CAPITULO CATORCE

NARRADO POR ULISES

Varar más de mil cien naves requirió todo nuestro tiempo y energías durante los breves días que siguieron a la primera batalla librada en tierras troyanas. El número de embarcaciones se había reducido ligeramente porque algunos de los pretendientes más pobres de Helena no habían podido permitirse disponer de naos tan bien construidas como, por ejemplo, las de Agamenón. Varias docenas de ellas se habían ido a pique, perforadas durante el frenético ímpetu por desembarcar suficientes hombres en la playa de Sigeo, pero no habíamos perdido ninguna embarcación de las destinadas a suministros ni de las que trasladaban los caballos para nuestros carros.

Ante mi sorpresa, los troyanos no se aventuraron a aparecer por las proximidades de nuestro creciente campamento, hecho que Agamenón interpretó como señal segura de que la resistencia había concluido. Así pues, cuando toda la flota estuvo a salvo en la playa de modo que los cascos no se hincharan ni agrietaran por absorber demasiada agua, nuestro gran soberano celebró consejo. Enardecido por el éxito obtenido en Sigeo, nada iba a detenerlo mientras hacía todo cuanto le parecía muy importante, aunque yo suponía que en breve sería insignificante. Lo dejé proseguir mientras me preguntaba quién más cuestionaría sus confiadas opiniones. Como le correspondía, se expresó entre el silencio general, pero en cuanto le entregó el bastón a Néstor, desconozco la razón de que no asistiera Calcante, Aquiles se puso en pie pidiendo el derecho a tomar la palabra.

Si, no podia ser mas que Aquiles. No me molesté en disimular una sonrisa. Al rey león se le había atragantado el muchacho de Yolco y, a juzgar por el ceño que ensombrecía su rostro, imaginé que sufría agudas punzadas de indigestión. ¿Alguna empresa tan valerosa y audaz había tenido alguna vez peor inicio que la nuestra? Tempestades, sacrificios humanos, celos y avaricia sin que mediara ningún afecto entre aquellos que podrían necesitarse mutuamente. ¿Y qué habría inducido a Agamenón a enviar a su primo Egisto a Micenas para que controlase a Clitemnestra? Era una acción que yo juzgaba tan temeraria como cuando Menelao se marchó a Creta y dejó a París en su casa. ¡Egisto tenía justas reivindicaciones para aspirar al trono! Tal vez el problema radicaba en que los hijos de Atreo habían olvidado lo que aquél había hecho con los hijos de Tiestes. Guisarlos y servírselos a su padre en un banquete. Egisto, por ser mucho más joven, había escapado al destino de sus hermanos mayores. Bien, no era mi problema; sin embargo, la creciente desavenencia entre Agamenón y Aquiles sí que lo era.

Si Aquiles hubiera sido una simple máquina de matar como su primo Áyax, no hubiera surgido la disensión. Pero Aquiles era un pensador que también se superaba en la batalla. La sonrisa desapareció de mi rostro al comprender que si yo hubiera nacido con las proporciones y circunstancias de aquel joven y sin embargo hubiera conservado mi propia mente, podría haber conquistado el mundo. El hilo de mi vida era mucho más consistente; parecía probable que viera cubrir el rostro sin labios de Aquiles con una máscara de oro, pero él estaba aureolado de una gloria que yo jamás alcanzaría. Experimenté una sensación semejante a la de carencia al comprender que Aquiles poseía alguna clave sobre el significado de la vida que siempre quedaba fuera de mi alcance. ¿Sería conveniente ser tan objetivo, tan frío? ¡Oh, si por una vez lograse arder, al igual que Diomedes tan sólo ansiaba helarse!

– Señor, dudo que podamos tomar Troya si los troyanos no se aventuran a salir a luchar -decía el hijo de Peleo gravemente-. Mi visión es superior a la de la mayoría y he estado estudiando esas murallas que pareces creer valoradas en exceso. Yo no estoy de acuerdo, creo que las infravaloramos. El único medio de aplastar a Troya es atraer a los troyanos a la llanura y vencerlos a campo abierto, y eso no será fácil. También tendremos que rodearlos para evitar que se retiren dentro de su ciudad a fin de aplazar la lucha. ¿No crees más prudente que hablemos teniendo en cuenta todos estos factores? ¿No podemos idear alguna argucia para atraer a los tróvanos al exterior?

