9

Piel de naranja

Al día siguiente Asya Kazancı y Armanoush Tchajmajchian salieron temprano del konak para buscar la casa en la que había nacido la abuela Shushan. No les costó encontrar el barrio, una zona encantadora y distinguida en la parte europea de la ciudad. Pero la casa ya no existía. Habían construido un moderno bloque de cinco plantas. Todo el primer piso era un restaurante de elegante aspecto, especializado en pescado. Antes de entrar Asya se miró en el cristal y se atusó el pelo mientras observaba descontenta sus pechos.

Todavía era demasiado temprano para comer y dentro no había nadie, excepto unos cuantos camareros que barrían del suelo los restos del día anterior, y un cocinero robusto de rosadas mejillas que preparaba en la cocina los mezes y los platos principales bajo una nube de apetitosos olores. Asya habló con todos, preguntándoles sobre el pasado del edificio, pero los camareros habían llegado a la ciudad hacía poco, emigrantes de una aldea kurda del sureste, y el cocinero, aunque llevaba más tiempo viviendo en Estambul, no recordaba nada de la historia de aquella calle.

– De las familias antiguas de Estambul, muy pocas se quedaron en su lugar de nacimiento -explicó el cocinero con aire de autoridad, mientras destripaba y limpiaba una enorme caballa-. Antes la ciudad era muy cosmopolita. -Partió la espina de la caballa primero por encima de la cola y luego bajo la cabeza-. Teníamos vecinos judíos, un montón. También griegos, armenios… Yo de niño le compraba el pescado a un pescador griego. El sastre de mi madre era armenio, el jefe de mi padre, judío. Estábamos todos mezclados.

– Pregúntale por qué han cambiado las cosas -pidió Armanoush a Asya.

– Porque Estambul no es una ciudad -contestó el cocinero. Se le iluminó el semblante ante la importancia de lo que estaba diciendo-. Parece una ciudad, pero no lo es. Es una ciudad-barco. ¡Vivimos en un barco!

Con estas palabras alzó el pescado por la cabeza y comenzó a moverle la espina de un lado a otro. Por un instante Armanoush imaginó que la caballa era de porcelana y se haría añicos en las manos del cocinero. Pero en unos segundos el hombre había logrado sacar entera toda la espina. Satisfecho consigo mismo, prosiguió:

– Aquí todos somos pasajeros, vamos y venimos en grupos, se van los judíos, vienen los rusos. El barrio de mi hermano está lleno de moldavos… Mañana se irán y vendrán otros. Así funcionan las cosas…

Dieron las gracias al cocinero y dirigieron una última mirada a la caballa, que con la boca abierta aguardaba a que la rellenaran.

Asya, decepcionada, y Armanoush, afligida, salieron del restaurante ante un exquisito paisaje del Bósforo, que resplandecía bajo el sol de finales de invierno. Se llevaron las manos a los ojos para protegerse de la luz. Ambas respiraron hondo y supieron de inmediato que la primavera flotaba en el aire.

Como no tenían mejores planes, pasearon por el barrio y compraron algo en casi todos los puestos callejeros que encontraron: maíz dulce, mejillones rellenos, sémola halvah y por fin una bolsa grande de pipas. Con cada nueva golosina atacaban un nuevo tema, y hablaron de muchas cosas excepto de los tres tabúes de rigor entre jovencitas que todavía no se conocen: sexo, hombres y padres.

– Me gusta tu familia -comentó Armanoush-. Está llena de vida.

– Sí, ya, qué me vas a contar -replicó Asya, haciendo tintinear sus muchas pulseras. Llevaba una falda larga hippy, de color verde con flores granates, un bolso hecho de retales y mucha bisutería: collares de cuentas de cristal, pulseras y anillos de plata en casi todos los dedos. Junto a ella Armanoush, con sus tejanos y su chaqueta de tweed, se sentía mal vestida.

