CAPITULO TREINTA Y DOS

NARRADO POR PRÍAMO

Boreas, el viento del norte, llegó bramando por los helados yermos de Escitia, tiñendo los árboles de ámbar y amarillo. El verano había pasado por décima vez y Agamenón aún seguía vigilando como un perro sarnoso el hediondo hueso de Troya. Todo había desaparecido. Poco antes de que Héctor muriera, yo había ordenado que extrajeran los últimos clavos de oro de puertas, ventanas, persianas y bisagras y que los fundieran. El tesoro se había consumido; todas las ofrendas votivas de los templos habían sido devoradas para fabricar lingotes. Ricos y pobres por igual se resentían bajo los impuestos y, sin embargo, yo no tenía suficientes medios para adquirir lo necesario con que proseguir la lucha de Troya: mercenarios, armas e ingenios bélicos. Durante diez años no había recibido ningún ingreso de los aranceles del Helesponto. Agamenón los percibía de todas las embarcaciones griegas que entraban continuamente en el Ponto Euxino, del que había excluido a las naves de cualquier otra nación. Comíamos bien porque nuestras puertas del sur y del noreste seguían abiertas y los campesinos cultivaban las tierras, pero echábamos de menos los alimentos que por nuestra situación nos era imposible cultivar. Sólo algunos de los fabulosos caballos de Laomedonte pastaban en la llanura sureña. Me había visto obligado a venderlos casi todos. Cuán cierto es que la rueda gira por completo. Lo que Laomedonte y yo les habíamos negado a los griegos ahora les pertenecía, porque más tarde me enteré de que el rey Diomedes de Argos era el principal comprador de tales caballos. ¡Ah, el orgullo, el orgullo!… Se disipa ante la derrota.

Encendían grandes fuegos en mi cámara para calentar mis carnes, pero no había hoguera en el mundo que pudiera derretir la desesperación instalada en mi corazón. Había engendrado cincuenta hijos, cincuenta hermosos muchachos, y la mayoría de ellos ya habían muerto. El dios de la guerra había escogido a los mejores para sí y me había dejado a la escoria como consuelo de mi provecta edad. Tenía ochenta y tres años y parecía como si fuera a sobrevivir al último de todos ellos. Ver pavonearse a Deífobo, un bufón de heredero, me hacía verter mares de lágrimas. ¡Ah, Héctor, Héctor! Mi esposa Hécuba estaba loca, aullaba como una perra vieja privada de sustento; su compañera preferida era Casandra, aún más perturbada que ella. Aunque la belleza de mi hija había crecido con el tiempo y con su locura. Sus negros cabellos mostraban dos grandes franjas blancas, su rostro se había afinado hasta amoldarse a sus afilados huesos y sus ojos eran tan grandes y brillantes que parecían zafiros de un negro azabache.

A veces me obligaba a mí mismo a desplazarme hasta la torre de vigilancia de la puerta Escea para contemplar las innumerables espirales de humo que se levantaban desde la playa, las naves que se extendían hilera tras hilera en la arena. Los griegos no nos asaltaban y estábamos al borde de un abismo sin que nos concedieran ningún tipo de compensación, porque ignorábamos qué se proponían. Sencillamente se entregaban a sus misteriosos asuntos. Los restos del ejército de Troya se concentraban en la Cortina Occidental, pues allí era donde Agamenón debería atacar, si se decidía a hacerlo.

Cada noche yacía insomne, cada mañana me encontraba totalmente despierto. Sin embargo no estaba derrotado. Mientras el espíritu residiera aún en mi marchita carcasa no me dejaría arrebatar Troya. Aunque tuviera que vender a cuantos se encontraban tras sus murallas, conservaría Troya a salvo de las dentelladas de Agamenón.

Pero al tercer día de soplo boreal yacía con el rostro vuelto hacia la ventana cuando la aurora avanzaba lentamente por el monte Ida con una luz grisácea manchada con el húmedo resplandor del llanto vertido por Héctor.

Percibí un tenue grito, me estremecí y me esforcé por saltar del lecho. El sonido parecía proceder de la Cortina Occidental. Pensé que debía ir allí y averiguar de qué se trataba. Ordené que me trajesen mi carro.

