivir su propia vida. La deslucida cita con Matt Hassinger no había hecho sino reforzar esa sensación. Ahora se sentía más sabia, más al tanto de su situación, pero entristecida.
Se descalzó y corrió a su cuarto, con el plato de fruta. Se hizo una cola de caballo, se quitó el vestido turquesa y se puso el pijama de seda que había comprado en Chinatown. Luego cerró la puerta de la habitación y encendió el ordenador. Solo tardó unos minutos en alcanzar el único remanso de paz donde refugiarse en momentos así: el Café Constantinopolis.
El Café Constantinopolis era un chat, o como lo llamaban los asiduos, un cibercafé, inicialmente diseñado por varios estadounidenses de origen griego, sefardí y armenio que, aparte de vivir en Nueva York, tenían un rasgo fundamental en común: todos eran de familias procedentes de Estambul. La página web se abría con una canción conocida: «Estambul era Constantinopla. / Ahora es Estambul, no Constantinopla…».
Con la melodía aparecía la silueta de la ciudad bajo la cúpula del titilante colorido del atardecer, velos sobre velos de amatista y negro y amarillo. En mitad de la pantalla llameaba la flecha, que había que pulsar para entrar en el chat. Se necesitaba una contraseña. Como muchos bares reales, este en teoría estaba abierto a todo el mundo, pero en la práctica reservado a los asiduos. De este modo, aunque aparecían un día sí y otro también numerosos invitados nuevos, el grupo central era siempre más o menos el mismo. Cuando se accedía al chat, la silueta se desvanecía por abajo y se abría como un telón antes de la función. Al entrar al cibercafé se oían campanillas y luego la misma melodía, ahora como música de fondo.
Una vez dentro, Armanoush descartó los foros «Solterosarmenios» y «Solterosgriegos», «Todosolteros», y pulsó el «Árbol de Anoush», un foro donde solo se encontraban los asiduos y aquellas personas con aficiones culturales. Armanoush había descubierto el grupo hacía diez meses, y desde entonces entraba casi todos los días. Aunque algunos miembros se comunicaban de vez en cuando durante el día, las auténticas discusiones se desarrollaban siempre de noche, después del ajetreo cotidiano. A Armanoush le gustaba imaginarse aquel foro como el sombrío bar lleno de humo ante el que pasaba de camino a casa. El Café Constantinopolis era también un santuario donde podías dejar tu aburrido yo verdadero en la puerta, como quien deja una gabardina empapada en el vestíbulo para que se seque.
La sección «Árbol de Anoush» del Café Constantinopolis estaba formada por siete miembros permanentes, cinco armenios y dos griegos. No se conocían en persona y jamás habían sentido la necesidad de hacerlo. Todos provenían de ciudades diferentes y tenían vidas y profesiones muy distintas. Usaban apodos. El de Armanoush era Madame Mi Alma Exiliada. Lo había elegido como tributo a Zabel Yessaian, la única mujer novelista que los Jóvenes Turcos habían puesto en su lista negra en 1915. Zabel fue una persona fascinante. Nacida en Constantinopla, pasó gran parte de su vida en el exilio y llevó una agitada vida como novelista y columnista. Armanoush tenía una foto suya en la mesa, donde se veía a la mujer lanzando una perturbadora mirada bajo el ala de su sombrero hacia un punto desconocido que quedaba fuera de la imagen.
Los otros miembros del «Árbol de Anoush» tenían distintos apodos por razones que nadie preguntaba. Todas las semanas elegían un tema de discusión. Aunque estos variaban enormemente, siempre debían girar en torno a su historia y cultura común; «común» muchas veces significaba «enemigo común»: los turcos. Nada une a la gente más deprisa y con más fuerza (aunque de forma efímera y poco estable) que un enemigo común.
Esa semana el tema era «Los jenízaros». Al repasar los posts más recientes, se alegró de que el Barón Baghdassarian estuviera conectado. No sabía gran cosa de él, aparte de que era nieto de supervivientes, como ella, y que hervía de ira, a diferencia de ella. A veces podía ser muy duro y escéptico. Durante los últimos meses, a pesar de la ambigüedad que encerraba el ciberespacio, o tal vez precisamente gracias a ello, Armanoush se había ido sintiendo, sin darse cuenta, atraída por él. El día no era completo si no leía sus mensajes. Y fuera lo que fuese ese sentimiento (amistad, cariño o pura curiosidad), Armanoush sabía que era mutuo.
