CAPITULO TREINTA Y TRES

NARRADO POR NEOPTÓLEMO

Cerraron nuestra trampilla mucho antes de que amaneciera y nosotros, que habíamos soportado la oscuridad todas las noches de nuestras vidas, descubrimos qué era realmente hallarse a oscuras. Por más que abría los ojos y me esforzaba por ver seguía sin distinguir nada. Nada. Estaba completamente ciego, el mundo era una negrura tangible e insoportable. Traté de pensar que tan sólo sería un día y una noche si podíamos considerarnos afortunados. Por lo menos un día y una noche sin un mínimo resquicicio de luz, sin poder discernir la hora por el sol, convertido cada instante en una eternidad, los oídos tan afinados que la respiración de los hombres sonaba como truenos distantes.

Rocé a Ulises con el brazo y me estremecí involuntariamente. Fruncí la nariz ante los olores de sudor, orines, heces y respiraciones malolientes pese a los cubos de cuero tapados que Ulises había distribuido entre cada tres hombres. Entonces comprendí por qué se había mostrado tan inflexible en ello. Ensuciarse con excrementos hubiera sido algo insoportable para cualquiera de nosotros. Cien hombres totalmente ciegos… ¿Cómo podían algunos sobrevivir durante toda una vida de ceguera?

Pensé que nunca sería capaz de recobrar la visión. ¿Reconocerían mis ojos la luz o la fuerte impresión me deslumhraría y me sumiría de nuevo en una oscuridad permanente? Tenía la piel tensa, sentía el terror que me lamía por completo en aquel abismo, mientras un centenar de los hombres más valerosos del mundo se veían asimismo encarcelados, sumidos en un terror mortal. La lengua se me pegaba al paladar y busqué el odre de agua, para hacer algo.

Podíamos respirar el aire que se filtraba astutamente por un laberinto de diminutos agujeros practicados por todo el cuerpo y la cabeza del animal, aunque Ulises nos había advertido que no distinguiríamos la luz por ellos mientras fuese de día porque los protegían capas de tejido. Por fin cerré los ojos. Me dolían tanto de intentar ver que fue un alivio y la oscuridad me resultó más soportable.

Ulises y yo nos apoyábamos espalda contra espalda, al igual que todos. Nosotros mismos éramos el único apoyo que nuestra prisión poseía. En un esfuerzo por relajarme me apoyé en él y comencé a recordar a todas las muchachas que había conocido. Las catalogué meticulosamente, de la más linda a la más fea, la más bajita y la más alta, la primera con que me había acostado y la última, una que se había reído ante mi inexperiencia y otra que, exhausta, puso los ojos en blanco tras pasar una noche en mis brazos. Agotado el tema de las muchachas, comencé a enumerar todas las bestias que había exterminado, las cacerías a las que había asistido: leones, verracos, venados. Expediciones de pesca en busca de orcas, leviatanes y grandes serpientes, aunque sólo encontramos atunes y lubinas. Reviví los tiempos de entrenamiento con los jóvenes mirmidones y los pequeños combates a que me había enfrentado en su compañía. Las ocasiones en que había conocido a grandes hombres y quiénes eran. Hice recuento de las naves y reyes que habían zarpado hacia Troya; pasé revista a los nombres de todos los pueblos y ciudades de Tesalia; canté mentalmente las baladas de los héroes. En cierto modo el tiempo transcurría, pero con lentitud exasperante.

El silencio era cada vez más profundo. Debí de quedarme dormido porque desperté con un sobresalto al descubrir que Ulises me tapaba la boca con la mano. Yacía con la cabeza en su regazo y los ojos desorbitados de pánico, hasta que recordé por qué no podía ver. Me había despertado un movimiento y, mientras trataba de serenarme, se produjo una suave sacudida. Me volví y, tras sentarme, busqué a tientas las manos de Ulises y las estreché con fuerza. Él inclinó la cabeza y sus cabellos me rozaron la mejilla. Le hablé al oído.

