CAPITULO CUATRO

NARRADO POR HELENA

Jantipa me dio una buena paliza; regresé del campo jadeante y agotada pero exhibí mi sonrisa más radiante ante el círculo de rostros de admiración del público allí congregado. A nadie le interesaba felicitar a Jantipa por ganar el encuentro: habían acudido para verme a mí. Me rodeaban y me ensalzaban, se valían de cualquier pretexto para tocarme la mano o el hombro; algunos, más atrevidos, se ofrecían jocosamente a enfrentarse conmigo en cualquier ocasión. Yo eludía sin dificultades sus ocurrencias, toscas y poco delicadas.

Por mi edad aún me consideraban una criatura, pero sus ojos negaban tal hecho. Sus miradas expresaban cosas sobre mí que yo ya conocía, porque en mi habitación tenía espejos de cobre pulido y también tenía ojos. Aunque nobles cortesanos, ninguno era de gran importancia en el esquema general. Los despedí como el agua tras el baño, cogí una toalla que me tendía mi sirvienta y me envolví los desnudos y sudorosos miembros entre un coro de protestas.

De pronto distinguí a mi padre tras aquella multitud. ¿Acaso me había estado observando? ¡Qué extraordinario! Él nunca acudía a presenciar aquellas parodias femeninas de deportes masculinos. Mi expresión hizo que algunos de los cortesanos se volvieran y al instante desaparecieron todos. Me acerqué a mi padre y lo besé en la mejilla.

– ¿Siempre cuentas con un público tan entusiasta, pequeña? -me preguntó con el entrecejo fruncido.

– Sí, padre -respondí vanidosa-. Me admiran mucho, ¿sabes?

– Ya lo he visto. Debo de estar haciéndome viejo y perdiendo mis facultades de observación. Por fortuna, tu hermano mayor, que no es viejo ni está ciego, me insinuó esta mañana la conveniencia de presenciar los deportes femeninos.

– ¿Por qué tiene que molestarse Castor conmigo? -exclamé irritada.

– Mal andarían las cosas si no lo hiciera.

Llegamos a la puerta que daba acceso a la sala del trono.

– Cuando te hayas lavado y vestido, ven a verme, Helena.

Me encogí de hombros ante su inexpresivo rostro y salí corriendo.

Neste me aguardaba en mis habitaciones, murmurando y regañándome. Dejé que me desnudara y aguardé el baño caliente y el hormigueo del raspador en mi piel. La mujer tiró la toalla en un rincón y soltó los cordones de mi taparrabos parloteando sin cesar. Pero ya no la escuchaba: salté sobre las frías losas y me metí en la bañera salpicando alegremente. Era una sensación deliciosa sentir el agua que lamía mi cuerpo, que me acariciaba y formaba un velo que me permitía acariciarme sin que repararan en ello los sagaces ojillos de Neste. Y cuan agradable era permanecer después erguida mientras ella me frotaba con aceites fragantes y sentir que se infiltraban en mi cuerpo. No había muchos momentos en el día para caricias y fricciones ni para entregarme a aquellas agitaciones y estremecimientos que a las muchachas como Jantipa no parecían importarles tanto como a mí. Tal vez se debiera a que no habían tenido a un Teseo que las enseñara.

Otra doncella colocó mi falda formando un círculo en el suelo para que yo pudiera situarme en el centro y luego la subió por mis piernas y me la ciñó en la cintura. Era pesada, pero ya me había acostumbrado a soportarla porque hacía dos años, desde mi retorno de Atenas, que vestía la falda de las adultas. Mi madre había considerado ridículo que volviera a llevar prendas infantiles después de aquel episodio.

A continuación me pusieron la blusa, anudada bajo los senos, y el amplio cinturón y el delantal que sólo podían abrocharme si contenía el aliento. Una doméstica introdujo mis rizos por el agujero de la corona dorada y otra me puso unos lindos pendientes de cristal en mis orejas perforadas. Alcé uno tras otro los pies descalzos para que colocaran anillos y campanillas en los dedos, y tendí los brazos, que me adornaron con múltiples y tintineantes pulseras y anillos.

Cuando hubieron concluido fui hacia el espejo más grande y me observé críticamente. La falda era la más bonita que tenía, con volantes y flecos desde la cintura hasta los tobillos, y recargada con cuentas de ámbar y cristal, amuletos de lapislázuli y oro batido, campanillas doradas y colgantes, por lo que todos mis movimientos estaban acompañados de música. El cinturón no estaba bastante ceñido y les ordené a dos mujeres corpulentas que lo ajustaran.

– ¿Por qué no puedo pintarme los pezones de oro, Neste? -le pregunté.

– Es inútil que insistas, joven princesa. Pregúntaselo a tu madre. Será mejor reservar tal artificio para cuando lo necesites… Cuando hayas parido un hijo y se te hayan oscurecido.