– Tiene una desventaja -comentó Asya-. Es agotador nacer en una casa llena de mujeres, donde todas te quieren tantísimo que acaban asfixiándote con su cariño; una casa donde, siendo la única niña, debes ser más madura que todos los adultos. Les agradezco que me mandaran a un colegio de primera, y seguramente me dieron la mejor educación posible en este país. Pero el problema es que quieren que sea lo que ellas no pudieron lograr en la vida, ¿sabes a qué me refiero?

Armanoush, por desgracia, lo sabía.

– Así que me he tenido que partir los cuernos para realizar todos sus sueños al mismo tiempo. Empecé a estudiar inglés con seis años, lo cual está muy bien si la cosa se hubiera quedado ahí. Pero no, al año siguiente tuve un profesor particular de francés. A los nueve años me obligaron a estudiar violín todo el curso, aunque era evidente que no tenía ni interés ni talento. Después abrieron una pista de patinaje cerca de mi casa y mis tías decidieron que tenía que hacerme patinadora. Ya fantaseaban con verme con un vestidito relumbrante haciendo elegantes piruetas al ritmo de nuestro himno nacional. ¡Iba a ser la Katarina Witt turca! Así que me tocó ponerme a dar vueltas por el hielo y caerme de culo doscientas mil veces para intentar hacer una pirueta. Todavía me dan escalofríos cuando oigo el ruido de los patines rascando el hielo.

Armanoush logró dominar la risa por pura cortesía aunque, con la imagen de Asya haciendo piruetas en una competición internacional, era muy difícil.

– Luego vino la época en la que esperaban que llegara a ser una corredora de larga distancia. ¡Si me entrenaba lo suficiente, podría ser una atleta maravillosa y representar a Turquía en los Juegos Olímpicos! ¿Me imaginas compitiendo en la maratón femenina con estas tetorras? ¡Por Dios bendito!

Esta vez Armanoush no contuvo la risa.

– Mira, las atletas, yo no sé cómo lo hacen, pero tienen el pecho más plano que una tabla de mármol. Deben de tomar hormonas masculinas o algo para aplastarse las tetas. Pero las mujeres como yo no estamos formadas para ser atletas, va contra las leyes más básicas de la física. El cuerpo se mueve aumentando la velocidad de acuerdo con la ley de aceleración. El cambio de velocidad es proporcional a la magnitud de la fuerza ejercida sobre el cuerpo y la dirección en que se ejerce. ¿Y qué pasa? Pues que las tetas también aceleran, aunque se muevan a su ritmo, totalmente disonante, arriba, abajo, arriba, abajo, hasta que al final te van parando. ¡La ley de la inercia más la ley de la gravitación universal! Es imposible ganar. ¡Joder, aquello era una vergüenza! -exclamó animada Asya-. Menos mal que esa etapa no duró mucho. Luego fui a clases de pintura, y por último me obligaron a aprender ballet hasta que mi madre se enteró hace poco de que me saltaba las clases y por fin me dejó en paz.

Armanoush asintió con la familiaridad de quien identifica fragmentos de su propia historia en la historia de otro. Sabía muy bien lo que era aquel «amor sofocante» de sus tías, pero no se sentía cómoda hablando de ello, de manera que preguntó:

– Hay una cosa que no entiendo. La mujer con quien viniste al aeropuerto, la del aro en la nariz… -Armanoush soltó una risita, pero se dominó al instante-. Zeliha. Es tu madre, ¿no? Pero no la llamas «mamá».

– Es verdad. Es un poco confuso todo. Vamos, hasta yo me confundo a veces -comentó Asya mientras encendía el primer cigarrillo del día. Ya había advertido lo poco que le gustaba a Armanoush el tabaco. Aunque seguía estudiando a su nueva amiga, ya clasificaba a Armanoush como «chica de buenos modales». Si en su forma de vivir, tan decentemente estéril, un cigarrillo era una blasfemia, pensaba Asya, Armanoush jamás podría aceptar ninguna de sus otras malas costumbres. Exhaló el humo en dirección contraria, tan lejos de Armanoush como pudo, aunque el viento lo devolvió directamente contra ellas.