– ¿Nos están moviendo?

Sentí su sonrisa en mi rostro.

– ¡Desde luego! Ni por un momento han dudado en mover este objeto. Tal como imaginaba, se han tragado la historia de Sinón -me susurró.

La repentina actividad interrumpió la sofocante inercia de nuestra prisión; durante largo rato nos sentimos más animados, más alegres, mientras sufríamos empujones y sacudidas. Tratamos de calcular nuestra velocidad, preguntándonos cuándo llegaríamos a las murallas y qué se propondría hacer Príamo para solucionar el hecho de que el caballo fuese demasiado grande. Y durante este lapso de tiempo disfrutamos de la oportunidad de hablarnos unos a otros con voces bajas pero normales, conscientes de que el ruido que producía nuestro transporte en su trayecto mitigaría tales sonidos. Distinguíamos nuestro avance, aunque no advertíamos la presencia de hombres ni de bueyes, sólo el estrépito y el chirrido producido por las ruedas.

No fue difícil adivinar en qué momento llegamos a la puerta Escea, pues el movimiento se interrumpió durante lo que parecieron días. Oramos en silencio a todos los dioses conocidos para que no renunciaran; para que, tal como Ulises había insistido en que sucedería, los troyanos llegaran al extremo de demoler el arco. Entonces comenzamos de nuevo a movernos. Se produjo un agobiante y exasperante zarandeo que nos tiró por los suelos y allí yacimos inmóviles con el rostro pegado al suelo.

– ¡Necios! -gruñó Ulises-. ¡Han calculado erróneamente!

Tras otras cuatro sacudidas volvimos a rodar. Al advertir que el suelo se ladeaba, Ulises rió entre dientes.

– Es la colina que asciende a la Ciudadela -dijo-. Nos escoltan nada menos que a palacio.

Luego volvió a reinar el silencio. Nos detuvimos con un enorme crujido y nos abstrajimos en nuestros pensamientos. El enorme objeto se tomó el tiempo necesario para posarse como un leviatán en el barro y me pregunté dónde nos habríamos detenido exactamente de modo definitivo. El perfume de las flores llegaba furtivo. Traté de calcular cuánto les habría costado arrastrar el caballo desde la llanura, pero no pude. Cuando no es posible ver el sol, la luna ni las estrellas no se puede calcular el paso del tiempo. De modo que me recosté contra Ulises y me abracé a mis rodillas. Él y yo estábamos situados exactamente al lado de la trampilla y Diomedes había sido enviado al extremo opuesto para mantener el orden (nos habían ordenado que si alguien era presa de pánico debía ser eliminado al punto) y no lo lamentaba. Ulises era como una roca inquebrantable, tenerlo a mi espalda me tranquilizaba.

Me dediqué a pensar en mi padre y el tiempo pasó volando. No había querido hacerlo por temor al sufrimiento, pero en la situación de nuestra última espera no pude resistirme a ello. Y me sentí libre al punto de todo pesar porque cuando abrí las compuertas de mi mente para admitirlo pude sentirlo físicamente en mí. Yo volvía a ser un niño pequeño y él un gigante que se levantaba por encima de mi cabeza, un dios, un héroe para un muchacho. Tan hermoso y tan extraño con su boca sin labios. Aún tengo una cicatriz de una ocasión en que intenté cortarme el labio para parecerme más a él. El abuelo Peleo me descubrió de tal guisa y me azotó enérgicamente por impío. Me dijo que no podía ser otra persona, que era yo mismo con o sin labios. ¡Ah, y cómo había rezado para que la guerra contra Troya durara lo suficiente para poder luchar a su lado! Desde que cumplí los catorce años y me consideré un hombre estuve rogando a mis abuelos Peleo y Licomedes que me permitieran zarpar hacia Troya. Y ambos se habían negado.

Hasta el día en que el abuelo Peleo acudió a mis aposentos del palacio de Yolco con el rostro grisáceo como un moribundo y me dijo que podía irme. Me despidió simplemente sin mencionar el mensaje que Ulises le enviaba: que Aquiles tenía los días contados.

