CAPITULO TRECE

NARRADO POR AQUILES

Calcante formuló otra profecía que hizo cambiar de idea a Agamenón en cuanto a ser el primer rey que pisara tierra troyana, ya que, según el sacerdote, aquel que así lo hiciera moriría en la batalla inicial. Miré furtivamente a Patroclo y me encogí de hombros. ¿Por qué preocuparme si los dioses me habían escogido como el predestinado? En ello encontraría la gloria.

Recibimos órdenes de zarpar y desembarcar, sabíamos cuándo debíamos extendernos por la playa y pisar tierra firme. Patroclo y yo nos apostamos en la avanzadilla de proa de mi nao insignia y observamos las embarcaciones que nos precedían, muy inferiores en número a las que iban en pos de nosotros, porque las de Yolco se encontraban entre las primeras. La nao insignia de Agamenón abría la marcha con su inmenso convoy micénico a la izquierda y, a su diestra, la flota de Yolao de Filacas, un monarca subdito de mi padre. Lo seguía yo y, a continuación, Áyax y los demás.

Antes de partir, Agamenón nos advirtió que no esperaba ser recibido por gente hostil y armada y que confiaba en invadir la ciudad sin enfrentarse a una oposición organizada.

Pero aquel día no nos acompañaban los dioses. En el instante en que la séptima embarcación de las filas de Agamenón rodeaba la punta de Ténedos, grandes nubes de humo se levantaron del promontorio que flanqueaba Sigeo. Sabían que merodeábamos por la zona y estaban preparados para recibirnos.

Habíamos recibido órdenes de tomar Sigeo y marchar apresuradamente hacia la ciudad. Cuando mi nave se introdujo en el estrecho distinguí a las tropas troyanas repartidas por la playa.

Ni siquiera los vientos nos eran propicios. Tuvimos que arriar las velas y utilizar los remos, lo que significaba que la mitad de nuestros hombres estarían demasiado cansados para luchar debidamente. Para colmo de nuestras desdichas, la corriente procedente de la desembocadura del Helesponto se extendía por alta mar, lo que también nos perjudicó. Pasamos toda la mañana remando para superar el breve trecho que nos separaba del continente.

Sonreí con amargura al advertir que había cambiado el orden de precedencia: en aquellos momentos Yolao de Filacas avanzaba progresivamente ante Agamenón, seguido muy de cerca por sus hombres en sus cuarenta embarcaciones y con la poderosa flota del gran soberano a su izquierda. Me pregunté si Yolao maldeciría su destino o lo acogería de buen grado. Había sido escogido como el primer soberano que desembarcaría, y por consiguiente, según las predicciones de Calcante, moriría.

El honor requería que yo les exigiera un mayor esfuerzo a los remeros; sin embargo, la prudencia me instaba a asegurarme de que mis mirmidones conservaban suficientes fuerzas para enfrentarse al combate.

– No puedes alcanzar a Yolao -dijo Patroclo, que parecía leer mis pensamientos-. Lo que deba suceder, sucederá.

Aquélla no era mi primera empresa bélica, porque ya había luchado con mi padre desde que descendí del monte Pelión y durante los años que estuve con Quirón, pero todas aquellas campañas no eran nada comparadas con lo que nos aguardaba en la playa de Sigeo. Los troyanos se alineaban en hileras de miles, cada vez en mayor número, y las escasas naves que estaban varadas en la guijarrosa playa el día anterior se encontraban ahora en el interior, detrás del pueblo.

Toqué a Patroclo en el brazo y advertí que temblaba, pero mis miembros no habían perdido su firmeza.

– Patroclo, ve a popa y llama a Automedonte, que está en la nave próxima. Dile que sus timoneles cubran el hueco que se ha producido entre nosotros y que transmita el mensaje, no sólo a nuestras naves, sino a todas las demás. Cuando desembarquemos, nos limitaremos a flotar en las aguas, de modo que los espolones de proa no rompan los cascos. Dile a Automedonte que sus hombres pasen por mi cubierta para llegar a la playa y que todos los demás sigan su ejemplo. De no ser así, nunca llegarán suficientes soldados a tierra para evitar una masacre.

