CAPITULO UNO

NARRADO POR PRÍAMO

Nunca hubo una ciudad como Troya. Al joven sacerdote Calcante, enviado a la Tebas egipcia durante su noviciado, apenas le impresionaron las pirámides construidas en la orilla occidental del río de la Vida. Y Troya le parecía aún más sobrecogedora, por su majestuosa altura y porque sus construcciones albergaban a seres vivos en lugar de muertos. Pero alegó como circunstancia atenuante que los dioses de los egipcios eran inferiores. Los egipcios habían levantado sus piedras con manos mortales mientras que las poderosas murallas de Troya las habían erigido nuestros propios dioses. Y añadió que tampoco podría competir con ella la vulgar Babilonia, cuya altura se ve atrofiada por el cieno del río y cuyas murallas parecen obra de niños.

Nadie recuerda cuándo fueron construidas nuestras murallas, tan antiguas son, aunque todos conocen su historia. Dárdano, hijo de Zeus, rey de nuestros dioses, tomó posesión de la península rectangular situada en la cima de Asia Menor, en cuya zona norte vierte el Ponto Euxino sus aguas en el mar Egeo por el estrecho del Helesponto. Dárdano dividió este nuevo reino en dos partes y entregó la zona sur a su segundo hijo, que la llamó Dardania e instaló su capital en la ciudad de Lirneso. Aunque menor, la parte norte es muchísimo más rica, pues comporta la custodia del Helesponto y el derecho a recaudar impuestos de todos los mercaderes que entran y salen del Ponto Euxino. Esta zona se denominó Tróade y su capital, Troya, está situada en la colina que lleva el mismo nombre.

Zeus amaba a su hijo mortal, por lo que, cuando Dárdano rogó a su divino padre que obsequiase a Troya con murallas indestructibles, el dios accedió encantado a su petición. En aquellos momentos había dos dioses caídos en desgracia: Poseidón, dios de los mares, y Apolo, dios de la luz. A ambos se les ordenó que fuesen a Troya y construyesen las murallas más altas, recias y fuertes del mundo.

Según explicó al crédulo Poseidón, aquélla, en realidad, no era tarea apropiada para el delicado y refinado Apolo, que en lugar de agotarse y ensuciarse prefería tocar la lira, un medio para ayudar a pasar el tiempo a medida que avanzaba la construcción de las murallas. De modo que Poseidón amontonó piedra sobre piedra mientras Apolo le daba serenatas.

Poseidón había puesto precio a su trabajo: la suma de cien talentos de oro que, en lo sucesivo, se depositarían todos los años en su templo de Lirneso. El rey Dárdano accedió a ello y desde tiempos inmemoriales todos los años se habían depositado los cien talentos de oro en el templo de Poseidón, en Lirneso. Pero cuando mi padre, Laomedonte, subió al trono de Troya se produjo un terremoto tan devastador que derrumbó el palacio de Minos en Creta y provocó la desaparición del imperio de Thera. La parte occidental de nuestras murallas se desmoronó y mi padre contrató al ingeniero griego Eaco para que las reconstruyera.

Eaco realizó un buen trabajo, aunque la nueva obra que levantó no tenía la pulcritud ni la belleza del restante complejo creado por los dioses.

Según mi padre, el contrato con Poseidón (no creo que Apolo pidiera honorarios por su música) no se había cumplido, pues a la postre las murallas no habían resultado indestructibles y, por consiguiente, decretó que jamás volverían a pagarse los cien talentos de oro anuales. En principio este argumento parecía válido, salvo que los dioses -al igual que yo, entonces un muchacho- seguramente sabían que el rey Laomedonte era un miserable redomado al que le dolía entregar tantísimo y tan preciado oro troyano a aquel templo situado en una ciudad rival y por añadidura dominada por una dinastía antagónica de familiares consanguíneos.

Sea como fuere, el oro dejó de pagarse y, durante los años que tardé en convertirme en hombre, no sucedió nada.

Y cuando se presentó el león, tampoco se le ocurrió a nadie relacionar su presencia con dioses insultados ni con las murallas de la ciudad.

En las verdes llanuras del sur de Troya se encontraban las cuadras de mi padre, el único capricho que se permitía, aunque incluso sus caprichos tenían que reportarle beneficios.

Poco después de que el griego Eaco concluyó la reconstrucción de la muralla occidental, llegó un hombre a Troya procedente de tierras tan lejanas que sólo sabíamos que sus montañas apuntalaban el cielo y que sus praderas eran las más placenteras del mundo. El refugiado trajo consigo diez caballos, tres sementales y siete yeguas. Jamás habíamos visto corceles semejantes: grandes, veloces, de hermosas cabezas y largas crines y colas, mansos y dóciles. ¡Magníficos para conducir carros! Y en el instante en que el rey puso sus ojos en ellos, su propietario quedó condenado. El hombre murió y sus caballos se convirtieron en propiedad privada del soberano de Troya, quien crió con ellos una raza tan famosa que tratantes de todo el mundo acudían a nuestro país a comprar yeguas y castrados; pues Laomedonte era demasiado astuto para vender un semental.

En medio de las cuadras discurría un sendero trillado y siniestro, utilizado antiguamente por los leones cuando se trasladaban desde el norte de Asia Menor a Escitia a pasar el verano, y en su regreso al sur para invernar en Caria y Licia, donde el sol conservaba el poder de caldear sus leonadas pieles. Los cazadores los habían ahuyentado y el sendero se había convertido en un camino que conducía hasta el agua.

Un día, seis años atrás, unos campesinos acudieron corriendo ante mi padre, palidísimos. Nunca olvidaré el semblante de Laomedonte cuando le informaron de que tres de sus mejores yeguas habían muerto y que un semental se hallaba gravemente mutilado, víctimas todos ellos de un león.

