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Orejones de albaricoque

Casi ha amanecido, falta un instante para cruzar ese misterioso umbral entre la noche y el día. Es el único momento en que todavía se puede encontrar solaz en los sueños, aunque sea demasiado tarde para formarlos de nuevo.

Si hay un ojo en el séptimo cielo, una mirada celestial que lo observa todo desde las alturas, tendría que vigilar Estambul durante mucho tiempo para vislumbrar quién hizo qué tras las puertas cerradas y quién profirió blasfemias. Desde los cielos la ciudad posiblemente parezca una fulgurante constelación de destellos, como fuegos artificiales que explotan en la oscuridad. Ahora mismo el trazado urbano relumbra con brillos naranja, rojo y ocre. Es una configuración de chispas; cada punto de luz, una persona despierta. La mirada celestial, desde las alturas, debe de ver todas estas bombillas encendidas aquí y allá en perfecta armonía, parpadeando sin parar, como si enviaran un mensaje críptico a Dios.

Aparte de los centelleos dispersos, la oscuridad todavía es densa en Estambul. En los sucios callejones que serpentean por los barrios viejos, en los bloques modernos que se aglomeran en los distritos nuevos, o en los lujosos barrios residenciales, todo el mundo duerme. Menos algunos.

Algunos estambulíes se han levantado, como siempre, antes que otros. Los imanes de la ciudad, por ejemplo: los viejos y los jóvenes, los de voz dulce y los de voz no tan dulce. Los imanes de las numerosas mezquitas son los primeros en despertar, listos para llamar a los creyentes a la oración matutina. Luego están los vendedores de simit. También ellos están despiertos, de camino a sus respectivas panaderías para recoger los bollos de crujiente sésamo que venderán a lo largo del día. Así que también los panaderos están despiertos. La mayoría de ellos solo duerme unas cuantas horas antes de empezar a trabajar, mientras que otros jamás duermen de noche. Todos los días, sin excepción, los panaderos encienden los hornos en plena noche, para que antes del amanecer las panaderías de la ciudad se inunden del delicioso olor del pan.

Las limpiadoras también están despiertas. Mujeres de todas las edades se levantan temprano y cogen al menos dos o tres autobuses para llegar a las casas de los pudientes, donde frotarán, lavarán y pulirán durante todo el día. Este es otro mundo. Las mujeres adineradas siempre llevan maquillaje y jamás muestran su edad. A diferencia de los maridos de las limpiadoras, los maridos de las zonas residenciales siempre están ocupados, son sorprendentemente corteses y algo afeminados. El tiempo no es un bien que escasee en estos barrios. La gente lo utiliza con la libertad y la despreocupación con que usa el agua caliente.

Ahora amanece. La ciudad es en este momento una entidad gomosa, casi gelatinosa, un cuerpo amorfo medio líquido, medio sólido.

Para la mirada celestial en las alturas, la casa Kazancı debe de parecer una reluciente esfera de chispas esparcidas entre las sombras de la noche. La mayoría de las habitaciones están oscuras y en silencio, pero en algunas hay luz.

Una de las habitantes de la casa despierta a esta hora es Armanoush. Se desveló temprano y al instante entró en internet, ansiosa por contarles a los miembros del Café Constantinopolis el turbulento incidente del día anterior. Les habló de los círculos bohemios en Estambul y de la pelea, describiendo todos los personajes y todos los detalles del Café Kundera. Ahora les está haciendo un meticuloso retrato del Dibujante Dipsómano, explicando la nueva función que había adjudicado al vino que estaban tomando.

El dibujante parece divertido -escribe Anti-Javurma-. ¿Me estás diciendo que podría ir a la cárcel por dibujar al primer ministro como un pingüino? ¡El humor es un asunto muy serio en Turquía!

Sí, el hombre parece un gran tipo -conviene Lady Pavo Real/Siramark-. Cuéntanos algo más sobre él.

Pero por lo visto alguien tiene una interpretación muy distinta del incidente.

Vamos, chicos, ni él ni ningún otro personaje de ese bar cutre tienen nada bueno ni interesante. ¿Es que no lo veis? Son todo caras y nombres de la parte bohemia, vanguardista y artistilla de Estambul. La típica élite de un país del Tercer Mundo, que se odia a sí misma más que a nada en el mundo.