Cruzó rápidamente por el combés hasta la popa y, haciendo bocina con las manos, llamó al vigilante Automedonte, cuya armadura destelló a la luz del sol mientras le respondía. Luego observé cómo seguía mis instrucciones aproximando su nave a la nuestra hasta que alineó su puntiaguda proa con nuestro bao. Las restantes embarcaciones que se divisaban siguieron su ejemplo: nos habíamos convertido en un puente flotante. A mis pies, mis hombres dejaban sus remos y se armaban; nuestro ímpetu bastaría para conducirnos a tierra. En aquellos momentos sólo quedaban diez navios delante de mí y el primero de ellos pertenecía a Yolao.

La nave sumergió su roda en los guijarros y se detuvo entre sacudidas. Yolao permaneció unos momentos vacilante en la proa, luego profirió su patriótico grito de guerra y corrió hacia el combés. Pasó sobre el costado del buque seguido de sus hombres, que avanzaron en tropel mientras entonaban el himno bélico. Pese a verse tan espantosamente superados en número, causaron algunos estragos. Poco después, un poderoso guerrero con armadura dorada derribó a Yolao y lo destrozó con una hacha.

Desembarcaban más soldados. Las naves que estaban a mi izquierda se ladeaban y los hombres saltaban por las bordas para confundirse entre la refriega, sin aguardar las escalerillas. Me ajusté el casco, le sujeté el penacho de oro, me rebullí en mi coraza de bronce con incrustaciones de oro para enderezarla y así el hacha con ambas manos. Era una arma magnífica, una de las piezas de pillaje obtenida por Minos durante una campaña en el extranjero, mucho más grande y pesada que las hachas cretenses. La espada me rozaba el muslo, pero deseché a Viejo Pelión pues resultaba inútil en la lucha cuerpo a cuerpo. Aquélla era una ocasión ideal para utilizar el hacha y podría pasarme todo el día haciendo oscilar la bella arma de doble hoja sin flaquear. Sólo Áyax y yo utilizábamos tal recurso en la lucha cuerpo a cuerpo; una hacha bastante grande que fuera más útil que una espada resultaba muy incómoda para un hombre corriente. Por consiguiente, no era de asombrar que yo anhelase atacar al gigante de armadura dorada que había dado muerte a Yolao.

A causa del empeño de llegar a la playa y el estar absorto en no perderme ningún detalle, olvidé cuanto pasó por mi mente durante aquellos últimos momentos. Una sacudida me indicó que habíamos tocado tierra, seguida de otra más intensa que estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Miré hacia atrás y descubrí que Automedonte había juntado su nave a la mía y que sus hombres ya se precipitaban por mi cubierta. Como el mono mimado de alguna cretense, salté a la proa y desde allí contemplé a mis pies las cabezas de aquella confusión humana entre la que apenas se distinguían amigos de enemigos. Pero era necesario hacerme visible a todos los que avanzaban en masa detrás de mí, a quienes procedían de la nave de Alcimo, que pasaban por la cubierta de la nave de Automedonte, y a muchos más mientras mi embarcación aún resistía los debilitados espasmos de las colisiones que se sucedían cada vez más lejos.

Entonces blandí mi hacha en lo alto, por encima de mi cabeza, proferí roncamente el grito de guerra de los mirmidones y salté de la proa a la agitada masa de cabezas que tenía a los pies. La fortuna me acompañó y la cabeza de un troyano quedó destrozada bajo el impacto de mi cuerpo. Caí sobre él aún sosteniendo con fuerza el hacha en mis manos; en cuanto al escudo, lo había dejado en algún lugar de cubierta, pues más bien hubiera constituido un estorbo en semejante lucha. Al cabo de un instante estaba erguido, profiriendo la bélica invocación con toda la fuerza de mis pulmones hasta que me oyeron mis mirmidones y en el aire vibraron sus escalofriantes gritos de hombres dispuestos a matar. Los troyanos lucían penachos púrpura en sus cascos, otro factor favorable, pues el uso de aquel color estaba prohibido a todos los griegos salvo a los cuatro grandes soberanos… y a Calcante.

