CAPITULO VEINTIOCHO

NARRADO POR AUTOMEDONTE

Pasamos por los caminos superiores con el corazón ligero por enfrentarnos a un ejército casi inutilizado e inexistente. Aquiles permanecía insólitamente silencioso a mi lado, pero no pensé en interrogarlo acerca de las causas de su estado de ánimo. Erguido como un faro con su armadura de oro; el delicado penacho dorado del casco flotaba al viento y saltaba sobre sus hombros mientras avanzábamos dando tumbos por el terreno desigual. Me volví a sonreírle en espera de su habitual expresión de camaradería, pero en aquella ocasión olvidó nuestro pequeño ritual. Miraba hacia el frente, a un punto que yo ignoraba. Una paz grave y controlada se había extendido por su atormentado rostro; de pronto sentí como si condujera a un desconocido. No me habló ni una sola vez durante nuestro camino hacia el núcleo de la batalla, ni me sonrió en ningún instante. Aunque debería haberme desanimado, inexplicablemente no fue así. En lugar de ello me sentía optimista, como si algo de él influyera en mí.

Luchó mejor que nunca, al parecer empeñado en concentrar toda su enorme gloria en el espacio de un solo día, aunque en lugar de sumirse en su habitual frenesí asesino, se esforzaba por procurar el avance de los mirmidones. Utilizaba la espada en vez del hacha y lo hacía en absoluto silencio, como cuando un rey realiza su gran sacrificio anual a la divinidad. Aquel pensamiento suscitó otro en mí y de repente comprendí cuál era la diferencia que observaba en él. Siempre había sido príncipe, nunca rey. Aquel día era un soberano. Me pregunté si habría tenido alguna premonición acerca de la muerte de Peleo.

Mientras maniobraba el carro por el campo miré casualmente al cielo y el tiempo me desagradó. Pese a que amanecía, la jornada se anunciaba triste y gris, con promesas no ya de frío sino de temporal. La bóveda celeste tenía en aquellos momentos un peculiar tono cobrizo, hacia el este y el sur se condensaban grandes y negros nubarrones y destellaban los relámpagos sobre el monte Ida, donde creíamos que los dioses se reunían para observar la contienda.

Fue una derrota absoluta. Los troyanos no podían resistírsenos cuando todos los jefes de nuestro ejército parecían poseídos por una forma menor de la grandeza que imbuía a Aquiles, como los rayos que brotaban de la cabeza de Helio. Pensé que era el reflejo que él despedía; se había convertido en el más grande de los reyes.

Poco después durante aquella jornada los troyanos rompieron filas y huyeron. Busqué a Eneas, preguntándome por qué no se esforzaba en absoluto por reagruparlos. Pero debía de estar pasando una jornada aciaga porque no se veía ni rastro de él por ninguna parte. Más tarde supe que se mantenía apartado y no enviaba a sus hombres donde se precisaban refuerzos. Nos habíamos enterado de que había sido nombrado un nuevo heredero llamado Troilo. Entonces recordé que Aquiles me había dicho que Príamo insultó a Eneas al designar a Troilo como su sucesor. Bien, aquel día Eneas le demostraba a Príamo que había sido un viejo necio al insultar a un príncipe dárdano, también heredero.

Habíamos visto antes a Troilo en el campo, cuando luchaban Pentesilea y también Memnón. Había tenido suerte al no tropezarse nunca con Aquiles ni con Áyax pero la situación cambió aquel día. Aquiles lo persiguió incansable, siguiéndolo en todas las direcciones que tomaba y aproximándose a él cada vez más. Cuando Troilo comprendió que se avecinaba lo inevitable, pidió ayuda apurando insistentemente a sus hombres. Advertí que le enviaba un mensajero a Eneas, que se hallaba próximo. Éste se inclinó a escucharlo desde su carro con aparente interés. Vi retirarse al mensajero, mas no advertí que Eneas levantara un dedo en ayuda de Troilo. En lugar de ello hizo girar su carro y se trasladó a otro lugar con sus hombres.

Troilo era valiente. Como hermano de Héctor, al cabo de unos años podría haberse convertido en alguien como él, pero a su edad no tenía ninguna oportunidad. Al ver que nos aproximábamos, levantó su lanza y el auriga mantuvo firme el vehículo para que arrojase aquel único proyectil que podría tirar antes de hallarse demasiado próximo. Sentí que el brazo de Aquiles rozaba el mío y comprendí que se disponía a lanzar a Viejo Pelión. La gran lanza salió disparada soberbiamente volando por los aires con la precisión de una flecha de Apolo, y su afilado hierro se hundió profundamente en la garganta del muchacho, que cayó en silencio. Y sobre las cabezas de las desesperadas tropas troyanas vi que Eneas nos observaba con amargura. Nos apoderamos de la armadura de Troilo y de su tronco de caballos y exterminamos al resto de sus hombres.