Decidí que quizá tenía razón. Podía considerarme afortunada: mis pezones eran sonrosados y replegados en sí como capullos; mis senos, plenos y altos.

¿Cómo los había calificado Teseo? Dos cachorrillos blancos y rollizos, con narices sonrosadas. Al pensar en él cambié de talante. Me aparté airada de mi imagen haciendo tintinear los abalorios. ¡Oh, yacer de nuevo en sus brazos! ¡Teseo, mi amado Teseo! Su boca, sus manos, el modo en que atormentaba mi cuerpo hasta que ardía en deseos de plenitud… Pero se habían presentado mis queridos hermanos Castor y Pólux y me habían apartado de él. ¡Si por lo menos él hubiera estado en Atenas cuando llegaron! Pero se hallaba muy lejos, en Esciro, con el rey Licomedes, por lo que nadie osó enfrentarse a los hijos de Tíndaro.

Aguardé a que mis sirvientas trazaran una línea negra en torno a mis ojos y me pintaran de oro los párpados, pero rechacé el carmín para las mejillas y los labios. Teseo me había dicho que no los necesitaba. Acto seguido bajé a la sala del trono a ver a mi padre, que se sentaba en un cómodo sillón junto a una ventana y que se levantó al punto.

– Ven aquí, a la luz -dijo.

Obedecí sin protestar, pues era mi indulgente progenitor, pero también el rey. Mientras permanecía bajo la cruda y despiadada luz del sol, él retrocedió unos pasos y me miró como si me viese por primera vez.

– ¡Ah, sí, Teseo tenía una visión más atinada que nadie en Lacedemonia! Tu madre tiene razón, ya eres una mujer. Por consiguiente, debemos hacer algo contigo antes de que se presente otro Teseo.

Aunque me ardía el rostro guardé silencio.

– Ha llegado la hora de casarte, Helena.

Permaneció unos instantes pensativo.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce, padre.

¡Me hablaba de matrimonio! ¡Qué interesante!

– No es prematuro -comentó.

Entonces apareció mi madre. Esquivé su mirada, era una sensación extraña encontrarse ante mi padre y que él me mirara como un hombre. Pero ella hizo caso omiso de mí, fue a su lado y me examinó también valorándome. Luego ambos cambiaron una larga e intencionada mirada.

– Ya te lo dije, Tíndaro -comentó ella.

– Sí, Leda, necesita un esposo.

Mi madre profirió su risa cantarína y musical, que, según se rumoreaba, tanto había hechizado al todopoderoso Zeus. Debía de contar mi edad cuando la encontraron abrazada a un gran cisne con sus miembros desnudos y gimiendo de placer, pero había reaccionado rápidamente alegando que el cisne era Zeus, el propio Zeus, que la había seducido. Aunque a mí, su hija, no podía engañarme. ¿Qué sensaciones debían de producir aquellas deliciosas plumas blancas? Su padre la casó con Tíndaro tres días después, y ella le dio dos pares de gemelos: Castor y Clitemnestra primero, y luego, al cabo de unos años, Pólux y yo. Aunque, a la sazón, todos parecían creer que los gemelos eran Castor y Pólux. O que los cuatro habíamos nacido a la vez, como cuatrillizos. De ser así, ¿cuáles pertenecíamos a Zeus y cuáles a Tíndaro? Aquello era un misterio.

– Las mujeres de mi casa maduran tempranamente y sufren mucho -dijo Leda sin dejar de reír.

Mi padre no se reía. Se limitó a responder con cierta sequedad: -Sí.

– No nos será difícil encontrarle un esposo. Tendrás que contenerlos a garrotazos, Tíndaro.

– Desde luego, es de alta cuna y estará ricamente dotada.

– ¡Tonterías! Es tan hermosa que no importaría que careciese por completo de dote. El gran rey de Ática nos hizo un favor al difundir los elogios de su belleza de Tesalia a Creta. No sucede cada día que un hombre tan viejo y agotado como Teseo pierda la cabeza y rapte a una criatura de doce años.

Mi padre apretó los labios con fuerza.

– Preferiría que no se mencionara ese tema -dijo fríamente.

– ¡Qué lástima que sea más hermosa que Clitemnestra!

– Clitemnestra le conviene a Agamenón.

– ¡Qué pena que no haya dos grandes soberanos de Micenas!

– Hay otros tres grandes monarcas en Grecia -repuso mi padre, que comenzaba a mostrarse práctico y eficaz.

Me aparté subrepticiamente de la luz, pues no deseaba ser advertida y despedida. El tema, yo misma, era demasiado interesante. Me gustaba oír cómo me calificaban de hermosa. En especial cuando a continuación añadían que era más hermosa que Clitemnestra, mi hermana mayor, casada con Agamenón, el gran soberano de Micenas y de toda Grecia. Aunque ella nunca me había gustado. Cuando yo era pequeña me sobrecogía verla irrumpir por los salones, en uno de sus famosos arrebatos, con los rojizos cabellos ondeando al aire a efectos de la furia y los negros ojos encendidos de ira. Sonreí divertida al imaginar cómo llevaría de cabeza a su marido con sus rabietas por muy gran rey que fuese. Aunque Agamenón parecía muy capaz de manejarla, pues era tan dominante como Clitemnestra.