El soberano no se entregaba fácilmente a la ira ciega. Con gran aplomo ordenó que la primavera siguiente se apostara un destacamento de la guardia real en el sendero y diera muerte a aquella bestia.

¡Pero no era un león cualquiera! Cada primavera y cada otoño se presentaba con tanto sigilo como si fuera invisible y sacrificaba a más animales de los que precisaba para llenar el estómago. Asesinaba por placer. Dos años después de su llegada, la guardia real lo descubrió cuando atacaba a un semental. Los hombres avanzaron hacia él golpeando las espadas en los escudos con la intención de arrinconarlo y atacarlo con sus jabalinas. Pero el animal retrocedió, lanzó su rugido bélico al tiempo que arremetía contra ellos, y cruzó entre sus filas como una roca rodando por una pendiente. Entre aquella dispersión humana, la regia bestia se llevó por delante a siete soldados y huyó ilesa.

En medio del desastre se logró algo positivo: un soldado destrozado por las garras del animal logró sobrevivir, presentarse ante los sacerdotes e informar a Calcante de que el león llevaba la marca de Poseidón: en su pálido costado aparecía un tridente negro.

Calcante consultó al punto al oráculo y acto seguido anunció que aquel león pertenecía a Poseidón. ¡Y ay de la mano troyana que lo atacase!, exclamó, porque era el castigo impuesto a Troya por privar de los cien talentos anuales al dios de los mares. Y la bestia no se marcharía hasta que se reanudasen los pagos.

Al principio mi padre no hizo caso de las predicciones de Calcante ni del oráculo y, cuando llegó el otoño, ordenó de nuevo a los miembros de la guardia real que fuesen a matar a la bestia. Pero había subestimado el temor que los hombres corrientes sienten hacia los dioses y, aunque amenazó a sus guardianes con ejecutarlos, se negaron a cumplir sus órdenes. Furioso pero frustrado, informó a Calcante de que se negaba a entregar oro troyano a la Lirneso dárdana y que sería mejor que los sacerdotes ideasen otra opción. Calcante recurrió de nuevo al oráculo, el cual le anunció claramente que existía tal alternativa: por el momento Poseidón se sentiría satisfecho si cada primavera y cada otoño seis doncellas vírgenes escogidas a suertes eran encadenadas en la dehesa caballar y entregadas al león.

Como es natural, el rey prefirió entregar las doncellas al dios en lugar del oro y se adoptó el nuevo sistema. El problema era que, en realidad, jamás confiaba esa cuestión a los sacerdotes, no porque fuera un sacrilego -entregaba a los dioses lo que consideraba que se les debía-, sino porque detestaba verse esquilmado. De modo que cada primavera y cada otoño todas las doncellas vírgenes de quince años se cubrían con una especie de sudario blanco de la cabeza a los pies para no ser identificadas y se alineaban en el patio de Poseidón, constructor de murallas, donde los sacerdotes escogían a seis de aquellos anónimos bultos blancos para el sacrificio.

La táctica funcionó. Dos veces al año pasaba por allí el león, sacrificaba al grupo de muchachas encadenadas y dejaba ilesos a los caballos. Para el rey Laomedonte aquél era un precio ínfimo por la salvaguarda de su orgullo y la conservación de su negocio.

Cuatro días antes de que llegase el otoño se escogió a las víctimas. Cinco de las jóvenes procedían de la ciudad, la sexta era de la Ciudadela, el gran palacio. Se trataba de Hesíone, la hija predilecta de mi padre. Cuando Calcante acudió a darle la noticia, él se mostró incrédulo.

– ¿Tan idiotas habéis sido que no habéis marcado su sudario? -inquirió-. ¿Quieres decir que mi hija ha sido tratada como todas?

– Es la voluntad del dios -repuso Calcante, imperturbable.

– ¡No es voluntad divina que mi hija sea escogida! ¡Él desea recibir seis vírgenes, nada más! ¡De modo que busca a otra víctima, Calcante!

– No puedo, gran rey.

El sacerdote se negó a ceder en su postura. Una mano divina había dirigido tal elección, lo que significaba que Hesíone y nadie más que ella satisfaría las condiciones del sacrificio.

Aunque ningún cortesano estuvo presente durante tan tensa y borrascosa entrevista, circularon noticias de ella de uno a otro extremo de la Ciudadela. Los mensajeros propicios como Antenor condenaban rotundamente al sacerdote mientras que los múltiples hijos del rey -incluido yo mismo, su heredero- pensábamos que por fin nuestro padre tendría que darse por vencido y pagar a Poseidón los cien talentos anuales de oro. Al día siguiente el rey convocó a su consejo, reunión a la que, como es natural, asistí, puesto que el heredero debía oír cómo se dictaban las sentencias.

Laomedonte se mostraba tranquilo y despreocupado. El monarca era pequeño, había superado sobradamente la juventud, tenía largos cabellos plateados y vestía una larga y áurea túnica. Los matices de su voz me sorprendían constantemente porque era profunda, noble, melódica y firme.

– Mi hija Hesíone ha accedido a someterse al sacrificio -comunicó a la asamblea de hijos y primos hermanos y lejanos-. Así se lo exige el dios.

Tal vez Antenor suponía lo que diría el rey, pero ni yo ni mis hermanos menores lo imaginábamos.

– ¡Señor! -exclamé impulsivo-. ¡No puedes hacer eso! ¡En situaciones difíciles el rey puede someterse a sacrificio por el bien de su pueblo, pero sus hijas doncellas pertenecen a la virgen Artemisa, no a Poseidón!

Al monarca no le agradó verse reprendido por su primogénito ante la corte. Apretó los labios e infló el pecho.

– ¡Mi hija ha sido escogida, Podarces Príamo! ¡Escogida por Poseidón!

– Poseidón se sentiría más satisfecho si se le entregaran cien talentos de oro en su templo de Lirneso -mascullé.