– Ni siquiera recuerdo cuándo empecé a llamar «tía» a mi madre, no sé qué edad tenía. A lo mejor desde el principio, no lo sé.

La voz de Asya era poco más que un susurro, pero sus ojos llameaban.

– Verás, es que crecí con todas mis tías haciendo el papel de madre. Mi tragedia es que en cierto modo era hija única de cuatro mujeres. La tía Feride, como te habrás dado cuenta, está un poco chalada y no se casó. Ha tenido un montón de trabajos. Cuando pasaba por una fase maníaca, era una vendedora genial. La tía Cevriye estaba felizmente casada, pero perdió a su marido y la alegría de vivir. A partir de entonces se dedicó a dar clases de historia nacional. Entre tú y yo, creo que no le gusta el sexo y las necesidades del cuerpo humano le parecen repugnantes. Luego está la mayor, la tía Banu. Es la sal de la tierra. Sigue casada oficialmente, pero casi no ve a su marido. Su matrimonio fue muy trágico. Tenía dos hijos preciosos, pero murieron. Es que los hombres de esta familia tienen una maldición. No sobreviven.

Armanoush suspiró sin saber cómo interpretar aquel comentario.

– Verás, yo entiendo que la tía Banu necesite buscar refugio en Alá -añadió Asya, acariciando las cuentas de su collar-. En fin, el caso es que cuando nací me encontré rodeada de cuatro tías-madres o cuatro madres-tías. O las llamaba a todas «mamá», o tenía que llamar a mi madre «tía Zeliha». En cierto modo esto me pareció lo más fácil.

– Pero ¿ella no se ofendió?

La expresión de Asya se animó al ver un carguero color óxido que navegaba en alta mar. Le gustaba ver los barcos deslizarse por el Bósforo, imaginar cómo sería la tripulación, intentar ver la ciudad con los ojos de un marino siempre en movimiento, un marino sin puerto donde desembarcar ni la necesidad de tenerlo.

– ¿Ofenderse? ¡Qué va! Es que ella solo tenía diecinueve años cuando se quedó embarazada. Por raro que parezca, eso de que no la llamara «mamá» debió de ser un alivio para ella. Todas eran mis «tías», y de alguna forma el título ocultaba un poco el pecado de mi madre a ojos de la sociedad. No había ninguna madre pecadora a la que señalar con el dedo. De hecho, creo que me animaron a llamarla «tía» al menos al principio, y luego ya se quedó la costumbre.

– A mí me cae muy bien -comentó Armanoush. Pero luego se interrumpió, algo confusa-. ¿De qué pecado estás hablando?

– Ah, lo de tener una hija ilegítima. Mi madre es… -Asya arrugó la nariz buscando la palabra precisa-. Es… la oveja negra de la familia. La guerrera rebelde que tuvo una hija fuera del matrimonio.

Un buque cisterna ruso pasó de largo, enviando pequeñas olas a la orilla. Era un enorme barco petrolero.

– Ya me di cuenta de que tu padre no aparecía por ninguna parte, pero pensé que se había muerto o algo -balbuceó Armanoush-. Lo siento.

– Sientes que mi padre no esté muerto -se rió Asya. Echó una fugaz mirada a Armanoush, que se había puesto como un tomate-. Pero sí, tienes razón -añadió, con una chispa de rabia en los ojos-. Yo también lo siento. Vaya, que si mi padre se hubiera muerto, por lo menos se acabaría esta nebulosa. Eso es lo que más rabia me da. No puedo evitar pensar que podría ser cualquiera. Cuando no tienes ni la más remota idea de la clase de hombre que es tu padre, tu imaginación llena el vacío. A lo mejor lo veo en la tele o escucho su voz en la radio todos los días sin saberlo. O igual me lo encuentro cara a cara alguna vez, en algún sitio. Me imagino que igual he ido con él en el mismo autobús, o que es el profesor con quien hablo después de clase, el fotógrafo de la exposición que he ido a ver, este vendedor callejero… Nunca se sabe.