La gente que cree que el gobierno otomano fue justo no sabe nada de la paradoja jenízara. Los jenízaros eran niños cristianos capturados y convertidos por el estado otomano, que les daba la oportunidad de ascender por el escalafón social a expensas de despreciar a su propio pueblo y olvidar su propio pasado. Hoy, para cualquier minoría, la paradoja jenízara sigue siendo igual de importante. ¡Vosotros, hijos de expatriados! Tenéis que plantearos esta cuestión ancestral una y otra vez: ¿cuál sería vuestra postura con respecto a esta paradoja? ¿Vais a aceptar el papel del jenízaro? ¿Abandonaréis vuestra comunidad para reconciliaros con los turcos? ¿Dejaréis que borren el pasado para que, como dicen, podamos caminar todos hacia delante?
Pegada a la pantalla, Armanoush dio un mordisco a la manzana y masticó nerviosa. Nunca había sentido tal admiración por un hombre (aparte de su padre, por supuesto, pero eso era distinto). El Barón Baghdassarian tenía algo que la cautivaba y la asustaba a la vez. No le daba miedo, ni le asustaban las cosas que con tanto atrevimiento declaraba. En cualquier caso, tenía miedo de sí misma. Las palabras del Barón tenían un enorme alcance, eran capaces de desenterrar a esa otra Armanoush que había en su interior y que todavía no había salido a la luz, una criatura críptica que dormía un sueño profundo.
Armanoush todavía le daba vueltas a este alarmante asunto cuando vio un largo mensaje de Lady Pavo Real/Siramark, una estadounidense armenia experta en vinos que trabajaba para una bodega de California, viajaba con frecuencia a Eriván y era conocida por sus divertidas e inteligentes comparaciones entre Estados Unidos y Armenia. Ese día había enviado un test para que cada uno pudiera medir su grado de «armenidad».
1. Creciste durmiendo bajo mantas tejidas a mano e ibas al colegio con rebecas tejidas a mano.
2. Te regalaban un libro del alfabeto armenio por tu cumpleaños hasta que tuviste seis o siete años.
3. Tienes una imagen del monte Ararat en tu casa, garaje u oficina.
4. Estás acostumbrado a que te quieran y te mimen en armenio, te regañen y te castiguen en inglés y te eviten en turco.
5. Ofreces a tus invitados hummus con nachos y crema de berenjena con galletas de arroz.
6. Conoces bien el sabor del mantı, el olor del sudzuk y la maldición del bastırma.
7. Te irritas y te agobias con facilidad por cosas triviales, pero consigues mantener la calma cuando pasa algo verdaderamente grave.
8. Te has operado la nariz, o planeas hacerlo.
9. Tienes un tarro de Nocilla en la nevera y un tablero de tavla en el desván.
10. Tienes una alfombra preciosa en el salón.
11. No puedes evitar la tristeza al bailar «Lorke Lorke», aunque la melodía sea alegre y no entiendas la letra.
12. En tu casa existe la arraigada costumbre de reuniros todas las noches para tomar fruta después de cenar y tu padre todavía te pela las naranjas, tengas la edad que tengas.
13. Tus parientes siguen atiborrándote de comida y no aceptan un «estoy lleno» por respuesta.
14. El sonido del duduk te da escalofríos y no puedes evitar preguntarte cómo puede llorar con tanta pena una flauta de madera de albaricoquero.
15. En el fondo sabes que siempre habrá en tu pasado muchas cosas que nunca te permitirán averiguar.
Tras contestar afirmativamente todas y cada una de las preguntas, Armanoush hizo avanzar el texto para conocer su puntuación:
0-3 puntos: Lo siento, colega, tú eres de fuera.
4-8 puntos: Pareces alguien de fuera que está dentro. Posiblemente estás casado con un armenio.
9-12 puntos: Casi con toda seguridad eres armenio.
13-15 puntos: No hay duda: eres un armenio orgulloso.
