No llegaban noticias de Pentesilea, la reina de las amazonas se demoraba en su lejano páramo mientras Troya aguardaba angustiada; el destino de la ciudad dependía del capricho de una mujer. La maldije y maldije a los dioses por permitir que una mujer siguiera ocupando algún trono tras el fin de la Antigua Religión. Aunque había desaparecido el dominio absoluto de madre Kubaba, la soberana Pentesilea reinaba inalterable. Demetrio, mi valioso esclavo fugado del campamento griego, me informó de que ni siquiera había comenzado a convocar a las mujeres de sus innumerables tribus. No vendría antes de que el invierno cerrara los desfiladeros.
Todos los presagios auguraban que la guerra finalizaba en aquel décimo año. Sin embargo, mi padre aún vacilaba humillándose a sí mismo y a Troya en la espera de aquella mujer. Yo rechinaba los dientes ante tamaña injusticia y hacía campaña en las asambleas, pero él estaba muy resuelto y se negaba a ceder. Una y otra vez le aseguraba que yo no correría personalmente ningún peligro por causa de Aquiles, que nuestras excelentes tropas podían mantener a raya a los mirmidones y que podíamos vencer al enemigo sin la ayuda de Memnón ni Pentesilea. Incluso cuando le informé a mi padre del retraso de las amazonas según noticias recibidas de Demetrio, él se mantuvo inflexible diciendo que si Pentesilea no llegaba antes de que comenzara el invierno, se conformaría con aguardar hasta el undécimo año.
Puesto que todo el ejército griego se hallaba en la playa, nos habíamos aficionado a recorrer de nuevo las almenas y a contemplar los diversos estandartes que ondeaban sobre las edificaciones griegas. En la orilla del Escamandro, en un lugar donde un muro interno dividía algunos barracones, aparecía un pendón, que yo no había visto anteriormente, en el que figuraba una hormiga blanca sobre fondo negro que sostenía un relámpago rojo en sus mandíbulas. Era el dominio de Aquiles, el eácida, y su estandarte mirmidón. El rostro de la Medusa no infundiría más pavor en los corazones troyanos.
Asistía a todas las asambleas y me veía obligado a escuchar cuestiones mezquinas mientras mis lomos ardían por el ansia de entrar en combate. Alguien debía hallarse presente para protestar de que el ejército se mantuviera agotado y en exceso adiestrado, alguien tenía que vigilar que el rey le dirigiera su evidente atención dormida y para ver sonreír a Antenor, enemigo de cualquier acción positiva.
En el día que cambió nuestras vidas no advertí ninguna diferencia cuando acudí malhumorado a la asamblea. Los cortesanos parloteaban despreocupados, haciendo caso omiso del estrado donde se hallaba el trono, al pie del cual exponía su caso un demandante. En realidad se trataba de un litigio extraordinario relacionado con el alcantarillado que desaguaba los excrementos y las aguas de las tormentas de la ciudad de Troya en la sucia corriente del Escamandro. Al hombre se le había denegado el acceso a tales servicios para su nuevo edificio de pisos y estaba muy irritado.
– ¡Tengo cosas mejores que hacer que discutir el derecho de un grupo de aburridos burócratas a frustrar a honrados contribuyentes! -le gritaba a Antenor que, en su calidad de canciller, defendía a las autoridades sanitarias municipales.
– ¡No has recurrido a la persona adecuada! -replicó Antenor.
– ¿Acaso somos egipcios? -exclamó el terrateniente, que agitaba los brazos airado-. Hablé con la persona habitual y me autorizó. Luego, antes de poder establecer la conexión, se presentó un pelotón de efectivos para prohibirlo. ¡Es preferible vivir en Nínive o en Karkemish! En cualquier otro lugar… donde los burócratas no consigan paralizar las empresas con sus absurdas normas. Te aseguro que Troya está tan paralizada como Egipto. ¡Voy a emigrar!
Antenor ya se disponía a responder para salir a la palestra en defensa de sus queridos burócratas cuando un hombre irrumpió en la sala.
Yo no lo reconocí, pero Polidamante sí.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Polidamante.
