CAPITULO DOCE

NARRADO POR AGAMENÓN

Al caer la noche ordené que enterrasen a mi hija en una tumba profunda, sin identificar, bajo un montón de rocas junto a las grises aguas del mar. Como ya no podía dotarla de manera adecuada, la vestí ricamente y la cubrí con su pequeño tesoro de joyas juveniles.

Aquiles había prometido enviar un mensaje a mi esposa en el que nos responsabilizaría a todos. Pude intentar evitarlo avisándola yo previamente; sin embargo, no logré encontrar las palabras ni el hombre adecuado. ¿En quién podía confiar que no tuviese que zarpar conmigo? ¿Y de qué modo podría suavizarle el golpe a Clitemnestra? ¿Qué palabras lograrían amortiguar la pérdida sufrida? Por muchas diferencias que hubieran surgido entre nosotros, mi esposa siempre me había considerado un gran hombre, digno de ser su esposo. Aun así era lacedemonia y en su país todavía seguía muy latente la influencia de madre Kubaba. Cuando se enterase de la muerte de Ifigenia querría restituir la Antigua Religión, reinar en mi lugar como gran soberana de hecho… y detentar el poder.

En aquel momento pensé en un hombre del que podría prescindir en mi séquito, mi primo Egisto.

La historia de nuestra casa, la casa de Pélops, es horrible. Atreo, mi padre, y su hermano Tiestes, padre de Egisto, compitieron por el trono de Micenas tras la muerte de Euristeo. Heracles debía haberlo heredado, pero fue asesinado. Se cometieron muchos crímenes por el trono del León micénico. Mi padre hizo lo indecible: asesinó a sus sobrinos, los guisó y se los sirvió a Tiestes como un plato digno de un rey. Aun a sabiendas de ello el pueblo escogió a Atreo como gran soberano y desterró a Tiestes, quien engendró a Egisto en una mujer pelópida y luego intentó atribuir el hijo a Atreo como propio cuando éste se casó con ella. Pero no concluyó aquí todo. Tiestes se confabuló para asesinar a mi padre y volvió a ocupar el trono como gran soberano hasta que yo crecí bastante para arrancarlo de allí y desterrarlo.

Pero siempre había sentido afecto por mi primo Egisto, que era mucho más joven que yo, un individuo atractivo y encantador con el que me llevaba mejor que con mi propio hermano Menelao. Sin embargo, a mi mujer él nunca le gustó ni le inspiró confianza, porque era hijo de Tiestes y tenía derechos legítimos para aspirar al trono que, según ella había decidido, tan sólo Orestes heredaría.

En cuanto supe qué debía decirle, lo hice comparecer a mi presencia. Su situación dependía por completo de mi predisposición hacia él, lo que significaba que le interesaba complacerme. De modo que envié a Egisto a mi esposa Clitemnestra, bien preparado y cargado de obsequios. Ifigenia estaba muerta, sí, pero no por orden mía. Ulises había planeado y proyectado su muerte. Ella así lo creería.

– No permaneceré mucho tiempo ausente de Grecia -le dije a Egisto antes de que partiera-, pero es vital que Clitemnestra no recurra al pueblo para restituir la Antigua Religión. Tú te encargarás de vigilarla.

– Artemisa siempre ha sido nuestra enemiga -dijo mientras se arrodillaba a besarme la mano-. No te preocupes, Agamenón. Cuidaré de que Clitemnestra se comporte.

Tras una tosecilla para aclararse la voz, añadió:

– Aunque confiaba en compartir los despojos de Troya, pues soy un hombre pobre.

– Tendrás tu parte del botín -le prometí-. Ahora márchate.

A la mañana siguiente del sacrificio me desperté tras una fuerte borrachera y descubrí que el día era claro y sereno. Las nubes y el viento habían desaparecido durante la noche; sólo los goterones que caían de los aleros de las tiendas recordaban las lunas tormentosas que habíamos soportado. Agradecí forzadamente a Artemisa su colaboración, pero pensé que nunca más recurriría a la Arquera en busca de ayuda. Mi pobrecita pequeña había desaparecido y ni siquiera una estela sobre su tumba la preservaba del anonimato. Me sentía incapaz de mirar el altar.