Nunca olvidaré mientras viva el canto que el trovador recitó ante Agamenón y los reyes. Yo permanecía junto a la puerta sin ser visto y absorbía sus palabras como una esponja deleitándome con sus hazañas. Luego el arpista habló de su muerte, de su madre y de la elección que le ofreció y del hecho que él no considerara tal opción: vivir larga y prósperamente en la oscuridad o morir joven y cubierto de gloria. La muerte, ése era el destino que nunca relacionaría con mi padre Aquiles. Para mí estaba por encima de los mortales, nadie podía abatirlo. Pero Aquiles era un ser mortal y murió. Murió antes de que pudiera verlo, de besar su boca sin necesidad de verme elevado a una inmensa distancia por los aires, con los pies muy alejados del suelo. Los hombres me dijeron que había crecido hasta alcanzar exactamente su misma altura.

Ulises había sospechado mucho más que los restantes y me hizo partícipe de cuanto sabía o sospechaba. Luego me habló de la conjura sin favorecer a nadie, ni siquiera a sí mismo, mientras me explicaba por qué mi padre había discutido con Agamenón y le había retirado su ayuda. Me pregunté si yo hubiera tenido la fortaleza y decisión de ver manchada para siempre mi reputación como había hecho mi padre. Con el corazón destrozado le juré a Ulises guardar el secreto; un sentimiento interior me decía que mi padre deseaba que no se desvelara nada de todo aquello. Ulises supuso que lo hacía en reparación de algún gran pecado que él creía haber cometido.

Sin embargo, ni siquiera entre la discreta oscuridad pude llorar por él. Tenía los ojos secos. Paris había muerto pero, si lograba matar a Príamo para vengarme de Aquiles, sería capaz de llorar.

Volví a dormirme. El sonido de la trampilla al abrirse me despertó. Ulises se movió como un relámpago, pero no fue lo bastante rápido. Una tenue y deslumbrante luz se filtraba por el agujero del suelo e iluminaba las piernas enredadas. Se percibieron sonidos de una pelea sofocada y luego unas piernas que se desplomaban. Sentí un cuerpo que se precipitaba hacia abajo y que se estampó con un ruido sordo. Alguien no podía resistir por más tiempo su encierro; cuando Sinón levantó desde el exterior la palanca que abría la trampilla no tuvimos ningún aviso previo, pero uno de nosotros estaba dispuesto para escapar.

Ulises miró hacia abajo y desenrolló la escalerilla de cuerda. Me acerqué a él. Nuestra armadura estaba empaquetada en la cabeza del animal y debíamos seguir un estricto orden de salida: mientras nos situábamos en fila hacia la trampilla el primer paquete que un hombre encontraba era su armadura.

– Sé quién ha caído -me dijo Ulises-, de modo que me llevaré mi armadura y aguardaré a que le llegue su turno para coger la suya. De otro modo los hombres que le siguen no encontrarían el paquete adecuado.

Así fue como resulté el primero en pisar tierra firme, salvo que no lo era en absoluto. Como alguien aturdido por un golpe, me encontré entre una masa suave y densamente perfumada, una alfombra de flores otoñales.

Una vez hubimos salido todos, Ulises y Diomedes acudieron a saludar a Sinón con besos y abrazos. El astuto Sinón era primo de Ulises. Como no lo habíamos visto antes de entrar en el caballo me sorprendió su aspecto. No era de extrañar que hubiera convencido a los troyanos con su historia. Su aspecto era enfermizo, miserable, sangrante y sucio. Ni el más despreciable esclavo había sido tratado de modo tan abominable. Ulises me explicó más tarde que Sinón se había pasado voluntariamente dos meses sin tomar alimentos para parecer más desdichado.

Sonreía ampliamente. Me acerqué a ellos cuando iniciaban su charla.