El hombre gruñó, pues se había quedado sin aliento, se humedeció los labios, intentó hablar y concluyó señalando frenéticamente a mi padre que se inclinaba hacia él olvidando la cuestión de las alcantarillas. Polidamante acompañó al individuo hasta el estrado y lo ayudó a sentarse en el último peldaño al tiempo que hacía señales para que le sirvieran agua. Incluso el airado terrateniente percibió que se avecinaba algo más importante que las aguas residuales y se apartó discretamente, aunque no demasiado, para poder captar lo que se diría.
El agua y unos momentos de descanso permitieron que el hombre recuperase el uso del habla.
– ¡Grandes noticias, mi señor!
Mi padre se mostró escéptico.
– ¿De qué se trata? -inquirió.
– Señor, al amanecer me encontraba en el campamento griego asistiendo a un augurio convocado por Agamenón para predecir la causa de una epidemia que ha acabado con diez mil de sus hombres.
¡Diez mil griegos fallecidos por causa de una enfermedad! Llegué casi corriendo junto al trono. ¡Diez mil hombres! Si mi padre no podía comprender lo que aquello significaba, estaba cegado a toda razón y Troya debía sucumbir. ¡Diez mil griegos menos, diez mil troyanos más! ¡Oh, que mi padre me dejara salir al frente de nuestro ejército! Me disponía a rogárselo cuando comprendí que el hombre aún no había acabado, que no nos había comunicado todas sus noticias. Guardé silencio.
– Se ha producido un terrible altercado entre Agamenón y Aquiles que ha dividido al ejército, señor. Aquiles se ha retirado de las filas con sus mirmidones y el resto de tesalios. ¡Aquiles no combatirá a favor de Agamenón, señor! ¡Ha llegado nuestra hora!
Me aferré al respaldo del trono en busca de apoyo, el terrateniente chilló alborozado, mi padre permanecía inmóvil, palidísimo. Polidamante miraba incrédulo a aquel hombre mientras Antenor se apoyaba lánguido en una columna y el resto de los presentes parecían haberse convertido en piedra.
De pronto sonó una risa sonora y entrecortada.
– ¡Cómo caen los poderosos! -gritó mi hermano Deífobo con voz estentórea-. ¡Cómo caen los poderosos! -¡Silencio! -exclamó mi padre. Y a continuación se dirigió al hombre: -¿Por qué? ¿Qué ha causado tal disensión? -Se trataba de una mujer, señor -repuso el hombre ya más sosegado-. Calcante había exigido que Criseida, que había sido entregada al gran soberano como parte del botín de Lirneso, fuese enviada a Troya. Dijo que el dios Apolo se sentía tan ultrajado por su captura que había desencadenado la plaga y que no la retiraría hasta que Agamenón renunciara a su presa. Agamenón se vio obligado a obedecer. Aquiles se burló, se mofó de él, y entonces el gran soberano le ordenó que le entregase a Briseida, su propia cautiva de Lirneso, en compensación. Así lo hizo Aquiles, pero en aquel momento se retiró de la lucha con todos los hombres a su mando. A Deífobo esto aún le pareció más divertido. -¡Por una mujer! ¡Un ejército partido en dos por causa de una mujer!
– ¡No es exactamente la mitad! -intervino Antenor secamente-. Los que se han retirado no pueden representar más de quince mil efectivos. Y si una mujer puede dividir a un ejército, no olvidéis que precisamente fue otra mujer quien trajo aquí a ese mismo ejército.
Mi padre golpeó en el suelo con su cetro. -¡Contén tu lengua, Antenor! ¡En cuanto a ti, Deífobo, estás borracho!
Centró de nuevo su atención en el mensajero y le preguntó: -¿Estás seguro de esas noticias?
– ¡Oh, sí, yo estaba allí presente, señor! ¡Lo vi y lo oí todo! Un gran suspiro se difundió por la sala y el ambiente se aligeró en un instante. Donde antes reinaban el pesimismo y la apatía ahora brillaban las sonrisas. Los hombres se estrechaban las manos y se extendió un murmullo de satisfacción. Sólo yo me afligía. Me parecía que Aquiles y yo estábamos destinados a no enfrentarnos jamás en el campo de batalla. Paris avanzó pavoneándose hacia el trono. -Querido padre, cuando estuve en Grecia me enteré de que la madre de Aquiles, que es una diosa, bañó a todos sus hijos en las aguas del río Éstige para hacerlos inmortales. Pero cuando sostenía a Aquiles por el talón derecho algo la sobresaltó y se olvidó de sumergirlo cogiéndolo por el otro pie, por esa razón Aquiles es mortal. ¿Pero quién iba a imaginar que su talón derecho sería una mujer, la tal Briseida? La recuerdo, era sorprendente.