Fénix se hallaba expectante a la puerta de mi tienda para iniciar el embarque y decidí que zarparíamos al día siguiente si se mantenía el buen tiempo.

– Así será -repuso el anciano muy convencido-. Los mares que se hallan entre Áulide y Troya permanecerán tan plácidos como la leche en un cuenco.

– En tal caso -repuse recordando de repente las críticas de Aquiles a mis planes de suministro- haremos una ofrenda a Poseidón y nos arriesgaremos. Llena bien los barcos, atéstalos hasta las bordas de alimentos, Fénix. Saquearemos el campo para ello.

El hombre pareció sorprendido. -¡Así se hará, señor! -repuso por fin sonriente. El recuerdo de Aquiles me obsesionaba. Sus maldiciones resonaban en mi mente, su odio me abrasaba la médula. No lograba comprender por qué se autoinculpaba; era tan incapaz de desafiar a los dioses como yo mismo. Sin embargo, a pesar mío, me inspiraba una gran admiración. Había tenido el valor de denunciar su culpabilidad ante sus superiores. Ojalá Ulises y Diomedes no se hubieran preocupado tanto por mi seguridad. Ojalá Aquiles me hubiera cortado la cabeza en aquel momento y todo hubiera concluido.

A la mañana siguiente, cuando el amanecer comenzaba a bañar de rosa el pálido cielo, sacaron mi nave insignia de sus gradas. Me instalé en la proa con las manos firmemente apoyadas en la barandilla, sintiendo cómo se sumergía y agitaba en las quietas aguas. ¡Por fin iniciábamos nuestra empresa! Entonces me dirigí a popa, donde los costados del buque se curvaban y remontaban en una especie de capuchón rematado por el mascarón que representaba a Anfitrión. Volví la espalda a los remeros satisfecho de que mi nave dispusiera de cubierta donde acoger a la tripulación, lo que me permitía disponer de suficiente espacio en la planta inferior para transportar el equipaje, a los criados, el cofre militar y toda la impedimenta imprescindible de un gran soberano.

Mis caballos, junto con otros doce, estaban encerrados en sus cuadras debajo de mí y las aguas del mar se estrellaban plácidamente a bastante altura, cerca de la cubierta, pues era mucha nuestra carga.

En pos de mí surcaban las aguas los grandes navios rojinegros al igual que ciempiés erizados de remos como patas, deslizándose por la superficie de las firmes y eternas profundidades de Poseidón. Eran mil doscientos al efectuar el recuento, amén de ochenta mil guerreros y veinte mil auxiliares de toda clase. Algunas naves adicionales transportaban únicamente caballos y remeros; somos gente que se traslada en carro, al igual que los troyanos. Aún creía que la campaña sería breve, pero también intuía que no veríamos a los legendarios caballos troyanos antes de que cayese la ciudad.

Contemplé fascinado la escena; apenas podía creer que mi mano guiase el timón de aquellas fuerzas poderosas, que el gran soberano de Micenas estuviera destinado a convertirse en gran soberano del Imperio griego. Apenas se había internado en las aguas una décima parte de los barcos y mi tripulación ya me había conducido al centro del estrecho de Eubea y divisábamos a lo lejos la diminuta playa. Sufrí una momentánea oleada de pánico al preguntarme cómo conseguiría mantenerse unida una flota tan inmensa a través de las vastas leguas que se extendían ante nosotros.

Rodeamos la punta de Eubea bajo un sol resplandeciente y la dejamos atrás, así como la isla de Andros; y cuando el monte Oca desaparecía en la distancia nos encontramos con las brisas que suelen soplar en pleno mar Egeo. Sujetaron los remos a las estacas y los remeros, aliviados, se agruparon en torno al mástil. La vela imperial, de cuero y en color escarlata, se infló a impulsos de un viento del suroeste, cálido y suave.

Paseé por la cubierta entre las hileras de bancos de los remeros y subí los escasos peldaños que conducían a la avanzadilla de proa, donde me habían construido un camarote especial. En pos de nosotros avanzaban muchas naves, surcando el oleaje que se rompía en pequeñas olas entre sus prominentes proas. Parecíamos avanzar unidos; Télefo, que permanecía erguido al frente de todos, volvía la cabeza de vez en cuando para vocear sus instrucciones a los dos hombres que se inclinaban sobre los remos del timón, y nos conducía con destreza. Me sonrió satisfecho.