– ¡Príamo se lo ha tragado todo, primo! Y los dioses estaban de nuestra parte, el presagio de Zeus fue fabuloso. ¡Laoconte y sus dos hijos perecieron al meterse en un nido de víboras, imagínate! ¡No pudo ser mejor!

– ¿Dejaron abierta la puerta Escea? -inquirió Ulises.

– Desde luego. Ahora toda la ciudad duerme su borrachera. ¡Lo han celebrado espléndidamente! En cuanto se iniciaron los festejos en palacio nadie recordaba a la pobre víctima del campamento griego, por lo que no tuve dificultad alguna en escabullirme al promontorio de Sigeo y encender un fanal para Agamenón. Mi luz fue respondida al instante desde las colinas de Ténedos. En estos momentos debe de navegar hacia Sigeo.

Ulises volvió a abrazarlo.

– Has estado magnífico, Sinón. Puedes confiar en que serás recompensado.

– Lo sé.

Hizo una pausa y resopló satisfecho.

– ¿Sabes que creo que no lo hubiera hecho por compensación alguna, primo? -dijo.

Ulises nos envió a cincuenta de nosotros a la puerta Escea para asegurarse de que los troyanos no tenían ninguna oportunidad de cerrarla antes de que entrase Agamenón; los restantes permanecimos armados y dispuestos, observando cómo la rosada y suave aurora se deslizaba sobre el alto muro en torno al gran patio, aspirando profundamente el aire de la mañana y disfrutando del perfume de las flores que estaban bajo nuestros pies.

– ¿Quién cayó del caballo? -le pregunté a Ulises.

– Equión, hijo de Porteo -repuso con brevedad, aunque era evidente que pensaba en otra cosa.

Luego gruñó guturalmente y se removió inquieto con un nerviosismo impropio en él.

– ¡Agamenón, Agamenón! ¿Dónde estás? -exclamó en voz alta-. ¡Ya deberías estar aquí!

En ese momento el sonido de un cuerno estalló en el cielo del amanecer: Agamenón se encontraba a la puerta Escea y podíamos movernos.

Nos dividimos. Ulises, Diomedes, Menelao, Automedonte y yo con algunos compañeros anduvimos lo más quedamente posible entre la columnata y luego giramos a un amplio y extenso pasillo que conducía a la parte del palacio destinada a Príamo. Una vez allí, Ulises, Menelao y Diomedes rae dejaron y se internaron por un pasillo lateral entre el laberinto que conducía a los aposentos donde residían Helena y Deífobo.

Un grito penetrante y solitario interrumpió el silencio y cayó sobre la cabeza de Troya. Los pasillos de palacio se llenaron de gente, hombres aún desnudos que se levantaban del lecho, aturdidos y atontados por el exceso de vino. Lo que nos permitió tomarnos nuestro tiempo, esquivar torpes golpes fácilmente, y exterminarlos sin problemas. Las mujeres chillaban y vociferaban, y las baldosas de mármol que pisábamos se volvieron resbaladizas por la sangre, pues no les dimos ninguna oportunidad. Pocos comprendieron lo que sucedía. Algunos estaban bastante despiertos para advertir mi presencia con la armadura de Aquiles y huían despavoridos pensando que mi padre capitaneaba las sombras de los muertos.

Con el crimen en el corazón no perdoné a ningún enemigo. A medida que los guardianes caían, la resistencia comenzó a endurecerse; por fin luchábamos con cierta calidad, aunque no con el estilo de un campo de batalla. Las mujeres contribuían a crear pánico y confusión e imposibilitaban las maniobras a los defensores de la Ciudadela. Otros compañeros del caballo me seguían; yo, sediento de la sangre de Príamo, los dejé asesinar cuanto quisieron. Sólo Príamo pagaría por Aquiles.

Pero querían a aquel insensato y anciano rey. Aquellos que habían despertado bastante despejados se habían vestido una armadura y corrían a través del laberinto por vías sinuosas decididos a protegerlo. Un muro de hombres armados me bloqueaba el camino con las lanzas enhiestas y la expresión reveladora de estar dispuestos a morir al servicio de Príamo. Automedonte y otros me dieron alcance; permanecí inmóvil un instante meditando. Con las puntas de sus lanzas preparadas esperaban que me moviera. Viré en redondo mi escudo y los miré por encima del hombro.