Armanoush da un respingo ante aquel duro mensaje del Barón Baghdassarian y mira a su alrededor.

Asya duerme al otro lado de la habitación con Sultán Quinto acurrucado sobre su pecho, unos auriculares en las orejas y un libro abierto en la mano: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, de Emmanuel Lévinas. Hay también una funda de CD junto a la cama: Johnny Cash vestido de negro de pies a cabeza, contra un cielo gris, sombrío, flanqueado por un perro y un gato, mirando con expresión adusta algo mucho más allá de la imagen. Asya se ha dormido con el walkman programado en repetición constante. En ese aspecto también es hija de su madre, perfectamente capaz de bregar con todo tipo de voces pero incapaz de afrontar el silencio.

Armanoush no distingue la letra desde donde está, pero oye el ritmo. Le gusta oír la voz de barítono de Cash, que llega a la habitación desde los auriculares, y también los diversos sonidos que circulan dentro y fuera: las oraciones matutinas que resuenan en mezquitas lejanas; el ruido del lechero al dejar las botellas delante de la frutería al otro lado de la calle; la sorprendente cadencia de la respiración de Sultán Quinto y Asya, una fusión de ronquidos y ronroneos, aunque no siempre es fácil distinguir quién emite unos y otros, y el repiqueteo de sus propios dedos en el teclado, buscando la mejor respuesta para el Barón Baghdassarian. Ya casi ha llegado la mañana, y aunque no ha dormido suficiente se siente eufórica, con la sensación triunfal de haber derrotado al sueño.

En el piso de abajo está la habitación de la abuela Gülsüm. Sin duda la abuela podría haber sido Iván el Terrible en otra vida, pero su aspereza no carece de sentido. Como muchas personas que terminan amargadas, ella también tiene una historia. Se crió en un pueblecito de la costa egea, donde la existencia era idílica, si bien con muchas carencias. Se casó con un Kazancı, una familia mucho más adinerada, mucho más refinada que la suya, pero también más infortunada. Soportó la tensión de ser la novia joven y rural del hijo único de una pareja con clase pero proclive al desastre. Le cargaron sobre los hombros la misión de tener hijos varones, cuantos más mejor, puesto que nunca se sabía cuánto sobrevivirían. Sin embargo dio a luz a una niña tras otra, con la angustia de ver a su marido alejarse más de ella con cada nueva hija.

Levent Kazancı era un hombre atormentado que no vacilaba en utilizar el cinturón para disciplinar a su mujer y sus hijas. Un hijo, si Alá les hubiera otorgado un hijo, todo habría sido distinto. Tres hijas seguidas, y luego el sueño, el cuarto vástago, por fin varón. Confiando en que su destino hubiera cambiado, lo intentaron de nuevo, el quinto, pero volvió a ser niña. Aun así, Mustafa era suficiente, era todo lo que necesitaban para continuar el linaje familiar. Mustafa, mimado, consentido, malcriado, siempre favorito por encima de sus hermanas, siempre caprichoso… Hasta que la melodía cesó y la oscuridad y la desesperanza se asentaron en el sueño: Mustafa se marchó a Estados Unidos para no volver nunca.

La abuela Gülsüm era una mujer que no había conocido el amor recíproco; una de esas mujeres que envejecen no poco a poco, sino de repente, saltando de la virginidad a las arrugas, sin tener la ocasión de vivir entre una y otras. Se había dedicado en cuerpo y alma a su único hijo y lo amaba a menudo a expensas de sus hijas, queriendo encontrar en él solaz por todo lo que la vida le había arrebatado. Pero cuando se fue a Arizona, la existencia del chico se redujo a cartas y postales. Jamás había vuelto a Estambul para ver a su familia. La abuela Gülsüm enterró el hondo dolor de sentirse rechazada. Con el tiempo su corazón se fue endureciendo cada vez más. Hoy tenía el aspecto de quien ha luchado para lograr el desapego y está decidido a conservarla.