El rey le lanzó una mirada fulminante. -¡He dicho que ya basta! ¡Cuando reprendo a un hijo, mi censura se extiende a todos vosotros, París! No es asunto para bromear, sino de suma importancia.
París pareció alicaído. Lo observé y me inspiró compasión. Durante los dos últimos años había envejecido. La dureza de la cuarentena se infiltraba de modo inexorable en su pellejo y malograba su esplendor juvenil. Aunque en otros tiempos había fascinado a Helena, ahora la aburría. Toda la corte estaba al corriente de ello. Como también de que ella mantenía una relación amorosa con Eneas. Aunque, a decir verdad, poca satisfacción obtendría de ello, pues Eneas se amaba a sí mismo más que a nadie.
Pero nunca era posible descifrar sus pensamientos. Tras las duras palabras que nuestro padre le había dirigido a París, ella se limitó a apartarse de la mano de su esposo y a desplazarse a cierta distancia. Ni en su rostro ni en sus ojos apareció el menor destello de emoción. Entonces advertí que no era totalmente enigmática: fruncía los labios en una mueca de presunción. ¿Por qué? Ella conocía a aquellos reyes griegos. ¿Por qué entonces?
Me arrodillé ante el trono.
– Padre -dije con firmeza-, si estamos predestinados a expulsar a los griegos de nuestras playas, ha llegado el momento. Si realmente te contenía la presencia de Aquiles y los mirmidones cuando yo te lo pedía, la razón de tu rechazo ha desaparecido. Además la epidemia ha reducido en más de diez mil efectivos al enemigo. Ni siquiera con Pentesilea y Memnón tendríamos mejor oportunidad que ésta. ¡Autorízame a entrar en combate, señor!
Antenor se adelantó hacia nosotros. ¡Ah, siempre Antenor! -Te ruego que, antes de comprometernos, me concedas un favor. Permíteme enviar a uno de mis hombres al campamento griego para comprobar lo que dice este hombre de Polidamante.
Polidamente asintió con energía.
– Excelente idea, señor -dijo-. Debemos confirmarlo.
– Entonces tendrás que aguardar algo más mi respuesta, Héctor -me dijo el rey Príamo-. Antenor, designa a una persona de tu confianza y envíala en seguida allí. Esta noche convocaré otra asamblea.
Mientras aguardábamos fui con Andrómaca a las murallas, en lo alto de la gran torre del noroeste que daba directamente a la playa ocupada por los griegos. El diminuto punto del estandarte aún se agitaba sobre el recinto de los mirmidones, pero el escaso movimiento de los hombres por su interior delataba que no existía relación entre el campamento mirmidón y sus vecinos. Nos pasamos la tarde observando, sin pensar siquiera en comer; aquella prueba evidente de desunión en el campamento griego fue todo el sustento que precisamos.
Al anochecer regresamos a la Ciudadela, más confiado ya en que el enviado de Antenor confirmara la historia. El hombre llegó antes de que pudiéramos impacientarnos y con breves frases repitió rápidamente lo que nos había dicho el enviado de Polidamante. Se había producido un terrible enfrentamiento y Agamenón y Aquiles no podían reconciliarse.
Helena estaba junto al muro opuesto, muy alejada de París, tratando abiertamente de atraer la atención de Eneas. Su sonrisa enmascaraba la certeza de que, por el momento, los rumores que circulaban sobre el dárdano y ella se habían eclipsado ante las noticias de la pelea. Cuando Eneas se le acercó, ella le puso la mano en el brazo y lo miró insinuante en descarada invitación. Pero a mí él no me engañaba. No le hacía caso. ¡Pobre Helena! Si Eneas se viera obligado a escoger entre sus encantos y los de Troya, me constaba por cuáles se inclinaría. Era un hombre admirable, sí, pero que se consideraba demasiado importante.
Sin embargo, ella no pareció desconcertada por su brusca marcha. Volví a preguntarme qué pensaría de sus compatriotas. Conocía perfectamente a Agamenón. Por unos momentos pensé en la posibilidad de interrogarla, pero me acompañaba Andrómaca, que la aborrecía. Decidí que lo poco que podría sonsacarle no valdría la pena ante el varapalo verbal que recibiría de Andrómaca si se enteraba de ello.