Me eché a reír.

– ¿Saldrías a luchar a campo abierto si te protegieran muros tan altos y gruesos como los de Troya, Aquiles? -intervine-. La mejor oportunidad la tuvieron en la playa de Sigeo, cuando desembarcamos, y ni siquiera allí pudieron derrotarnos. Si yo fuera Príamo, mantendría al ejército en lo alto de las murallas, desde donde se burlarían de nosotros.

Aún no se dio totalmente por vencido.

– Sólo era una débil esperanza, Ulises. Pero aún no comprendo cómo vamos a asaltar esos muros ni abatir sus puertas. ¿Puedes tú imaginarlo?

Hice una mueca ambigua.

– ¡Oh, yo no digo nada! Ya he expuesto mis comentarios acerca de ese tema. Cuando haya oídos preparados para escuchar, volveré a hacerlo. Antes, no.

– Mis oídos están dispuestos -se apresuró a responderme.

– Tus oídos no son lo bastante importantes, Aquiles.

Ni siquiera esta chanza complació a Agamenón.

– ¡Troya no puede resistírsenos! -exclamó adelantándose hacia nosotros.

– Entonces, señor, si mañana no hay rastro del ejército troyano en la llanura, ¿podemos trasladarnos al pie de las murallas para inspeccionarlas más de cerca? -insistió Aquiles.

– Desde luego -repuso secamente el gran soberano.

Cuando concluyó la reunión sin decidir nada más trascendental que la visita que realizaríamos al día siguiente a las murallas, le hice una seña a Diomedes, que poco después se reunía conmigo en mi tienda. Cuando los criados hubieron servido el vino y se hubieron retirado, Diomedes se permitió mostrar su curiosidad; aprendía a controlarse.

– ¿De qué se trata? -inquirió ansioso.

– ¿Ha de tratarse de algo? Estoy a gusto contigo.

– No pongo en duda nuestra amistad, me refiero a tu expresión cuando me hiciste señas para que saliera. ¿Qué te propones, Ulises?

– ¡Ah!, te acostumbras demasiado a mis pequeñas rarezas! -Mi aparato pensante acaso esté desbaratado por la guerra, pero aún logro distinguir el olor diferente de un junquillo y un cadáver.

– Entonces considera esto como un consejo privado, Diomedes. De todos nosotros tú conoces la guerra mejor que nadie, así como el modo de tomar una ciudad fortificada. Conquistaste Tebas y construíste un santuario con los cráneos de tus enemigos. ¡Por todos los dioses, qué entusiasmo debió de impulsarte a llevarlo a cabo!

– Troya no es como Tebas -repuso seriamente-. Tebas es griega, parte de nuestra unidad de naciones. En estos momentos guerreamos contra Asia Menor. ¿Cómo no lo comprende así Agamenón? Sólo hay dos potencias de cierta importancia en el Egeo: Grecia y la federación de Asia Menor, que comprende a Troya. A Babilonia y Nínive no les preocupa gran cosa lo que sucede por el Egeo y Egipto está tan lejos que a Ramsés no le importa en absoluto. -Se interrumpió, al parecer avergonzado-. ¿Pero quién soy yo para adoctrinarte? -concluyó.

– No te juzgues tan a la ligera. Ha sido un resumen admirable. Ojalá algunos miembros del consejo hoy celebrado hubieran sido la mitad de lógicos.

Bebió largamente para despejar su oleada de placer.

– Tomé Tebas, sí, pero tras una encarnizada batalla ante sus muros. Entré en la ciudad sobre los cadáveres de sus hombres. Aquiles probablemente pensaba en ello cuando proponía atraer cuanto antes a los troyanos al exterior. ¿Pero qué me dices de la ciudad? Un puñado de mujeres y niños pueden mantenernos eternamente a raya ante sus puertas.