– ¡Excelente, señor! Si el tiempo sigue así, mantendremos la marcha a impulsos del viento; sería perfecto. No habría ninguna necesidad de recalar en Quíos ni en Lesbos. Llegaremos a Ténedos puntualmente.

Me alegré. Télefo era el mejor navegante de toda Grecia, el único que nos guiaría a Troya sin correr el riesgo de desembarcar en alguna playa muy alejada de nuestro destino. Era el único hombre en quien hubiera confiado los destinos de aquellos mil doscientos navios. ¡Helena, pensé, tu libertad será breve! ¡Regresarás a Amidas sin darte cuenta, y tendré el gran placer de ordenar que te decapiten con la sagrada doble hacha!

Los días transcurrieron bastante felices. Divisamos Quíos pero pasamos de largo. No teníamos necesidad de reabastecernos y el tiempo era tan bueno que ni a Télefo ni a mí nos interesó apurar nuestra buena suerte demorándonos en la playa. La costa de Asia Menor apenas se distinguía y Télefo conocía bien los puntos de referencia porque había pasado arriba y abajo de aquellas playas en centenares de ocasiones durante su vida. Me señaló la inmensa isla de Lesbos alegremente y, buen conocedor de su camino, viró hacia el oeste sin ser visto desde tierra. Los troyanos no tendrían conocimiento de nuestra llegada.

Fondeamos en la parte sudoeste de Ténedos, una isla muy próxima a la región troyana, al undécimo día de haber zarpado de Áulide. Puesto que no había suficiente espacio para atracar tantos barcos, tuvimos que limitarnos a echar el ancla lo más cerca posible de la orilla y confiar que aún persistiera aquel tiempo clemente durante algunos días. Ténedos era un lugar fértil, pero contaba con una población reducida por su proximidad a una ciudad que poseía el mayor número de habitantes del mundo. Cuando nos vieron llegar, los isleños se agruparon en la playa y sus ademanes y gestos reflejaron su indefensión y el temor que sentían.

– ¡Bien hecho, piloto! -felicité a Télefo dándole una palmada en la espalda-. ¡Te has ganado una participación principesca en el botín!

Rió, orgulloso de su triunfo, y a continuación bajó la escalera que conducía al centro de la nave, donde en breve estuvo rodeado por los ciento treinta hombres que viajaban conmigo.

Al anochecer se hallaba ya próxima la última nave de la flota y los principales jefes se reunieron conmigo en mi cuartel general provisional de la ciudad de Ténedos. Yo ya había realizado la tarea más importante, que consistía en acordonar a todo ser viviente en la isla. Nadie podría acercarse al continente para informar al rey Príamo de lo que le esperaba en el otro extremo de Ténedos. Pensé que los dioses se habían unido para apoyar a Grecia.

A la mañana siguiente escalé a pie la cumbre de las colinas que coronaban el centro de la isla acompañado de algunos reyes satisfechos de pisar tierra firme. Nuestras capas ondeaban al viento mientras desde lo alto y sobre las azules y tranquilas aguas contemplábamos las tierras troyanas a escasas leguas de distancia.

Divisamos la ciudad de Troya y confieso que ante su visión me dio un vuelco el corazón. Yo la había imaginado según las únicas referencias que poseía: Micenas en lo alto de la montaña del León; el importante puerto comercial de Yolco; Corinto, que controlaba ambos lados del istmo; la fabulosa Atenas. Pero comparadas con ella resultaban insignificantes. Troya no sólo las superaba en altura sino que también se extendía como una especie de gigantesco zigurat escalonado, en tal extensión que apenas se apreciaban sus detalles.

– ¿Qué te parece? -le pregunté a Ulises.

El hombre parecía abstraído en sus pensamientos, fija la mirada de sus ojos grises. Pero reaccionó rápidamente ante mi pregunta.

– Yo aconsejaría navegar por la noche, al amparo de las sombras, formar al ejército al amanecer y atacar a Príamo por sorpresa, antes de que pueda cerrar sus puertas -repuso sonriente-. Mañana por la noche serás dueño de Troya, señor.