– ¡A por ellos! -exclamé.

Me abalancé tan rápidamente que aquel que se encontraba delante de mí se apartó instintivamente a un lado alterando su frente. Con el escudo a modo de muro me estrellé de costado contra ellos. No tenían esperanzas de resistir semejante peso de un hombre y su armadura. Cuando caí sobre ellos se quebró su hilera y sus lanzas se inutilizaron. Me levanté haciendo oscilar el hacha: un hombre perdió un brazo; otro, la mitad del pecho; un tercero, la parte superior de la cabeza. Era como derribar árboles jóvenes. Puesto que por mi altura era inalcanzable desde cerca, avanzaba y propinaba hachazos incansable.

Ensangrentado de pies a cabeza, pasé por encima de los cadáveres y me encontré en una columnata que discurría por todo el entorno de un patio. En su centro se encontraba un altar levantado sobre un estrado escalonado cuya mesa estaba protegida del sol por un laurel de espeso ramaje.

Príamo, rey de Troya, estaba acurrucado en el peldaño superior, su barba y cabellos blancos resplandecían como plata entre la luz que se filtraba, y cubría su enjuto cuerpo con un camisón de hilo.

– ¡Coge una espada y muere, Príamo! -le grité desde donde me encontraba con el hacha colgando a un costado.

Pero él miraba ausente a algo que se hallaba detrás de mí con los legañosos ojos llenos de lágrimas: no se daba cuenta de lo que sucedía o no le importaba. El aire estaba impregnado con los ruidos de muerte y alboroto y el humo ya ensombrecía el cielo. Troya moría alrededor de él mientras, al borde de la locura, se sentaba al pie del altar de Apolo. Creo que nunca comprendió que procedíamos del caballo, por lo que el dios le ahorró tal conocimiento. Lo único que él entendía era que ya no existían razones para seguir viviendo.

Junto a él se hallaba una anciana encorvada, aferrada a su brazo, con la boca abierta en una constante sucesión de alaridos más propios de un perro que de un ser humano. Una joven con abundante masa de rizos negros estaba de espaldas a mí ante la mesa del altar, apoyadas las manos en la losa y la cabeza inclinada hacia atrás mientras oraba.

Llegaron más hombres para defender a Príamo y yo los vencí con desprecio. Algunos lucían la insignia de sus hijos, lo cual aún me sirvió de estímulo. No me detuve hasta que tan sólo quedó uno, un simple joven; ¿tal vez Ilio? ¿Qué podía importar? Cuando intentó atacarme con una espada se la arranqué fácilmente de un tirón y luego así sus largas y despeinadas trenzas con el puño izquierdo y abandoné el escudo. El muchacho se debatió y propinó puñetazos contra mis grebas con los nudillos mientras yo lo obligaba a doblegarse y lo arrastraba al pie del altar. Príamo y Hécuba se abrazaban; la joven no se volvió.

– ¡Aquí está tu último hijo, Príamo! ¡Mira cómo muere!

Apoyé el talón en el pecho del joven, lo levanté por los hombros limpiamente del suelo y a continuación aplasté su cabeza con la parte plana de mi hacha. Príamo se levantó como si reparara en mí por vez primera. Con la mirada fija en el cadáver de su último hijo cogió una lanza que se apoyaba a un lado del altar. Su mujer trató de contenerlo aullando como una loba.