En la esquina derecha del primer piso duerme Petite-Ma, las mejillas arreboladas, la boca abierta, roncando plácidamente. Junto a su cama, un armarito de cerezo y, sobre él, el Sagrado Corán, un libro sobre santos musulmanes y una preciosa lámpara que irradia una suave luz verde artemisa. Junto al libro hay un rosario ocre con una piedra de ámbar que cuelga del extremo, y un vaso medio lleno de agua con su dentadura postiza.

Hace mucho que el tiempo perdió para ella su naturaleza lineal. En la autopista de la historia ya no hay señales, ni luces de advertencia, ni direcciones. Ella es libre de moverse en cualquier sentido y de cambiar de carril. Puede detenerse en mitad de la carretera, quedarse parada, rechazar la obligación de seguir adelante, puesto que su vida ya no progresa, sino que es una repetición perpetua de momentos aislados.

Estos días acuden a ella ciertos recuerdos de la infancia, escenas tan vívidas como si estuvieran sucediendo ahora mismo. Se ve como una niña de ocho años, rubia y de ojos azules, en Tesalónica con su madre, las dos llorando en silencio por la muerte de su padre en las guerras de los Balcanes; luego se ve en Estambul, a finales de octubre, durante la proclamación de la moderna república turca. Banderas. Ve muchas banderas, rojo y blanco, la luna y la estrella, flameando al viento como ropa recién lavada. Tras las banderas acecha la cara de Rıza Selim, su densa barba, sus ojos intensos y sombríos. Luego se ve de joven, sentada ante su piano Bentley, tocando alegres melodías para invitados bien vestidos.

En la pequeña habitación que hay encima de la de Petite-Ma duerme la tía Cevriye, sumida en la pesadilla que tantas veces ha tenido los últimos años. Vuelve a ir al colegio, con un feo uniforme gris ceniza. El director la llama a la pizarra para hacer un examen oral. Ella empieza a sudar mientras se acerca con paso vacilante, los pies pesados. Las preguntas no tienen sentido. La tía Cevriye se entera de que no se ha graduado en el instituto. Ha habido un error en los papeles y ahora tiene que pasar este curso para terminar los estudios y hacerse profesora. Y cada vez se despierta exactamente en el mismo punto: el director saca la hoja de calificaciones y una pluma estilográfica de tinta roja, y escribe un enorme cero rojo junto al nombre de Cevriye.

Ha sido una pesadilla recurrente durante los últimos diez años, desde que perdió a su marido. Lo encarcelaron por soborno, un cargo que la tía Cevriye siempre se negó a creer. Y cuando solo quedaba un mes para que lo pusieran en libertad, murió mientras era testigo de una pelea, por culpa de un estúpido cable eléctrico. En sus sueños la tía Cevriye contemplaba esta escena una y otra vez y veía al culpable (tenía que haber un culpable) que había puesto allí el cable y había matado a su marido. Soñaba que estaba en la puerta de la prisión. El resto de la escena cambiaba en cada ocasión. A veces aguardaba allí para escupirle a la cara al asesino en cuanto saliera de la cárcel, otras veces lo observaba desde lejos, y otras le pegaba un tiro cuando caminaba bajo el sol.

Después de perder a su marido, la tía Cevriye vendió su casa y se unió a las otras hijas que habían aceptado vivir bajo el mismo techo.

En los primeros meses, lo único que hizo fue llorar. Empezaba el día mirando fotografías de su marido, hablando con ellas, sollozando delante de cada una, y terminaba el día agotada de tanta pena, los ojos hinchados como dos bolsas de rojo sufrimiento, la nariz pelada de tanto llorar… Ese fue su estado hasta que una mañana, al volver del cementerio, encontró que todas las fotos habían desaparecido.

– ¿Qué has hecho con sus fotos? -exclamó, segura de a quién debía acusar-. Devuélvemelas.

– No -contestó la abuela Gülsüm, seca y severa-. Las fotografías están guardadas. No te vas a pasar la vida llorando. Para que sane el corazón, los ojos necesitan dejar de verlas una temporada.

Nada sanó. En todo caso, Cevriye se acostumbró a visualizar a su marido sin las fotografías. De vez en cuando se sorprendía rediseñando su cara, adornándolo con un bigote entrecano o más mechones de pelo aquí y allí. La desaparición de las fotografías coincidió con la transformación de la tía Cevriye en devota profesora de historia nacional turca.