En cuanto Troilo murió, Eneas se reanimó rápidamente. Superó su apatía y arremetió contra nosotros con el resto del ejército troyano, situándose en todo momento entre los soldados y procurando no encontrarse jamás a tiro de lanza de Aquiles. Muy astuto el dárdano. Deseaba desesperadamente vivir. Me pregunté qué pasiones le impulsaban, porque no era un cobarde.

El sol había desaparecido y se preparaba la tormenta. Tan intenso era el poder latente que sentíamos acumularse en el cielo que los soldados comenzaron a proferir presagios funestos. Las nubes fueron descendiendo cada vez más, los relámpagos caían más próximos y distinguimos el trueno sobre el estrépito de la batalla. Nunca había visto el cielo de tal modo ni el padre celestial me había provocado tales escalofríos. La luz se había vuelto tenue, con un sobrecogedor resplandor que recordaba el azufre, y las nubes eran tan negras como la barba de Hades y se retorcían como el humo de una inmensa hoguera de aceite que, al ser iluminada por los relámpagos, se convertía en intenso azul. Oí decir a los mirmidones que se hallaban detrás de mí que el padre Zeus nos enviaba un presagio de absoluta victoria y por el modo de comportarse de los troyanos imaginé que también consideraban que el triunfo sería nuestro.

Ante nosotros estalló un deslumbrante destello de un blanco fuego. El tronco de corceles retrocedió y tuve que cubrirme los ojos por temor a quedar cegado. Cuando el efecto del deslumbramiento se disipó, me volví a mirar a Aquiles.

– Desmontemos -le dije-. Estaremos más seguros en el suelo.

Por primera vez en aquel día me miró. Le devolví su mirada mudo de asombro. Era como si los rayos jugaran en torno a su cabeza, sus dorados ojos estaban iluminados de alegría y se reía de mis temores.

– ¿Lo ves, Automedonte? ¿Lo ves? Mi abuelo se prepara para llorar mi muerte. Me considera un adecuado descendiente suyo.

Me quedé boquiabierto.

– ¿Llorar tu muerte? ¿Qué quieres decir, Aquiles?

Me asió con fuerza por las muñecas y me respondió:

– He sido llamado. Hoy moriré, Automedonte. Los mirmidones te pertenecen hasta que hagas venir a mi hijo. El padre Zeus se prepara para mi muerte.

No podía creerlo; ¡no lo creería! Como víctima de una pesadilla, fustigué a los caballos para que avanzasen. Cuando se disipó un poco mi impresión razoné qué era lo mejor que podía hacer, y con la mayor discreción comencé a aproximar el carro todo lo posible a Áyax y a Ulises, cuyos hombres luchaban codo contra codo.

Si Aquiles advirtió mi maniobra hizo caso omiso de ella como si fuera por completo irrelevante. Miré al cielo y recé, rogué al Padre que aceptase mi vida por la suya, pero el dios se rió burlón y su furia me hizo temblar. De repente los troyanos salieron disparados hacia sus murallas y los seguimos de manera arrolladora para detenerlos. En aquellos momentos Áyax se hallaba más próximo, seguí acercando mi carro hasta que logré transmitirle el mensaje de que Aquiles se consideraba llamado por el dios. Si alguien podía evitarlo, ése era Áyax.

Nos encontrábamos a la sombra de la Cortina Occidental, demasiado próximos a la puerta Escea para que Príamo se permitiera abrirla. Aquiles, Áyax y Ulises acorralaron a Eneas contra la puerta en un último reducto de la zanja. Aquiles estaba decidido a acabar con Eneas; yo lo advertía en su silencio aunque rogaba que no tuviera la oportunidad de atacar al jefe troyano más peligroso de los que quedaban con vida.

Le oí proferir un gruñido de satisfacción y vi que el dárdano se encontraba a su alcance, demasiado acosado para tener en cuenta a cuantos se alineaban contra él. Era un objetivo perfecto. Aquiles empuñó a Viejo Pelión; los músculos de su brazo se tensaron mientras hacía acopio de fuerzas para lanzarlo y mostraba su desnuda axila cubierta por delicado vello rubio. Seguí con fascinación la línea de la lanza dirigida a Eneas sabiendo que concluiría con la vida del dárdano, que aquella última gran amenaza dejaría de existir.