El sujeto de su atención era un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, enjuto y nervudo, de fino bigote. En la vitrina que tenía delante se apilaban decenas de tarros gigantes con conservas de todo tipo que él, con ayuda de una licuadora, convertía en zumo. Al ver que las dos chicas le miraban, el hombre sonrió. Armanoush volvió la cara al instante, mientras que Asya fruncía el entrecejo.

– ¿Quieres decir que tu madre no te ha contado quién es tu padre? -preguntó Armanoush con delicadeza.

– ¡Mi madre es única en su especie! No me dice nada que no quiera decirme. Es la mujer más terca que he conocido en mi vida, tiene una voluntad de hierro. No creo que las otras sepan tampoco quién es mi padre. Dudo que mi madre se lo haya dicho a nadie. Y además, aunque supieran algo, no me lo contarían. A mí nadie me dice nada. Soy una marginada en esa casa, eternamente exiliada de los espantosos secretos familiares. Con la excusa de protegerme, me aislaron. -Asya escupió una cáscara de pipa-. Y con el tiempo, el juego se hizo recíproco: ellas se apartaban de mí, yo me apartaba de ellas.

Las dos aminoraron el paso a la vez. A un kilómetro de distancia, en el mar, pasaba un pequeño barco donde, entre otros pasajeros, iba un hombre con un cigarrillo recién encendido en una mano y en la otra un fantástico ramo de globos relucientes de color amarillo, naranja y púrpura. Tal vez era un cansado vendedor de globos, padre de muchos hijos, que tomaba un atajo de una costa a la otra de regreso a su casa, sin saber la increíble y bella imagen que ofrecía, arrastrando una lluvia de colores y un hilo de humo sobre las olas azules.

Ante la escena exquisita, totalmente inesperada, Armanoush y Asya se quedaron inmóviles, observando el barco en silencio hasta que los globos desaparecieron en el horizonte.

– ¿Vamos a sentarnos un rato? -sugirió Asya; como si ver aquello la hubiera agotado.

Cerca había un viejo bar al aire libre.

– Bueno, dime, ¿qué música te gusta? -preguntó Asya en cuanto pidieron las bebidas, ella un té con limón y Armanoush una Coca-Cola Light con hielo. La pregunta era un claro intento de conocerla mejor, puesto que la música era la principal conexión de Asya con el mundo.

– La música clásica, la música étnica, la música armenia y el jazz. ¿Y a ti?

– Yo voy por otro lado. -Asya se sonrojó sin saber por qué-. Durante una época escuchaba rollo duro: música alternativa, punk, pospunk, metal industrial, death metal, darkwave, psicodelia, y también un poco de third-wave ska y algo de gótico, esas cosas.

– ¿Sí? -Armanoush estaba acostumbrada a considerar «esas cosas» un género perdido compartido por adolescentes decadentes y adultos sin rumbo con más rabia que personalidad.

– Sí, pero luego, hace algún tiempo, me quedé colgada de Johnny Cash. Y se acabó. Desde entonces no oigo otra cosa. Me gusta Cash. Me deprime tantísimo que me quita la depresión.

– Pero ¿no oyes nada de aquí? Como música turca… pop turco…

– ¡¡¡Pop turco!!! ¡Ni loca! -Asya manoteó espantada, como si tratara de apartar a un vendedor pesado.

Viendo hasta dónde podría llegar, Armanoush no insistió. Era posible, dedujo, que los turcos sufrieran una especie de odio hacia sí mismos.

Pero Asya apuró su té y añadió:

– A la tía Feride le gustan esas cosas. Aunque, para ser sincera, no sé muy bien si lo que le interesa es la música o el peinado de los cantantes.

Con la segunda Coca-Cola Light a medias, Armanoush le preguntó a Asya qué libros leía.

– Libros. Ay, sí, me han salvado la vida, la verdad. Me encanta leer, pero no ficción…

De pronto llegó al bar un ruidoso grupo de chicos y chicas, que se sentaron a la mesa de enfrente. De inmediato empezaron a burlarse de todo y de todos. Se rieron de las sillas de plástico burdeos, de las vitrinas de cristal donde se exponía una modesta selección de refrescos, de los errores en la traducción inglesa del menú y de la camiseta que llevaban los camareros con la frase I LOVE ESTAMBUL. Asya y Armanoush acercaron sus sillas.