Pero ni siquiera logró superar los peldaños. Tropezó y cayó tendido a mis pies cubriéndose el rostro con los brazos y ofreciendo el cuello al hacha. La anciana se había abrazado a sus muslos y la joven por fin se había vuelto y no me observaba a mí sino al rey con el rostro rebosante de compasión. Alcé el hacha y calculé el impacto para no errar el golpe. La hoja de doble filo cayó como una cinta en el aire y en aquel momento crucial sentí al sacerdote que vive en el corazón de todos los hombres nacidos para reinar. El hacha de mi padre culminó el impacto a la perfección. El cuello de Príamo se separó bajo sus cabellos plateados y la hoja lo atravesó por completo hasta chocar con la piedra mientras la cabeza saltaba por los aires. Troya estaba muerta. Su rey había sucumbido con la cabeza cortada por el hacha como solían morir los soberanos en tiempos de la Antigua Religión. Me volví y sólo encontré a griegos en el patio de Apolo.

– Busca una habitación que pueda cerrarse -le dije a Automedonte-, y luego regresa y mete en ella a estas dos mujeres.

Subí los peldaños del altar.

– El rey ha muerto -le dije a la joven, una gran belleza-. Tú serás mi botín. ¿Quién eres?

– Andrómaca de Cilicia, viuda de Héctor -dijo con firmeza.

– Entonces cuida de tu madre mientras te sea posible. No tardarás en separarte de ella.

– Déjame ir con mi hijo -repuso con gran serenidad.

– No, es imposible -respondí negando con la cabeza.

– ¡Por favor! -exclamó ella aún sin perder el control.

Se disipó el resto de mi ira y la compadecí. Agamenón no permitiría que el muchacho viviera, pues había ordenado el total exterminio de la casa de Príamo. Antes de que pudiera negarle al acceso a su hijo por segunda vez regresó Automedonte. Las dos mujeres, una aún aullando y la otra implorando quedamente ver a su hijo, fueron retiradas de allí.

Marché del patio y comencé a explorar aquel laberinto de pasillos abriendo cada puerta e inspeccionando el interior para ver si quedaban más troyanos que exterminar. Pero no encontré a ninguno hasta que llegué a un perímetro exterior y abrí otra puerta.

Tendido en un lecho y durmiendo profundamente se encontraba un hombre muy corpulento y atlético. Era un varón atractivo, bastante moreno para ser hijo de Príamo, aunque no tenía el característico aire familiar. Entré sin hacer ruido, me aposté junto a él con el hacha muy cerca de su cuello y luego lo agité bruscamente por el hombro. Gruñó, era evidente que se hallaba bajo los efectos del vino, pero se despabiló bruscamente en el instante en que se encontró ante un hombre que vestía la armadura de Aquiles. Sólo la hoja del hacha que se apoyaba en su garganta le impidió dar un rápido salto en busca de su espada. Me lanzó una mirada asesina.

– ¿Quién eres tú? -le pregunté sonriente.

– Eneas de Dardania.

– ¡Bien, bien! Eres mi prisionero, Eneas. Soy Neoptólemo.

Un destello de esperanza iluminó sus ojos.

– ¿Cómo? ¿No vas a matarme?

– ¿Por qué tendría que matarte? Eres mi prisionero, nada más. Si tu pueblo dárdano aún te tiene en bastante estima para pagar el exorbitante rescate que me propongo pedir, puedes ser un hombre libre. Una recompensa por ser a veces… digamos amable con nosotros en la batalla.

Su rostro se iluminó de alegría.

– ¡Entonces seré el rey de Troya!

Me eché a reír.

– Cuando se haya reunido tu rescate no habrá ninguna Troya en la que reinar, Eneas. Vamos a destruir este lugar y a someter a esclavitud a su pueblo. Las sombras pasearán por la llanura. Creo que tu perspectiva más sensata consistirá en emigrar. -Dejé caer el hacha-. Levántate, desnudo y con cadenas marcharás detrás de mí.

Aunque a regañadientes hizo exactamente lo que le decía sin crearme ningún problema.