Me convertí en centro de miradas amenazadoras y me vi desafiado por numerosas espadas, pero retrocedí y abatí el hacha con tal fuerza que partí a un hombre por la mitad del cráneo a la entrepierna. Aquello los detuvo. Un acertado consejo de mi padre, que así había aleccionado a los mirmidones: una agresión feroz en la lucha cuerpo a cuerpo hace retroceder a los hombres de modo instintivo. Utilicé de nuevo el hacha, en esta ocasión en círculo, como una rueda, y los todavía bastante necios para tratar de atacarme sintieron que la hoja les cortaba el vientre bajo sus armaduras de bronce. ¡Las armaduras troyanas no eran de cuero! Naturalmente, puesto que tenían el monopolio del bronce. ¡Cuan rica debía de ser Troya!

Patroclo iba tras de mí con su escudo para protegerme la espalda y los mirmidones surgían en número infinito a nuestra retaguardia saltando de las naves a la playa. El antiguo ejército se hallaba en acción. Avancé rompiendo las filas que tenía ante mí utilizando el hacha como la varita de un sacerdote, reduciendo a todo aquel que lucía un penacho purpúreo. Aquello no podía considerarse un auténtico enfrentamiento de fuerzas ni tampoco había tiempo ni espacio para escoger a un príncipe o a un rey, ni una zona que separara a las fuerzas enemigas. Era sólo un montón de guerreros de toda condición enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo. Parecía que habían transcurrido siglos desde que me prometí llevar la cuenta de los enemigos que exterminaba, pero en breve estuve demasiado entusiasmado para cumplir mi propósito, enardecido por la repentina blandura de la carne bajo el duro bronce a medida que caía el hacha.

Para mí sólo existían la sangre y los rostros, que reflejaban furia o terror, de aquellos valientes que trataban de desviar el arma con sus espadas y perecían en el intento, o de los cobardes que caían farfullando de miedo, peores que los cobardes que volvían las espaldas y se daban a la fuga. Me sentía invencible, sabía que en aquel campo nadie me abatiría. Y me complacía ante el espectáculo de los rostros partidos, sangrientos y boquiabiertos; el ansia de matar me calaba hasta el mismo tuétano. Era una especie de locura, recoger una cosecha de pechos, vientres y cabezas con el hacha goteando sangre, que también corría por la empuñadura hasta las toscas fibras de las cuerdas enrolladas en su base para que no me resbalaran las manos. Lo olvidé todo. Lo único que deseaba era ver los penachos púrpura teñidos de rojo. Si alguien me hubiera puesto un casco troyano y me hubiera soltado entre mis propios hombres, los hubiera sacrificado de igual modo. Lo justo y lo injusto no existían, sólo el placer de matar. Tal era el significado de todos los años que había vivido bajo el sol, en eso yo había permitido que se convirtiera un ser mortal: en una perfecta máquina de matar.

Convertimos en polvo la tierra de Sigeo bajo nuestras botas, un polvo que se levantaba sobre nuestras cabezas y se remontaba hasta la bóveda celeste. Aunque en mis últimas batallas me había comportado con más lógica y había pensado en mis hombres, en aquélla ni por un instante había pasado por mi mente velar por su seguridad. No me importaba quién ganara o perdiese mientras yo resultara vencedor. Si el mismo Agamenón hubiera luchado junto a mí, no me hubiera enterado. Ni siquiera la presencia de Patroclo influía en mi entusiasmo, aunque tan sólo gracias a él sobreviví a aquella primera batalla, porque mantuvo mi espalda libre de troyanos.