– Podemos rendirlos por hambre -propuse.

Mis palabras lo hicieron reír.

– ¡Eres incurable, Ulises! Sabes perfectamente que las leyes del hospitalario Zeus prohiben tal medida. ¿Podrías enfrentarte honradamente a las Furias si sometieras a una ciudad por la fuerza del hambre?

– Las hijas de Coré no me inspiran temor; las miré a los ojos hace años.

Era evidente que se cuestionaba si aquélla sería una muestra más de mi impiedad. Pero no me lo preguntó.

– Entonces dime a qué conclusión has llegado -dijo finalmente.

– Hasta el momento, a una. Que esta campaña será muy larga, cuestión de años. En consecuencia, haré mis preparativos considerando tal factor. Mi oráculo doméstico me previno de que estaría ausente del hogar durante veinte años.

– ¿Cómo puedes creer en un sencillo oráculo doméstico cuando abogas por la técnica del hambre?

– El oráculo doméstico pertenece a la Madre -repuse paciente-, a la Tierra, tan próxima a nosotros en todos los aspectos. Ella nos envía a este mundo y nos reclama a su seno cuando finaliza nuestro recorrido. Sin embargo, la guerra es de competencia humana y cómo llevarla a cabo debería corresponder a la decisión de los hombres. Todas las malditas leyes que la gobiernan me parecen inspiradas para proteger al contrario. Un día que alguien desee muy intensamente ser vencedor de un combate las quebrantará y después todo será diferente. Somete a una ciudad por medio del hambre y desencadenarás una serie de victorias aplastantes por tal sistema. ¡Y yo deseo ser el primero! No, Diomedes, no soy impío, sólo me impacientan las restricciones. Sin duda el mundo cantará las hazañas de Aquiles hasta que Cronos vuelva a casarse con la Madre y el tiempo de los humanos llegue a su fin. ¿Pero es un orgullo exagerado por mi parte desear que el mundo aclame a Ulises? Yo no poseo las ventajas de Aquiles; no gozo de gran corpulencia física ni soy hijo de un gran soberano; sólo puedo valerme de las cualidades que poseo: inteligencia, astucia y sutileza. No son malos instrumentos.

Diomedes se desperezó.

– No, ciertamente. ¿Cómo planearías esta larga campaña?

– Comenzaré mañana, cuando regresemos de nuestra inspección de las murallas troyanas. Me propongo escoger un pequeño ejército de entre nuestras numerosas filas.

– ¿Un pequeño ejército para ti?

– Sí, para mí. No un ejército corriente, las tropas habituales. Me propongo reclutar a nuestros peores elementos, los temerarios, los problemáticos y los descontentos.

Se quedó atónito, boquiabierto.

– ¡Sin duda bromeas! ¿Problemáticos, descontentos, temerarios? ¿Qué clase de tropas son ésas?

– Dejemos de momento a un lado la cuestión de si mi oráculo doméstico se equivoca al predecirme veinte años o si Calcante está en lo cierto al mencionar diez. Sea como fuere, es mucho tiempo.

Deposité mi copa de vino en la mesa y me erguí en el asiento.

– En una campaña corta un buen oficial puede mantener ocupados a sus elementos problemáticos, vigilar a sus temerarios muy de cerca para que no puedan perjudicar al resto de los hombres y apartar a sus descontentos de aquellos a quienes podrían influir. Pero en una campaña larga es previsible que se produzcan peleas. No lucharemos cada día, ni siquiera cada luna, durante el transcurso de diez o veinte años. Habrá lunas de infinito ocio, en especial durante el invierno. Y en esas treguas las lenguas producirán tales daños que los murmullos de descontento alcanzarán las proporciones de un clamor.

Diomedes parecía divertido.

– ¿Y qué me dices de los cobardes?

– ¡Oh, tendré que dejar a los oficiales suficientes elementos insatisfactorios para que caven los pozos!

Aquello le provocó una carcajada.