Néstor chilló y Diomedes y Filoctetes se mostraron horrorizados. Me conformé con mostrar una sonrisa mientras Palamedes sonreía desdeñoso.

Néstor tomó la palabra, con lo que me ahorró tal iniciativa.

– ¿Acaso no tienes ninguna idea de lo que es o no correcto, Ulises? -inquirió-. Existen leyes que lo rigen todo, comprendida la dirección de una guerra, y yo, por lo menos, no participaré en una aventura en la que no se hayan observado las formalidades. ¡El honor, Ulises! ¿Dónde queda el honor en tus planes? ¡Nuestros nombres quedarán denigrados en el Olimpo! ¡No podemos hacer caso omiso de las leyes!

Se volvió hacia mí y añadió:

– ¡No lo escuches, señor! ¡Las leyes marciales son inequívocas y debemos acatarlas!

– Tranquilízate, Néstor, conozco la ley tan bien como tú. Cogí a Ulises por los hombros y lo sacudí suavemente. -No esperarías que escuchase tan impío consejo, ¿verdad?

Se echó a reír y me respondió:

– ¡No, Agamenón, no! Pero me preguntaste qué haría yo y me sentí obligado a darte mi más selecto fragmento de sabiduría. ¿Por qué quejarme si cae en oídos sordos? Yo no soy el gran soberano de Micenas, simplemente soy tu leal subdito Ulises de la rocosa ítaca, donde a veces debemos olvidar cosas como el honor a fin de sobrevivir. Te he explicado cómo realizaría el trabajo en un día y es el único modo en que puede llevarse a cabo. Porque te advierto que si Príamo tiene la oportunidad de cerrar las puertas de la ciudad, bramarás ante sus murallas durante los diez años que Calcante profetizó.

– Los muros pueden escalarse y las puertas ser derribadas -repuse.

– ¿Lo crees así?

Se rió de nuevo y pareció olvidarse de nosotros tras recuperar su mirada introspectiva.

Su mente era algo maravilloso; podía asimilar la realidad al instante. Aunque en mi fuero interno me constaba que su consejo era acertado, también sabía que si me decidía a adoptarlo nadie me seguiría. Significaba pecar contra Zeus y la Nueva Religión. Siempre me fascinaba cómo conseguía eludir su merecido castigo por ideas tan impías. Aunque se decía que Palas Atenea lo quería más que a nadie y que constantemente intercedía por él ante su poderoso padre. Decían que lo amaba por la calidad de su mente.

– Alguien tendrá que viajar a Troya para llevarle los símbolos de guerra a Príamo y exigir el retorno de Helena -dije.

Todos parecieron ansiosos, pero yo ya había decidido a quiénes deseaba encomendar tal misión.

– Menelao, como esposo de Helena debes ir tú, naturalmente. Ulises y Palamedes te acompañarán.

– ¿Por qué no yo? -protestó Néstor, enojado.

– Porque necesito aquí a uno de mis principales consejeros -repuse.

Confiaba en que mis palabras sonaran convincentes. Si llegaba a imaginar que lo protegía intencionadamente de tan delicada situación, arremetería furioso contra mí. Me miró receloso, pero pensé que el largo viaje marítimo debía de haberlo agotado, porque no siguió discutiendo.

Ulises salió de su abstracción.

– Señor, si tengo que desempeñar esa misión voy a pedirte un favor. No debemos sugerir que ya nos encontramos aquí, escondidos detrás de Ténedos. Demos al viejo Príamo la impresión de que aún nos hallamos en nuestro país, en Grecia, preparándonos para la guerra. Nuestra única obligación legal es transmitirle formalmente una declaración de guerra antes de atacar. No tenemos que hacer nada más. Asimismo Menelao debería exigir una compensación adecuada por la angustia moral que ha sufrido desde que su esposa fue raptada. Debería exigir que Príamo abriera de nuevo el Helesponto a nuestros comerciantes y que se aboliesen los embargos comerciales.

– Excelentes observaciones -asentí.

Descendimos por la ladera hacia la ciudad, los más enérgicos delante de mí. Ulises y Filoctetes marchaban al frente, hablando y lanzando risotadas como muchachos. Ambos eran excelentes elementos, pero Filoctetes era mejor guerrero. El propio Heracles le había obsequiado con su arco y sus flechas cuando se hallaba moribundo aunque, por entonces, Filoctetes era un muchacho.