En aquel momento advertí que Antenor sonreía desdeñoso. ¡Debía de estar encantado ante el enfrentamiento del rey y su heredero!

– ¡Me niego a pagar un oro obtenido con muchos sacrificios a un dios incapaz de construir unas murallas bastante resistentes para sobrevivir a sus propios terremotos! -exclamó Laomedonte.

– ¡No puedes enviar a Hesíone a la muerte, padre!

– ¡No soy yo quien la envía al sacrificio sino Poseidón!

El sacerdote Calcante se movió con inquietud un instante pero volvió a inmovilizarse.

– ¡Un mortal como tú no debería culpar a los dioses de sus propios fallos! -le dije.

– ¿Dices que tengo fallos?

– Todos los mortales los tenemos -respondí-, incluso el rey de la Tróade.

– ¡Aléjate de mi presencia, Podarces Príamo! ¡Sal de esta estancia! ¡Quién sabe, tal vez el año próximo Poseidón pida en sacrificio a los herederos del trono!

Antenor seguía sonriendo. Me volví y abandoné el salón buscando alivio en el aire libre y en la ciudad.

En el exterior el aire frío y húmedo procedente de la lejana cumbre del Ida serenó mi furia mientras pasaba por la terraza flanqueada por estandartes y me dirigía a la escalera de doscientos peldaños que subía hasta la cumbre de la Ciudadela. Allí, por encima de la llanura, apoyé las manos en aquella obra fabricada por los hombres, porque la Ciudadela no había sido construida por los dioses sino por Dárdano: Aquellos huesos cuidadosamente cuadriculados de la madre tierra me transmitían algo y en aquel momento percibí el poder que reside en el rey. Me pregunté cuántos años tendrían que pasar hasta que yo vistiese la áurea tiara y ocupara el trono de marfil de Troya. Los hombres de la casa de Dárdano eran longevos y Laomedonte aún no había cumplido setenta años.

Durante largo rato observé la mudante marcha de hombres y mujeres a mis pies y luego miré a lo lejos, a las verdes llanuras donde los preciosos caballos del rey extendían sus largos cuellos para mordisquear la hierba. Pero aquel espectáculo sólo sirvió para aumentar mi dolor. Desvié entonces la mirada hacia la isla occidental de Ténedos y percibí el olor a humo de las fogatas encendidas para protegerse del frío en la pequeña ciudad portuaria de Sigeo. Más a lo lejos, al norte, las azules aguas del Helesponto se burlaban del cielo; distinguí la larga curva grisácea de la playa que se extendía entre las desembocaduras del Escamandro y el Simois, los ríos que regaban la Tróade y alimentaban las cosechas y el trigo y la cebada que ondeaban a caprichos de una brisa perpetua y susurrante. Por fin el viento me impulsó a bajar del parapeto hasta el gran patio que se extiende ante el acceso a los palacios y allí aguardé a que un mozo me trajera mi carruaje.

– A la ciudad -ordené al auriga-. Da rienda suelta a los caballos.

El camino principal descendía desde la Ciudadela y se incorporaba a la curva de la avenida que discurría junto al interior de los muros de la ciudad, los construidos por Poseidón. En el cruce de ambas calles se encontraban la puerta Escea, una de las tres entradas que permitían el acceso a Troya. No recuerdo haberla visto nunca cerrada; decían que ello tan sólo sucedía en épocas conflictivas y no había en el mundo nación bastante fuerte para declarar la guerra a Troya.

La puerta Escea medía veinte codos de altura, estaba formada por inmensos maderos sujetos con clavos y placas de bronce y era demasiado pesada para moverla sobre las bisagras más grandes que un ser humano podría forjar. En lugar de ello se abría según un sistema ideado por el arquero Apolo mientras yacía al sol viendo afanarse a Poseidón. La base de la hoja de la puerta descansaba sobre una enorme roca redonda instalada en una zanja profunda y curva sobre la que se habían echado cadenas de bronce macizo. Cuando la puerta tenía que cerrarse, se uncía un rebaño de treinta bueyes a las cadenas, que arrastraban poco a poco la hoja mientras la roca giraba a lo largo del fondo de la zanja.

En mi infancia, ansioso de presenciar tal espectáculo, había rogado a mi padre que unciera los bueyes, a lo que él se había negado riendo y, sin embargo, allí estaba yo, con cuarenta años, diez esposas y cincuenta concubinas, aún deseoso de ver cerrarse la puerta Escea.

Por encima de la entrada, un arco en voladizo unía las murallas de ambos lados permitiendo así la continuidad del pasillo que discurría en lo alto por todo el perímetro de la ciudad. La plaza Escea, en el interior, permanecía constantemente a la sombra de aquellas fantásticas murallas construidas por el dios, que alcanzaban treinta codos sobre mi cabeza, esbeltas y lisas, resplandecientes al sol que las bañaba.

Hice señas a mi auriga para que siguiera adelante pero, antes de que sacudiera las riendas, cambié de opinión y lo detuve. Un grupo de hombres acababa de entrar en la plaza: eran griegos, algo evidente en su atuendo y sus modales. Vestían faldellines o calzones de cuero muy ceñidos hasta la rodilla; algunos iban desnudos hasta la cintura y otros lucían camisas de cuero labrado abiertas para mostrar el pecho. Sus ropas eran vistosas y engalanadas con áureos dibujos o lucían borlas o piezas de badana teñida; ceñían sus cinturas con anchos cinturones de bronce con incrustaciones de oro y lapislázuli; cuentas pulidas de cristal pendían de sus orejas; llevaban en las gargantas grandes collares de gemas y sus largas cabelleras pendían en cuidados rizos.

Los griegos eran más altos y más rubios que los troyanos pero aquéllos aún lo eran más y tenían el aspecto más temible que había visto en mi vida. Sólo la riqueza de sus ropas y de sus joyas evidenciaban que no eran vulgares merodeadores, porque iban armados de lanzas y largas espadas.