– De acuerdo, entonces, cuando ya cuentes con tu pequeño ejército, ¿qué harás con él?

– Mantenerlo ocupado constantemente. Confiar a sus miembros algo en qué emplearse, con lo que disfrutarán sus dudosos talentos. La clase de hombres a que me refiero no son cobardes sino refunfuñones. Los problemáticos viven para provocar problemas; los temerarios no están contentos hasta que no ponen en peligro otras vidas así como las propias, y los descontentos se lamentarían al propio Zeus de la calidad del néctar y la ambrosía del Olimpo. Mañana acudiré a todos los oficiales al mando y les pediré que me confíen a sus tres peores hombres, con la exclusión de los cobardes, y, como es natural, estarán encantados de librarse de ellos. Cuando los haya reclutado los haré trabajar.

Aunque sabía que le tomaba el pelo, inocentemente no pudo resistirse a picar el anzuelo.

– ¿Qué clase de trabajo? -preguntó.

Seguí bromeando.

– En las orillas de la playa, no lejos de donde han recalado mis naves, hay una hondonada natural. Queda fuera de la vista de todos y, sin embargo, se halla bastante próxima al campamento, situada en este lado del muro que Agamenón se propone levantar para proteger las embarcaciones y a nuestros hombres de las incursiones troyanas. Es un hueco muy profundo, capaz de contener bastantes edificios para albergar a trescientos hombres con toda comodidad. Mi ejército se alojará en ese lugar en completo aislamiento y yo los entrenaré para el trabajo que deben realizar. Una vez reclutados no tendrán ninguna clase de contacto con sus antiguas unidades ni con el ejército principal.

– ¿De qué trabajo se trata?

– Me propongo crear una colonia de espías.

No esperaba semejante respuesta. Me miró confuso y sorprendido.

– ¿Una colonia de espías? ¿Y qué es eso? ¿Qué pueden hacer los espías? ¿Para qué servirán?

– Serán sumamente útiles -repuse cada vez más entusiasmado con mi idea-. ¡Piénsalo, Diomedes! Incluso diez años son mucho tiempo en la vida de un hombre, tal vez tan poco como una séptima u octava parte, pero acaso tanto como un tercio o la mitad. Entre mis trescientos efectivos habrá algunos capaces de pasear por los salones de un palacio, y eso es lo que harán. El año próximo los diseminaré por la propia Ciudadela; a otros, que también les agrade actuar, los introduciré en los estratos medio y bajo de la ciudad, entre los esclavos y los mercaderes. Deseo estar al corriente de todos los movimientos de Príamo.

– ¡Por Zeus tonante! -exclamó Diomedes lentamente. Y añadió con escepticismo-: Serán detectados al punto.

– ¿Por qué? Te consta que no enviaré a Troya a unos inexpertos. No pareces haber comprendido que mis trescientos hombres tendrán una inteligencia superior, pues los seres problemáticos, temerarios y descontentos son tipos brillantes. Los lerdos no constituyen un peligro en las filas. Ya he estado dentro de Troya y mientras estuve allí memoricé la versión troyana del griego: acento, gramática, vocabulario… Estoy muy dotado para las lenguas.

– Lo sé -repuso Diomedes con sonrisa sincera.

– También descubrí muchas cosas que no le transmití a nuestro querido amigo Agamenón. Antes de que cualquiera de mis espías ponga los pies en Troya sabrá cuanto le sea preciso. A algunos, los que no tengan habilidad para las lenguas, los aleccionaré para que digan que son esclavos que han huido de nuestro campamento. Como no necesitan ocultar su calidad esencial de griegos serán especialmente valiosos. Otros que estén algo más capacitados para las lenguas fingirán ser licios o carios. Y eso es sólo el principio -dije alegremente mientras me ponía las manos tras la cabeza.

Diomedes profirió un prolongado suspiro.

– Agradezco a los dioses que estés de nuestra parte, Ulises. Me preocuparía muchísimo tenerte como enemigo.