– Leo filosofía, filosofía política sobre todo. Benjamin, Adorno, Gramsci, un poco de ZiZek… y especialmente Deleuze. Esas cosas. Me gustan. Me gustan las abstracciones, supongo. Y la filosofía me encanta. Sobre todo la filosofía existencial. -Asya encendió otro cigarrillo y preguntó a través del humo-: ¿Y tú?

Armanoush dio una larga lista de novelistas, principalmente de Rusia y la Europa del Este.

– ¿Lo ves? -Asya alzó las manos con las palmas hacia arriba, como para indicar la situación de ambas-. Cuando se trata de tu ocupación favorita, tampoco tienes un gusto restringido a tu país… Tu lista de lecturas no parece muy armenia.

Armanoush enarcó las cejas.

– La literatura necesita libertad -dijo moviendo la cabeza-. Y nosotros no hemos tenido mucha, ¿no te parece?

Viendo hasta dónde podía llegar, Asya no insistió. Era posible, dedujo, que los armenios pasaran por la autocompasión.

Los adolescentes de la otra mesa se pusieron a jugar a las películas. Cada equipo asignaba una película a un miembro del equipo rival, que luego tenía que representarla para que la adivinaran. Una chica pelirroja con pecas comenzó a representar la película que le había tocado, y cada vez que hacía un gesto los otros estallaban en ruidosas carcajadas. Era curioso ver cómo un juego basado en el silencio podía provocar tanto estrépito.

Tal vez por el ruido, la contención que había impulsado a Armanoush a no traspasar sus límites desapareció.

– La música que te gusta es muy occidental. ¿Por qué no escuchas tus raíces de Oriente Próximo?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Asya, perpleja-. Nosotros somos occidentales.

– No, no sois occidentales. Los turcos son de Oriente Próximo, pero no sé por qué lo negáis constantemente. Y si nos hubierais dejado quedarnos en nuestra casa, nosotros también seríamos de Oriente Próximo, en lugar de convertirnos en un pueblo disperso -replicó Armanoush, y al instante se sintió incómoda, porque no pretendía ser tan brusca.

Asya se mordió la boca por dentro, y al final lo único que dijo fue:

– ¿A qué te refieres?

– ¿Que a qué me refiero? Pues a esa idiotez panturca y panislámica del sultán Hamid. Me refiero a las matanzas de Adana de 1909 o a las deportaciones de 1915… ¿Te suena de algo? ¿Es que no has oído hablar del genocidio armenio?

– Solo tengo diecinueve años -se desentendió Asya.

Los adolescentes de la otra mesa prorrumpieron en gritos cuando la chica de las pecas no logró representar su película a tiempo y la sustituyó un nuevo jugador, un chico guapo y delgado a quien la nuez de Adán le subía y bajaba en el cuello con cada gesto. El muchacho alzó tres dedos, indicando que el título de la película tenía tres palabras. Procedió a representar la segunda directamente. Alzó las dos manos, cogió algo redondo imaginario, lo olió y lo estrujó. Los miembros de su equipo no lo entendían, y los del otro se burlaban.

– ¿Es eso una excusa? -Armanoush miró a Asya a los ojos-. ¿Cómo puedes ser tan apática?

Asya desconocía el significado de esa palabra y no tuvo inconveniente en aceptar el adjetivo hasta encontrar un diccionario inglés-turco. Se quedó inmóvil un instante que le pareció eterno, disfrutando de la breve reaparición del sol tras las densas nubes. Por fin murmuró:

– Te fascina la historia.

– ¿Y a ti no? -replicó Armanoush, en tono a la vez incrédulo y despectivo.

– ¿Para qué sirve? -fue la cortante respuesta-. ¿Por qué debería yo saber nada del pasado? Los recuerdos son una carga.