Todo pareció suceder en el mismo instante, pero juro que Aquiles no perdió el equilibrio por culpa del carro, sino que le falló el tobillo derecho aunque parecía firmemente sujeto en el estribo y levantó aún más el brazo diestro en el aire mientras se esforzaba por mantener el equilibrio. Oí un golpe seco y la vi hundirse en la axila hasta las plumas de intenso azul. Viejo Pelión cayó al suelo sin ser lanzada mientras Aquiles se encabritaba como un titán y profería roncamente el grito de guerra de Quirón con tono triunfal como si hubiera conquistado la propia inmortalidad. Le cayó el brazo y la flecha se hundió totalmente, más profunda que la vergüenza o la muerte. Me aferré a las riendas con ambas manos mientras Janto corcoveaba aterrado, Balio agachaba la cabeza y Podargo aporreaba el suelo con sus cascos. Pero Patroclo no estaba presente para hablar por ellos, para expresar en palabras humanas su aflicción y su horror.

Todos cuantos oyeron el grito de guerra se volvieron a mirar. Áyax gritó a su vez como si también él hubiera sido alcanzado. La sangre manaba de aquella boca sin labios y de sus fosas nasales y caía en cascada sobre su dorada armadura. Ulises, que estaba detrás de Áyax, chilló también de rabia e impotencia señalándolo con la mano. París, a salvo en una roca próxima, permanecía sonriente con el arco en la mano.

Aquiles se mantuvo erguido escasos instantes y luego se desplomó por el borde del carro en los brazos de Áyax, a quien arrastró consigo al suelo con un estrépito de su armadura que resonó en nuestros corazones con un eco permanente. Yo me encontraba junto a Áyax cuando se arrodilló con su primo en brazos y le quitó el casco y miró en silencio su rostro escarlata y traspuesto. Aquiles veía quién lo sostenía pero la imagen de la muerte era mucho mayor, mucho más próxima. Trató en vano de hablar pero sus palabras se ahogaron en su boca; por un momento expresó con los ojos su despedida. Luego las pupilas se dilataron y los iris dorados desaparecieron y fueron sustituidos por una negrura transparente y anodina. Sufrió tres espantosas sacudidas que pusieron a prueba las fuerzas de Áyax y todo acabó. Estaba muerto. Aquiles había muerto. Miramos las transparentes ventanas vacías de sus ojos y no hallamos nada tras ellas. Áyax, con la boca reseca, le cerró los párpados con sus grandes y torpes manos y luego volvió a ponerle el casco y lo ajustó con fuerza mientras las lágrimas caían de sus ojos cada vez con mayor intensidad.

Estaba muerto. Aquiles había muerto. ¿Cómo poder resistirlo?

La impresión debió de inmovilizar a ambos ejércitos; de pronto los troyanos cayeron sobre nosotros como los perros que lamen la sangre humana con el propósito de conseguir el cadáver y la armadura. Ulises se puso en pie bruscamente haciendo caso omiso de sus lágrimas. Los mirmidones permanecían en silencio: lo imposible se había vuelto realidad ante sus ojos. Ulises se inclinó a recoger a Viejo Pelión y lo blandió ante sus rostros.

– ¿Permitiréis que se lo lleven? -gritó encolerizado-. ¡Ya habéis visto qué treta canalla han empleado para matarlo! ¿Os quedaréis aquí y les dejaréis que os arrebaten su cuerpo? ¡En el nombre del propio Aquiles, manteneos fieles a él!

Los hombres salieron de su estupor y se recuperaron; ningún troyano conseguiría aproximarse a Aquiles mientras viviera uno de ellos. Formaron un frente ante nosotros y cargaron contra ellos presas de feroz y hosco dolor. Ulises ayudó a levantarse al lloroso Áyax y a cargar el inerte y pesado cuerpo en sus brazos.

– Llévatelo lejos de las líneas de combate, Áyax -le dijo-. Yo me aseguraré de que ellos no se abren paso.

De modo instintivo puso en la mano de Áyax a Viejo Pelión y lo empujó para incitarlo a la marcha. Yo siempre había abrigado mis reservas acerca de Ulises, pero era un rey. Espada en mano, giró en redondo y se plantó con firmeza en el suelo donde aún bullía la sangre de Aquiles. Hicimos frente al ataque de los troyanos y lo repelimos, Eneas reía como un chacal al ver a Áyax abriéndose camino hacia la retaguardia. Miré a Ulises.