Mis padres seguían hablando de mi matrimonio.

– Lo mejor será enviar heraldos a todos los reyes -decía mi padre.

– Sí… y cuanto antes mejor. Aunque la Nueva Religión se muestra reacia a la poligamia, muchos reyes no han tomado esposa. Idomeneo, por ejemplo. ¡Imagínate! Una hija en el trono de Micenas y la otra en el de Creta. ¡Qué triunfo!

Mi padre vacilaba.

– Creta no es la potencia de otros tiempos. Ambas posiciones no son equivalentes.

– ¿Y qué opinas de Filoctetes?

– Es un hombre brillante, destinado a grandes hechos, según dicen. Sin embargo, es rey de Tesalia, lo que significa que debe rendir homenaje a Peleo así como a Agamenón. Más bien pienso en Diomedes, que ha regresado de la campaña de Tebas cubierto de riqueza y de gloria. Me agrada la idea de Argos, pero es a largo plazo. Si Peleo hubiera sido más joven, lo hubiera escogido automáticamente, mas dicen que se niega a casarse de nuevo.

– Es inútil obstinarse en los que no están disponibles -repuso mi madre con sentido práctico-. Siempre nos queda Menelao.

– No lo había olvidado. ¿Quién puede olvidarlo?

– Envía invitaciones a todos, Tíndaro. Hay herederos de tronos así como reyes. Ulises de ítaca reina actualmente dada la senilidad de Laertes. Y Menesteo es un gran monarca, mucho más estable en Ática de lo que lo fue Teseo… ¡Gracias a los dioses que no tenemos que tratar con Teseo!

– ¿Qué quieres decir? -intervine bruscamente.

Me sentía muy susceptible. En mi fuero interno había confiado en que Teseo acudiría en mi busca, reclamándome como esposa. Desde mi retorno de Atenas no había oído mencionar su nombre.

Mi madre tomó mis manos entre las suyas y las estrechó con firmeza.

– Será mejor que te enteres por nosotros, Helena. Teseo ha muerto, exiliado y asesinado en Esciro.

Me liberé de ella y salí corriendo de la sala al ver mis sueños destruidos. ¿Muerto? ¿Teseo había muerto? De ser así, parte de mí quedaría insensible para siempre.

Dos lunas después llegó mi cuñado Agamenón con su hermano Menelao en su séquito. Cuando entraron en la sala del trono me hallaba presente; lo que era una novedad para mí y por añadidura resultaba estimulante, pues de pronto yo era el eje en torno al cual giraban todas las conversaciones. Desde la entrada de palacio habían venido mensajeros a advertirnos, de modo que el gran rey de Micenas y de toda Grecia entró acompañado del estrépito de las trompas y sobre una alfombra de oro dispuesta para su imperial llegada.

Nunca acabé de decidirme sobre si Agamenón me gustaba o no, aunque sí llegué a comprender el respeto que inspiraba. Era muy alto y marchaba tan erguido y disciplinado como un soldado profesional, como si fuese el amo del mundo. Sus cabellos negros como azabache estaban tenuemente salpicados de gris, sus ojos negros tenían una expresión viva que podía ser amenazadora, su perfil era altivo, y curvaba los finos labios en permanente expresión desdeñosa.

Los hombres tan morenos no eran corrientes en Grecia, un país de hombres grandes y rubios. Pero en lugar de sentirse avergonzado por su color, se enorgullecía de él. Aunque estaba de moda ir rasurado, exhibía una larga y rizada barba negra peinada en tirabuzones ordenados con cintas de oro y llevaba los cabellos de igual modo. Vestía una larga túnica de lana púrpura totalmente cuajada de un complicado dibujo bordado con hilos de oro, y en su diestra ostentaba el cetro imperial de oro macizo que manejaba tan fácilmente como si fuera de yeso.

Mi padre descendió de su trono y se arrodilló a besarle la mano, rindiéndole así el homenaje que todos los grandes reyes debían al supremo soberano de Micenas. Mi madre se adelantó a su encuentro. Por el momento ignoraron mi presencia, lo que me dio tiempo para centrar mi atención en Menelao, mi posible pretendiente. ¡Oh dioses! Mi entusiasta impaciencia dio paso a la sorpresa y la desilusión. Me había hecho completamente a la idea de casarme con una réplica de Agamenón, pero aquel hombre no se le parecía en absoluto. ¿Sería realmente hermano del monarca supremo de Micenas, engendrado por Atreo en el mismo vientre? Parecía imposible. Era bajo y corpulento, con piernas tan gruesas e informes que se veían ridiculas con los ajustados pantalones que vestía. Sus hombros eran redondos y encorvados. Era un hombre blando e insignificante, de rasgos vulgares y cabellos igualmente pelirrojos como mi hermana. Me hubiera sentido más atraída por él si sus cabellos hubieran sido de otro color.