El ruido fue creciendo en intensidad y cada vez se incorporaron más voces a él, pero estaba demasiado lejos para advertir si el alboroto lo producía el miedo o el dolor. Deífobo se reunió conmigo frotándose los ojos para despejarlos del sueño y haciendo amargos visajes.

– ¿Nos atacan, padre?

– ¿Cómo he de saberlo? Me dirijo a las murallas para enterarme.

El jefe de cuadras acudió con mi carro, y mi auriga, semiaturdido, llegó tropezando de sus habitaciones. Partí y dejé al heredero en libertad de seguirme.

El núcleo de la ciudad que rodeaba la puerta Escea y la Cortina Occidental rebosaba de gente, los hombres corrían en todas direcciones gritando y gesticulando, pero nadie parecía ceñirse una armadura. En lugar de ello saltaban por doquier y gritaban a los demás para que se levantaran y vieran.

Un soldado me ayudó a subir la escalera de la torre de vigilancia escea. Entré silencioso en la sala de guardia. El capitán se cubría con un taparrabos y las lágrimas corrían por su rostro mientras su lugarteniente, sentado en una silla, se reía de manera demencial.

– ¿Qué significa esto, capitán? -inquirí.

El hombre, demasiado absorto en lo que le afectaba para reparar en lo que hacía, me asió con gran fuerza del brazo y me empujó hacia el paso superior. Una vez allí dirigió mi atención hacia el campamento griego, al que señaló con un dedo tembloroso.

– ¡Mira el terraplén, señor! ¡Apolo ha escuchado nuestras plegarias!

Agucé la mirada (excelente para mi edad) y escudriñé entre la luz creciente. Miré una y otra vez. ¿Cómo considerarlo? ¿Cómo creerlo? Los hoyos de las fogatas griegas estaban fríos, no persistían en el aire restos de olores de madera quemada, no se distinguía una sola figurilla humana en movimiento y tan sólo divisábamos una franja de guijarros bañada por el sol naciente que resplandecía sobre ellos. El único indicio de que allí habían estado amarradas las naves era la serie de largas y profundas señales que se extendían hasta las aguas de la laguna. ¡Los barcos habían desaparecido! ¡Los soldados se habían marchado! No quedaba más rastro de un ejército de ochenta mil efectivos que una pequeña ciudad de casas grises. Agamenón había zarpado durante la noche.

Grité y canté mi incontenible alegría, pero me flaquearon las piernas y caí de rodillas sobre las piedras. Reía y lloraba, rodaba sobre el duro adoquinado como si fuese arenilla. Mascullé mi reconocimiento a Apolo, reí y agité los brazos. El capitán me ayudó a levantarme del suelo, lo abracé y lo besé y le hice promesas que ya no recuerdo.

Deífobo llegó corriendo con expresión transfigurada, me abrazó y me hizo girar en redondo en frenética danza mientras los guardianes formaban un círculo y aplaudían sin cesar.

Ningún monstruo griego acechaba en la playa. ¡Troya estaba libre!

Las noticias circularon con más rapidez que nunca. Por entonces todos estaban despiertos y se apiñaban en las murallas para cantar, bailar y lanzar aclamaciones. A medida que la luz se difundía y las sombras se levantaban de la llanura lo distinguimos con más claridad: ¡Agamenón se había marchado realmente! ¡Había zarpado! ¡Oh, gracias, gran dios de la luz! ¡Gracias!

El capitán, ya totalmente despierto, permanecía protector junto a mí. De pronto, tenso y receloso, me tiró de la manga. Deífobo reparó en ello y se acercó a nosotros.

– ¿Qué sucede? -pregunté con un vuelco en el corazón.

– En la llanura hay algo, señor. Lo he visto desde el amanecer, pero la luz comienza ahora a iluminarlo, y no se trata del bosquecillo que hay junto al Simois sino de un objeto inmenso. ¿Lo ves?

– Sí, lo veo -repuse con la boca reseca.

Otros lo señalaban también y discutían sobre su naturaleza. De pronto el sol se reflejó en aquel objeto y reveló una superficie pulida y marrón.

– Voy a verlo -dije dirigiéndome a la puerta de la sala de guardia-. Capitán, ordena que abran la puerta Escea pero no permitas que la gente salga al exterior. Iré a examinarlo personalmente con Deífobo.