– Áyax es fuerte, pero no lo bastante para llegar muy lejos cargado con Aquiles. Deja que lo alcance y lo trasladaré yo.

Ulises asintió.

De modo que hice girar al tronco de caballos en pos de Áyax, que había surgido de la retaguardia de nuestras líneas y avanzaba con pasos cansinos hacia la playa. En ese momento, cuando yo aún me encontraba demasiado lejos para ayudarlo, pasó veloz un carro por mi lado cuyo auriga se proponía cortarle el paso. En él viajaba uno de los hijos de Príamo, lucía en su coraza la insignia cárdena de la casa de Dárdano. Traté de infundir nuevos bríos a mis caballos y advertí a gritos a Áyax, que no pareció oírme.

El príncipe troyano se apeó del vehículo, espada en mano y sonriente; lo que indicaba que no conocía a Áyax, quien avanzaba sin desfallecer. Levantó aún más a Aquiles en sus brazos y lanzó a Viejo Pelión al troyano, el arma que instintivamente le había colocado Ulises en la mano.

– ¡Coloca a Aquiles en el carro! -le dije al llegar a su altura.

– Lo llevaré a su casa.

– Está demasiado lejos, vas a matarte.

– ¡Lo llevaré yo!

– Entonces quitémosle por lo menos la armadura y ponla en el carro -le dije desesperado-. Será más conveniente.

– Y yo sentiré su cuerpo y no su envoltura. Sí, podemos hacerlo.

En el instante en que Aquiles estuvo liberado de aquel peso abrumador, Áyax siguió su camino abrazándolo, besando su destrozado rostro, hablándole y acariciándolo.

El ejército nos seguía lentamente por la llanura; mantuve la marcha de mi carro detrás de Áyax, que avanzaba esforzadamente con sus grandes piernas como si pudiera caminar cien leguas sosteniendo a Aquiles.

El dios, que había contenido su pena bastante tiempo, la desató sobre nuestras cabezas y toda la bóveda celeste estalló en blancos e ígneos relámpagos. Los caballos se detuvieron estremecidos, atenazados por el temor; incluso Áyax se detuvo, inmovilizado, mientras restallaban y resonaban los truenos y los relámpagos formaban un fantástico encaje en las nubes. La lluvia comenzó a caer por fin en enormes y pesadas gotas, escasas y duras, como si el dios estuviera demasiado conmovido para llorar relajadamente. El ritmo de la lluvia aumentó y nos debatimos en un mar de barro. El ejército llegó a nuestra altura, abandonado el conflicto ante el poder del Tonante, y juntos transportamos a Aquiles por el pasillo superior del Escamandro; Áyax al frente, seguido del rey. Entre la cortina de lluvia lo tendimos en unas andas mientras el Padre lavaba su sangre con lágrimas celestiales.

Acompañados de Ulises fuimos a la casa, al encuentro de Briseida. La mujer se encontraba en la puerta, al parecer esperándonos.

– Aquiles ha muerto -le anunció Ulises. -¿Dónde se encuentra? -preguntó ella con voz firme. -Ante la casa de Agamenón -repuso Ulises entre sollozos.

Briseida le acarició el brazo con una sonrisa. -No debes apenarte, Ulises. Será inmortal. Habían levantado un dosel sobre las andas para protegerlo de la lluvia; Briseida se asomó bajo el borde para contemplar la ruina de aquel hombre magnífico, con los cabellos enmarañados por la sangre y el agua y el rostro agotado y sereno. Me pregunté si veía lo mismo que yo: que su boca sin labios se veía correcta, como nunca fue en vida. A causa de ello su rostro era la quintaesencia del guerrero.

Pero ella no dijo lo que pensaba, ni entonces ni nunca. Con absoluta ternura se inclinó sobre él y le besó los párpados, le cogió las manos y se las cruzó sobre el pecho, y ordenó y alisó el protector acolchado hasta que lo consideró conforme a su sentido de la perfección.

Estaba muerto. Aquiles había muerto. ¿Cómo podríamos resistirlo?

Lo lloramos durante siete días. En la última tarde, cuando el sol se ponía, tendimos su cuerpo en el áureo carro funerario y lo transportamos sobre el Escamandro hasta la tumba de la roca. Briseida nos acompañaba porque nadie había tenido ánimos para disuadirla; avanzaba al final de la larga comitiva con las manos cruzadas y la cabeza inclinada. Áyax, que era el principal doliente, sostenía la cabeza de Aquiles en su mano mientras lo transportaban a la cámara. Vestía de oro, pero no lucía la armadura dorada que Agamenón había tomado bajo su custodia.