Todos los ciudadanos de Troya se encontraban en lo alto de las murallas para ver pasar al gran soberano de Micenas al frente de los miembros de la realeza. Advertí el creciente sonrojo de Agamenón mientras captaba los abucheos y rudas expresiones que el incesante viento troyano transportaba a nuestros oídos y me alegré profundamente de que no llevase consigo al ejército.

Me dolía el cuello de levantar constantemente la cabeza, pero cuando llegamos a la Cortina Occidental la escudriñé cuidadosamente, pues en realidad no la había visto desde el exterior durante mi visita a Troya. Tan sólo por allí era posible asaltar las murallas, aunque incluso Agamenón había abandonado aquella idea cuando las dejamos atrás, pues dada su escasa longitud, cuarenta mil defensores nos arrojarían desde arriba aceite hirviendo, rocas al rojo vivo, carbones encendidos e incluso excrementos.

Cuando Agamenón nos ordenó regresar al campamento tenía una expresión muy preocupada.

No convocó consejo, y transcurrieron los días uno tras otro sin que tomara decisiones ni emprendiera acción alguna. Yo lo dejé sufrir a solas porque tenía cosas más provechosas que hacer que discutir con él. Comencé a reunir a los hombres que deseaba para mi colonia de espías.

Los oficiales al mando no me pusieron trabas; es más, se sintieron muy satisfechos de solucionar su peor problema. Carpinteros y albañiles trabajaron con denuedo en la hondonada para levantar treinta sólidos módulos de piedra y un edificio mayor que sería utilizado como comedor y sala de recreo e instrucción. A medida que llegaban mis reclutas se integraban asimismo en la tarea; desde el momento en que fueron escogidos habían sido mantenidos aislados por una guardia de soldados de ítaca apostados alrededor de la hondonada. En cuanto a los oñciales al mando, suponían que me limitaba a construir una prisión donde me proponía encerrar a todos los delincuentes.

Hacia otoño todo estaba dispuesto. Reuní a mis reclutas en el salón principal del edificio mayor para dirigirme a ellos. Mientras marchaba hacia el estrado me seguían trescientos pares de ojos recelosos, curiosos, desconfiados o aprensivos. Llevaban ya mucho tiempo confinados en aquel lugar y habían llegado a la horrible conclusión de que habían perdido privilegios y que todos eran de la misma clase.

Me instalé en un trono soberano con patas talladas a modo de garras y con Diomedes a mi diestra. Cuando reinó el silencio apoyé las manos en los brazos del sillón y extendí un pie adoptando la postura de un rey.

– Os preguntaréis por qué os he traído aquí y qué va a ser de vosotros. Hasta ahora todo han sido simples conjeturas; a partir de este momento lo sabréis porque voy a decíroslo. En primer lugar, todos vosotros tenéis ciertos rasgos de carácter que os hacen detestables para vuestros superiores. Ninguno de los que os encontráis en esta sala es buen soldado, ya sea porque ponéis en peligro otras vidas o porque transmitís dolores de vientre con vuestras continuas jugarretas o quejas. No deseo que exista ninguna mala interpretación por vuestra parte en cuanto a las razones por las que habéis sido escogidos; ello se debe a que sois profundamente detestados.

Me interrumpí y aguardé haciendo caso omiso de sus rostros sorprendidos, irritados o indignados. Varios de ellos se mostraban especialmente inexpresivos y merecieron mi especial atención, pues aquéllos debían de ser los dotados con habilidad e inteligencia superiores.

Todo había sido dispuesto. Mi guardia ítaca estaba apostada alrededor del edificio. Su jefe, Hakios, un elemento que merecía mi absoluta confianza, había recibido órdenes de matar a cualquiera que apareciese por la puerta antes que yo. A los que decidieran que mis condiciones eran inaceptables no se les permitiría regresar a las filas generales del ejército: tendrían que morir.