Mi padre me hizo señas para que me acercase. Avancé con torpeza y le di la mano. El imperial visitante me dirigió una mirada cálida de admiración. Por vez primera experimenté un fenómeno que se haría muy familiar en días venideros: yo no era ni más ni menos que un galardón animal ofrecido en subasta al mejor postor.

– Es perfecta -le dijo Agamenón a mi padre-. ¿Cómo logras engendrar criaturas tan hermosas, Tíndaro?

Mi padre se echó a reír y rodeó la cintura de mi madre con su brazo.

– Sólo participo a medias en ello, señor -dijo.

Entonces se volvieron y me dejaron para que conversara con Menelao, pero antes distinguí la última pregunta del soberano supremo.

– ¿Qué hay de cierto detrás del intermedio de Teseo? -inquirió.

– La raptó, Agamenón -intervino mi madre rápidamente-. Por fortuna los atenienses consideraron que era la gota que colmaba el vaso y lo expulsaron antes de que pudiera desflorarla. Castor y Pólux nos la devolvieron intacta.

¡Era una terrible embustera!

Observé que Menelao me miraba, me pavoneé ante sus ojos.

– ¿No habías estado antes en Amidas? -le pregunté.

Murmuró unas palabras y ladeó la cabeza.

– ¿Qué dices? -insistí.

– Nnnnno -consiguió pronunciar al fin.

¡Era tartamudo!

Los pretendientes se reunieron. Menelao era el único al que se le permitía residir en el mismo palacio, gracias a su relación con nuestra familia… y a la influencia de su hermano. Los restantes fueron acomodados en la casa de invitados y en las residencias de los nobles. Eran un centenar en total. Descubrí aliviada que ninguno era tan aburrido ni poco atractivo como el pelirrojo y tartamudo Menelao.

Filoctetes e Idomeneo llegaron juntos. El corpulento y rubio Filoctetes, irradiando energía; el altivo Idomeneo, con aire majestuoso y con la consciente arrogancia de quien ha nacido en la casa de Minos y está destinado a gobernar como rey supremo de Creta, sucesor de Catreo.

Cuando Diomedes hizo su aparición comprendí que era el mejor de todos, un auténtico soberano y guerrero. Tenía el mismo aire de experiencia mundana que poseía Teseo, aunque era tan moreno como rubio aquél, tan moreno como Agamenón. ¡Qué hermoso! Alto y esbelto como una pantera negra. Sus ojos irradiaban un humor insolente, su boca parecía estar siempre riendo. Y desde el primer instante comprendí que lo escogería. Cuando me habló, su mirada me embelesó, sentí una intensa oleada de deseo y un dolor en el sexo. Sí, escogería a Diomedes, futuro rey de Argos.

En cuanto llegó el último de todos, mi padre celebró un gran banquete. Yo me sentaba en el estrado como una reina, simulando no advertir las miradas que continuamente me dirigían un centenar de pares de ojos ardientes, mientras que mis ojos se escapaban todo lo posible hacia Diomedes, quien de pronto desvió su atención de mí y la centró en un hombre que se abría camino entre los bancos. Su llegada fue recibida con gritos de entusiasmo por unos y miradas reprobatorias por otros. Diomedes se levantó de pronto y abrazó estrechamente al desconocido. Cruzaron unas breves palabras, luego el desconocido le dio unas palmadas a Diomedes en la espalda y se adelantó hacia el estrado para saludar a mi padre y a Agamenón, quienes se habían levantado al verlo. ¿Cómo era posible que Agamenón se levantara? ¡El monarca supremo de Micenas no se levantaba por nadie!

Pero aquel hombre, el recién llegado, era diferente. Era alto, y lo hubiera sido mucho más si sus piernas hubieran estado proporcionadas al resto de su cuerpo. Pero no era así. Eran anormalmente cortas y tendían a arquearse; su estructura muscular parecía demasiado grande para apoyarse sobre miembros tan enclenques. Su rostro era realmente hermoso, de rasgos delicados y ojos grandes, de un gris luminoso, brillantes y expresivos. Era pelirrojo, sus cabellos tenían el rojo más vivo y agresivo que había visto en mi vida. Clitemnestra y Menelao palidecían a su lado.

Cuando posó su mirada en mí el influjo de su autoridad me provocó escalofríos. Me pregunté quién sería.

Mi padre hizo señas impaciente a un criado, que colocó una silla real entre él y Agamenón. ¿Quién sería para verse tan honrado y sin embargo mostrarse tan poco impresionado?