Al frente de ellos se encontraba un hombre sin duda único, un gigante que sobrepasaba a los restantes miembros del grupo. Debía de medir seis codos de altura y sus hombros eran como oscuras montañas. La barba, negra y modelada en pico, le cubría la potente mandíbula, y sus negros cabellos, aunque muy recortados, caían alborotados y rebeldes sobre una frente que se proyectaba amenazadora sobre los ojos. Se cubría simplemente con una enorme piel de león que pendía sobre su hombro izquierdo y bajo el brazo derecho, y cuya cabeza lucía a modo de capucha en la espalda, con las terribles mandíbulas abiertas y exhibiendo los poderosos colmillos.

El hombre se volvió y me descubrió observándolo. Me quedé como petrificado, fija la mirada en sus apacibles ojos -que todo lo habían visto y resistido y que habían experimentado todas las degradaciones que los dioses pueden imponer a un hombre-, que irradiaban inteligencia. Imaginé que me apoyaba en la casa que estaba a mis espaldas, con el espíritu desnudo y la mente sometida a su atracción.

Pero hice acopio de valor y me erguí orgulloso: poseía un gran título, viajaba en un carruaje repujado en oro, conducido por la pareja de caballos blancos más hermosos que él había visto, y mi ciudad era la más poderosa del mundo.

El hombre se movía entre el bullicio y ajetreo de la plaza del mercado como si no existiera cuanto le rodeaba. Avanzó a mi encuentro seguido de dos de sus compañeros y acarició los negros hocicos de mis corceles con su manaza.

– ¿Eres de palacio? ¿Tal vez de la casa real? -me preguntó con voz profunda aunque sin arrogancia.

– Soy Podarces, llamado Príamo, hijo y heredero de Laomedonte, rey de Troya -le respondí.

– Yo soy Heracles -se presentó a su vez.

Lo miré boquiabierto. ¡Heracles! ¡Heracles en Troya!

– Señor, nos honras con tu presencia. ¿Te dignarás ser huésped en la casa de mi padre? -lo invité humedeciendo mis resecos labios.

El hombre me respondió con una sonrisa sorprendentemente dulce.

– Te lo agradezco, príncipe Príamo. ¿Incluyes a mis hombres en tu invitación? Todos proceden de nobles casas griegas y no nos avergonzarán a tu corte ni a mí.

– Desde luego, señor Heracles.

Hizo una seña a los dos hombres que lo seguían para que se adelantaran de entre las sombras.

– Te presento a mis amigos: éste es Teseo, gran soberano del Ática, y éste, Telamón, hijo de Eaco, rey de Salamina.

Tragué saliva. Heracles y Teseo eran de todos conocidos: los bardos cantaban constantemente sus hazañas. En cuanto a Eaco, padre del joven Telamón, había reconstruido nuestra muralla. ¿Qué otros nombres famosos figurarían en aquel pequeño grupo de griegos?

Tal era el poder de aquella simple palabra, Heracles, que hasta mi miserable padre se sintió obligado a dispensar una regia acogida al famoso griego. De modo que aquella noche se celebró un banquete en el gran salón, con abundancia de alimentos y bebidas, servidos en vajilla de oro, y arpistas, bailarinas y titiriteros para nuestro solaz. Si a mí me había impresionado, no menos a mi padre: todos los griegos que componían el séquito de Heracles eran monarcas por derecho propio. Por consiguiente me preguntaba cómo se conformaban con seguir a un hombre que no aspiraba a ningún trono, que había limpiado establos y que había sido roído, mordido y atacado por toda clase de criaturas, desde un mosquito hasta un león.

A mi izquierda, en la mesa presidencial, se sentaba Heracles y, a mi diestra, el joven Telamón, y mi padre se encontraba entre Heracles y Teseo. Aunque el inminente sacrificio de Hesíone nublaba nuestra hospitalidad, creíamos disimularlo tan bien que nuestros invitados griegos no advertían nada. Las conversaciones eran fluidas porque era gente culta y estaban debidamente instruidos en todas las materias, desde la aritmética mental hasta las palabras de los poetas, que ellos, al igual que nosotros, aprendían de memoria. ¿Pero qué clase de hombres eran los griegos bajo tal barniz de cultura?

Entre las naciones de Grecia y las de Asia Menor, que incluía Troya, había escaso contacto. Y a nosotros, como norma, no nos preocupaba su existencia. Teníamos entendido que era gente notoriamente compleja, famosa por su insaciable curiosidad; pero aquellos hombres debían de ser relevantes incluso entre sus congéneres, porque los griegos escogen a sus reyes por razones ajenas a su linaje.

Mi padre en particular no apreciaba a los griegos. Durante los últimos años había establecido tratados con los diversos reinos de Asia Menor por los que les concedía la mayor parte del comercio existente entre el Ponto Euxino y el mar Egeo, lo que significaba que había restringido gravemente el paso por el Helesponto a numerosos barcos mercantes griegos. Misia, Lidia, Dardania, Caria, Licia y Cilicia no deseaban compartir el comercio con los griegos por la sencilla razón de que éstos siempre lograban superarlos en ingenio y conseguir mejores tratos. Y mi padre contribuía por su parte vetando el acceso de los mercaderes griegos a las negras aguas del Ponto Euxino. Todas las esmeraldas, zafiros, rubíes, oro y plata de la Cólquide y de Escitia viajaban a las naciones de Asia Menor y los escasos comerciantes griegos a quienes mi padre autorizaba el paso tenían que centrar sus esfuerzos en conseguir cobre y estaño de Escitia.