Cuando los sacerdotes hubieron murmurado las palabras, adaptado la máscara de oro a su rostro y vertido las libaciones, desfilamos lentamente de la tumba que compartía con Patroclo, Pentesilea y los doce jóvenes nobles troyanos. Lo más singular de todos aquellos múltiples acontecimientos y portentos extraños era la atmósfera que reinaba dentro de la tumba, un ambiente dulce, puro e inefable. La sangre de los doce jóvenes que se encontraba en el cáliz dorado aún seguía en estado líquido con un rico color carmesí.

Regresé para asegurarme de que Briseida nos seguía y descubrí que se había arrodillado junto al carro funerario. Aunque no confiaba en convencerla, corrí al interior acompañado de Néstor. Enmudecimos al verla depositar el cuchillo en el suelo con sus últimas fuerzas y desplomarse en tierra. ¡Sí, era lo adecuado! ¿Cómo podría ninguno de nosotros enfrentarse a la luz del día sin que existiera Aquiles? Me incliné a recoger el arma, pero Néstor me detuvo.

– ¡Vamonos, Automedonte! ¡Aquí no quieren a nadie más!

A la mañana siguiente se celebró el festín funerario, pero no hubieron juegos.

– Dudo que nadie tenga ánimos para competir -explicó Agamenón-, pero no es ésa la razón sino el hecho de que Aquiles no quería ser enterrado con la armadura que su madre, ¡una diosa!, encargó a la fragua de Hefesto. Deseaba que fuera concedida como premio al mejor hombre que quedara vivo ante Troya en lugar de convertirse en trofeo de los juegos funerarios.

No dudé de él exactamente, aunque Aquiles no me había mencionado tal cosa.

– ¿Cómo podrías decidir algo así, señor? ¿Por los logros de las armas? A veces no son distintivo de auténtica grandeza.

– Precisamente por esa razón pienso convertirlo en una contienda verbal -repuso el gran soberano-. Quienquiera que se crea el mejor hombre vivo ante Troya que se adelante y me explique la razón.

Sólo avanzaron dos aspirantes: Áyax y Ulises. ¡Qué extraño! Representaban dos polos de grandeza: el guerrero y el… ¿cómo calificar al hombre que trabajaba con la mente?

– Sí, muy adecuado -opinó Agamenón-. Tú trajiste su cuerpo, Áyax, y tú, Ulises, hiciste posible tal cosa. Áyax, habla primero y dime por qué crees merecer la armadura.

Todos los presentes nos hallábamos sentados a ambos lados de Agamenón. Yo estaba con el rey Néstor y los demás porque ahora capitaneaba a los mirmidones. No había nadie más presente.

Áyax estaba tan agitado que había enmudecido. Allí se encontraba el hombre más grande que había visto sin saber qué decir. Tampoco tenía buen aspecto, algo no estaba bien en la parte derecha de su cuerpo, desde el rostro hasta la pierna. Al avanzar la había arrastrado, y tampoco movía el brazo derecho con naturalidad. Pensé que sería un pequeño ataque de apoplejía. Transportar desde tan lejos a su primo habría forzado su parte más débil: la mente. Y cuando por fin habló, lo hizo deteniéndose penosamente para encontrar las palabras.

– ¡Gran soberano imperial, compañeros reyes y príncipes!… Soy primo hermano de Aquiles. Peleo, su padre, y Telamón, el mío, eran hermanos. Y el padre de ambos, Eaco, hijo de Zeus. Pertenecemos a un gran linaje. Nuestro nombre es importante. Reclamo la armadura para mí porque llevo ese nombre, porque procedo de ese linaje. No puedo permitir que se le conceda a un hombre que es el bastardo de un vulgar ladrón.

La hilera de veinte hombres se agitó y todos fruncieron el entrecejo. ¿Qué hacía Áyax? ¿Calumniar a Ulises? Ulises no protestó, miraba al suelo como si fuera sordo.

– Como Aquiles, vine a Troya voluntariamente. No nos obligaba juramento alguno a ninguno de ambos. No tuve que ser desenmascarado por fingir locura como ocurrió con Ulises. Sólo dos hombres en esta gran multitud se enfrentaron a Héctor frente a frente: Aquiles y yo. No necesité a ningún Diomedes para que hiciera el trabajo sucio por mí. ¿De qué le serviría la armadura a Ulises? Con su débil mano izquierda no podría arrojar a Viejo Pelión. Su pelirroja cabeza se hundiría bajo el peso de ese casco. Si dudáis de mi derecho a la propiedad de mi primo, arrojadla en medio de una jauría de troyanos y ved cuál de los dos la recupera.