Saltaron sobre matojos de hierbas entre un aire claro y tonificante. Ulises demostró su agilidad superando un montón de plantas y chocando sus talones. Filoctetes lo imitó y aterrizó ligero y ágil, pero al cabo de unos instantes profirió un breve y agudo grito de alarma con el rostro contraído mientras se apoyaba en una rodilla y extendía la otra pierna. Corrimos hacia él preguntándonos si se la habría roto y lo hallamos encorvado y jadeante, sujetándose la pierna extendida con las manos. Ulises desenvainó su puñal.

– ¿Qué sucede? -inquirió Néstor.

– ¡He pisado una serpiente! -respondió Filoctetes.

Sentí una oleada de temor. En Grecia no abundaban las serpientes venenosas, criaturas muy diferentes a aquellas domésticas y religiosas que amábamos y honrábamos en gran manera porque ahuyentaban a las ratas y ratones.

Ulises realizó unos cortes profundos con su puñal en la pierna y acto seguido se inclinó y aplicó los labios, para escupir sangre y veneno tras cada sonora aspiración. A continuación le hizo señas a Diomedes.

– Ven, argivo, cógelo y llévaselo a Macaón. Y procura que no se mueva demasiado para que el veneno no circule hacia sus partes vitales.

»En cuanto a ti -le dijo a Filoctetes-, permanece inmóvil y no te desanimes; no en vano Macaón es hijo de Asclepios y sabrá lo que debe hacerse.

Diomedes se adelantó a nosotros conduciendo su pesada carga con tanta agilidad como si de una criatura se tratase, al paso ligero que yo le había visto mantener durante largo tiempo cuando llevaba su armadura completa.

Como es natural, acudimos al consultorio de Macaón inmediatamente. El hombre disponía de una excelente morada que compartía con su hermano Podaliero, mucho más tímido que él, pues los hombres enferman incluso antes de que comiencen las guerras. Filoctetes yacía en un diván con los ojos cerrados y respiración estertórea.

– ¿Quién cuidó la herida? -inquirió Macaón. -Yo -repuso Ulises.

– Bien hecho, ítaco. Si no hubieras actuado tan expeditivamente, hubiera fallecido allí mismo. Incluso ahora se halla en peligro de muerte. El veneno debía de ser muy letal. Ha sufrido cuatro convulsiones y siento su corazón fibrilar bajo mi mano.

– ¿Cuánto tardaremos en conocer el resultado? -me interesé.

Remiso como buen físico a pronunciarse sobre un pronóstico fatal, movió dubitativo la cabeza y respondió:

– No lo sé, señor. ¿Capturó alguien a la serpiente o por lo menos la vio?

Movimos negativamente la cabeza.

– Entonces, definitivamente no lo sé -respondió Macaón con un suspiro.

La delegación partió hacia Troya al día siguiente en un gran navio con las cubiertas en desorden para demostrar que habían emprendido solos el largo viaje desde Grecia; los restantes nos dispusimos a aguardar su retorno. Nos manteníamos en gran silencio y nos asegurábamos de que el humo de nuestras hogueras no se remontaba sobre las colinas para denunciar nuestra presencia a cualquier posible observador del continente. Los tenedios no nos causaron problemas, aún sorprendidos por las dimensiones de la flota que los había invadido inesperadamente.

Yo veía poco a los jefes jóvenes, quienes habían elegido a Aquiles como su superior y lo tomaban como ejemplo en lugar de a mí. Desde la muerte de Ifigenia, él no se me había vuelto a acercar. Lo había visto en más de una ocasión, su altura y su porte lo hacían inconfundible, pero él había simulado no verme y había seguido su camino. Aunque no podía menos que reparar en los métodos que utilizaba con sus mirmidones, pues no perdía el tiempo ni les permitía estar ociosos al igual que a los restantes soldados.