En la habitación de enfrente duerme la tía Feride, una mujer lista y creativa, una mujer collage. Si pudiera mantener unidas las piezas… Es inusual ser tan sensible, fantástico y a la vez aterrador. Puesto que en cualquier momento puede suceder cualquier cosa, jamás está segura del terreno que pisa. No tiene sensación de seguridad ni de continuidad. Todo llega en partes y trozos que claman por unirse y a pesar de todo desafían cualquier noción de unidad. De vez en cuando sueña con tener un amante. Quiere un amor que la absorba hasta el punto de aceptar sus numerosas ansiedades, excentricidades y anormalidades. Un amante que la adore tal como es. La tía Feride no quiere un amor que acepte su parte buena pero rechace su lado oscuro. Ella necesita a alguien que esté a su lado a las duras y a las maduras, en la cordura y en la locura. Por eso tal vez a los locos les cuesta más encontrar pareja, piensa; no porque estén chiflados, sino porque es difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a amar a tanta gente en una sola persona.

Pero eso es hablar por hablar. En los sueños reales, la tía Feride no ve amantes sino collages abstractos. Por la noche crea mosaicos de fantásticos colores y múltiples formas geométricas. El viento sopla con fuerza, las corrientes oceánicas se deslizan y el mundo se convierte en un orbe de infinitas posibilidades. Todo lo que se construye se puede deconstruir al mismo tiempo. Los médicos le han dicho que se lo tome con calma, que siga la medicación. Pero poco saben de esta dialéctica. Hacer y destruir, hacer y destruir, hacer y destruir. La mente de la tía Feride es un excelente artista, un gran creador de collages.

Junto a la habitación de la tía Feride está el baño, y a continuación el cuarto de la tía Zeliha. Está despierta. Sentada muy derecha en la cama, mirando la habitación como si fuera de otra persona, como si estuviera memorizando los detalles para sentirse más cerca del extraño al que pertenece.

Mira su ropa, las decenas de faldas, todas cortas, todas llamativas, su manera de protestar contra los códigos morales. En las paredes hay fotos y pósters de tatuajes. La tía Zeliha se acerca ya a los cuarenta años, pero su habitación parece, en muchos aspectos, la de una adolescente. Según su manera de pensar, quien sea incapaz de rebelarse, quien carezca de la capacidad de disentir, no está vivo de verdad. La resistencia es la clave de la vida. El resto de las personas puede ser de dos clases: los vegetales, satisfechos con todo, y los vasos de té, que a pesar de estar descontentos con muchas cosas, no tienen la fuerza necesaria para enfrentarse a ellas. Estos últimos son los peores. La tía Zeliha ideó la regla de los vasos tiempo atrás, cuando le daba por hacer reglas.


La regla de hierro de la prudencia de la mujer estambulí: si eres tan frágil como un vaso de té, trata de no tropezar jamás con agua hirviendo y confía en casarte con un marido ideal, o haz que te follen y te rompan lo antes posible. Otra posibilidad: deja de ser una mujer-vaso de té.


Ella optó por la tercera opción. La tía Zeliha aborrecía la fragilidad. Hasta el día de hoy era la única de las mujeres Kazancı capaz de enfurecerse con los vasos de té cuando se rompían por la presión.

La tía Zeliha coge un paquete de Marlboro Light de la mesilla de noche y enciende un cigarrillo. La edad no ha variado sus hábitos de fumadora. Sabe que su hija también fuma. Parece una advertencia chillona de un folleto del Ministerio de Sanidad: «Los hijos de padres adictos al tabaco tienen tres veces más probabilidades de ser fumadores». A la tía Zeliha le preocupa el bienestar de Asya, pero es sensata y sabe que si interviene demasiado y muestra señales de falta de confianza solo obtendrá una reacción negativa. Es difícil fingir que no estás preocupada, y es duro que tu propia hija te llame «tía». No lo soporta. Sin embargo, todavía piensa que quizá es mejor para las dos. De alguna manera eso ha liberado a la hija y a la madre. Las dos tenían que distanciarse nominalmente para poder acercarse física y espiritualmente. Alá es su único testigo. El único problema es que no cree que Alá exista.