– Ésta es Helena -me presentó mi padre.

– No es de sorprender que se haya reunido aquí casi toda Grecia, Tíndaro -comentó mientras cogía un muslo de ave y le hincaba los blancos dientes con entusiasmo-. Ahora creo lo que dicen por ahí, que es la mujer más hermosa del mundo. ¡Tendrás problemas con esta manada de impulsivos para contentar a uno solo y decepcionar a tantos!

Agamenón miró compungido a mi padre y ambos se echaron a reír.

– Desde el instante en que has llegado confiaba en que planteases claramente el problema, Ulises -dijo el gran monarca.

Mi sorpresa y mi intriga se disiparon y me sentí muy necia. Desde luego que era Ulises. ¿Quién si no se hubiera atrevido a hablar a Agamenón como a un igual? ¿Quién hubiera merecido un asiento especial en el estrado?

Había oído hablar mucho de él. Siempre que trataban de legislación, decisiones, nuevos impuestos y guerras surgía su nombre. En una ocasión mi padre emprendió un pesado viaje hasta ítaca sólo para consultarle. Se le consideraba el hombre más inteligente del mundo, más incluso que Néstor y Palamedes. Y no sólo era inteligente sino también prudente. No era, pues, de sorprender que lo hubiera imaginado como un venerable y barbudo anciano, encorvado por las preocupaciones de un siglo de existencia, tan vetusto como el rey Néstor de Pilos. Cuando Agamenón tenía cuestiones importantes que discutir enviaba en busca de Palamedes, Néstor y Ulises, pero solía ser Ulises quien tomaba las decisiones.

Mucho se había hablado acerca del Zorro de ítaca, como era conocido. Su reino consistía en cuatro islitas rocosas y estériles de la costa oeste, un pobre y parco dominio en cuanto a reinos se refería. Residía en un sencillo palacio, era granjero porque sus nobles no podían contribuir con suficientes impuestos para financiarlo; sin embargo, su nombre había hecho famosas a ítaca, Leuco, Zacinto y Cefalonia.

Cuando llegó a Amidas y lo vi por vez primera no tendría más de veinticinco años; e incluso quizá aún fuera más joven, si la sabiduría tuviera la facultad de envejecer el rostro humano.

Siguieron hablando, olvidando tal vez que yo me encontraba a la izquierda de mi padre y que podía oírlos con disimulo. Puesto que tenía a Menelao a mi otro lado, ninguna conversación me distraía.

– ¿Acaso te propones pedir a Helena, mi astuto amigo?

– Me descubres, Tíndaro -repuso Ulises con aire travieso.

– Cierto. Pero ¿por qué? No hubiera imaginado que andaras tras una gran belleza aunque disfrutara de una dote considerable.

Ulises hizo una mueca.

– Es por causa de mi curiosidad… ¡Recuerda mi curiosidad! ¿Crees que podría perderme un espectáculo como éste?

Agamenón sonrió, pero mi padre rió sonoramente.

– ¡Es cierto que es un espectáculo! ¿Qué debo hacer, Ulises? ¡Míralos! Más de un centenar de reyes y príncipes andando a la greña, preguntándose quién será el afortunado… y decididos a cuestionar la elección por muy lógica o política que sea.

En esta ocasión intervino Agamenón:

– Se ha convertido en una especie de competición. ¿Quién es el más favorecido por el supremo monarca de Micenas y su suegro Tíndaro de Lacedemonia? ¡Saben que Tíndaro seguirá mi consejo! Lo único que surgirá de esta situación es una enemistad duradera.

– ¡Por supuesto! Fijaos en Filoctetes, cómo estira orgulloso su cuello y resopla. Y no hablemos de Diomedes, Idomeneo, Menesteo, Eurípilo y todos los demás.

– ¿Qué debemos hacer? -preguntó Agamenón.

– ¿Es una solicitud formal de consejo, señor?

– Así es.

Me puse en tensión, pues comenzaba a comprender el insignificante papel que interpretaba en todo aquello. De pronto sentí deseos de llorar. ¿Acaso iba yo a escoger? ¡No! Lo harían ellos: Agamenón y mi padre. Aunque ahora comprendía que mi destino se hallaba en las manos de Ulises. ¿Y acaso a él le importaba? En aquel momento me guiñó un ojo y el corazón me dio un vuelco. No, no le importaba. No se veía el menor asomo de deseo en sus hermosos ojos grises. No había venido a pedir mi mano, sino porque sabía que se requeriría su consejo. Sólo se había presentado para realzar su propia reputación.

– Como siempre, estaré encantado de serviros de ayuda -repuso tranquilamente dirigiendo su mirada a mi padre-. Sin embargo, Tíndaro, antes de que podamos discutir el problema de casar a Helena de un modo político y seguro, tengo que solicitarte un pequeño favor.