Armanoush volvió la cabeza y sin querer clavó la vista en los adolescentes. Se fijó en los gestos del chico guapo. Asya también se volvió, y sin darse cuenta siquiera, gritó la respuesta:

– ¡Naranja!

Los adolescentes se volvieron a mirarlas y estallaron en carcajadas. Asya se puso como un tomate, Armanoush sonrió. Pagaron la cuenta deprisa y se marcharon.

– ¿Qué película incluye la palabra «naranja»? -preguntó Armanoush en cuanto llegaron al paseo marítimo.

La naranja mecánica, supongo.

– ¡Ah, sí! Oye, lo de la fascinación por la historia -comenzó, poniendo sus pensamientos en orden-. Debes comprender que, a pesar del dolor que comporta, la historia es lo que nos mantiene vivos y unidos.

– Pues eso es todo un privilegio.

– ¿Qué quieres decir?

– Que esa sensación de continuidad es un privilegio. Te hace formar parte de un grupo con un gran sentimiento de solidaridad -contestó Asya-. A ver, no me malinterpretes, comprendo lo trágico que ha sido el pasado para tu familia, y respeto que quieras mantener vivos los recuerdos a toda costa para que el sufrimiento de tus antepasados no se olvide. Pero justamente en eso somos diferentes. La tuya es una cruzada por la memoria, mientras que yo preferiría ser como Petite-Ma, sin memoria ninguna.

– ¿Por qué te da tanto miedo el pasado?

– ¡No me da miedo! -protestó Asya. El caprichoso ir y venir del viento agitaba su falda larga y dispersaba de un lado a otro el humo del cigarrillo-. Es que no quiero tener nada que ver con él, y ya está.

– Eso no tiene sentido -insistió Armanoush.

– Quizá no. Pero sinceramente, alguien como yo no puede estar obsesionada con el pasado. ¿Sabes por qué? -preguntó por fin tras una larga pausa-. No porque lo encuentre doloroso ni porque no me importe, sino porque no sé nada del pasado, aunque creo que es mejor conocer los hechos pasados que no saber nada en absoluto.

Armanoush parecía perpleja.

– Pero si acabas de decir que no quieres conocer tu pasado. Ahora dices lo contrario.

– ¿Sí? A ver cómo te lo explico. Mira, con respecto a ese tema estoy llena de contradicciones. -Dirigió a la chica una mirada traviesa, pero enseguida su voz se tornó más seria-. Lo único que sé de mi pasado es que algo iba mal, y no consigo enterarme de qué era. Para mí la historia empieza hoy, ¿entiendes? No hay continuidad en el tiempo. No puedes sentirte apegada a tus antepasados si ni siquiera sabes quién es tu padre. Es posible que nunca llegue a saber ni su apellido. Y si sigo pensando en ello, me volveré loca. Así que me digo: ¿para qué desenterrar los secretos? ¿No ves que el pasado es un círculo vicioso? Es un bucle. Nos absorbe y nos hace correr como un hámster en una rueda. Así nos vamos repitiendo una y otra vez.

Paseaban por calles sinuosas, y cada barrio parecía tan distinto que Armanoush comenzó a pensar que Estambul era un laberinto urbano, ciudades dentro de una ciudad.

A las tres de la tarde, agotadas y hambrientas, entraron a un restaurante, según Asya, imprescindible, porque era donde servían el mejor pollo döner de la ciudad. Pidieron un döner cada una y un vaso grande de batido de yogur.

– Tengo que confesar -murmuró Armanoush tras una pausa- que Estambul es distinto de lo que esperaba. Es más moderno y menos conservador de lo que me temía.

– Pues deberías decírselo a mi tía Cevriye; le encantará. ¡Me dará una medalla por haber representado tan bien a mi país!

Y se rieron juntas por primera vez desde que se conocían.

– Hay un sitio al que quiero llevarte un día -comentó Asya-. Es un bar pequeñito donde solemos reunirnos. El Café Kundera.

– ¿De verdad? ¡Es uno de mis autores favoritos! -exclamó encantada Armanoush-. ¿Por qué se llama así?