No obstante, Heracles y sus compañeros eran demasiado educados para mencionar tópicos conflictivos como los embargos comerciales y limitaban su conversación a observaciones admirativas acerca de nuestra ciudad rodeada de tan altas murallas, las dimensiones de la Ciudadela y la belleza de nuestras mujeres, aunque esto último sólo podían valorarlo por las esclavas que pasaban entre las mesas sirviendo guisos, repartiendo pan y carne y escanciando vinos.

De las mujeres la charla mudó espontáneamente a los caballos: yo esperaba que Heracles abordase el tema porque había reparado en su astuta mirada cuando apreciaba la calidad de mis blancos corceles.

– Los caballos que conducían hoy la carroza de tu hijo eran realmente magníficos, señor -dijo por fin-. Ni siquiera en Tesalia pueden jactarse de poseer una raza semejante. ¿Están en venta?

– Sí, son magníficos -respondió mi padre con expresión avarienta-, y los vendo… Pero me temo que el precio te parecerá prohibitivo. Pido, y obtengo, mil talentos de oro por una yegua.

Heracles encogió sus poderosos hombros con aire pesaroso.

– Tal vez podría permitirme pagarlos, señor, pero tengo que adquirir cosas más importantes. Lo que pides es un rescate real.

Y no volvió a mencionar a los animales.

A medida que avanzaba la noche y la luz se desvanecía, mi padre comenzó a entristecerse al recordar que a la mañana siguiente su hija sería conducida al sacrificio. Heracles, que había reparado en ello, le puso la mano en el brazo y le preguntó:

– ¿Qué te aflige, rey Laomedonte? -Nada, señor, nada en absoluto. Heracles mostró una sonrisa singularmente dulce. -Gran rey, me consta que tu rostro refleja preocupación. ¡Cuéntame de qué se trata!

Y la historia surgió de manera atropellada, aunque, desde luego, presentada bajo las perspectivas más favorables a mi padre. Le explicó que lo acosaba un león enviado por Poseidón, que los sacerdotes habían ordenado el sacrificio de seis doncellas cada primavera y cada otoño, y que en aquella ocasión, entre las víctimas escogidas, había sido incluida Hesíone, su hija más querida.

Heracles permaneció pensativo unos instantes. -¿Qué dijeron exactamente los sacerdotes? ¿Ningún troyano levantará su mano contra la bestia?

– Específicamente, señor -repuso el rey, brillantes los ojos.

– Entonces, tus sacerdotes no tendrán nada que oponer si un griego se alza contra ella, ¿no es cierto?

– Lógica conclusión, Heracles.

– Yo he matado muchos leones -prosiguió Heracles mirando a Teseo-, incluido el de Nemea, cuya piel visto.

Mi padre rompió a llorar.

– ¡Oh, Heracles, libéranos de esta maldición! Si lo haces, nos consideraremos muy en deuda contigo. No hablo sólo en mi nombre, sino en el de mi pueblo, que ya ha sufrido la pérdida de treinta y seis doncellas.

Aguardé complacido con creciente expectación. Heracles no era un necio y no se ofrecería a eliminar un león enviado por un dios sin que mediase alguna compensación para sí.

– Rey Laomedonte -respondió el griego en voz bastante alta para atraerse todas las miradas-, te propongo un trato. Yo mataré a tu león a cambio de un par de caballos de tus cuadras, un semental y una yegua.

¿Qué podía hacer mi padre? Claramente acorralado por la naturaleza pública de aquella propuesta, no le quedó otra elección que acceder a ella a fin de que no se divulgara su inhumano egoísmo por toda la corte, entre sus parientes próximos y lejanos. De modo que asintió simulando cierta alegría.

– Si consigues acabar con ese león, tendrás lo que me pides, Heracles -respondió.

– Así sea.

Heracles permaneció inmóvil unos instantes, con mirada ausente, sin pestañear ni reparar en lo que sucedía. Luego suspiró, se recuperó y centró su atención en Teseo.

– Iremos mañana, Teseo. Mi padre dice que el león aparecerá a mediodía.

Incluso los griegos que lo acompañaban quedaron impresionados.

Con las delicadas muñecas cargadas de cadenas y los tobillos ceñidos por grilletes de oro, ataviadas con sus mejores ropas, los cabellos recién rizados y los ojos pintados, las seis muchachas aguardaban a que los sacerdotes entrasen en el patio que se encontraba frente al templo de Poseidón, constructor de murallas. Hesíone, mi hermanastra, se encontraba entre ellas, tranquila y resignada, aunque un ligero temblor en la comisura de su tierna boca denunciaba el terror que sentía. En el aire resonaban los lamentos y gemidos de padres y parientes, el tintineo de los pesados grilletes y la jadeante respiración de las seis aterradas muchachas. Me acerqué a besar a Hesíone y me marché; ella nada sabía del intento que Heracles realizaría para salvarla.

Tal vez la razón de no contárselo fue porque aún entonces sospechaba que no nos libraríamos tan fácilmente de la maldición, que si Heracles mataba al león, Poseidón, dios de los mares, lo sustituiría por algo mucho peor. Luego mis recelos se disiparon con nuestra precipitada marcha del santuario a la puertecilla posterior de la Ciudadela, donde Heracles había reunido a sus hombres. Tan sólo había escogido a dos ayudantes para la caza: al curtido guerrero Teseo y al jovenzuelo Telamón. En el último momento se detuvo para conferenciar con otro compañero, el rey lapita Piritoo: le oí decirle que los condujese a todos a la puerta Escea a mediodía y que aguardasen allí. Le urgía reemprender la marcha y lo comprendí: los griegos se dirigían a las tierras de las amazonas para robar el cinturón de su reina Hipólita antes de que llegara el invierno.

Tras el extraordinario trance sufrido la noche anterior en el gran salón, nadie puso en duda la afirmación de Heracles de que el león aparecería aquel día, aunque, de ser así, sería una fecha muy temprana para su traslado hacia el sur. Pero Heracles lo sabía. No en vano era el hijo de Zeus, señor de todos los dioses.