De pronto alguien interpuso su escudo en mi camino. Lo golpeé con todas mis fuerzas para encontrarme con el rostro que ocultaba, pero, como la flecha disparada por un arco, se hizo a un lado y su espada pasó rozándome el brazo derecho. Resoplé como si me hubieran arrojado a un charco de agua helada y, cuando él bajó el escudo para verme mejor, temblé de emoción. ¡Por fin tenía ante mí a un príncipe totalmente cubierto de oro! El hacha que él había utilizado para acabar con Yolao había desaparecido, sustituida por una larga espada.

Me enfrenté a él ansioso, con un gruñido de placer. Era muy corpulento, tenía el aspecto de quien suele sobresalir en los combates y era el primero que se atrevía a desafiarme. Giramos cautelosamente en círculo mientras arrastraba el mango del hacha por el suelo hasta que él me dio una oportunidad.

Cuando me abalanzaba sobre mi enemigo, éste giró y se ladeó, pero también yo fui rápido y esquivé el amplio abanico de su espada tan fácilmente como él había eludido mi hacha. Al comprender los dos que habíamos encontrado en el otro un adversario importante, nos concentramos en un duelo formal y paciente. El bronce chocaba contra el bronce laminado en oro, siempre esquivado, incapaces ambos de herir al otro, muy conscientes de que los soldados de los dos bandos se habían retirado para facilitarnos espacio.

Él se reía de mí siempre que fallaba en mis golpes aunque su escudo de oro mostraba huellas en cuatro lugares que descubrían el bronce y capas más profundas de estaño. Tuve que esforzarme por sofocar mi creciente ira tanto como mis ataques. ¿Cómo osaba reírse? Los duelos eran sagrados, no podían ser profanados por el ridículo y me exasperaba que él no pareciera comprender tal condición. Intenté dos potentes acometidas, una tras otra, y también las esquivó. A continuación me habló:

– ¿Cuál es tu nombre, torpón? -inquirió entre risas. -Aquiles -respondí entre dientes. Aquello intensificó su risa.

– ¡Nunca había oído hablar de ti, torpón! Yo soy Cienos, hijo de Poseidón, dios de las profundidades.

– Todos los cadáveres apestan por igual, hijo de Poseidón, estén engendrados por dioses u hombres -exclamé. Lo que provocó de nuevo sus risas.

Volví a experimentar la misma cólera que me había invadido ante el cuerpo sin vida de Ifigenia sobre el altar y olvidé todas las normas de combate que Quirón y mi padre me habían enseñado. Salté sobre él lanzando un grito y levanté mi hacha bajo la punta de su espada. El hombre retrocedió a trompicones y se le cayó la espada, que yo partí en mil pedazos. Cienos dio la vuelta y echó a correr cubriéndose la espalda con su escudo del tamaño de un hombre, abriéndose paso entre las tropas troyanas con desesperación salvaje mientras pedía a gritos una lanza. Alguien le entregó el arma, pero como yo me hallaba demasiado cerca para que pudiera utilizarla, siguió retrocediendo.

Me sumergí en las densas filas troyanas en su busca sin que nadie me atacara, ya fuese porque los soldados estaban demasiado asustados o porque respetaban los principios consagrados del duelo, jamás llegaré a saberlo.

La multitud fue disminuyendo hasta que la batalla quedó a nuestras espaldas y llegarnos a una roca amenazadora que obligó a detenerse a Cienos, hijo de Poseidón. Mi enemigo se volvió para hacerme frente describiendo perezosos círculos con su lanza y yo también me detuve aguardando a que la arrojase, pero prefirió utilizarla como arma de mano en lugar de lanzarla. Muy prudente por su parte, puesto que yo disponía de hacha y espada. Él amagó un rápido ataque que yo rehuí ladeándome. Una y otra vez apuntó hacia mi pecho, pero yo era joven y tan ágil de movimientos como si fuera más esbelto. En la primera oportunidad que tuve arremetí contra él y partí su lanza por la mitad. Sólo le quedaba la daga, que buscó a tientas; aún no estaba derrotado.