Agamenón pareció ofendido. Pese a mi desconcierto me pregunté qué sutil negociación se llevaba a cabo.

– ¿Quieres a Helena para ti? -inquirió mi padre secamente.

Ulises estalló en una carcajada tan estentórea que provocó un silencio instantáneo en el salón.

– ¡No, no! No me atrevería a aspirar a ella cuando mi fortuna es insignificante y mi reino, mísero. ¡Pobre Helena! Me siento trastornado al imaginar tanta belleza encerrada en una roca del mar Jónico. No, no deseo a Helena como esposa. Quiero a otra.

– ¡Ah! -exclamó Agamenón, aliviado-. ¿De quién se trata?

Ulises prefirió responderle a mi padre.

– De Penélope, Tíndaro, la hija de tu hermano Icario.

– Eso no será difícil -repuso mi padre, sorprendido.

– A Icario no le agrado y recibirá mejores ofertas por la mano de Penélope.

– Hablaré de ello con mi padre.

– Considéralo hecho -dijo Agamenón.

Fue un duro golpe para mí, pues no podía comprender qué veía en Penélope. Yo la conocía bien, ya que era prima hermana mía. No era mal parecida y era una gran heredera por añadidura, pero terriblemente aburrida. En una ocasión me había descubierto permitiendo que un noble de nuestra casa me besara los senos -¡desde luego que no iba a consentirle nada más!- y me despachó un sermón en el sentido de que los deseos de la carne eran denigrantes y poco elevados. Declaró con su voz fría y moderada que haría mejor si centraba mi atención en habilidades realmente femeninas como ¡tejer! La miré como si estuviera loca. ¡Había dicho «tejer»!

Ulises comenzó a hablar. Aparté mis pensamientos sobre mi prima Penélope y lo escuché atentamente.

– Tengo una idea bastante clara acerca de cómo piensas conceder a tu hija y comprendo tus razones, Tíndaro. Sin embargo, es irrelevante a quién escojas. Lo importante es que protejas los intereses de Agamenón y los tuyos, así como tus relaciones con el desdichado centenar de rechazados cuando hayas anunciado tu elección. Yo puedo lograrlo siempre que hagas exactamente lo que te diga.

– Lo haremos -repuso Agamenón.

– Entonces, el primer paso consiste en devolver todos los regalos que los pretendientes han ofrecido, acompañados de corteses agradecimientos por la intención. Nadie debe calificarte de avaricioso, Tíndaro.

Mi padre pareció contrariado.

– ¿Es realmente necesario?

– No sólo necesario… ¡Es imprescindible!

– Los regalos serán devueltos -dijo Agamenón.

– Bien.

Ulises se inclinó en su asiento y los dos reyes lo imitaron.

– Anunciarás tu elección de noche, en la sala del trono. Deseo que el recinto se halle oscuro y con ambientación sacra, a lo que contribuirá la noche. Que todos los sacerdotes se hallen presentes y quemen abundante incienso. Mi propósito es abrumar el ánimo de los pretendientes y eso puede conseguirse mediante un ritual. No puedes permitirte que el nombre de tu elegido sea saludado por guerreros enfurecidos.

– Como gustes -suspiró mi padre, a quien desagradaban las minucias.

– Eso es simplemente el principio, Tíndaro. Cuando tomes la palabra deberás informar a los pretendientes de cuánto adoras a esa preciosa joya que es tu hija y cuánto has rogado a los dioses para que te guiasen en tu elección que, según añadirás, ha sido aprobada en el Olimpo: los presagios son propicios y los oráculos, claros. Pero el todopoderoso Zeus ha exigido una condición. A saber, que antes de que cualquiera, menos tú, conozca el nombre del afortunado vencedor, todos jurarán apoyar tu decisión. Algo más que eso. Todos deben jurar asimismo que prestarán al marido de Helena absoluta ayuda y colaboración y que el bienestar de su esposo les será tan querido como los dioses. Y también que, si fuera necesario, todos ellos irían a la guerra para defender sus derechos.

Agamenón permanecía en silencio, con la mirada en el vacío, mordiéndose los labios y encendido visiblemente por algún fuego interior. Mi padre parecía simplemente sorprendido. Ulises se recostó en su asiento y volvió a morder el ave, sin duda complacido consigo mismo. De pronto Agamenón se volvió y lo asió por los hombros, blancos los nudillos por su fuerte presión y con aire siniestro. Pero Ulises le devolvió sin miedo la mirada.

– ¡Por la madre Kubaba, Ulises, eres un genio! -exclamó.

A continuación se volvió hacia mi padre y añadió:

– ¿Comprendes lo que esto significa, Tíndaro? Aquel que se case con Helena tendrá asegurada la permanente e irrevocable alianza con casi todas las naciones griegas. ¡Su futuro es seguro; su posición, mil veces elevada!

Mi padre, aunque visiblemente aliviado, parecía incrédulo.