Cada día los obligaba a entrenarse y a ejercitarse; aquellos siete mil soldados eran los más aptos, los más capacitados que yo había visto en mi vida. Me sorprendió enterarme de que sólo había llevado siete mil mirmidones a Áulide, pero a la sazón ya comprendía que Peleo y su hijo habían preferido calidad a cantidad. Ninguno de ellos superaba los veinte años y todos eran soldados profesionales en lugar de voluntarios más acostumbrados a arrastrar un arado o a pisotear uvas. Según se murmuraba, ninguno de ellos estaba casado. Una medida muy acertada, pues sólo los jóvenes sin esposa ni hijos montaban en los carros de batalla sin importarles su destino.

La delegación regresó a los siete días de su partida. Su nave arribó cuando ya había oscurecido y los tres embajadores acudieron al punto a mi residencia. Por sus rostros comprendí que no habían tenido éxito, pero aguardé a que Néstor llegara para recibir su comunicado. No era necesario convocar a Idomeneo.

– ¡Se han negado a devolverla, Agamenón! -exclamó mi hermano dando un puñetazo en la mesa.

– ¡Tranquilízate, Menelao! Nunca imaginé que accedieran a ello. ¿Qué sucedió exactamente? ¿Viste a Helena?

– No, la ocultaron a mi vista. Fuimos escoltados hasta la Ciudadela, me conocían por la anterior visita que realicé a Sigeo. Príamo, sentado en su trono, me preguntó qué deseaba en esta ocasión. Le respondí que iba en busca de Helena, ¡y se rió de mí! ¡Si su maldito hijo hubiera estado presente, lo hubiera matado allí mismo!

Se desplomó en una silla y apoyó la cabeza en las manos. -Y te hubieran matado a ti. Prosigue. -Príamo dijo que Helena había acudido por propia voluntad y que no deseaba regresar a Grecia, que consideraba a París su esposo y que prefería conservar en Troya las propiedades que se había llevado consigo, donde podía utilizarlas para asegurarse de que nunca se convertiría en una carga financiera para su nueva patria. Llegó a insinuar que yo había usurpado el trono de Lacedemonia. ¿Puedes imaginarlo? Dijo que tras la muerte de sus hermanos Castor y Pólux ella debía haber reinado por derecho propio. ¡Que era la hija de Tíndaro y que yo sólo soy un títere de Micenas!

– Bien, bien -intervino Néstor con una risita-. Me parece que Helena se hubiera rebelado aunque hubiera decidido quedarse contigo en Amidas, Menelao.

Mi hermano se volvió enfurecido hacia el anciano y yo golpeé con mi bastón en el suelo. -¡Prosigue, Menelao!

– De modo que le entregué a Príamo la placa roja en la que figuraba el símbolo de Ares y él me miró como si nunca hubiera visto nada igual. Le tembló la mano de tal modo que la dejó caer al suelo y se rompió. Todos se sobresaltaron. Entonces Héctor la recogió y se la llevó.

– Todo eso debió de haber ocurrido hace algunos días. ¿Por qué no regresasteis inmediatamente? -pregunté.

Pareció avergonzarse, no respondió y yo, al igual que Néstor, comprendí la razón: confiaba ver a Helena.

– No les has explicado cómo concluyó aquella primera audiencia -señaló Palamedes.

– ¡Así lo haré si me lo permitís! -replicó Menelao-. Deífobo, primogénito de Príamo, le rogó públicamente a su padre que nos diera muerte. Entonces Antenor intervino y se ofreció a alojarnos. Invocó al hospitalario Zeus y prohibió que cualquier troyano levantase la mano contra nosotros.

– Muy interesante, procediendo de un dárdano -repuse dándole unas palmaditas cariñosas a Menelao-. ¡Anímate, hermano! ¡En breve podrás ser vengado! Ahora retírate a descansar. Cuando Néstor y yo nos quedamos a solas con Ulises y Palamedes descubrí lo que realmente deseaba saber. Menelao era el único que había estado en Troya, pero durante el año en que nos habíamos estado preparando para la guerra no había conseguido facilitarnos ninguna información útil. ¿Cuan altas eran las murallas? ¡Muy altas! ¿Cuántos hombres podía reunir Príamo para la lucha? ¡Muchísimos! ¿Cuan firmes eran sus vínculos con el resto de Asia Menor? ¡Estrechísimos! Había resultado casi tan difícil como tratar de arrancarle información a Calcante, aunque mi hermano no podía presentar la inocua excusa del sacerdote: que Apolo había sellado su lengua.