– Bueno, eso es un debate constante. En realidad cada día sacamos una teoría nueva.

De camino al konak, Armanoush cogió de pronto la mano de Asya y le dio un apretón.

– Me recuerdas a un amigo mío. -Y por un instante la miró como si supiera algo y no pudiera contarlo-. Nunca he conocido a nadie tan perspicaz y… tan… tan empático que fuera a la vez tan estricto y… tan… tan polémico. ¡Solo una persona! Me recuerdas a mi amigo más peculiar: el Barón Baghdassarian. Os parecéis tanto que podríais ser almas gemelas.

– ¿Ah, sí? -preguntó Asya, intrigada por el nombre-. ¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?

– Perdona, es que el destino tiene mucha guasa. De toda la gente que conozco, resulta que el Barón Baghdassarian es el más… ¡el más antiturco!


Esa noche, cuando las mujeres Kazancı ya se habían ido a dormir, Armanoush salió de la cama en pijama, encendió la tenue lámpara de la mesa y procurando no hacer ruido, encendió el portátil. Nunca se había dado cuenta del estrépito que hacía al conectarse a internet. Marcó el número de teléfono, buscó la página y escribió la contraseña para entrar en Café Constantinopolis.

¿Dónde estabas? ¡Nos tenías muy preocupados! ¿Cómo estás?

Las preguntas llovían de todo el mundo.

Estoy bien -escribió Madame Mi Alma Exiliada-. Pero no he podido ver la casa de mi abuela. Han construido encima un edificio moderno y feo. Ha desaparecido. No ha quedado ni rastro… Ningún indicio, ni documentos, ni recuerdos de la familia armenia que vivía en esa casa a principios de siglo.

Lo siento, cariño -contestó Lady Pavo Real/Siramark-. ¿Cuándo vuelves?

Me quedo hasta que acabe la semana. -Le contestó Madame Mi Alma Exiliada-. Esto es toda una aventura. La ciudad es preciosa. Se parece en algunas cosas a San Francisco: las calles empinadas, la constante brisa del mar y la niebla, y las caras bohemias en los lugares más inesperados. Es un laberinto urbano. Más que una ciudad, parece varias ciudades en una. A propósito, la cocina es fantástica. Aquí cualquier armenio estaría en el cielo.

Armanoush se detuvo de pronto al darse cuenta alarmada de lo que acababa de escribir.

Quiero decir en cuanto a la comida -se apresuró a añadir.

¡Eh, Madame Mi Alma Exiliada! Eras nuestra reportera y ahora hablas como una turca. No te habrán turquificado, ¿verdad? -Era Anti-Javurma.

Armanoush respiró hondo.

Todo lo contrario. No me había sentido tan armenia en mi vida. Para experimentar plenamente mi condición de armenia tenía que venir a Turquía y conocer a los turcos.

La familia con la que estoy es muy interesante, un poco loca, pero tal vez todas las familias estén algo locas. Lo que pasa es que aquí hay algo surrealista. La irracionalidad es parte de la racionalidad cotidiana. Es como estar en una novela de García Márquez. Una de las hermanas se dedica a hacer tatuajes, otra es vidente, otra es profesora de historia nacional y la última es una excéntrica que no hace nada, o como diría Asya, una chiflada de profesión.

¿Quién es Asya? -tecleó al instante Lady Pavo Real/Siramark.

Es la hija de la casa. Una joven con cuatro madres y sin padre. Todo un carácter. Llena de rabia, sátira e ingenio. Sería un gran personaje de Dostoievski.

Armanoush se preguntó dónde demonios estaría el Barón Baghdassarian.

Madame Mi Alma Exiliada, ¿has hablado con alguien del genocidio? -quiso saber Penosa Convivencia.

Sí, varias veces, pero es muy difícil. Las mujeres de la casa escucharon la historia de mi familia con sincero interés y compasión, pero es lo máximo a lo que llegan. El pasado, para los turcos, es como otro mundo.

Si hasta las mujeres se quedan en eso, no puedo esperar nada en absoluto de los hombres -terció la Hija de Safo.