Fue cojeando hasta su silla y se dejó caer pesadamente en ella.

Agamenón parecía incómodo, pero era evidente que la mayoría de nosotros estábamos de acuerdo con lo que Áyax había dicho. Observé a Ulises desconcertado. ¿Por qué reivindicaría él la armadura?

El hombre se adelantó y se plantó tranquilamente con los pies separados y los pelirrojos cabellos brillando bajo la luz. Pelirrojo y zurdo. A ciencia cierta que allí no había sangre divina.

– Es cierto que traté de librarme de venir a Troya -dijo Ulises-. Sabía cuánto duraría esta guerra. De no mediar el juramento, ¿cuántos de vosotros os hubierais alistado en esta expedición si hubierais imaginado el tiempo que estaríais ausentes?

»En cuanto a Aquiles, soy la única razón por la que él vino a Troya… Nadie más que yo comprendió claramente la estratagema urdida para mantenerlo en Esciro. Áyax estaba allí, pero no la vio; preguntadle a Néstor y lo confirmará.

«Respecto a mis antepasados, ignoro las infames insinuaciones de Áyax. También yo soy biznieto del poderoso Zeus.

»Y por lo que se refiere a valor físico, ¿ha dudado alguno de vosotros del mío? No tengo mejor cuerpo que nadie para respaldar mi valor, pero me comporto cumplidamente en las batallas. Si alguien lo ha dudado, que cuente mis cicatrices. El rey Diomedes es mi amigo y amante, no mi lacayo.

Hizo una pausa. Tenía más facilidad para expresarse que Áyax.

– He reclamado la armadura por una sola razón. Porque quiero darle el destino que Aquiles hubiera deseado.

»Si yo no puedo llevarla, ¿acaso le es posible a Áyax? Si para mí es demasiado grande, sin duda resulta demasiado pequeña para él. Dádmela, la merezco.

Abrió ampliamente los brazos como si quisiera demostrar que no había nada que discutir y se volvió a su asiento. En aquel momento eran muchos los que dudaban, pero eso no importaba. Agamenón decidiría.

El gran soberano se dirigió a Néstor.

– ¿Qué opinas tú?

– Que Ulises merece la armadura -repuso éste con un Suspiro.

– Entonces, así sea. Ulises, toma tu galardón.

Áyax dio un grito y desenvainó su espada, pero, fuesen cuales fuesen sus propósitos, no los llevó a cabo. Aunque saltó bruscamente de su silla cayó cuan largo era en el suelo y allí se quedó tendido sin que, pese a nuestros intentos, nadie consiguiera levantarlo. Al final Agamenón ordenó que trajesen una camilla y se lo llevaron ocho soldados. Ulises depositó la armadura en un carrito de mano mientras los soberanos se dispersaban, entristecidos y desanimados. Yo fui a beber vino para quitarme la amargura de la boca. Cuando Ulises acabó de hablar comprendimos lo que se proponía hacer con su premio: entregárselo a Neoptólemo. Tal vez en Troya eso hubiera sido posible como regalo directo, pero en nuestros países, la armadura perteneciente a un hombre difunto era enterrada con él u otorgada como premio en los juegos funerarios. Una lástima. Sí, tal como había concluido todo, había sido una verdadera lástima.

Era ya entrada la noche cuando renuncié a embriagarme. Avancé por las calles solitarias entre las altas casas buscando una luz, un lugar que me pudiera ofrecer consuelo. Y por fin lo encontré en forma de una llama que ardía en el hogar de Ulises. La cortina aún estaba recogida en la puerta, por lo que entré tambaleándome.

Ulises se hallaba sentado con Diomedes observando los rescoldos rojizos del fuego con aire apesadumbrado. Le pasaba el brazo por el cuello y acariciaba lentamente el hombro desnudo del argivo. Como un forastero contemplando su solidaridad, como un perro sin amo, sentí una repentina oleada de soledad. Aquiles estaba muerto y yo me hallaba al frente de los mirmidones; yo, que no había nacido para asumir ese mando. Era algo espantoso. Entré en el círculo de luz y me senté fatigado.

– ¿Molesto? -pregunté algo tardíamente.

– No, ten un poco de vino -repuso Ulises, sonriente.

El estómago se me revolvió.

– No, gracias. Toda la noche he estado tratando de embriagarme sin éxito.