¡Ah, la sensación del viento, por frío que fuera! Cabalgar por la llanura era una panacea para cuanto me afligía. Ordené al auriga que siguiera el camino, por lo que avanzamos dando sacudidas por los guijarros. Aunque era un paseo menos ajetreado que antaño, pues el incesante paso de hombres y carros había desgastado y nivelado las piedras y las fisuras entre ellas estaban rellenas de polvo endurecido con las lluvias del invierno.

Desde luego que todos habíamos comprendido en qué consistía el objeto pero ninguno de nosotros podíamos dar crédito a lo que veíamos. ¿Qué hacía aquello allí? ¿Qué finalidad tendría? ¡Sin duda no era lo que imaginábamos! Visto de cerca resultaría más extraño, diferente. Sin embargo, cuando Deífobo y yo nos aproximamos seguidos de algunos miembros de la corte, resultó ser exactamente lo que parecía: un gigantesco caballo de madera.

El animal se levantaba sobre nuestras cabezas, era una criatura de madera de roble de inmensas proporciones. Quienquiera que la hubiera fabricado, dioses u hombres, se había atenido estrictamente a la anatomía equina para poder definirlo como un caballo en lugar de una mula o un asno. Pero el cuerpo estaba realizado a tal escala que se sostenía sobre las patas más gruesas que poseyera jamás caballo alguno y sus colosales cascos estaban atornillados a una plataforma. Aquella especie de soporte se levantaba limpiamente del suelo sobre pequeñas y sólidas ruedas, doce a cada lado por delante y por detrás. Mi carro se encontraba a la sombra de su cabeza y yo tenía que estirar el cuello para distinguir la parte inferior de sus quijadas sobre mí. Realizado con madera pulida, era a un tiempo firme y consistente y las uniones de las tablas estaban calafateadas con brea al igual que el casco de una nave. Sobre sus costuras embreadas se había pintado un bonito dibujo en ocre. Tenía crines y cola talladas. Cuando retrocedí para contemplar la cabeza advertí que los ojos consistían en incrustaciones de ámbar y azabache, que tenía pintadas de rojo las fosas nasales y que la dentadura, que mostraba como si relinchase, era de marfil. Me pareció muy hermoso.

Un destacamento de la guardia real había acudido al galope junto con la mayoría de la corte.

– Debe de estar hueco, padre -dijo Deífobo-, para que resulte ligero a fin de apoyarlo en la plataforma sin que se rompan las ruedas.

Señalé la grupa del animal por nuestra parte.

– Es sagrado. ¿Lo ves? Aquí aparece una lechuza, la cabeza de una serpiente, una égida y una lanza. Pertenece a Palas Atenea.

Algunos de los presentes parecían dudosos. Deífobo y Capis murmuraron algo, pero Timoites, otro hijo mío, se mostró entusiasmado.

– ¡Tienes razón, padre! Los símbolos se expresan con más elocuencia que si hablasen. Es un regalo de los griegos para sustituir al Paladión.

Laoconte, principal sacerdote de Apolo, profirió un gruñido.

– Desconfía de los griegos cuando ofrecen regalos -dijo.

Capis entró en liza.

– ¡Es una trampa, padre! ¿Por qué iba a exigir Palas Atenea semejante esfuerzo de los griegos cuando son sus preferidos? Si no hubiera consentido el robo de su Paladión, los griegos no lo hubieran robado. Ella nunca cambiaría su fidelidad a los griegos por nosotros. ¡Es una trampa!

– Contrólate, Capis -le dije distraído.

– ¡Te lo ruego, señor! -insistió-. ¡Ábrele el vientre y veamos qué contiene!

– No tiene nada que ver con regalos por parte de los griegos -dijo Laoconte pasando los brazos por los hombros de sus jóvenes hijos-. Es una trampa.

– Estoy de acuerdo con Timoites -dije-. Está destinado a sustituir al Paladión.

Y con fulminante mirada le ordené a Capis:

– ¡Ya basta! ¿Has oído?

– De todos modos no pretendían que entrara dentro de nuestras murallas -observó Deífobo con sentido práctico-. Es demasiado alto para que pueda atravesar las puertas. No, sea cual sea su finalidad, no puede ser una trampa. Está destinado a permanecer aquí, en este lugar, sin que represente ningún peligro para nosotros ni para nadie.