– Debemos actuar con rapidez, señor -dijo Palamedes quedamente.

– ¿Por qué?

– Troya es una ciudad de enclave singular, dominada por prudentes y necios en igual número, y ambos pueden ser peligrosos. Príamo es una mezcla de sabio y necio. Entre sus consejeros me han merecido el mayor respeto Antenor y un joven llamado Polidamante. En cuanto a Deífobo, el hijo que Menelao te ha mencionado, es un asno impetuoso. Por otra parte, no es el heredero, su puesto no es más relevante que cualquiera de los restantes hijos imperiales engendrados por Príamo con la reina Hécuba.

– Sin embargo, por su calidad de primogénito debería ser el heredero.

– Príamo fue en sus tiempos un semental lujurioso y alardea del increíble número de cincuenta hijos de la reina, de sus restantes esposas y de sus múltiples concubinas. En cuanto a hijas, se calcula que supera las cien; según me dijo, ha engendrado más hembras que varones. Le pregunté por qué no nos había mostrado a alguna de ellas. Se echó a reír y me respondió que las más hermosas resultan excelentes esposas para sus aliados y que, en cuanto a las feas, tejen suficientes telas para mantener esplendoroso el palacio.

– Hablame de él.

– Es enorme, señor. Diría que tan grande como la antigua casa de Minos en Cnosos. Cada hijo casado de Príamo cuenta con una serie aislada de habitaciones donde viven rodeados de lujo. Hay otros palacios en la Ciudadela, en uno de los cuales reside Antenor y en otro de ellos, el heredero.

– ¿Quién es el heredero? Recuerdo que Menelao mencionó a un tal Héctor pero, como es natural, yo supuse que era el primogénito.

– Héctor es el hijo más joven de la reina Hécuba. Se hallaba presente cuando llegamos pero marchó casi en seguida, al parecer para realizar una misión urgente en Frigia. Me permito añadir que rogó verse relevado de aquella tarea, pero Príamo insistió en imponérsela. Puesto que él dirige el ejército, en estos momentos carecen de su comandante en jefe. Lo que me induce a suponer que Héctor es más prudente que su padre. Es joven, no creo que tenga más de veinticinco años, y muy corpulento. En realidad, de las dimensiones de Aquiles.

Entonces me volví hacia Ulises, que se acariciaba lentamente el rostro.

– ¿Y qué opinas tú, Ulises?

– Acerca de Héctor añadiría que los soldados y la gente corriente lo adoran.

– Comprendo. De modo que no limitaste tus actividades a palacio.

– No; Palamedes se encargó de ello mientras yo merodeaba por la ciudad, ejercicio muy útil e instructivo. Troya, señor, es una nación resguardada por murallas. Dos círculos de murallas. Las que rodean la Ciudadela son imponentes, más altas que las que protegen Micenas o Tilinto. Pero las murallas exteriores, las que se hallan en torno a la ciudad, son gigantescas. Troya es una ciudad en el auténtico sentido de la palabra, Agamenón. Está construida totalmente dentro del recinto exterior de murallas, no diseminada fuera de ellas como nuestras ciudades. La gente no necesita refugiarse en el interior cuando amenaza el enemigo, porque ya vive dentro. Hay muchas callejuelas estrechas e infinitas casas de gran altura que ellos denominan edificios de apartamentos, cada uno de los cuales alberga a varias docenas de familias.

– Según me dijo Antenor, en el último censo se inscribieron ciento setenta mil ciudadanos -intervino Palamedes-. De lo cual yo deduciría que Príamo podría formar un ejército de cuarenta mil hombres excelentes sin buscar más allá de la propia ciudad… cincuenta mil si utilizara también a los ancianos.

Sonreí al pensar en mi tropa de ochenta mil efectivos.

– No bastarán para evitarnos la entrada -dije.

– Son más que suficientes -respondió Ulises-. La ciudad mide varias leguas de circunferencia, aunque es más oblonga que redonda. Las murallas exteriores son fantásticas. Medí una piedra desde mis nudillos hasta el codo y conté las hileras. Tienen treinta codos de altura y por lo menos veinte de grosor en su base. Son tan antiguas que nadie recuerda cuándo fueron construidas ni por qué. Según la leyenda, están malditas y deben desaparecer para siempre de la vista por causa de Laomedonte, el padre de Príamo. Pero dudo que sea por obra nuestra. Están ligeramente inclinadas y las piedras han sido pulidas; no existen asideros seguros para escalas ni garfios.