Armanoush sonrió ante la pantalla. Y en ese momento se dio cuenta de algo que ya sabía. Tenía que ir allí. Eso era lo que necesitaba con urgencia: un viaje. Tenía que viajar a su pasado para poder vivir su propia vida. Al caer sobre ella el peso de esta nueva revelación, experimentó el impulso de mandar un mensaje, aparentemente a todo el mundo, pero dirigido al Barón Baghdassarian en particular:
La paradoja jenízara es estar desagarrado entre dos estadios de la existencia encontrados. Por un lado, se acumulan los restos del pasado: un útero de ternura y pena, una sensación de injusticia y discriminación. Por el otro, brilla el futuro prometido: un refugio decorado con los símbolos y adornos del éxito, una sensación de seguridad como jamás se ha experimentado antes, la comodidad de unirse a la mayoría y por fin ser considerado una persona normal.
¡Hola, Madame Mi Alma Exiliada! Me alegro de que hayas vuelto. Me encanta oír a la poetisa que llevas dentro.
Era el Barón Baghdassarian. Armanoush no pudo evitar leer en voz alta la última frase: «Me encanta oír a la poetisa que llevas dentro». Perdió el hilo de sus pensamientos, aunque solo fue un momento.
Creo que me identifico con la paradoja jenízara. Como hija única de padres divorciados y resentidos provenientes de distintas culturas.
Se interrumpió; le incomodaba revelar su historia personal, pero el impulso de proseguir era demasiado fuerte.
Como hija única de un padre armenio, hijo a su vez de supervivientes, y con una madre de Elizabethtown (Kentucky), sé lo que es estar desgarrada entre dos bandos opuestos, incapaz de pertenecer del todo a ninguno de ellos, fluctuando constantemente entre dos estadios de la existencia.
Hasta entonces jamás había escrito nada tan personal y directo a nadie del grupo. Con el corazón acelerado, tomó aliento. ¿Qué iba a pensar ahora de ella el Barón Baghdassarian? ¿Escribiría sus reflexiones más sinceras?
Debe de ser duro. Para la mayoría de los armenios en la diáspora, Hai Dat es la única ancla psicológica que tenemos para mantener una identidad. Tu situación es distinta, pero al final todos somos estadounidenses y armenios, y esa pluralidad es buena siempre que no perdamos el ancla.
Esa era Penosa Convivencia, un ama de casa infelizmente casada con el redactor jefe de una destacada revista del Área de la Bahía.
Pluralidad significa ser más que uno. Pero ese no era mi caso. Yo nunca he podido llegar a ser armenia -escribió Armanoush, dándose cuenta de que estaba a punto de hacer una confesión-. Necesito encontrar mi identidad. ¿Sabes qué he estado pensando en secreto? Ir a ver la casa de mi familia en Turquía. Mi abuela siempre habla de la maravillosa casa de Estambul. Iré a verla con mis propios ojos. Es un viaje al pasado de mi familia, pero también a mi futuro. La paradoja jenízara me atormentará si no hago algo por descubrir mi pasado.
Espera, espera, espera -escribió alarmada Lady Pavo Real/Siramark-. ¿Qué demonios piensas hacer? ¿Ir sola a Turquía? ¿Es que te has vuelto loca?
Puedo buscar contactos. No es tan difícil.
¿Y cómo, Madame Mi Alma Exiliada? -insistió Lady Pavo Real/Siramark-. ¿Hasta dónde crees que podrás llegar con ese nombre en el pasaporte?
¿Por qué no te vas derecha a una comisaría de Estambul para que te detengan tranquilamente? -terció Anti-Javurma, que cursaba Estudios de Oriente Próximo en la Universidad de Columbia.
Armanoush pensó que aquel sería el momento apropiado para confesar otra verdad fundamental de su vida. Puede que no me resulte tan difícil buscar contactos, porque mi madre ahora está casada con un turco.
Se produjo una inquietante pausa. Durante un largo minuto nadie escribió nada, de manera que Armanoush prosiguió:
Se llama Mustafa, es geólogo y trabaja para una empresa de Arizona. Es un buen tipo, pero no le interesa en absoluto la historia y desde que llegó a Estados Unidos, hace unos veinte años, jamás ha vuelto a su casa. Ni siquiera invitó a su familia a la boda. Hay algo que huele mal, pero ignoro qué es. Él no habla nunca de esas cosas. Sé que tiene una familia numerosa en Estambul. Una vez le pregunté cómo eran sus parientes y me contestó: «Bueno, pues gente normal, como tú y yo».