En realidad todavía no he tenido ocasión de hablar con ningún hombre -escribió Madame Mi Alma Exiliada, que acababa de darse cuenta de esto-. Pero Asya me va a llevar a un bar donde se reúnen regularmente. Supongo que allí conoceré a alguno.

Ten cuidado si bebes con ellos. El alcohol hace aflorar lo peor de las personas. -Era Alex el Estoico.

No creo que Asya beba. ¡Son musulmanes! Lo que sí hace es fumar como un carretero.

En Armenia la gente fuma mucho también -replicó Lady Pavo Real/ Siramark-. Hace poco volví a Eriván. El tabaco está matando al país.

Armanoush se agitó en su silla. ¿Dónde estaba el Barón? ¿Por qué no escribía nada? ¿Estaría enfadado con ella? ¿Se habría acordado de ella siquiera? Habría seguido atormentándose con preguntas de no ser por la siguiente línea que apareció en pantalla.

Cuéntanos, Madame Mi Alma Exiliada, desde que has llegado a Turquía, ¿has reflexionado sobre la paradoja jenízara?

¡Era él! ¡Él! ¡Él! Armanoush releyó el texto y contestó:

Sí. -Pero no supo qué más poner.

Como si hubiera advertido su vacilación, el Barón Baghdassarian, prosiguió:

Es un detalle por tu parte llevarte tan bien con la familia. Y te creo cuando dices que son buenas personas, interesantes a su manera. Pero ¿no te das cuenta? Eres su amiga solo mientras niegues tu propia identidad. Así ha sido siempre con los turcos a lo largo de la historia.

Armanoush frunció los labios entristecida. Al otro lado de la habitación, Asya se agitó y se dio la vuelta en la cama murmurando algo incomprensible, sumida al parecer en una pesadilla. Lo que estuviera diciendo, lo repitió varias veces.

Lo único que pedimos los armenios es el reconocimiento de nuestra pérdida y nuestro dolor, que es el requisito fundamental para que florezcan las genuinas relaciones humanas. Lo que les decimos a los turcos es: mirad, estamos llorando, llevamos llorando ya casi un siglo porque perdimos a nuestros seres queridos, nos echaron de nuestras casas, nos desterraron de nuestra tierra, nos han tratado como animales, nos han matado como ovejas. Nos han negado hasta una muerte decente. Ni siquiera el dolor infligido a nuestros abuelos hiere tanto como esta sistemática negación.

Si dices esto, ¿cuál será la respuesta de los turcos? ¡Nada! Solo hay una manera de entablar amistad con los turcos: estar tan desinformados y ser tan olvidadizos como ellos.

Puesto que no quieren unirse a nosotros para reconocer el pasado, esperan que nos unamos a ellos para ignorarlo.

De pronto se oyó un golpecito en la puerta, y luego muchos más. Armanoush se hundió en la silla con el corazón en la garganta, e impulsivamente apagó la pantalla del ordenador.

– ¿Sí? -susurró.

La puerta se abrió despacio y la tía Banu asomó la cabeza. Llevaba un pañuelo rosado y suelto y un camisón largo de colores pálidos. Se había levantado para rezar y había visto la luz que salía del cuarto de las chicas.

Con la incomodidad de no hablar inglés pintada en la cara, hizo una serie de gestos, como si ella también estuviera jugando a las películas. Negó con la cabeza, arrugó la frente y luego, sonriente, blandió un dedo. Armanoush lo interpretó como: «Estudias mucho. No te canses demasiado».

Después la tía Banu tendió el plato que llevaba en la mano e hizo gesto de comer, ambos ademanes demasiado evidentes para necesitar interpretación. Sonrió, le dio a Armanoush una palmadita en el hombro, dejó el plato junto al portátil y se marchó cerrando la puerta suavemente. En el plato había dos naranjas, peladas y cortadas.

Armanoush encendió de nuevo la pantalla y dio un mordisco a una rodaja de naranja, mientras pensaba de nuevo qué le contestaría al Barón Baghdassarian.

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