Mis cuatro hermanos, todos más jóvenes, Titón, Clitio, Lampo, Hicetaón, y yo acompañamos a Heracles con la escolta de nuestro padre y llegamos al lugar señalado en las cuadras antes de que los sacerdotes aparecieran con las muchachas. Heracles paseó arriba y abajo largamente en cada dirección estudiando el terreno. Luego regresó con nosotros y dispuso su posición de ataque con Telamón, armado con un gran arco, y Teseo, portador de una lanza. En cuanto a él, iba provisto de un enorme garrote.

Mientras subíamos a lo alto de un collado al abrigo del viento y del alcance de la vista, nuestro padre se quedó en el sendero para aguardar a los sacerdotes porque aquél era el primer día del sacrificio. A veces, las pobres criaturas se habían visto obligadas a aguardar muchas jornadas soportando sus áureas cadenas y durmiendo en el suelo, y sólo algunos jóvenes sacerdotes muy asustados les llevaban alimentos.

El sol ya había salido cuando apareció a la vista la comitiva procedente del santuario de Poseidón, constructor de murallas. En primer lugar marchaban las llorosas jovencitas empujadas por los sacerdotes, quienes entonaban sus cánticos rituales y golpeaban tambores con apagados sones. A continuación sujetaron las cadenas a unas estacas clavadas en el suelo a la sombra de un olmo y se escabulleron con toda la rapidez que su dignidad les permitía. Mi padre subió corriendo al collado hasta nuestro escondrijo y nos instalamos en la extensa pradera.

Durante un rato observé ociosamente, pues no esperaba que sucediera nada hasta mediodía. De pronto el joven Telamón salió de su refugio y corrió hacia donde se encontraban las muchachas agachadas tirando de sus grilletes. Oí que mi padre murmuraba algo acerca del descaro de los griegos mientras el joven abrazaba a mi hermanastra y recostaba su cabeza en su moreno y desnudo pecho. Hesíone era una hermosa jovencita que atraía la atención de muchos hombres, ¡pero aquel muchacho era un insensato al aventurarse a correr a su lado cuando podía aparecer en cualquier momento el león! Me pregunté si Telamón habría actuado con autorización de Heracles.

Hesíone se aferró con desesperación a sus brazos y entonces él inclinó la cabeza para susurrarle algo al oído y la besó larga y apasionadamente como a hombre alguno se le había permitido en la corta vida de mi hermana. A continuación, le enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y regresó corriendo al lugar donde lo había apostado Heracles. Hasta nosotros llegó un estallido de risas de los tres griegos que me hizo vibrar de rabia. ¡Se permitían reírse en un sacrificio sagrado! Pero, pese a la distancia que nos separaba, advertí que Hesíone había perdido su miedo y que se erguía orgullosa y con los ojos brillantes.

Hasta que finalizó la mañana prosiguió la hilaridad de los griegos y luego, de repente, guardaron un profundo silencio entre el que tan sólo se distinguía el rumor del viento troyano que soplaba incansable.

Alguien me tocó en el hombro. Giré en redondo entre los apresurados latidos de mi corazón creyendo que se trataba del león, pero me encontré con Tisanes, un criado de palacio destinado a mi servicio, que se inclinó y me susurró al oído:

– La princesa Hécuba requiere tu presencia, señor. Ha llegado el momento y la comadrona dice que su vida pende de un hilo.

¿Por qué las mujeres tienen que escoger siempre el momento más inoportuno? Le hice señas a Tisanes de que se sentara y permaneciera inmóvil y me volví a observar el sendero, que se sumergía en una hondonada después de una pequeña loma. Los pájaros habían interrumpido sus cantos, habían dejado de llamarse mutuamente, y el viento había cesado. Me estremecí.

El león remontó la loma y bajó sinuoso por el sendero. Era la bestia más grande que había visto en mi vida, de piel amarillenta, densa melena negra y cola coronada por un negro penacho.

En su costado derecho lucía la marca de Poseidón, un negro tridente. A mitad de camino, cuando se aproximaba al lugar donde se encontraba apostado Heracles, se detuvo bruscamente, levantó una zarpa del suelo y alzó la enorme cabeza al tiempo que agitaba la cola e inflaba los orificios de su nariz. Luego distinguió a sus víctimas paralizadas de terror y la grata perspectiva lo decidió. Inclinó la cola y corrió hacia ellas con los músculos contraídos y a velocidad increíble. Una muchacha lanzó un grito agudo y penetrante, pero mi hermana le masculló unas palabras que la apaciguaron.

Heracles surgió de las hierbas, gigantesco y cubierto con su piel de león, con el garrote en la diestra. El animal se detuvo y le mostró amenazador su amarillenta dentadura. Heracles agitó el garrote y profirió un grito de desafío mientras el león se encogía y saltaba hacia él. Pero también Heracles saltó y, bajo el espantoso despliegue de aquellas garras, arremetió contra la negra piel del vientre de la bestia con tal fuerza que le hizo perder el equilibrio. El animal retrocedió apoyándose en sus patas traseras y atacó al hombre con una zarpa mientras caía el garrote sobre él. Se oyó un crujido repugnante cuando el arma entró en contacto con la melena de la bestia, que agitó su zarpa al tiempo que el hombre se desviaba a un lado. De nuevo golpeó Heracles al león con un impacto menos intenso que el anterior porque la cabeza ya estaba fragmentada. ¡La lucha había terminado! El león yacía sobre el trillado sendero, la negra melena empapada con la cálida sangre que surgía de su cráneo.

Mientras Teseo y Telamón danzaban y bailaban, Heracles desenvainó su cuchillo y le cortó la garganta a la bestia. Mi padre y mis hermanos corrieron hacia los alborozados griegos y mi sirviente Tisanes fue en pos suyo mientras yo me volvía para emprender el camino hacia casa. Hécuba, mi esposa, estaba de parto y su vida se hallaba en peligro.