– ¡Héctor! -me llamó mi padre.
Acudí junto al trono y me arrodillé ante Príamo.
– ¡Te entrego el mando de mi ejército, hijo mío! Envía heraldos que ordenen la movilización para el combate dentro de dos días, al amanecer. Di al vigilante de la puerta Escea que engrase la piedra y sus guías y que unza los bueyes. Durante diez años hemos estado encarcelados, pero ahora saldremos para expulsar a los griegos de Troya.
Le besé la mano mientras los asistentes prorrumpían en ensordecedoras aclamaciones. Pero yo no sonreía. Si Aquiles no se hallaba en el campo de batalla, ¿qué clase de victoria sería aquélla?
Transcurrieron los dos días con tanta rapidez como la sombra de una nube en la ladera de una montaña; en ese tiempo estuve constantemente ocupado en entrevistas con mis hombres e impartiendo órdenes a armeros, ingenieros, aurigas y oficiales de infantería entre otros muchos. Hasta que todo estuvo en marcha no pude pensar en el descanso, lo que significó que no vi a Andrómaca hasta la noche previa al día en que debíamos iniciar la batalla.
– Temo por nosotros -me dijo secamente cuando entré en nuestra habitación.
– ¡Sabes que no deberías decir eso, Andrómaca!
Se enjugó las lágrimas con impaciencia.
– ¿Seguro que será mañana?
– Al amanecer.
– ¿No podías encontrar un poco de tiempo para mí?
– Ahora lo tengo.
– Dormirás y luego te marcharás.
Se asió con fuerza a mi blusa. Estaba muy agitada.
– Esto no me gusta, Héctor. Algo marcha muy mal.
– ¿Mal? -Le levanté la barbilla-. ¿Qué tiene de malo enfrentarse por fin a los griegos?
– Todo. Precisamente, resulta demasiado adecuado.
Alzó la diestra con el puño apretado pero mostrando el meñique y el índice en el signo que protegía del diablo. Luego, con un estremecimiento, añadió:
– Casandra insiste en ello noche y día desde que el emisario de Polidamante se presentó con las noticias de la pelea.
– ¡Casandra! -exclamé riendo-. ¡En nombre de Apolo, mujer! ¿Qué te aflige? ¡Mi hermana Casandra está loca! ¡Nadie escucha sus graznidos fatalistas!
– Acaso esté loca -repuso Andrómaca decidida a hacerse escuchar-. Pero ¿no has reparado nunca en cuán singularmente rigurosas son sus predicciones? Te digo que delira sin cesar acerca de que los griegos nos han tendido una trampa, insiste en que Ulises los ha inducido a ello, que simplemente nos hacen salir de la ciudad con engaños.
– Comienzas a irritarme -dije al tiempo que la agitaba ligeramente-. No he venido a hablar de los griegos ni de Casandra sino para estar contigo, con mi mujer.
Andrómaca, herida, se encogió de hombros y fijó en el lecho sus negros ojos. Apartó las sábanas y se despojó de su túnica mientras apagaba las lámparas. Observé su alta figura, tan firme y magnífica como en nuestra noche de bodas. La maternidad no había dejado sus huellas en ella y su piel cálida brillaba con la postrera luz del día. Me dejé caer en el lecho, le tendí los brazos y por unos momentos olvidamos el mañana. Después de lo cual me adormilé y me dispuse a conciliar el sueño, satisfecho y con la mente relajada. Pero en los últimos momentos de confusión, antes de que el velo de la inconsciencia cayera sobre mí, la oí llorar.
– ¿Qué sucede ahora? -le pregunté apoyándome en un codo-. ¿Aún piensas en Casandra?
– No, ahora se trata de nuestro hijo. Ruego para que después de mañana aún disfrute de su padre vivo.
¿Cómo es posible que las mujeres actúen así? ¿Cómo es que siempre parecen capaces de saber lo que los hombres no desean ni necesitan escuchar?
– ¡Deja de lloriquear y duérmete! -le dije.
Ella me acarició la frente comprendiendo que había llegado demasiado lejos.
– Bueno, tal vez he sido demasiado pesimista. Aquiles no estará en el campo, por lo que deberías hallarte a salvo.