Nunca había deseado tanto acabar con alguien como con aquel bufón, aunque no quería producirle una muerte limpia sino destrozarlo con el hacha o la espada. Dejé caer mi arma y tiré del pesado tahalí alzando la espada sobre mi cabeza. A continuación siguió mi daga. Por fin había desaparecido el regocijo de su rostro. Finalmente me concedía el respeto que yo me había jurado que me rendiría. ¡Pero aún era capaz de hablar! -¿Cómo has dicho que te llamabas, torpón? ¿Aquiles?

El sufrimiento me consumía. Fui incapaz de responderle. Él no estaba tan cerca del dios para comprender que un duelo entre miembros de la realeza debía ser tan silencioso como sagrado.

Salté sobre él y lo derribé antes de que pudiera desenfundar su daga. Mi enemigo logró ponerse en pie y retrocedió hasta chocar con las protuberancias de la roca. Se pegó a ella, apretujándose contra su ladeada pendiente, lo que me pareció perfecto. Le tomé por el mentón con una mano y utilicé la otra a modo de martillo para aplastarle el rostro hasta romperle todos los huesos y destrozárselo sin importarme el daño que pudiera ocasionarme yo mismo. Su casco estaba desatado, así las largas y oscilantes correas y las até fuertemente bajo sus mandíbulas, las enrollé en su cuello y hundí la rodilla en su vientre tirando de ellas hasta que su rostro desfigurado ennegreció y se le desorbitaron los ojos como brillantes globos estriados en sangre en los que se reflejaba el horror.

No solté las correas hasta que debía de llevar algún tiempo muerto. Ante mí tenía algo más parecido a un objeto que a un ser humano. Durante unos momentos me sentí asqueado al comprender cuan intensa era mi ansia de matar, pero deseché tal sentimiento de debilidad. Cargué con Cienos sobre mis hombros y me colgué su escudo en la espalda a modo de protección mientras reemprendía el retorno entre las filas troyanas. Deseaba demostrar a mis hombres y a los restantes griegos que no había perdido el rastro de mi enemigo y que había resultado vencedor en la lucha.

Un pequeño destacamento capitaneado por Patroclo me aguardaba en la primera línea de combate; regresaríamos con nuestras tropas ilesas. Pero me detuve para echar a Cienos a los pies de sus hombres, con la lengua hinchada entre sus apretados labios y los ojos aún desorbitados.

– ¡Me llamo Aquiles! -grité.

Los troyanos huyeron, pues el hombre que habían considerado inmortal había demostrado ser como cualquiera de ellos.

A continuación tuvo lugar el ritual establecido al concluir un duelo a muerte entre miembros de clase real; lo despojé de su armadura, que tomé como trofeo, y eché su cadáver al vertedero de los sigeos, donde sería devorado por los perros de la ciudad. Pero antes le corté la cabeza y la clavé en una lanza. Era una imagen espectral, con su espantoso rostro y sus hermosas trenzas doradas indemnes. Se la entregué a Patroclo, quien la clavó entre los guijarros como un estandarte.

De repente las tropas troyanas rompieron filas. Puesto que sabían adonde huir, nos dejaron atrás fácilmente en una retirada bastante disciplinada. El campo de batalla y Sigeo nos pertenecían.

Agamenón nos ordenó interrumpir la persecución, a lo que me mostré reacio hasta que Ulises me cogió del brazo bruscamente cuando pasaba por su lado y me obligó a volverme. ¡Era muy fuerte! ¡Mucho más de lo que parecía!

– ¡Déjalo, Aquiles! -me dijo-. Cerrarán las puertas… Reserva tus fuerzas y a tus hombres por si los troyanos intentan otro ataque mañana. Antes de que oscurezca tenemos que poner orden en este caos.