Da una calada, pensativa, la retiene un instante y por fin exhala una furiosa nube de humo. Si Alá existe y sabe tanto, ¿por qué no hizo nada con todo su saber? ¿Por qué deja que pase lo que pasa? No, la tía Zeliha es muy firme, de ninguna manera cederá ante la religión. Siempre ha sido agnóstica, y agnóstica morirá. Sincera y pura en su blasfemia. Si Alá de verdad existe, debería apreciar su sincero rechazo, su opción de vincularse solo a una minoría selecta en lugar de dejarse camelar por las egocéntricas súplicas de los fanáticos religiosos, que están en todas partes.

En la habitación que hay en la otra punta del segundo piso está la tía Banu, también despierta a estas horas. La tercera persona despierta en la casa Kazancı. Esta mañana le pasa algo raro. Está muy pálida y sus enormes ojos castaños parpadean preocupados. Se mira en el espejo que tiene delante y ve una mujer envejecida antes de tiempo. Por primera vez desde hace muchos años echa de menos a su marido, el marido del que se alejó pero que nunca abandonó del todo.

Es un buen hombre que merece mejor esposa. Nunca la ha tratado mal ni le ha dirigido una mala palabra, pero después de perder a sus dos hijos, la tía Banu no podía soportar seguir viviendo con él. De vez en cuando va a su antigua casa, como una extraña que conoce los detalles de un lugar por una sensación de déjà vu. Siempre compra de camino orejones de albaricoque, los que a él más le gustan. Una vez allí hace un poco de limpieza, cose algún botón, cocina unos cuantos platos, sus favoritos, y ordena la casa. No es que haya gran cosa que ordenar, puesto que su marido es un hombre ordenado. Mientras la tía Banu trabaja, él la mira de cerca.

Al final del día siempre pregunta:

– ¿Te quedas?

Y la respuesta de ella es siempre la misma:

– Hoy no.

Antes de marcharse añade:

– Hay comida en la nevera. No te olvides de calentar la sopa, cómete el pilaki en dos días, que si no se estropea. Acuérdate de regar las violetas. Las he cambiado de sitio y están junto a la ventana.

Él asiente y murmura suavemente, como hablando para sus adentros:

– No te preocupes, sé cuidarme. Y gracias por los orejones…

Luego la tía Banu vuelve a la casa Kazancı. Y así ha sido día tras día, año tras año.

La mujer del espejo parece vieja esta noche. La tía Banu siempre pensó que envejecer deprisa era el precio de su profesión. La inmensa mayoría de las personas envejece un poco cada año, pero no los videntes, que envejecen a cada historia. De haberlo querido, la tía Banu podría haber solicitado una compensación. Pero igual que jamás pidió a sus yinn ninguna ganancia material, tampoco había pedido belleza física. Tal vez lo hiciera algún día. De momento Alá le había dado la fuerza para seguir adelante sin reclamar nada. Pero hoy la tía Banu va a solicitar un favor.

«Alá, dame conocimiento, porque no puedo resistir la necesidad de saber, pero dame también la fuerza para soportar la información. Amén.»

Saca de un cajón un rosario de jade y acaricia las cuentas.

– Muy bien, estoy lista. Vamos a empezar. ¡Que Alá me ayude!

Doña Dulce, con las piernas colgando en el estante donde está la lámpara de gas, hace una mueca, descontenta con el papel de observadora en el que de pronto se encuentra, descontenta con las cosas de las que pronto será testigo en aquella habitación. Mientras tanto don Amargo sonríe amargamente, la única manera en que sabe hacerlo. Está contento. Por fin la tía Banu se ha convencido, y no por la presión de don Amargo, sino por su propia curiosidad mortal. No ha podido resistir las ganas de saber. Esas ansias eternas de conocimiento… Al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse a ellas?

Ahora la tía Banu y don Amargo viajarán juntos en el tiempo. De 2005 a 1915. Parece un largo viaje, pero en términos de años gulyabani son solo unos pasos.

Delante del espejo, entre los yinn y su ama, hay un cuenco de plata con agua consagrada de la Meca. Dentro del cuenco hay agua plateada, y dentro del agua, una historia, igualmente plateada.

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