– ¿Tan solo estás, Automedonte? -inquirió Diomedes.

– Más solo de lo que desearía. ¿Cómo puedo ocupar su lugar? ¡No soy Aquiles!

– Tranquilízate -susurró Ulises-. Envié en busca de Neoptólemo hace diez días, cuando vi la sombra de la muerte ensombrecer su rostro. Si los vientos y los dioses son benévolos, no tardará en llegar.

Sentí un alivio tan enorme que estuve a punto de besarlo.

– ¡Te lo agradezco con todo mi corazón, Ulises! Los mirmidones deben ser dirigidos por la sangre de Peleo.

– No me agradezcas que haya hecho lo más sensato.

Nos sentamos con desenfado mientras transcurría la noche inspirándonos consuelo unos a otros. En una ocasión imaginé oír alboroto en la distancia pero se disipó rápidamente. Volví a centrar mi atención en lo que Diomedes decía. Entonces sonó un gran grito y en esta ocasión lo distinguimos los tres. Diomedes se levantó felinamente cogiendo su espada mientras Ulises seguía sentado indeciso con la cabeza ladeada. El ruido creció y salimos siguiendo su dirección.

Nos aproximamos al Escamandro y finalmente a su orilla, donde se encontraba un corral con animales dedicados a los altares, todos ellos escogidos individualmente, bendecidos y marcados con un símbolo sagrado. Algunos reyes estaban ante nosotros y ya había sido apostado un guardián para mantener alejados a los simples curiosos. Como es natural, nos permitieron el paso inmediatamente y nos reunimos con Agamenón y Menelao, que estaban junto a la verja que rodeaba el corral observando algún objeto que acechaba en la oscuridad. Distinguimos risas demenciales y una voz farfullante que gritaba cada vez con más fuerza algunos nombres a las estrellas, proclamando su rabia y su burla.

– ¡Toma esto, Ulises, engendro de ladrones! ¡Muere, Menelao, sinuoso adulador!

Y así proseguía una y otra vez mientras escudriñábamos las tinieblas infructuosamente. Luego alguien tendió una antorcha a Agamenón, que la levantó sobre su cabeza y proyectó la luz sobre un amplio sector. Sofoqué un grito de horror. El vino me revolvió el estómago que no había querido llenar; me aparté a un lado y devolví. Hasta donde alcanzaba la luz de la antorcha había sangre. Ovejas y cabras yacían en lagos sangrientos con ojos vidriados y expresiones fijas, los miembros cortados, degolladas, y sus pieles mostraban en ocasiones decenas de heridas. Al fondo estaba Áyax con una espada ensangrentada en la mano. Cuando no vociferaba insultos mantenía la boca abierta en escalofriante carcajada. Un aterrado ternerillo pendía de su mano y agitaba sus cascos contra la inmensa mole mientras él lo acuchillaba. Cada vez que le asestaba una puñalada al animal lo llamaba Agamenón y prorrumpía en otro estallido de carcajadas.

– ¡Que haya llegado a esto! -susurró Ulises.

Conseguí controlar mis náuseas.

– ¿Qué sucede? -logré preguntar.

– Es la locura, Automedonte. Resultado de diferentes causas. Demasiados golpes en la cabeza en el curso de los años, excesivo dolor, tal vez un ataque de apoplejía. ¡Pero acabar así! Ruego que nunca se recupere bastante para darse cuenta de lo que ha hecho.

– Tenemos que detenerlo -dije.

– Inténtalo, por supuesto, Automedonte. Yo no tengo ninguna pretensión de reducir a Áyax en un acceso de locura.

– Ni yo -repuso Agamenón.

De modo que nos limitamos a observar.

Al amanecer, su arrebato se disipó. Recobró el sentido con los pies bañados en sangre y miró en torno, como quien sufre una pesadilla, a los montones de animales consagrados que lo rodeaban, a la sangre que lo cubría de los pies a la cabeza, a la espada que aún sostenía en la mano y a los monarcas que lo observaban en silencio desde detrás de la valla. Aún sostenía una cabra en las manos, sin vida, espantosamente mutilada. Con un grito de horror la tiró al comprender por fin lo que había hecho aquella noche. Entonces corrió hacia la valla, la saltó y huyó lejos de aquel lugar como si ya lo persiguieran las Furias. Teucro se separó de nosotros para seguirlo; nosotros continuamos allí conmovidos hasta la médula.

Menelao fue el primero en recobrar su facultad de expresión.

– ¿Dejarás que se marche de este modo, hermano? -le preguntó a Agamenón.