– ¿Habéis comprendido la magnitud del insulto? -les pregunté-. ¡Insisto en que lo hagáis así! Las mismas cualidades que aborrecen los hombres decentes constituyen vuestra mayor ventaja. Existirán recompensas por servirme; os alojaréis en residencias dignas de príncipes, no realizaréis trabajos manuales y las primeras mujeres que el gran soberano adjudique de los despojos serán para vosotros. Entre vuestros turnos de servicio disfrutaréis de adecuados períodos de descanso. En realidad, constituís un cuerpo de élite bajo mi único mando. Ya no tendréis que responder a vuestros respectivos reyes ni al gran soberano de Micenas, sino tan sólo a mí, Ulises de ítaca.

Seguí explicándoles que el trabajo que requería de ellos era muy peligroso e insólito, y concluí aquel fragmento de mi discurso diciéndoles:

– Algún día vuestra especie será famosa. Las guerras se ganarán o perderán por la clase de función que vais a realizar. Para mí, cada uno de vosotros vale más que mil soldados de infantería, de modo que comprenderéis que es un honor ser escogido. Ahora, antes de ampliaros mis explicaciones, os permitiré comentar este asunto entre vosotros.

Durante un breve espacio de tiempo persistió el silencio, pues estaban tan sorprendidos que les resultaba difícil conversar. Luego, a medida que comenzaron las charlas, observé sus rostros con detenimiento y descubrí que más de una docena decidían hacer caso omiso de mi propuesta. Uno de ellos se levantó y marchó seguido de algunos más; Hakios surgió amenazador tras la puerta abierta sin que se produjera ninguna conmoción en el exterior. Otros ocho salieron y mis hombres siguieron cumpliendo instrucciones. Si no regresaban jamás a sus compañías, supondrían que estaban conmigo. De no ser así, se suponía que habían regresado a sus compañías. Sólo Hakios y sus hombres lo sabrían; eran de ítaca y conocían a su rey.

Me interesaron dos hombres en particular. Uno era primo de Diomedes y el peor engorro para un oficial al mando que yo había conocido durante mi reclutamiento. Se llamaba Tersites. Aparte de su habilidad, algo más me atraía en él, porque se decía que había sido engendrado por Sísifo en la tía de Diomedes. Lo mismo se decía de mí, que Sísifo y no Laertes era mi padre. Aquella afrenta sobre mi nacimiento jamás me provocó la menor angustia, pues la sangre de una brillante cabeza de lobo probablemente le sería más útil a un hombre que la de un rey como Laertes.

Al otro lo conocía muy bien y era el único entre los trescientos que sabía exactamente por qué me encontraba yo allí. Se trataba de mi primo Sinón, que me había acompañado en mi séquito. Un hombre asombrosamente útil que esperaba ansioso incorporarse a su nueva profesión.

Tanto Tersites como Sinón permanecían inmóviles en sus asientos con los negros ojos fijos en mi rostro y de vez en cuando interrumpían su examen para volverse y calcular el nivel de los hombres con quienes se hallaban agrupados.

Tersites tosió para aclararse la voz y se dirigió a mí.

– Adelante, señor, cuéntanos el resto -dijo.

Así lo hice.

– De modo que ya comprendéis por qué os considero los hombres más valiosos del ejército -dije para concluir-. Sea vuestra función transmitirme informaciones o concentraros en causar problemas para quienes administren Troya, seréis muy importantes en el esquema general. Se establecerá un sistema seguro de comunicación, se fijarán lugares de enlace y reunión entre aquellos de vosotros que de modo más o menos permanente residáis en Troya y los que sólo realicéis fugaces visitas a la ciudad. Aunque el trabajo es muy peligroso, estaréis debidamente equipados para enfrentaros a los riesgos cuando se os encargue comenzar el trabajo. -Y añadí con una sonrisa-: Que, por añadidura, os parecerá realmente interesante.

Me puse en pie y concluí.

– Pensad en ello hasta que volvamos a reunimos.

Diomedes y yo nos retiramos a una antesala donde permanecimos charlando y bebiendo vino mientras, al otro lado de la cortina, crecía y menguaba el sonido de las voces.

– Imagino que tú y yo también iremos a Troya de vez en cuando, ¿no es cierto? -dijo Diomedes.