Las mujeres carecían de importancia. La muerte por parto era corriente entre los nobles y yo tenía otras nueve esposas y cincuenta concubinas, así como un centenar de hijos. Sin embargo, amaba a Hécuba como a ninguna: ella reinaría conmigo cuando yo ascendiera al trono. Su hijo no era importante, ¿pero qué sería de mí si ella moría? Sí, Hécuba me importaba a pesar de ser dárdana y haber traído consigo a Troya a su hermano Antenor.

Cuando llegué a palacio me encontré con que Hécuba aún no había alumbrado. Puesto que a los hombres nos estaba vetado presenciar los misterios femeninos, pasé el resto del día ocupado en mis quehaceres, que consistían en las tareas que el rey no se hallaba dispuesto a realizar.

Cuando oscureció comencé a inquietarme porque mi padre aún no se había puesto en contacto conmigo ni se oían exclamaciones de regocijo en el imponente complejo palaciego situado sobre la colina de Troya. Tampoco percibía voces griegas ni troyanas cerca de mí: tan sólo silencio. Me resultaba muy extraño.

– ¡Alteza! ¡Alteza!

Ante mí apareció mi sirviente Tisanes con el rostro ceniciento, los ojos desorbitados por el terror y temblando de modo incontrolable.

– ¿Qué sucede? -le pregunté al recordar que él se había quedado en el sendero del león para observar qué sucedía.

El hombre cayó de rodillas y se abrazó a mis tobillos.

– ¡No me he atrevido a moverme hasta hace un momento, alteza! Luego he corrido y he venido directamente a verte sin hablar con nadie.

– ¡Levántate, hombre! ¡Levántate y cuéntame qué sucede!

– ¡El rey, tu padre, ha muerto, alteza! ¡Tus hermanos también han muerto! ¡Todos están muertos!

Una inmensa sensación de calma me inundó: por fin era rey.

– ¿También los griegos?

– ¡No, señor! ¡Los griegos los mataron!

– ¡Tranquilízate y cuéntame qué ha sucedido, Tisanes!

– El tal Heracles estaba satisfecho de su hazaña, reía y cantaba mientras desollaba al león, y Telamón y Teseo se acercaron a las muchachas para liberarlas de sus cadenas. Una vez hubo extendido la piel del animal para que se secara, Heracles pidió al rey que lo acompañara a las caballerizas reales. Según dijo, deseaba escoger inmediatamente a su semental y su yegua porque debía partir cuanto antes.

Tisanes hizo una pausa para humedecerse los labios. -¡Prosigue!

– El rey se enojó muchísimo, alteza. Negó haberle prometido nada a Heracles. Según dijo, la muerte del león había sido un juego para él. Y, aunque Heracles y sus compañeros se irritaron por igual, el rey no se ablandó.

¡Padre, padre! Estafar a un dios como Poseidón era una cosa… -los dioses son pausados y se demoran en tomar represalias- pero Heracles y Teseo no eran dioses, sino héroes, y los héroes son mucho más rápidos y terribles.

– Teseo se puso lívido, alteza. Escupió a los pies del rey y lo maldijo tachándolo de embustero y ladrón. El príncipe Titón desenvainó su espada, pero Heracles se interpuso entre ambos y le pidió al rey que cediese en su postura y efectuase la entrega convenida del semental y la yegua. El rey respondió que no pensaba dejarse extorsionar por un puñado de vulgares mercenarios griegos. De pronto reparó en que Telamón rodeaba con su brazo a la princesa Hesíone, se adelantó hacia él y lo abofeteó. La princesa se echó a llorar y también la abofeteó. El resto fue terrible, alteza.

Mi servidor se enjugó el sudor del rostro con mano temblorosa.

– Haz un esfuerzo, Tisanes, cuéntame lo que viste.

– Heracles pareció crecerse hasta alcanzar las dimensiones de un muro, alteza. Asió su garrote y derribó con él al rey en el suelo. El príncipe Titón intentó apuñalar a Teseo y fue atravesado por la lanza que éste aún empuñaba. Telamón cogió su arco y disparó contra el príncipe Lampo y, entonces, Heracles levantó del suelo a los príncipes Clitio e Hicetaón y aplastó sus cabezas una contra otra como si fueran bayas.

– ¿Y dónde estabas tú durante ese tiempo, Tisanes?

– Escondido -replicó el hombre con la cabeza inclinada.

– De todos modos eres un esclavo, no un guerrero. Prosigue.

– Los griegos parecieron entrar en razón… Heracles recogió la piel del león y dijo que no había tiempo para ir en busca de los caballos, pues tenían que marcharse inmediatamente. Teseo señaló a la princesa Hesíone y dijo que en tal caso ella tendría que convertirse en su recompensa y que podían cedérsela a Telamón, puesto que estaba tan encariñado con ella, con lo que el honor de los griegos quedaría satisfecho. Y partieron al punto por la puerta Escea.

– ¿Han salido ya de nuestras playas?

– Lo he preguntado por el camino, alteza. El guardián de la puerta dice que a primera hora de la tarde apareció Heracles, pero que no vio a Teseo, a Telamón ni a la princesa Hesíone. Todos los griegos marcharon por el camino de Sigeo, donde se encontraba su barco.

– ¿Y las cinco muchachas restantes?

Tisanes inclinó de nuevo la cabeza.

– No lo sé, alteza. Sólo he pensado en informarte cuanto antes.

– ¡Mentira! Te has ocultado hasta el crepúsculo porque tenías miedo. Ve al encuentro del mayordomo real y dile que busque a las jóvenes y que también debe traer los cadáveres de mi padre y de mis hermanos. Cuéntale cuanto me has dicho y ordénale en mi nombre que se encargue de todo ello. Ahora puedes retirarte, Tisanes.