Carraspeé para aliviar una inquietante sensación depresiva.

– ¿No existe ningún punto débil, Ulises? ¿Algún muro o entradas inferiores?

– Sí, lo hay, aunque yo no contaría con ello, señor. En la zona occidental se desplomó parte de las murallas originales durante el que calculo sería el mismo terremoto que acabó con Creta. La brecha fue reparada por Eaco y actualmente le dan el nombre de Cortina Occidental. Tiene unos quinientos pasos de longitud y se halla toscamente labrada, por lo que su superficie aparece llena de salientes y grietas que permitirían su escalada. En cuanto a sus accesos, sólo cuenta con tres puertas: una muy próxima a la Cortina Occidental, llamada Escea; otra en la parte sur, llamada Dárdana, y otra en el noreste, llamada Ida. Las restantes entradas consisten en sumideros y conductos fácilmente custodiados que tan sólo permiten el paso individualmente. Las puertas son asimismo macizas, de veinte codos de altura y arqueadas sobre el paso elevado que discurre por la parte superior de las murallas exteriores y que permite el rápido traslado de tropas de un sector a otro. Las puertas están construidas con maderos reforzados con placas de bronce y pinchos y sería inútil emplear arietes contra ellas. A menos que alguien las abra, necesitarás un milagro para entrar en Troya, Agamenón.

¡Vaya, Ulises siempre tan pesimista!

– No puedo comprender que resistan unas fuerzas tan numerosas como las nuestras, no es posible.

Palamedes examinó el contenido de su copa de vino sin pronunciar palabra; Néstor compartía aquella opinión. Ulises prosiguió:

– Agamenón -comenzó gravemente-, si las puertas de Troya están cerradas, disponen de efectivos más que suficientes para repeler tus ataques. Sólo puedes intentar la escalada por un lugar: la Cortina Occidental. Pero únicamente cuenta con quinientos pasos de longitud. Cuarenta mil hombres la atestarían como las moscas a un trozo de carroña. ¡Créeme, pueden mantenerte a raya durante años! Todo depende de que realmente crean que aún estamos en Grecia. Pero si salen a pescar por esta parte de Ténedos, estaremos perdidos. Pienso que debes hacer planes para una campaña larga. Aunque, desde luego, también podrías rendirlos por hambre -concluyó con ojos brillantes. Néstor carraspeó indignado.

– ¡Ulises! ¡De nuevo con tus ocurrencias! ¡Nos veremos condenados a la repentina locura!

El hombre enarcó sus rojas cejas, impenitente como de costumbre.

– Lo sé, Néstor, pero, hasta donde alcanzo a comprender, todas las normas bélicas parecen favorecer al enemigo, lo que es muy lamentable. Por eso me parecía lógico confiar en ese recurso.

Me levanté presa de un súbito cansancio. -Desdichada la raza humana cuando gente como tú detente el mando, Ulises. Acostaos. Por la mañana convocaré consejo general y zarparemos pasado mañana al amanecer. Mientras los demás salían, Ulises se volvió a preguntarme: -¿Cómo está Filoctetes?

– Según Macaón, su estado no permite abrigar esperanzas.

– Lo lamento. ¿Qué pensáis hacer con él? -¿Qué puede hacerse? Tendrá que quedarse aquí. Sería el colmo de la locura conducirlo a un campo de batalla.

– Convengo en que no puede acompañarnos, señor, pero tampoco podemos dejarlo en este lugar. En cuanto volviéramos la espalda, los tenedios le cortarían el gaznate. Envíalo a Lesbos, los lesbianos son más cultos y respetarán a un enfermo.

– No sobreviviría al viaje -protestó Néstor. -Aun así, sería un mal menor.

– Te asiste la razón, Ulises -dije-. Lesbos es más adecuado.

– Gracias. Vale la pena esforzarse por salvarlo. -De pronto Ulises se veía animado-. Voy a decírselo ahora mismo.

– No se enterará, se halla en estado de coma desde hace tres días -le respondí.

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