Me levanté bruscamente y di un puñetazo en la almohada.
– ¡Conten tu lengua, mujer! ¡No necesito que me recuerdes que el hombre al que deseo enfrentarme no estará presente!
Ella me miró boquiabierta.
– ¿Te has vuelto loco, Héctor? ¿Significa más para ti ese enfrentamiento con Aquiles que Troya, que yo, que nuestro propio hijo?
– Algunas cosas sólo podemos comprenderlas los hombres. Astiánax lo entendería mejor.
– Astiánax es un niño. Desde el día en que nació le han llenado los ojos y los oídos con cuestiones bélicas. Ve entrenarse a los soldados, pasea junto a su padre en un magnífico carro de guerra al frente de un ejército que desfila… ¡Está alucinado por completo! Pero nunca ha visto un campo de batalla tras un auténtico combate, ¿no es cierto?
– ¡Nuestro hijo no eludirá ninguna parte de la guerra! -Nuestro hijo tiene nueve años. Yo tampoco permitiré que se convierta en uno de esos guerreros insensibles y despiadados que Troya ha engendrado en tu generación.
– No tendrás voz ni voto en la educación futura de Astiánax. En el instante en que regrese victorioso de la batalla te lo quitaré y lo confiaré al cuidado de los hombres. -¡Hazlo así y te mataré! -replicó ella. -¡Inténtalo y serás tú quien muera! Por toda respuesta prorrumpió en amargas lágrimas. Yo estaba demasiado enojado para intentar cualquier clase de reconciliación. Pasé el resto de la noche escuchando su desesperado llanto sin que se me ablandara el corazón. La madre de mi hijo había dicho que prefería criarlo como a un cobarde en lugar de hacer de él un guerrero.
A la grisácea luz crepuscular que precede al alba me levanté y me detuve a contemplarla. Yacía de cara a la pared para no verme. Mi armadura estaba preparada. Olvidé a Andrómaca a medida que crecía mi entusiasmo. Di unas palmadas para que acudieran las esclavas, que me pusieron el equipo acolchado, ataron mis botas, colocaron las grebas sobre ellas y las abrocharon. Traté de controlar la intensa ansiedad que siempre me domina antes de entrar en combate mientras las mujeres seguían vistiéndome con el faldellín reforzado de cuero, la coraza, los protectores de los brazos y las piezas blandas para las muñecas y la frente. Me entregaron el casco, me colgaron el tahalí en el hombro izquierdo para sostener la espada en el costado diestro y por fin pendieron el gran escudo con cintura de avispa en mi hombro derecho por su cordón corredizo y lo instalaron en mi costado izquierdo. Una sirvienta me entregó la clava, otra me ayudó a asir el casco bajo el antebrazo diestro. Estaba preparado.
– Me voy, Andrómaca -dije implacable.
Pero ella permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia la pared.
Los pasillos temblaban a nuestro paso, en los suelos de mármol resonaba el eco del estrépito del bronce y los clavos de las suelas. Distinguí el ruido de mi marcha difundiéndose ante mí como una ola. Los que no intervendrían en el combate salían a aclamarme a mi paso, los hombres se iban situando detrás de mí en cada puerta. Nuestras botas repiqueteaban en las losas y proyectaban chispazos bajo el impacto de los tacones con punteras de bronce; a lo lejos se oían tambores y cuernos. Ante nosotros se encontraba el gran patio; más allá, las puertas de la Ciudadela.
Helena aguardaba en el porche. Me detuve e hice señas a los demás para que marchasen sin mí.
– Buena suerte, cuñado -me dijo.
– ¿Cómo puedes deseármela cuando voy a combatir contra tus compatriotas?
– Yo soy apatrida.
– La patria siempre es la patria.
– Nunca subestimes a un griego, Héctor. -Retrocedió ligeramente, al parecer sorprendida por sus palabras-. Te he dado el mejor consejo que merecías.
– Los griegos son como cualquier otra raza humana.
– ¿Lo crees realmente?
Sus verdes ojos brillaban como gemas.
– No estoy de acuerdo -prosiguió-. Prefiero tener por enemigo a un troyano que a un griego.
– Es una lucha franca y abierta. Vamos a ganarla.
– Tal vez. ¿Pero no te has detenido a preguntarte por qué Agamenón iba a provocar tanto alboroto por una mujer cuando las tiene a cientos?