– ¡Es una trampa! -gritaron Capis y Laoconte casi al unísono.

La discusión prosiguió con violencia a medida que la gente importante de Troya se reunía junto al sorprendente caballo, asombrándose, teorizando y abrumándome con sus opiniones. Para alejarme de ellos, paseé una y otra vez en torno al animal, examinándolo minuciosamente, sondeando el significado de sus símbolos, maravillándome ante la cualidad del trabajo realizado. Se encontraba exactamente a mitad de camino entre la playa y la ciudad. ¿Pero de dónde procedía? Si los griegos lo hubieran construido, lo hubiéramos visto levantarse. ¡Sin duda debía proceder de la diosa!

Laoconte había enviado a algunos miembros de la guardia real al campamento griego para inspeccionarlo. Yo seguía dando vuelta tras vuelta cuando aparecieron dos guardianes en un carro de cuatro ruedas custodiando a un hombre. Desmontaron a mi lado y lo ayudaron a apearse.

Llevaba cadenas en brazos y piernas, sus ropas se veían reducidas a harapos y sus cabellos y su persona estaban sucios.

El guardián de más edad se arrodilló ante mí.

– Señor, hemos descubierto a este individuo escondido en una de las casas griegas. Como ves, está cargado de cadenas y ha sido azotado recientemente. Cuando lo prendimos rogó por su vida y pidió ser conducido ante el rey de Troya para comunicarle sus noticias.

– ¡Habla, hombre! Soy el rey de Troya -le dije.

El hombre se humedeció los labios y gruñó sin poder articular palabra. Un guardián le dio agua. Bebió con avidez y luego me saludó.

– Gracias por tu amabilidad, señor -dijo.

– ¿Quién eres? -inquirió Deífobo.

– Me llamo Sinón, soy griego argivo, un noble de la corte del rey Diomedes, que es mi primo. Pero servía en la unidad de tropas especiales que el gran soberano de Micenas delegó para el uso exclusivo del rey Ulises de las islas exteriores.

Se tambaleó y tuvo que ser sostenido por los guardianes. Me apeé del carro.

– Soldado, siéntalo en el borde de tu carro y yo me instalaré a su lado.

Pero alguien encontró una silla, por lo que me situé frente a él.

– ¿Estás mejor, Sinón?

– Gracias, señor. Tengo fuerzas para proseguir.

– ¿Por qué ha sido azotado y encadenado un noble argivo?

– Porque yo estaba al corriente de la conjura urdida por Ulises para liberarse del rey Palamedes. Al parecer, Palamedes había insultado a Ulises de algún modo poco antes de que comenzara nuestra expedición a Troya. Se dice que Ulises puede aguardar toda una vida la oportunidad perfecta para vengarse. En el caso de Palamedes esperó más de ocho años. Hace dos años Palamedes fue ejecutado por alta traición. Ulises tramó los cargos y elaboró las pruebas que lo condenaban.

Fruncí el entrecejo.

– ¿Por qué iba a conspirar un griego para conseguir la muerte de otro? ¿Eran vecinos, rivales de algún territorio?

– No, señor. Uno reina sobre las islas de la parte occidental de la isla de Pélops; el otro, en un importante puerto de mar de la costa este. Se guardaban rencor por algo que desconozco.

– Comprendo. ¿Por qué entonces te hallas en tal situación? Si Ulises pudo elaborar cargos de traición contra un rey griego, ¿por qué no hizo lo mismo contigo, un simple noble?

– Soy primo hermano de un rey muy poderoso, señor, al que Ulises ama entrañablemente. Además, yo le confié mi historia a un sacerdote de Zeus y, mientras yo permaneciera ileso, el sacerdote no debía decir nada; pero si yo moría, por la causa que fuese, el sacerdote debía presentarse. Como Ulises ignoraba quién era mi confidente, me creí a salvo.

– Imagino que el sacerdote jamás narró la historia porque no has muerto, ¿no es cierto? -le pregunté.