Comprendí que le asistía la razón y regresé con él el largo camino hasta la playa, con Patroclo a mi lado como siempre y los mirmidones formando filas y entonando el himno de la victoria. Ignoramos las casas, pues aunque hubiera mujeres en ellas no las deseábamos. Al llegar junto a la playa nos detuvimos horrorizados. Los hombres yacían por doquier. De todas partes brotaban lamentos, gemidos y balbuceantes peticiones de ayuda. Algunos se movían; otros permanecían inmóviles: sus sombras habían volado a los tristes eriales del reino de las sombras señoreado por Hades.

Ulises y Agamenón se mantenían aparte mientras los hombres se agolpaban sobre los barcos soltando las bordas que se habían hundido en los costados o las popas, recogían a nuestros hombres de la playa y los trasladaban a las naves; las filas exteriores de las embarcaciones se internaban en las aguas. Alcé la mirada y descubrí que el sol se ponía en el horizonte: aún quedaba un tercio de la jornada. Sentía los huesos cargados de cansancio; el brazo, tan agotado que no podía levantarlo; y arrastraba el hacha por el suelo asiéndola por la correa. Sólo pensaba en reunirme con Agamenón, que me miraba con la mandíbula desencajada. Era evidente que no había eludido la batalla, porque llevaba la coraza torcida y tenía el rostro sucio y ensangrentado. Y en cuanto a Ulises, a quien en aquellos momentos observaba con calma, advertí que presentaba un extraño aspecto. Aunque su peto estaba desgarrado y mostraba el pecho, no tenía ningún rasguño.

– ¿Te has dado un baño de sangre, Aquiles? -me preguntó el gran soberano-. ¿Estás herido?

Negué en silencio con la cabeza, comenzaba a reaccionar tras la tormenta de emociones que había experimentado y lo que había aprendido sobre mí mismo amenazaba con convocar de manera permanente a las hijas de Coré en mi espíritu. ¿Podría vivir con tal carga sin enloquecer? Entonces recordé a Ingenia y comprendí que seguir viviendo como un ser cuerdo formaba parte de mi castigo.

– ¡De modo que eras tú el que manejaba el hacha! -decía Agamenón en aquellos momentos-. ¡Creí que se trataba de Áyax! Pero te has ganado nuestro reconocimiento; cuando apareciste con el cadáver del hombre que mató a Yolao, los troyanos se desanimaron.

– Dudo que fuera yo el responsable, señor -conseguí responderle-. Los troyanos ya habían recibido su merecido y seguían enviando hombres a la playa sin cesar. El caso de Cienos fue una cuestión personal, pues hizo mofa de mi honor.

Ulises volvió a asirme del brazo, pero en esta ocasión con suavidad.

– Tu nave está alejada, Aquiles. Embarca antes de que zarpe.

– ¿Hacia dónde? -inquirí débilmente.

– No lo sé, pero me consta que no podemos permanecer aquí. Dejemos que los troyanos recojan sus cadáveres. Télefo dice que hay una playa excelente en el interior de una laguna cuando se rodea la orilla del Helesponto. Nos proponemos echarle un vistazo.

Al final, la mayoría de reyes viajamos en la nave de Agamenón, en dirección al norte a lo largo de la costa, hasta que llegamos a la desembocadura del Helesponto. Las primeras naves griegas que surcaban aquellas aguas desde hacía una generación avanzaban serenamente.

Una o dos leguas más allá de las colinas cuyos flancos salpicaban las aguas del mar encontramos una playa mucho más alargada y amplia que la de Sigeo, de más de una legua de extensión, a ambos extremos de la cual desembocaban sendos ríos cuyos bancos de arena formaban una laguna casi totalmente rodeada de tierra. El único acceso a aquel lago salado consistía en un angosto pasillo central; en el interior, el mar se hallaba en calma absoluta. La orilla más alejada de cada río estaba coronada por un promontorio y en lo alto del que se hallaba junto al río más caudaloso y más sucio había una fortaleza, a la sazón abandonada, cuya guarnición sin duda había huido hacia Troya. Nadie surgió de allí para ver entrar la nave insignia de Agamenón, y todas las pequeñas naves preceptoras de peaje aún estaban varadas.