– ¡Oh, sí! Con el fin de controlar a hombres como éstos es necesario demostrar que estamos dispuestos a asumir riesgos aún superiores a los que les pedimos. Somos reyes y nuestros rostros, reconocibles.

– Te refieres a Helena, ¿no es cierto? -repuso.

– Exactamente.

– ¿Cuándo comenzaremos nuestras visitas?

– Esta noche -repuse tranquilamente-. He descubierto un excelente conducto por la parte noroeste de los muros suficientemente grande para admitir el acceso de un hombre tras otro. Esa abertura del interior de las murallas está más disimulada que la mayoría y no se halla vigilada. Nos vestiremos como mendigos, exploraremos las calles, hablaremos con la gente y mañana por la noche huiremos de igual modo que entramos. No te preocupes, no correremos peligro.

– No lo dudo, Ulises -repuso riendo.

– Ha llegado el momento de reunimos con los demás -dije.

Tersites, que había sido elegido portavoz del grupo, nos aguardaba en pie.

– ¡Habla, primo del rey Diomedes! -le ordené.

– Señor, estamos contigo. De los que quedábamos en la sala cuando te marchaste, sólo dos rechazaron tu oferta.

– No importan -repuse.

Me miró burlón: conocía el destino que habían sufrido.

– La vida que nos has propuesto es mucho mejor que cuanto pudiéramos disfrutar en un campamento de asedio. Somos tus hombres.

– Os exigiré un juramento para tal fin.

– Y lo pronunciaremos -repuso impasible, aunque sabía que éste sería demasiado espantoso para atreverse a quebrantarlo.

Cuando hubieron jurado hasta el último hombre, les informé de que se instalarían en unidades de diez elementos, uno de los cuales sería el oficial, escogido por mí cuando llegara a conocerlos mejor. Sin embargo, a dos de ellos los conocía bastante bien para designarlos en aquel mismo momento. Señalé a Tersites y a Sinón como codirigentes de la colonia de espías.

Aquella noche entramos en Troya con relativa facilidad. Yo pasé primero seguido muy de cerca por Diomedes, pues el conducto sólo tenía la anchura de sus hombros. Una vez en el interior nos introdujimos en una acogedora callejuela y dormimos hasta el amanecer, en que salimos para mezclarnos con la gente. En la gran plaza del mercado, tras la puerta Escea, compramos pasteles de miel, pan de cebada y dos tazas de leche de cabra, y escuchamos. A la gente no le preocupaban los griegos que ocupaban la playa del Helesponto y el ambiente general era festivo. Contemplaban sus altísimos bastiones con cariño y se reían al imaginar a las impresionantes fuerzas griegas sentadas impotentes a escasas leguas de distancia. Todos parecían convencidos de que Agamenón renunciaría y se marcharía con sus naves. Abundaban los alimentos y corría el dinero, las puertas Dárdana e Ida aún seguían abiertas y el tráfico circulaba por ellas como de costumbre. Sólo el complicado sistema de vigilantes y guardianes en lo alto de las murallas demostraba que la ciudad estaba dispuesta a cerrar aquellos accesos en el instante en que amenazara el peligro.

Nos enteramos de que Troya estaba dotada de muchos pozos de agua potable y que contaba con gran número de graneros y almacenes en los que se hacía acopio de alimentos imperecederos.

Nadie imaginaba la posibilidad de enfrentarse a una batalla encarnizada en el exterior; los soldados que vimos cabeceaban o perseguían a las mujeres y se habían dejado armas y armaduras en sus hogares. Agamenón y su gran ejército eran causa de franca irrisión.

Diomedes y yo comenzamos a trabajar en la colonia de espías en cuanto retornamos al campamento, y lo hicimos duramente. Algunos mostraban grandes aptitudes y entusiasmo, pero otros flaqueaban y merodeaban por allí con acre expresión. Mantuve una conversación privada con Tersites y Sinón, que convinieron en que los inadaptados debían desaparecer. De los trescientos elementos reclutados originalmente acabé conservando a doscientos cincuenta y cuatro, y pensé que podía considerarme afortunado.

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