– No, señor, en modo alguno -repuso Sinón, que había bebido de nuevo y parecía menos desdichado-. El tiempo transcurrió sin que Ulises dijera ni hiciera nada y… bien, señor, ¡me olvidé del asunto! Pero durante las últimas lunas el ejército estaba cada vez más desanimado. Cuando Aquiles y Áyax murieron, Agamenón abandonó toda esperanza de entrar algún día en Troya. De modo que se celebró un consejo en el que se sometió la cuestión a voto y decidieron regresar a Grecia.

– ¡Pero ese consejo debió de celebrarse a mediados de verano!

– Sí, señor. Mas la flota no podía zarpar porque los auspicios no eran favorables. Taltibio, el gran sacerdote, dio por fin a conocer la respuesta: Palas Atenea hacía soplar vientos adversos. Había endurecido su corazón contra nosotros tras el robo del Paladión y exigía una reparación. Entonces también Apolo declaró su ira. Deseaba un sacrificio humano. ¡El mío! ¡Pronunciaron mi propio nombre! Tampoco pude encontrar al sacerdote en quien había confiado, pues Ulises lo había enviado en una misión a Lesbos. De modo que cuando expliqué mi historia nadie me creyó.

– Entonces el rey Ulises tampoco te había olvidado.

– No, señor, desde luego que no. Sólo aguardaba a que llegara el momento oportuno para golpear. Me azotaron, me cargaron de cadenas y me dejaron abandonado a tu merced. Bóreas comenzó a soplar y por fin zarparon. Palas Atenea y Apolo habían sido aplacados.

Me levanté, estiré las piernas y volví a sentarme.

– ¿Y qué me dices de ese caballo de madera, Sinón? ¿Por qué está ahí? ¿Pertenece a Palas Atenea?

– Sí, señor. Pidió que su Paladión fuera sustituido por un caballo de madera y lo construimos nosotros mismos.

– ¿Por qué no pidió simplemente que devolvierais su Paladión? -inquirió Capis, receloso.

Sinón pareció sorprendido.

– El Paladión había sido contaminado.

– Prosigue -le ordené.

– Taltibio profetizó que en el momento en que el caballo de madera se encontrara en el interior de Troya, la ciudad nunca caería y que retornaría a ella su antigua prosperidad. De modo que Ulises sugirió construir el caballo demasiado grande para que no pudiera pasar por vuestras puertas. De ese modo, dijo, podíamos obedecer a Palas Atenea y, a la vez, asegurarnos de que no se cumpliría la profecía. El caballo de madera tendría que permanecer fuera, en la llanura.

Gruñó, movió los hombros y trató de sentarse más cómodamente.

– ¡Ay, ay! ¡Me han destrozado!

– En seguida te llevaremos a la ciudad y te cuidaremos, Sinón -lo tranquilicé-, pero primero debemos oír toda la historia.

– Sí, señor, lo comprendo. Aunque no sé qué esperas oír. Ulises es brillante y el caballo demasiado grande.

– Ya cuidaremos de eso -repuse con torva sonrisa-. Concluye.

– En realidad ya he concluido, señor. Zarparon y me dejaron aquí.

– ¿Marcharon hacia Grecia?

– Sí, señor. Con estos vientos les será fácil la travesía.

– Entonces ¿por qué dotaron de ruedas a esa bestia? -preguntó Laoconte aún muy escéptico.

Sinón parpadeó asombrado.

– ¡Para sacarlo de nuestro campamento!

¡Era imposible dudar de aquel hombre! Sus sufrimientos eran demasiado reales, al igual que los verdugones de los azotes y su extremo adelgazamiento. Y la historia encajaba a la perfección.

Deífobo observó la enorme masa del animal y suspiró.

– ¡Oh, qué lástima, padre! Si pudiéramos meterlo en… -Hizo una pausa-. Sinón -añadió-, ¿qué le sucedió al Paladión? ¿Cómo se contaminó?

– Cuando lo trajeron a nuestro campamento… Ulises lo robó…

– ¡Muy característico! -lo interrumpió Deífobo.