– ¿Qué juramento podría imponerles? -preguntó-. ¿Qué compromiso será tan terrible para comprometerlos a algo que puedan deplorar?

– Sólo uno -dijo Agamenón lentamente-. El juramento del Caballo Descuartizado: por Zeus tonante, por Poseidón, dios de los temblores terrestres, por las hijas de Coré, por el Río y por la Muerte.

Sus palabras cayeron como gotas de sangre de la cabeza de Medusa. Mi padre se cubrió el rostro con las manos con un estremecimiento.

Ulises, al parecer inmutable, cambió bruscamente de tema.

– ¿Qué sucederá en el Helesponto? -le preguntó a Agamenón muy animado.

El soberano supremo frunció el entrecejo.

– No lo sé. ¿Qué apena al rey Príamo de Troya? ¿Por qué se muestra ciego ante las ventajas del comercio griego en el Ponto Euxino?

– Creo que a Príamo le conviene impedir tal comercio -repuso Ulises tomando un dulce de miel-. De todos modos se enriquece con los impuestos que allí percibe. Y asimismo ha establecido tratados con sus colegas, los reyes de Asia Menor, y sin duda obtiene una participación en los exorbitantes precios que nosotros, los griegos, debemos pagar por el estaño y el bronce, puesto que nos vemos obligados a comprarlo en Asia Menor. La exclusión de los griegos del Ponto Euxino significa más dinero para Troya, no menos.

– ¡Telamón nos hizo una mala jugada cuando raptó a Hesíone! -exclamó mi padre, irritado.

Agamenón negó con la cabeza.

– Estaba en su derecho a hacerlo. Lo único que Heracles pedía era el pago que se le adeudaba por un gran servicio prestado. Al negárselo el viejo roñoso de Laomedonte, cualquier idiota hubiera podido predecir el resultado.

– Heracles hace más de veinte años que ha muerto -intervino Ulises aclarando su vino con agua-. Teseo también ha muerto. Sólo Telamón vive aún y nunca consentirá en separarse de Hesíone, aunque ella estuviera dispuesta a irse. Raptos y violaciones son historias añejas -prosiguió con suavidad, al parecer como si nunca se hubiera enterado de lo sucedido entre Teseo y Helena-, y no tienen gran cosa que ver con la política. Grecia está en auge y Asia Menor lo sabe. Por consiguiente, ¿qué mejor política pueden adoptar Troya y el resto de Asia Menor que negarle a Grecia lo que necesita, cobre y estaño para convertirlos en bronce?

– Cierto -convino Agamenón mientras se acariciaba la barba-. ¿Qué resultará, pues, del embargo comercial de Troya?

– La guerra -repuso Ulises tranquilamente-. Antes o después estallará la guerra. Cuando nos apriete demasiado la necesidad, cuando nuestros comerciantes clamen justicia ante todos los soberanos entre Cnosos y Yolco, cuando ya no podamos reunir estaño suficiente para mezclar con el cobre y fabricar espadas, escudos y cabezas de flechas… entonces habrá guerra.

Su conversación se volvió más aburrida, pues ya no trataban de mí. Además, estaba sinceramente cansada de Menelao. El vino comenzaba a afectar a los reunidos, pocos eran los rostros que se volvían hacia mí en señal de adoración. Me escabullí de la mesa y me marché sigilosamente por la puerta que estaba tras la silla de mi padre. Mientras recorría el pasillo que seguía paralelo al comedor, lamenté no llevar una prenda más silenciosa que aquella falda tintineante. La escalera que conducía al sector femenino se hallaba en el extremo opuesto, en el lugar donde el pasillo se bifurcaba hacia otras salas oficiales. Llegué hasta ella y la subí corriendo sin que nadie acudiera en mi busca. Sólo tenía que pasar ante los aposentos de mi madre. Incliné la cabeza y tiré de la cortina.

Unas manos me asieron por los brazos y me detuvieron, y alguien me cubrió la boca para impedir que gritara. ¡Se trataba de Diomedes! Lo miré sobresaltada entre los fuertes latidos de mi corazón. Hasta aquel momento no había tenido la oportunidad de encontrarme a solas con él ni había cambiado otras palabras que simples saludos.

Su piel brillaba a la luz de la lámpara que le arrancaba reflejos ambarinos y en su garganta latía con intensidad una vena tensa como un cable. Mi mirada se fundió en sus ojos negros y cálidos mientras apartaba la mano de mi boca. ¡Qué hermoso era! ¡Cuánto apreciaba yo la belleza! Y más que nada cuando la descubría en un hombre.

– Reúnete conmigo en el jardín -susurró.

Negué violentamente con la cabeza.

– ¡Debes de estar loco! ¡Déjame y no mencionaré que te he encontrado ante los aposentos de mi madre! ¡Deja que me marche!

