CAPITULO TREINTA

NARRADO POR HELENA

La mayor parte del tiempo vivía aislada de los demás. ¡Cómo se hubiera reído mi prima Penélope! El tiempo pendía tan densamente en mis manos que me había dedicado a tejer. Ahora comprendía la afición de las esposas desatendidas. Paris prácticamente nunca acudía a buscarme, como tampoco Eneas.

Desde la muerte de Héctor el ambiente del palacio se había alterado y empeorado. Hécuba estaba de tal modo obsesionada que le reprochaba sin cesar a Príamo no haber sido su primera esposa. El hombre protestaba, desconcertado y disgustado, alegando que la había convertido en su esposa principal, ¡en la reina!; tras lo cual ella se ponía en cuclillas y aullaba como un perro viejo. ¡Estaba absolutamente loca! Pero por lo menos ya comprendía de dónde procedía la insania de Casandra.

Aquél era un lugar desesperadamente infeliz. Andrómaca, viuda de Héctor y que por consiguiente había perdido su anterior condición, se comportaba asimismo como una sombra. En su momento habían circulado rumores acerca de que ella y Héctor se habían peleado duramente poco antes de que él saliera de Troya para librar su última batalla, y que Andrómaca había sido la culpable de la discusión. Héctor le había rogado que lo mirase, que se despidiese de él, pero ella había seguido en el lecho dándole la espalda. Yo creía esa historia, pues ella tenía esa mirada fantasmal de terrible dolor e infinitos remordimientos que sólo suele ser propia de una mujer culpable que ama terriblemente. Tampoco lograba mostrar ningún interés por su hijo Astiánax, al que había entregado a los hombres para que lo educaran en el momento en que Héctor fue enterrado.

Los restos del mundo de Príamo se desintegraron cuando Troilo sucumbió ante Aquiles. Y ni siquiera la muerte de éste logró arrancarlo de su profunda desesperación. Yo estaba al corriente de los chismes que circulaban por la Ciudadela: que Eneas se había abstenido intencionadamente de prestar ayuda a Troilo porque Príamo lo había insultado durante la asamblea en la que designó a su hijo como huevo heredero. Al igual que con la de Andrómaca, yo creía esta historia. Eneas no era hombre que permitiera que le insultaran.

Entonces Eneas propuso dirigir un asalto por sorpresa al campamento griego y Príamo, sumiso, accedió.

Nada podía contener las lenguas que se movían, como tampoco podía hacerse nada. Eneas era todo cuanto nos quedaba. Aunque Príamo no había renunciado por completo y había designado heredero a Deífobo, aquel verraco salvaje. Era un acto de desafío que no causó impresión en el querido Eneas, muy seguro de sí mismo en aquellos tiempos.

Observé largamente el rostro moreno del dárdano porque sabía el fuego que ardía bajo su frío exterior. Conocía los extremos a los que podía conducirle su ambición ilimitada. Como un río de lava que se desplaza con lentitud, Eneas avanzaba inexorable hacia adelante eliminando a sus enemigos uno tras otro.

Cuando pidió autorización para atacar el campamento griego era consciente de lo que le pedía al rey: renunciar a las leyes de los dioses. Y sólo yo comprendí el inmenso triunfo del dárdano cuando Príamo consintió en ello. Por fin había conseguido sumergir a Troya hasta su mismo nivel.

El día del ataque me encerré en mis aposentos y me tapé los oídos con algodón para amortiguar el estrépito y los gritos. Tejía un paño de fina lana con un dibujo complicado en el que utilizaba muchos colores; a base de absoluta concentración conseguí olvidar que se estaba librando una batalla. ¡Y también a Penélope, la del rostro de telaraña, esposa de un pelirrojo de piernas arqueadas, sin honor y con pocos escrúpulos! Estaba dispuesta a apostar que ella nunca había tejido algo la mitad de fino. Conociéndola, probablemente se dedicaba a tejer sudarios.

– ¡Santurrona! ¡Vaca criticona!

Murmuraba entre dientes con ferocidad mientras el vello de los brazos se me erizaba como si me estuviera observando alguien desde su tumba. ¿Habría muerto Penélope, la del rostro de telaraña? No podía imaginar tanta ventura.

Pero cuando levanté la cabeza me encontré con Paris, que me observaba aferrándose al marco de la puerta y que abría y cerraba la boca en profundo silencio. ¿Paris? ¿Paris empapado en sangre? ¿Paris con dos codos de una flecha asomando por un ojo?

Al quitarme el algodón de los oídos el ruido se precipitó por ellos como las ménades por la ladera de una montaña empeñadas en acabar con alguien. Paris me miraba con su único ojo hábil, en el que brillaba la luz de la locura mientras de su boca surgían atropelladamente palabras que me resultaban incomprensibles.