– Lo importante es que lo ha hecho. La razón es indiferente.
– Creo que la razón es el todo. Nunca subestimes a un griego astuto. Y, sobre todo, no menosprecies a Ulises.
– ¡Bah! Es fruto de la imaginación.
– Eso quiere que pienses. Pero yo lo conozco mejor.
Dio media vuelta y entró en palacio. No se veía ni rastro de París. Bien. Habría estado observando, pero sin participar.
Setenta y cinco mil soldados de infantería y diez mil carros me aguardaban hilera tras hilera por las calles laterales y las plazuelas que se dirigían a la puerta Escea. En la misma plaza esperaba el primer destacamento de caballería, mis propios carros. Al verme aparecer me recibieron con estruendosos gritos y yo alcé mi clava para saludarlos. Monté en mi carro y me tomé el tiempo necesario para introducir cuidadosamente los pies en los estribos de mimbre que protegían de los bandazos que se producirían durante el trayecto, en especial cuando marchásemos al galope. Al hacerlo así paseé la mirada sobre aquellos miles de cascos con penachos de plumas moradas; el resplandor del bronce tenía matices rosados y sangrientos bajo el gran sol dorado y la puerta se levantaba majestuosa ante mí.
Restallaron los látigos. Los bueyes uncidos a la enorme roca que sostenía la puerta Escea bramaron angustiados mientras inclinaban sus testuces esforzándose en su tarea. La zanja había sido engrasada y aceitada, las bestias inclinaron sus cabezas hasta casi tocar el suelo. La puerta se abrió con gran lentitud crujiendo estridente mientras se deslizaba la piedra, vacilando a lo largo del fondo de la zanja. La misma puerta pareció empequeñecerse y la extensión de cielo y llanura que se distinguía entre las almenas se acrecentó. Luego el sonido producido por la apertura de la puerta Escea por vez primera desde hacía diez años se vio sofocado por los gritos de alegría que surgían de las gargantas de miles de troyanos.
Cuando las tropas iniciaban su avance hacia la plaza, las ruedas de mi carro comenzaron a rodar. Crucé la puerta y me encontré en la llanura seguido de mis carros. El viento azotó mi rostro, los pájaros volaban en la pálida bóveda del cielo, mis caballos erguían las orejas y extendían sus esbeltas patas al galope mientras mi auriga, Quebriones, enrollaba las riendas en su cintura y comenzaba a practicar los tirones y sacudidas con que solía dominar a los corceles. ¡Entrábamos en combate! ¡Aquélla era la auténtica libertad!
A media legua de la puerta Escea me detuve y di media vuelta para dirigir mis tropas. Formé una primera línea recta de carros al frente; la guardia real de diez mil infantes troyanos y un millar de carros de guerra constituían el centro de mi vanguardia. Todo se hacía con limpieza y rapidez, sin pánico ni confusión.
Cuando todo estuvo en orden me volví a contemplar el extraño muro que se levantaba al otro lado de la llanura desde un río a otro, y que nos separaba de la playa donde se encontraban los griegos. En los pasos elevados de cada extremo del muro destellaban millares de puntos de fuego mientras los invasores salían a borbotones a la llanura. Entregué mi lanza a Quebriones y me ajusté el casco en la cabeza echando hacia atrás el penacho de crines escarlata. Mi mirada se cruzó con la de Deífobo, que se encontraba a mi lado en la línea, y uno a uno designé sus funciones hasta donde alcanzaba el frente, de una legua de extensión. Mi primo Eneas se hallaba al frente del flanco izquierdo; el rey Sarpedón, a la diestra. Yo dirigía la vanguardia.
Los griegos se aproximaban por momentos, el sol destacaba cada vez más el brillo de sus armaduras; agucé la vista para distinguir quién se detendría ante mí, preguntándome si sería el mismo Agamenón, Áyax u otro de sus campeones. Mi corazón latía sin entusiasmo porque no se trataría de Aquiles. Entonces contemplé de nuevo nuestra línea y me sobresalté. ¡París se encontraba allí! Lucía su magnífico arco y aljaba al frente del destacamento de la guardia real que le había sido asignada en algún instante que se remontaba a las nieblas del tiempo. Me pregunté de qué artimañas se habría valido Helena para incitarlo a abandonar la seguridad de sus aposentos.