– ¿Qué quieres, Menelao?

– ¡Su vida! Ha matado a los animales sagrados. Su vida es el precio que exigen los dioses.

– Los dioses enloquecen primero a quien aman más -intervino Ulises con un suspiro-. Déjalo, Menelao.

– ¡Tiene que morir! -insistió Menelao-. ¡Ejecútalo y que nadie cave su tumba!

– Tal es el castigo -murmuró Agamenón.

Ulises dio unas palmadas.

– ¡No, no! ¡Dejadlo! ¿No te basta con que Áyax se haya condenado, Menelao? Su sombra está destinada al Tártaro por cuanto ha hecho esta noche. Déjalo en paz. No cargues más rescoldos en su pobre y desvaída cabeza.

Agamenón volvió la espalda a aquella carnicería.

– Ulises tiene razón. Está loco, hermano. Dejemos que lo repare lo mejor posible.

Ulises, Diomedes y yo regresamos por las calles entre los grupos que murmuraban sobrecogidos hasta la casa donde residía Áyax con Tecmesa, su principal concubina, y su hijo Eurisaces. Cuando Ulises llamó a la puerta cerrada con cerrojo, Tecmesa lo observó temerosa por los postigos de la ventana y a continuación le abrió con su hijo al lado.

– ¿Dónde está Áyax? -le preguntó Diomedes.

– Se ha ido, señor -repuso ella enjugándose las lágrimas-. No sé dónde está salvo que dijo que iba a buscar el perdón de Palas Atenea bañándose en el mar.

Se interrumpió, pero logró proseguir.

– Le entregó su escudo a Eurisaces y le dijo que era la única de sus armas no mancillada por el sacrilegio, y añadió que las restantes piezas debían ser enterradas con él. Entonces nos confió al cuidado de Teucro. ¡Señor, señor!, ¿qué sucede? ¿Qué ha hecho?

– Nada a conciencia, Tecmesa. Quédate aquí que iremos en su busca.

Estaba tendido en la playa, donde las diminutas olas lamían suavemente la franja de la laguna y algunas rocas salpicaban la arenosa costa. Teucro estaba con él, arrodillado y con la cabeza inclinada, el impasible Teucro que nunca hablaba demasiado, pero que siempre estaba presente cuando Áyax lo necesitaba. Incluso entonces, al final.

Lo que había hecho se expresaba por sí solo: la lisa roca que se remontaba unos dedos sobre la arena con la superficie agrietada por algún golpe del tridente de Poseidón, la empuñadura de la espada insertada totalmente en la grieta con la hoja hacia arriba. Se había despojado de su armadura y se había bañado en el mar, había dibujado una lechuza en la arena en honor de Atenea y un ojo por madre Kubaba. Luego se había colocado sobre la espada y se había desplomado sobre ella con todo su peso, de modo que ésta le había atravesado el centro del pecho y le había partido la columna. Dos codos del arma asomaban por su espalda. Yacía con el rostro inmerso en su propia sangre, los ojos cerrados, y en su cara aún se advertían rastros de locura. Sus enormes manos estaban inertes y curvaba suavemente los dedos.

Teucro levantó la cabeza, nos miró con amargura y al fijar la mirada en Ulises evidenció claramente que lo consideraba culpable. No pude imaginar qué pensaría Ulises, pero no desfalleció.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó.

– Nada -respondió Teucro-. Lo enterraré yo mismo.

– ¿Aquí? -preguntó Diomedes, horrorizado-. ¡No, merece algo mejor!

– Sabes que no es cierto. Y él también lo sabía al igual que yo. Tendrá exactamente lo que dictan las leyes divinas: la tumba de un suicida. Es todo cuanto puedo hacer por él. Lo que ha quedado entre nosotros. Debe pagar con su muerte como Aquiles lo pagó en vida. Así lo dijo antes de morir.

Entonces nos marchamos y los dejamos solos, los hermanos que nunca volverían a luchar, protegido el pequeño por el escudo del mayor. En ocho días habían desaparecido los dos: Aquiles y Áyax, el espíritu y el corazón de nuestro ejército.

– ¡Ay, ay! ¡Qué aflicción! -exclamó Ulises mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro-. ¡Cuán extraños son los caminos de los dioses! Aquiles arrastró a Héctor por el tahalí que Áyax le regaló y ahora Áyax ha caído sobre la espada que Héctor le entregó.

Se retorció dolorosamente.

– ¡Por la Madre, estoy mortalmente asqueado de Troya! ¡Odio hasta el mismo aire troyano!

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