Al mirarlo mi impresión se disipó y me eché a reír de tal modo que me dejé caer en un diván y chillé sin poder contenerme. ¡Aquello lo hizo caer de rodillas! Se arrastró con la mano derecha dejando un reguero escarlata sobre el suelo blanco. La flecha que asomaba de su ojo derecho oscilaba tan ridiculamente que redoblé mis carcajadas. El hombre se me acercó para abrazarse a mis piernas con su brazo útil y me ensangrentó todo el vestido. Lo aparté asqueada de una patada y lo dejé tendido en el suelo. Entonces corrí hacia la puerta.

Me encontré a Heleno y a Deífobo juntos en el gran patio, ambos vestidos aún con su armadura. Al ver que ninguno de ellos reparaba en mí toqué a Heleno en el brazo, por nada del mundo me hubiera aproximado a Deífobo.

– Hemos perdido -dijo Heleno, fatigado-. Nos estaban esperando.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¡Hemos quebrantado la ley! ¡Estamos malditos!

Me encogí de hombros.

– ¿Y a mí qué me importa? No he venido en busca de noticias de vuestra necia batalla… Cualquiera podría adivinar que habéis perdido. He venido en busca de ayuda.

– Lo que quieras, Helena -dijo Deífobo con mirada lasciva.

– París está en mis aposentos… Creo que se está muriendo.

Heleno se estremeció.

– ¿París muriéndose? ¿París?

Inicié la marcha.

– Quiero que se lo lleven -dije.

Se reunieron conmigo y acomodaron a París en un diván.

– ¡Quiero que os lo llevéis, no que lo pongáis cómodo!

Heleno se mostraba horrorizado.

– ¡No puedes echarlo, Helena!

– ¡Miradme! ¿Qué le debo, aparte de mi ruina? ¡Hace años que me ignora! ¡Durante años ha permitido que me convirtiera en el blanco de todas las malintencionadas brujas de Troya! ¡Sin embargo, cuando por fin me necesita cree encontrarme como la misma idiota chiflada que se llevó de Amidas! ¡Pues bien, no lo soy! ¡Que se muera en cualquier otro lugar! ¡Que expire en brazos de su amor actual!

Paris se había quedado petrificado. Me miraba con su único ojo sano desorbitado de horror y estupefacción.

– ¡Helena, Helena! -gimió.

– ¡No pronuncies mi nombre!

Heleno le acarició los canosos rizos.

– ¿Qué ha sucedido, Paris?

– ¡Lo más extraño que puedas imaginarte, Heleno! Un hombre me ha desafiado en duelo a una distancia que sólo Teucro o yo podíamos acertar con precisión. Era un tipo grandote, de barba dorada y aspecto extravagante. Parecía un rey montaraz de Ida. ¡Pero yo no lo conocía, era la primera vez que lo veía! De modo que acepté el desafío convencido de que resultaría vencedor. Mas él me superó en puntería, ¡y luego se rió de mí, tal como hace Helena!

Yo fijaba más mi atención en la flecha que en su lamentable historia. ¡Sin duda habría visto en alguna ocasión una flecha semejante! ¿O habría oído su descripción en alguna canción del arpista de Amidas? Era un larguísimo astil de sauce manchado de carmesí con jugo de bayas, rematado por blancas plumas de ganso teñidas de idéntico color.

– ¡El hombre que ha disparado contra ti es Filoctetes! -le dije-. Te has llevado tu merecido, Paris. Tienes una de las flechas de Heracles en la cabeza. Él le entregó su arco y sus flechas a Filoctetes antes de morir. Había oído decir que también él había muerto víctima del veneno de una serpiente, pero es evidente que no eran ciertos tales rumores. Esta flecha perteneció en otros tiempos a Heracles.

Heleno me miraba furioso.

– ¡Cállate, harpía cruel! ¿Debes desahogar tu cólera en un moribundo?

– ¿Sabes, Heleno? -comenté pensativa-. Eres peor que la chiflada de tu hermana. Por lo menos ella no finge cordura. ¿Querréis retirar ahora a Paris, por favor?

– ¡Heleno! -exclamó Paris tirando débilmente de su faldellín-. Llévame al monte Ida, con mi querida Oinone. Ella puede sanarme, ha recibido tal don de Artemisa. ¡Llévame a Oinone!

Me abrí paso entre ellos, ardiente de ira.

– ¡No me importa dónde lo llevéis, pero sacadlo de aquí! ¡Llevádselo a Oinone… sí! ¿Acaso no comprende que es hombre muerto? ¡Arráncale la flecha, Heleno, y déjalo morir! ¡Es lo que se merece!

Lo arrastraron hasta el borde del diván y lo dejaron sentado. Deífobo, el más fuerte de los dos, se inclinó para levantarlo, pero Paris no colaboraba con él, pues, cobarde hasta el final, lloraba paralizado de terror. Cuando Deífobo por fin logró erguirse tambaleante con Paris en los brazos, éste dejó caer todo su peso en él.

Heleno acudió en ayuda de Deífobo y, cuando le tendía los brazos, rozó accidentalmente el astil de la flecha. Paris gritó presa del pánico y agitó las manos frenéticamente, con el cuerpo palpitante y agitado. Deífobo perdió el equilibrio y los tres cayeron en desorden al suelo. Percibí un gruñido sofocado y gorgoteante. Luego Heleno se incorporó y ayudó a su hermano Deífobo a levantarse y yo pude ver lo que a ellos les pasaba por alto.