– Fue exhibido en su propio altar -prosiguió Sinón-, y el ejército se reunió para verlo. Pero cuando los sacerdotes le efectuaron sus ofrendas, la diosa se envolvió tres veces en llamas y al extinguirse el fuego por tercera vez comenzó a sudar sangre. Grandes gotas surgían de su rostro de madera y rodaban por sus mejillas, sus brazos y las comisuras de sus ojos, como si llorara. La tierra se agitó y desde el claro cielo cayó una bola de fuego entre los árboles más allá del Escamandro. ¡Debisteis de verla! Nos golpeamos el pecho y oramos… todos, hasta el gran soberano. Después descubrimos que la diosa había prometido un favor a su hermana Afrodita, que si el caballo de madera se colocaba dentro de Troya, entonces la ciudad dirigiría las fuerzas del mundo y conquistaría Grecia.

– ¡Aja! -resopló Capis-. ¡Muy conveniente! ¡Este brillante Ulises idea hacer el caballo demasiado grande y luego se larga! ¿Por qué tomarse tantas molestias sólo para zarpar? ¿Por qué preocuparse de las dimensiones que tendría el caballo? ¡Se han ido a su casa!

– ¡Porque la primavera próxima van a regresar! -replicó Sinón en un tono indicativo de que su paciencia llegaba a término.

– A menos que el caballo pueda pasar por nuestras murallas -dije levantándome de mi asiento.

– Es imposible -dijo Sinón recostándose a un lado del carro y cerrando los ojos-. Es demasiado grande.

– ¡No es imposible! -grité-. ¡Capitán! Trae cuerdas, cadenas, mulas, bueyes y esclavos. Es temprano, si comenzamos ahora podremos meter ese animal en la ciudad antes de que oscurezca.

– ¡No, no, no! -vociferó Laoconte con el rostro convertido en una máscara de terror-. ¡No, señor! ¡Déjame hacer primero rogativas a Apolo, por favor!

– Ve y haz lo que creas más conveniente, Laoconte -dije mientras me alejaba-. Entretanto comenzaremos a dar cumplimiento a la profecía.

– ¡No! -gritó mi hijo Capis.

Pero todos los demás gritaron alborozados:

– ¡Sí!

Nos costó la mayor parte del día. Lo sujetamos con cuerdas reforzadas con cadenas por la parte delantera y los costados de la maciza plataforma de madera, y luego uncimos mulas, bueyes y esclavos y con lentitud casi infinita el caballo de madera avanzó por el camino. Era una tarea dolorosa, frustrante y exasperante. Ningún griego, ¡ningún ser humano!, podía haber contado con nuestra paciencia y tenacidad ante semejante tarea. A cada recodo el objeto tenía que ser empujado de un lado para otro múltiples veces para mantenerlo sobre los guijarros y fuera de la hierba porque las ruedas sólo estaban atornilladas a la tabla, no había ejes bastante fuertes en el mundo para asumir tal montaña de peso.

Hacia mediodía lo habíamos arrastrado hasta la puerta Escea, donde pudimos comprobar por nuestros propios ojos que la cabeza era sin duda alguna cinco codos más alta que el pasillo arqueado que cruzaba la vasta puerta de madera.

– Timoites -le dije a mi hijo más entusiasta-, di a la guarnición que traiga picos y martillos y que rompan el arco.

Costó largo rato. Las piedras instaladas por Poseidón constructor de murallas no cedían fácilmente a los golpes de los mortales, pero se desmoronaron fracción a fracción hasta que se formó un enorme hueco sobre la abertura de la puerta Escea.

Los seres uncidos a la criatura tiraron de las cuerdas encadenadas y la poderosa cabeza se adelantó de nuevo. Contuve el aliento al ver cómo se apretaban cada vez con más fuerza las mandíbulas y cuando grité avisándolos era demasiado tarde: la cabeza se había quedado encajada. La separamos haciendo palanca, derribamos un poco más y lo intentamos de nuevo. Pero aún no pasaba. En cuatro ocasiones se atascó la noble cabeza sin que el espacio fuera suficiente. Luego el gigantesco objeto entró rodando, rechinante y aparatoso, en la plaza Escea. ¡Ah, Ulises se había visto frustrado!

Para asegurarme decidí que el caballo debía ser arrastrado por la escarpada colina y conducido hasta los manantiales de Troya, en la Ciudadela. Lo cual representó duplicar las bestias de carga y lo que parecieron eones de tiempo, aunque los ciudadanos también aportaron su grano de arena. La puerta de la Ciudadela no estaba coronada por ningún arco, por lo que el caballo pasó por ella sin dificultades.