No parece el hombre más sensible del mundo, precisamente. Bueno, eso si es que los hombres pueden tener sentimientos -arremetió Hija de Safo, una camarera lesbiana que había encontrado trabajo hacía poco en un sórdido bar de reggae de Brooklyn.
Desde luego que no -añadió Penosa Convivencia-. ¿Tiene corazón?
Desde luego que sí. Quiere a mi madre, y mi madre a él -replicó Armanoush. Se dio cuenta de que era la primera vez que reconocía el amor entre su madre y su padrastro, como si los viera a través de otros ojos-. En fin, el caso es que puedo quedarme con su familia. Al fin y al cabo soy su hijastra y supongo que tendrían que aceptarme en su casa. De lo que no tengo ni idea es de cómo me recibirán los turcos corrientes, quiero decir, una familia turca auténtica, no esos intelectuales americanizados.
¿De qué vas a hablar con turcos corrientes? -preguntó Lady Pavo Real/Siramark-. Mira, hasta los que están bien educados son nacionalistas o ignorantes. ¿Tú crees que la gente corriente tendrá algún interés en aceptar verdades históricas? ¿Esperas que digan: «Ay, sí, sentimos haberos aniquilado y deportado, y luego haberlo negado todo alegremente»? ¿Por qué quieres buscarte problemas?
Eso lo entiendo. Pero deberíais intentar comprenderme a mí también -se desanimó de pronto Armanoush. Al revelar un secreto tras otro se le había disparado la sensación de estar sola en este mundo enorme, algo que siempre había sabido pero a lo que todavía, como si esperase el momento propicio, no se había enfrentado-. Todos vosotros habéis nacido en la comunidad armenia y nunca habéis tenido que demostrar que pertenecéis a ella, mientras que yo estoy atrapada en este umbral desde el día que nací, siempre fluctuando entre una orgullosa pero traumatizada familia armenia, y una madre histéricamente antiarmenia. Para poder llegar a ser armenia americana como vosotros, necesito encontrar primero mi naturaleza armenia. Si para eso hace falta viajar al pasado, pienso viajar, por mucho que digan o hagan los turcos.
Pero ¿cómo te van a dejar tu padre y su familia viajar a Turquía? -Era Alex el Estoico, un americano de Boston, de origen griego, que disfrutaba de esta vida mientras hiciera sol y tuviera buena comida y mujeres guapas. Como leal seguidor de Zenón creía que había que hacer lo posible por no forzar los límites de cada cual y estar satisfecho con lo que se tiene-. ¿No crees que tu familia de San Francisco se va a preocupar?
¿Preocupar? Armanoush hizo una mueca al pensar en las caras de sus tías y su abuela. Se iban a morir de preocupación.
No tienen que saber nada, por su propio bien. Se acercan las vacaciones de primavera y puedo pasar los diez días en Estambul. Mi padre pensará que estoy en Arizona con mi madre, y mi madre creerá que sigo aquí en San Francisco. Nunca hablan entre ellos. Y mi padrastro nunca habla con su familia de Estambul, así que nadie se enterará de nada. Será un secreto. -Armanoush miró la pantalla con ojos entornados, como pasmada por lo que acababa de escribir-. Si sigo llamando a mi madre todos los días y a mi padre cada dos o tres, lo tendré todo bajo control.
¡Un plan genial! Podrías enviar informes al café todos los días desde Estambul -sugirió Lady Pavo Real/Siramark.
¡Vaya! Serás nuestra reportera de guerra -se entusiasmó Anti-Javurma. Pero siguió una pausa todavía más larga, nadie se unió a la broma.
Armanoush se reclinó en la silla. En la honda quietud de la noche se oía la serena respiración de su padre y a su abuela dando vueltas en la cama. Notó que su cuerpo se inclinaba hacia un lado, como si una parte de ella ansiara pasar toda la noche en aquella silla para saber qué era el insomnio, mientras que la otra parte quería ir a la cama y caer en un sueño profundo. Masticó el último bocado de manzana, y sintió una descarga de adrenalina al pensar en su arriesgada decisión.
Por fin apagó la lámpara de la mesa; el ordenador emitía una luz nebulosa. Pero justo cuando estaba a punto de salir del Café Constantinopolis, apareció un texto en la pantalla.
Te lleve donde te lleve tu viaje interior, por favor, cuídate, mi querida Madame Mi Alma Exiliada, y no dejes que los turcos te traten mal.
Era el Barón Baghdassarian.