Lo único que Heracles quería eran dos caballos. ¡Dos caballos! ¿No existiría remedio para la avaricia, ninguna ocasión en que la prudencia aconsejara actuar con generosidad? ¡Si por lo menos Heracles hubiera aguardado! Podía haber convocado una asamblea de la corte para recabar justicia, pues todos habíamos oído la promesa hecha por mi padre, y hubiera conseguido el premio merecido.

En lugar de ello habían prevalecido la ira y la codicia. Y yo me había convertido en el rey de Troya.

Olvidé a Hécuba y me dirigí al gran salón, donde golpeé el gong que convocaba a la corte en asamblea.

Acudieron rápidamente, ansiosos por conocer el resultado del encuentro con el león y preocupados por lo tardío de la hora. No era momento oportuno para que yo me instalase en el trono, por lo que permanecí a un lado y contemplé a mis pies el pequeño mar de rostros rebosantes de curiosidad, pertenecientes a mis hermanastros, mis primos de distintos grados y la alta nobleza emparentada con nosotros por medio del matrimonio. Allí se hallaba presente mi cuñado Antenor con la mirada despierta. Le hice señas para que se aproximase y golpeé en el suelo embaldosado de rojo con mi bastón de mando.

– Señores de Troya, el león de Poseidón ha muerto a manos de Heracles el griego -anuncié.

Antenor me miró de reojo, sorprendido. Por ser dárdano carecía de amigos en Troya, pero yo lo soportaba porque era hermano de Hécuba.

– En aquel momento abandoné la cacería, pero allí quedó mi criado, quien acaba de informarme de que los tres griegos asesinaron a nuestro rey y a mis cuatro hermanos. Hace demasiado tiempo que han zarpado y es inútil perseguirlos. Con ellos se han llevado a la princesa Hesíone como rehén.

Me fue imposible proseguir ante el escándalo que se produjo. Inspiré profundamente preguntándome hasta qué punto podía serles sincero y decidí que no debía decirles nada acerca del quebrantamiento de promesa de mi padre: estaba muerto y su memoria no debía ser mancillada, empañada por tan sórdido final. Sería preferible hacerles creer que los griegos habían llevado a cabo semejante atropello en represalia a su política de prohibición de comercio a los griegos en el Ponto Euxino.

Yo era el rey. Troya y la Tróade me pertenecían. Era el guardián del Helesponto y el vigilante del Ponto Euxino.

Golpeé de nuevo en el suelo con el bastón y los ruidos se disiparon al punto. ¡Qué diferente era ser rey!

– Os prometo que hasta el día de mi muerte nunca olvidaré lo que los griegos le han hecho a Troya -les dije-. Cada año en esta fecha estaremos de luto y los sacerdotes cantarán por la ciudad los pecados de los mercenarios griegos. Y tampoco cejaré en mi búsqueda de los medios más apropiados para hacerlos arrepentirse de su acción.

– Antenor, te nombro mi canciller. Prepara una proclama pública: en adelante no se permitirá a ningún griego entrar en el Ponto Euxino por el Helesponto. El cobre puede obtenerse en otros lugares, pero el estaño procede de Escitia. ¡Y cobre y estaño forman el bronce! Ninguna nación puede sobrevivir sin bronce. En el futuro los griegos tendrán que obtenerlo a un precio exorbitante de las naciones del Asia Menor, puesto que ellas poseen el monopolio del estaño. ¡Las naciones griegas entrarán en decadencia!

Me aclamaron de un modo ensordecedor. Sólo Antenor fruncía el entrecejo con aire dubitativo. Sí, tendría que llevármelo aparte y contarle la verdad. Entretanto le tendí mi bastón y corrí hacia mi palacio. De pronto había recordado que Hécuba se encontraba a las puertas de la muerte.

Una comadrona me aguardaba en lo alto de la escalera con el rostro inundado en llanto.

– ¿Ha muerto, mujer?

La vieja bruja sonrió mostrando su desdentada boca entre su aflicción.

– ¡No, no! ¡Lloro por la muerte de tu querido padre, señor!… Las noticias han circulado por todas partes. La reina se halla fuera de peligro y tienes un hijo hermoso y sano.

Habían devuelto a Hécuba de la silla paritoria a su gran lecho donde yacía, pálida y agotada, con un bulto envuelto en pañales en su brazo izquierdo. Nadie le había informado de lo sucedido ni yo pensaba hacerlo hasta que estuviera más fuerte. Me incliné a besarla y acto seguido contemplé al pequeño mientras ella apartaba las ropas para mostrarme su rostro. El cuarto hijo que me había dado yacía inmóvil y tranquilo, sin retorcerse ni contraer los rasgos como suelen hacer los recién nacidos. Era sorprendentemente hermoso, de cutis terso y marfileño en lugar de rojizo y arrugado. Tenía abundantes cabellos, negros y rizados, pestañas largas y también negras, cejas finamente arqueadas y de ojos tan oscuros que no pude discernir si eran azules o castaños.

Hécuba le acarició la perfecta barbilla.

– ¿Qué nombre le pondrás, mi señor?

– París -repuse al instante.

Mi esposa parpadeó sorprendida.

– ¿París? ¿«Casado con la muerte»? Es un nombre siniestro, señor. ¿Por qué no Alejandro como habíamos planeado?

– Se llamará París -respondí dándole la espalda.

No tardaría en enterarse de que aquella criatura estaba casada con la muerte desde el día de su nacimiento.

La dejé recostada en sus cojines, estrechando con delicadeza el bulto contra sus henchidos senos.

– ¡París, mi pequeñín! ¡Qué hermoso eres! ¡Cuántos corazones destrozarás! ¡Te amarán todas las mujeres! ¡Oh, París, París!

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