Un mirmidón me trajo mi carro entre las calles incendiadas y en ruinas. Busqué algunos pedazos de cuerda, saqué a ambas mujeres de su prisión y las até fuertemente. Eneas me tendió las muñecas por voluntad propia para que se las atara. Con los tres bien sujetos, ordené a Automedonte que nos condujera fuera de la Ciudadela, de retorno a la plaza Escea. Los soldados sometían la ciudad a saqueo, algo que no interesaba al hijo de Aquiles. Alguien subió el cadáver decapitado de Príamo a la parte posterior del carro al igual que hicieron con el de Héctor y se arrastró por las piedras entre los pies de mis tres cautivos con vida. La cabeza de Príamo quedó ensartada en Viejo Pelión, su barba y sus cabellos plateados empapados en sangre, los negros ojos desorbitados, paralizados por el dolor y la ruina, mirando sin ver los hogares incendiados y los cuerpos despedazados. Los pequeños llamaban inútilmente a sus madres, las mujeres corrían enloquecidas en busca de sus hijos o huían de los soldados que se entregaban al crimen y a la violación.

No había modo de dominar al ejército. En aquel día de triunfo daban rienda suelta a la cólera de diez años de exilio y ausencia del hogar, de camaradas muertos y viudas infieles, del odio experimentado hacia toda cosa y persona troyana. Merodeaban como bestias por las calles envueltas en nubes de humo. No hallé ni rastro de Agamenón. Tal vez algo de mi apresuramiento en dejar la ciudad fuera resultado de lo poco dispuesto que estaba a verlo aquel día de profunda devastación. Era su victoria.

Ulises asomó por una callejuela no lejos de la Ciudadela y me saludó alegremente.

– ¿Te marchas, Neoptólemo?

– Sí -asentí desanimado-. Y lo antes posible. Ahora que se ha extinguido mi ira, mi estómago no es bastante resistente.

Señaló con la cabeza.

– Veo que has encontrado a Príamo.

– Sí.

– ¿Y a quién tenemos ahí?

Observó a mis prisioneros y obsequió a Eneas con una exagerada reverencia.

– ¡De modo que has cogido a Eneas con vida! Estaba convencido de que te haría las cosas difíciles.

Le lancé al dárdano una mirada de desprecio.

– Durmió todo el tiempo como un bebé. Lo encontré desnudo en su lecho como su madre lo trajo al mundo y aún roncando.

Ulises prorrumpió en fuertes risotadas. Eneas, furioso, se puso en tensión. Los músculos de sus brazos rígidos, mientras luchaba por librarse de sus ataduras. De pronto comprendí que Eneas había escogido el destino más indignante. Era demasiado orgulloso para soportar burlas. En el momento en que lo desperté tan sólo pensaba en el trono de Troya. Ahora alcanzaba a comprender lo que conllevaría su cautiverio: insultos, sarcasmos, risas, la infinita repetición de cómo había sido encontrado borracho como una cuba mientras los demás luchaban.

Solté a la vieja Hécuba, que seguía bramando, la empujé hacia adelante y entregué el extremo de su cuerda a Ulises.

– Un regalo especial para ti. Sin duda sabrás que es Hécuba. Tómala y entrégasela a Penélope como sirvienta. Añadirá un considerable brillo a tu rocosa isla.

– No es necesario, Neoptólemo -repuso asombrado.

– Quiero que sea para ti, Ulises. Si tratara de conservarla yo, Agamenón me la arrebataría. Pero no se atreverá a pedírtela. Que una casa distinta a la de Atreo exhiba tan alto premio.

– ¿Y qué me dices de la joven? ¿Sabes que es Andrómaca?

– Sí, pero me pertenece por derecho.

Me incliné y le susurré al oído.

– Deseaba buscar a su hijo, pero comprendí que era imposible. ¿Qué ha sido del hijo de Héctor?

Por un momento advertí cierta frialdad en él.

– Astiánax está muerto. No podía permitírsele que viviera. Lo encontré yo mismo y lo arrojé desde la torre de la Ciudadela. Hijos, nietos, biznietos… todos deben morir.

Mudé de tema.

– ¿Habéis encontrado a Helena?

Su frialdad se disipó en una enorme risotada.

– ¡Por cierto que sí!