Lo dejamos para siempre en reposo en el verde patio consagradado a Zeus. Las losas crujieron y se hendieron bajo su enorme peso y las ruedas se hundieron en el suelo entre el pavimento fragmentado, pero el sustituto del Paladión se mantuvo enhiesto. Ninguna fuerza terrestre podría ya moverlo. Habíamos demostrado a Palas Atenea que éramos dignos de su amor y respeto. En aquel momento prometí públicamente que el caballo se mantendría en perfectas condiciones y que se levantaría un altar en su base. Troya estaba a salvo. El rey Agamenón no regresaría en la primavera con un nuevo ejército. Y nosotros, cuando nos hubiéramos recuperado, controlaríamos las fuerzas del mundo para conquistar Grecia.

Entonces llegaron a mis oídos las demenciales carcajadas de Casandra, que corría desde las columnas con los cabellos sueltos al viento y los brazos extendidos. La joven se echó a mis pies y, abrazada a mis rodillas, gimió, chilló y vociferó.

– ¡Échalo de aquí, padre! ¡Échalo de la ciudad! ¡Déjalo donde estaba! ¡Es una criatura fatídica!

Laoconte, allí presente, asentía con hosca expresión.

– Los presagios no son buenos, señor. He ofrecido una cierva y tres palomas a Apolo pero los ha rechazado a todos. Este objeto significa la perdición de nuestra ciudad.

– Yo también lo he visto. Padre dice la verdad -exclamó pálido y tembloroso el mayor de sus dos hijos.

Timoites se apresuró a adelantarse en mi defensa, pues mi genio también se estaba despertando y las voces que sonaban alrededor de mí reflejaban temor.

– Acompáñame, señor -dijo Laoconte en tono apremiante-. Acompáñame al gran altar y compruébalo por ti mismo. El caballo está maldito. ¡Destrózalo, quémalo, libérate de él!

Apremió a sus dos hijos para que se adelantaran, corrió al altar de Zeus y me dejó atrás por la lentitud de mis viejas piernas. De pronto, al llegar al estrado de mármol, se echó a gritar al igual que sus hijos, que saltaron y chillaron. Cuando uno de los guardianes llegó junto a él se había desplomado en una masa informe y gimiente, abrazado a sus hijos, que se retorcían. Entonces el guardián retrocedió rápidamente y volvió hacia nosotros su rostro horrorizado.

– ¡No te acerques, señor! -gritó-. ¡Es un nido de víboras! ¡Les han mordido!

Alcé las manos a las profundidades carmesíes del firmamento.

– ¡Oh padre de los cielos! ¡Has enviado una señal! ¡Has fulminado a Laoconte ante nosotros porque murmuró contra la ofrenda de tu hija a mi pueblo! ¡El caballo es bueno, es sagrado! ¡Él mantendrá a los griegos eternamente lejos de nuestras puertas!

Por fin habían concluido aquellos diez años de guerra contra un enemigo poderoso. Habíamos sobrevivido y aún éramos dueños de nosotros mismos. El Helesponto y el Ponto Euxino nos pertenecían de nuevo. La Ciudadela volvería a tener clavos de oro y sonreiríamos otra vez.

Conduje a la corte a mi palacio y ordené que preparasen un banquete; teníamos que echar al olvido nuestros últimos recelos y disfrutar como esclavos liberados. Exclamaciones de júbilo, cánticos, címbalos, tambores, cuernos y trompetas resonaban por las encrucijadas callejeras bajo la Ciudadela mientras desde el interior fluían idénticos ruidos hacia abajo. ¡Troya estaba libre! ¡Diez años! ¡Habían pasado diez años y Troya había vencido! ¡Troya había expulsado a Agamenón de sus playas para siempre!

¡Ah, pero para mí el mejor espectáculo lo constituía Eneas! Él no había ido a ver el caballo; no se había movido de palacio mientras duraron todos nuestros esfuerzos. Sin embargo, no podía en modo absoluto dejar de asistir al banquete, aunque permaneció con rostro impenetrable y mirada encendida en odio. Yo había ganado y él, perdido. La sangre de Príamo aún existía. Troya sería gobernada por mis descendientes, no por Eneas.

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