Mientras nos alineábamos en la barandilla, Agamenón se volvió hacia Néstor y le preguntó:

– ¿Te parece conveniente?

– Me parece un lugar espléndido, pero consulta a Fénix, que es el experto.

– Es un lugar estupendo, señor -intervine con timidez-. Si intentaran atacarnos por sorpresa, les resultaría muy difícil. Los ríos les dificultan totalmente el acceso. Aunque quienquiera que se encuentre próximo a ellos será más vulnerable.

– ¿Quién se ofrece entonces voluntario para situar sus naves junto a los ríos? -preguntó el gran soberano. Y, algo avergonzado, añadió-: Los míos tendrán que estar en el centro de la playa… para más fácil acceso.

– Yo me instalaré en el río más grande -me apresuré a decir-. Y cercaré mi campamento con una empalizada por si nos atacan. Será como una defensa dentro de otra defensa.

El rostro del gran soberano se ensombreció.

– Pareces creer que permaneceremos aquí mucho tiempo, hijo de Peleo.

– Y así será, señor. Debes aceptarlo -repuse mirándolo abiertamente a los ojos.

Pero no lo hizo. Comenzó a impartir órdenes acerca de quién y dónde debían recalar sus naves mientras ponía de relieve el carácter provisional del hecho.

La nave insignia se instaló en el centro de la laguna mientras las restantes entraban lentamente en ella una tras otra a fuerza de remos, aunque al caer la noche no había varado ni un tercio de ellas. En cuanto a mi flota, así como las naos pertenecientes a Áyax, Áyax el Pequeño, Ulises y Diomedes, aún flotaban en el Helesponto en alta mar. Seríamos los últimos de todos. Por fortuna, el tiempo se mantenía estable y el mar estaba sereno.

Mientras el sol se ponía en el horizonte a mis espaldas, examiné por vez primera fríamente el lugar y me sentí satisfecho. Con un firme muro defensivo tras las hileras de naves varadas, nuestro campamento sería casi tan invulnerable como Troya, que se levantaba al este como una montaña, más próxima que en Sigeo. Necesitaríamos aquel muro defensivo, Agamenón se equivocaba. Al igual que no había sido construida con tal rapidez, Troya no caería en un día.

Una vez todas las naves hubieron recalado adecuadamente, con los calzos clavados bajo sus cascos y los mástiles recogidos -formaban cuatro hileras-, enterramos al rey Yolao de Filacas. Recogimos su cadáver de su nave insignia y lo instalamos en altas andas sobre un montículo herboso mientras todos los hombres de las naciones griegas desfilaban ante él, los sacerdotes cantaban y los reyes hacían las libaciones. Como ejecutor de su asesino, me correspondió a mí pronunciar su discurso funerario. Destaqué la serenidad con que el silencioso huésped había aceptado su destino, el valor que había desplegado en la lucha hasta encontrar la muerte y manifesté la identidad de su asesino, un hijo de Poseidón. Luego sugerí que su valor debía ser conmemorado con algo más perdurable que un elogio y propuse a Agamenón rebautizarlo con el nombre de Protesilao, que significa «el primero del pueblo».

La propuesta fue aceptada con solemne consenso; a partir de aquel momento el pueblo de Filacas lo conocería como Protesilao. Los sacerdotes ajustaron la máscara mortuoria de oro batido sobre su rostro dormido, le arrancaron su mortaja y apareció ataviado con el resplandor de una túnica tejida en oro. Luego lo tendimos en una barcaza y lo condujimos por el río mayor hasta el lugar donde los albañiles habían trabajado día y noche cavando su tumba en el promontorio. El carro mortuorio pasó al interior, la tumba se cerró y los obreros comenzaron a rellenar con piedras y tierra el acceso; en una o dos estaciones ni siquiera la mirada más experta podría detectar el lugar en que se hallaba enterrado el rey Protesilao.

Había cumplido la profecía y su pueblo se sentía orgulloso de él.

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