Rió en silencio mostrando su blanca dentadura. -No me moveré de aquí hasta que me prometas reunirte conmigo en el jardín. Todavía permanecerán largo rato en el comedor, nadie nos echará de menos a ninguno de los dos. ¡Te deseo, muchacha! No me importan sus decisiones ni demoras, te deseo y me propongo tenerte.

Me llevé la mano a la cabeza, aún embotada por el calor reinante en el comedor. Luego, de manera instintiva, asentí. Diomedes me dejó partir al punto y corrí a mis habitaciones. Allí me aguardaba Neste para desnudarme. -¡Acuéstate, vieja! ¡Me desnudaré sola! La mujer, ya acostumbrada a mis modales, se marchó muy gustosamente y me quedé tirando de mis encajes con dedos temblorosos, quitándome con precipitación el corpino y la blusa y liberándome de la falda. Me despojé de campanillas, pulseras y anillos y me cubrí con la túnica de baño. Luego salí al pasillo y bajé por la escalera posterior que conducía al exterior. Había dicho que estaría en el jardín, acudí sonriente hacia las hileras de coles y raíces comestibles. ¿A quién se le ocurriría buscarnos entre las verduras?

Estaba desnudo bajo un laurel. También yo me liberé de mi túnica a cierta distancia para que pudiera verme bañada por la luz de la luna. Se me acercó al instante, extendió mis ropas en el suelo a modo de lecho y me estrechó bajo su cuerpo sobre la madre tierra de la que todas las mujeres cobramos las fuerzas que pierden los hombres, así lo quieren los dioses.

– Con la lengua y los dedos, Diomedes -susurré-. Deseo llegar al tálamo nupcial con el himen intacto. Sofocó sus risas entre mis senos.

– ¿Te enseñó Teseo cómo mantenerte virgen? -me preguntó.

– No necesitaba que nadie me lo enseñase -repuse. Le acaricié brazos y hombros con un suspiro-. No soy muy madura pero sé que me juego la cabeza si pierdo mi virginidad con alguien que no sea mi marido.

Cuando se marchó pensé que se iba satisfecho, aunque no tanto como había imaginado. Porque me amaba sinceramente y cumplió mis condiciones, al igual que hizo Teseo. No me importaba mucho lo que sintiera Diomedes, yo sí estaba satisfecha.

Lo cual hubiera sido evidente al día siguiente cuando me encontraba sentada junto al trono de mi padre si alguien hubiera querido advertirlo. Diomedes se hallaba junto a Filoctetes y Ulises entre la masa de pretendientes, en la oscuridad y demasiado lejos de mí para que yo pudiera distinguirlo. La sala, decorada con frescos de guerreros danzantes y columnas pintadas en tonos escarlata, se hallaba casi a oscuras entre sombras vacilantes. Aparecieron los sacerdotes, se levantaron densas y empalagosas nubes de incienso y sin alboroto ni confusión el ambiente se imbuyó de la solemne y cargante santidad de un templo.

Mi padre pronunció las palabras que Ulises había preparado y se instaló en la sala una atmósfera tan opresiva como un ser vivo. Luego llegó el caballo destinado al sacrificio, un perfecto semental blanco con ojos sonrosados y sin una mota de negro en él, cuyos cascos se deslizaban por las gastadas baldosas y que agitaba la cabeza tirando del dorado ronzal. Agamenón asió la gran hacha doble y la descargó hábilmente. El caballo se desplomó, al parecer muy lentamente, sus crines y su cola flotaron como briznas de hierba en una corriente de agua y su sangre manó en abundancia.

Mientras mi padre informaba a los reunidos del juramento que les exigía, observé con asco y horror cómo los sacerdotes dividían al encantador animal en cuatro partes. Nunca olvidaré aquella escena: los pretendientes se adelantaron uno tras otro y apoyaron los pies en los cuatro pedazos inertes de carne aún caliente mientras pronunciaban el terrible juramento de adhesión y lealtad a mi futuro esposo con voces apagadas y apáticas porque su virilidad y su poder no lograban superar aquel espantoso momento. Estaban pálidos, sudorosos, cerúleos y encogidos a la fluctuante luz de las antorchas; un ligero viento soplaba ululando como una sombra perdida.

Por fin todo concluyó. La humeante carcasa del caballo yació ignorada y los pretendientes, de nuevo en sus puestos, contemplaron al rey Tíndaro de Lacedemonia como si estuvieran drogados.

– Concedo mi hija a Menelao -dijo mi padre.

Sólo se distinguió un gran suspiro, nada más. Nadie protestó airado; ni siquiera Diomedes mostró su irritación. Lo busqué con la mirada cuando ya los sirvientes encendían las lámparas y nos despedimos sobre medio centenar de cabezas sabiendo que habíamos sido vencidos. Creo que al mirarlo corrían las lágrimas por mis mejillas, pero nadie reparó en ellas. Entregué mi entumecida mano al húmedo apretón de Menelao.

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