– ¿Cómo murió?

– ¿Helena muerta? ¡Muchacho, Helena ha nacido para llegar a una edad provecta y morir tranquilamente en su lecho rodeada de sus llorosos nietos y sus sirvientes! ¿Imaginas a Menelao matando a Helena? ¿O permitiendo que Agamenón ordenase su muerte? ¡Dios! ¡Si la quiere mucho más que a sí mismo!

Se tranquilizó aunque aún reía satisfecho.

– La encontramos en sus aposentos rodeada de una pequeña guardia y con Deífobo preparado para matar al primer griego que viese. Menelao entró como un toro salvaje. Se enfrentó por sí solo a los troyanos y los despachó en un santiamén. Diomedes y yo fuimos simples espectadores. Por fin acabó con todos ellos, salvo con Deífobo, al que se enfrentó en duelo. Helena se encontraba a un lado, erguida la cabeza, mostrando el pecho y sus ojos como soles verdes. ¡Tan hermosa como Afrodita! ¡Te digo, Neoptólemo, que nunca podrá comparársele mujer alguna! Menelao estaba dispuesto pero no hubo duelo. Helena tomó la iniciativa; ensartó a Deífobo con una daga entre los omóplatos y luego cayó de rodillas. «¡Mátame, Menelao, mátame! ¡No merezco vivir! ¡Mátame ahora mismo!», gritó. Desde luego que Menelao no lo hizo. Le bastó con mirarle los senos para que todo se fuera al traste. Salieron juntos de la habitación sin mirarnos siquiera.

Tampoco yo pude contener la risa.

– ¡Oh, qué ironía! Pensar que has combatido contra un grupo de naciones durante diez años para ver morir a Helena y acabarás viéndola regresar a su hogar de Amidas convertida en mujer libre… y sin dejar de ser reina.

– Bien, la muerte raras veces está donde uno la espera -dijo Ulises.

Se le hundían los hombros y por vez primera advertí que era un hombre que rondaba la cuarentena, que se resentía de su edad y de su exilio y que pese a todo su amor por la intriga sólo deseaba volver a encontrarse en su hogar. Se despidió de mí, marchó llevándose a la vociferante Hécuba y por fin desapareció por una callejuela. Le hice una seña a Automedonte y nosotros seguimos adelante hacia la puerta Escea.

Los caballos avanzaron lentamente por el camino que conducía a la playa. Eneas y Andrómaca marchaban detrás, el cadáver de Príamo brincaba entre ellos. Al llegar al campamento rodeé el complejo de los mirmidones, vadeé el Escamandro y tomé el sendero que conducía a las tumbas.

Cuando los caballos ya no pudieron avanzar desaté a Príamo de la barra, así su túnica con la mano y lo arrastré hasta la puerta de la tumba de mi padre. Lo instalé en la postura de un suplicante, arrodillado, hundí en el suelo el extremo de Viejo Pelión y amontoné piedras en su base para formar un círculo de refuerzo. Luego me volví para contemplar Troya en la llanura con sus casas que despedían llamas sin cesar y sus puertas abiertas como la boca de un cadáver cuando su sombra ha huido a los oscuros páramos subterráneos. Y por fin, en el último momento, lloré por Aquiles.

Traté de evocarlo como cuando estaba en Troya pero había demasiada sangre, una neblina mortal. Al final logré recordarlo pero tan sólo de un modo, con la piel ungida al salir del baño y brillantes los dorados ojos porque me miraba a mí, a su hijo pequeño.

Sin importarme que pudieran verme llorar, regresé al carro y subí junto a Automedonte.

– Regresemos a las naves, amigo de mi padre. Volvamos al hogar -le dije.

– ¡Al hogar! -repitió con un suspiro el fiel Automedonte, que había zarpado de Áulide con Aquiles-. ¡Al hogar!

Troya quedaba atrás envuelta en llamas, pero nuestros ojos sólo veían los destellos saltarines del sol sobre un mar de color de vino que nos atraían hacia la patria.

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