Paris yacía ladeado, semiapoyado entre su espalda y su costado izquierdo, con una pierna retorcida bajo la otra e inerte la mano aplastada. Retorcía los dedos y arqueaba el cuello y la espalda rígidamente. Debía de haberse caído de bruces y debajo de Deífobo, y luego Heleno, al aterrizar sobre ambos, lo había hecho girar de nuevo bruscamente. La flecha estaba ahora partida, las plumas teñidas del extremo y dos codos del astil se hallaban en el suelo junto a él, y de su ojo asomaba el ancho de un dedo de sauce astillado. De la herida manaba un tenue reguero de sangre oscura que formaba un charco en las baldosas de mármol.

Debí de gritar porque ambos se volvieron a mirarlo.

– Está muerto, Deífobo -suspiró Heleno.

Su hermano agitó torpemente la cabeza.

– ¿París muerto?

Entonces se lo llevaron. Lo único que me recordaba la existencia de mi marido eran las marcas de sus manos en mi falda y las rojas manchas en el purísimo blanco del suelo. Me quedé inmóvil unos instantes y luego fui hacia la ventana y miré por ella sin ver. Permanecí allí hasta que reinó la oscuridad, aunque nunca me ha sido posible recordar en qué estuve pensando aquel día.

El eterno y odioso viento troyano se había levantado y gemía con violencia entre las torres cuando alguien llamó a la puerta. Un heraldo me saludaba respetuoso.

– El rey te convoca a la sala del trono, princesa.

– Gracias. Dile que acudiré cuanto antes.

El inmenso salón se hallaba sumido en penumbra. Tan sólo en torno al estrado había lámparas encendidas con luces intermitentes, que proyectaban un círculo de tenue resplandor amarillo en torno al rey, sentado en su trono, y Deífobo y Heleno, que se encontraban uno a cada lado de él lanzándose miradas asesinas por encima de los cabellos de cristal del soberano.

Me acerqué hasta el estrado, al pie de los peldaños.

– ¿Qué deseas, señor?

El hombre se inclinó hacia mí, su disgusto superaba los restantes dolores impresos de modo permanente en sus rasgos: pesar, sufrimiento, profunda desesperación.

– Hija, tú te has quedado sin tu esposo y yo sin otro hijo. He comenzado a perder la cuenta de ellos. -Se estremeció y prosiguió en un susurro entre la penumbra-. Todos los buenos me han sido arrebatados. Ahora estos dos acuden a mí disputando y riñendo sobre el cadáver aún caliente de su hermano, pidiendo ambos la misma cosa, decidido cada uno a salirse con la suya.

– ¿Y qué es lo que ambos desean? -le pregunté tan irritada que no pude fingir cortesía-. ¿En qué me concierne una discusión entre estos dos?

– ¡Oh, sin duda alguna te concierne! -repuso secamente el anciano-. Deífobo desea casarse contigo y Heleno también. De modo que dime a cuál de ellos prefieres.

– ¡A ninguno! -mascullé indignada.

– Tendrá que ser uno de los dos -respondió el rey, que de pronto parecía encontrar la situación intrigante, original y estimulante-. ¡Dame su nombre, señora! Te casarás con él dentro de seis lunas.

– ¡Seis lunas! -exclamó Deífobo-. ¿Por qué tengo que esperar seis lunas? ¡La quiero ahora, padre… ahora!

Príamo se irguió en su asiento.

– ¡Tu hermano aún está caliente! -exclamó.

– No hay por qué disgustarse, señor -dije antes de que Deífobo pudiera estallar en una de sus famosas rabietas-. He estado casada dos veces y no deseo volver a casarme. Me propongo dedicarme al servicio de la Madre y cuidar de su altar hasta el fin de mis días. De modo que no habrá boda.

Los dos hermanos prorrumpieron en enérgicas protestas que Príamo interrumpió levantando su mano.

– ¡Tranquilizaos y escuchadme! -dijo-. Deífobo, eres mi hijo imperial mayor y el heredero por mí designado. Dentro de seis lunas te casarás con Helena, pero no antes. En cuanto a ti, Heleno, perteneces al dios Apolo. Deberías apreciarlo mucho más que a cualquier mujer, incluso ésta.

Deífobo gritó alborozado. Heleno se mostraba aturdido, pero mientras lo observaba me sorprendió advertir que parecía crecerse y cambiar, fundirse en algunas partes y endurecerse en otras. Fue algo muy extraño.

Miró a su padre con firmeza y le dijo:

– Toda mi vida he visto cómo los demás veían sus deseos satisfechos mientras que yo estaba hambriento y sediento, padre. Nadie me preguntó si deseaba servir al dios, pues me consagraron a él el día en que nací. Cuando Héctor murió, deberías haberme nombrado heredero, pero Apolo se interpuso en el camino. ¡Y a la muerte de Troilo volviste a pasar por encima de mí! Y ahora que te pido algo tan sencillo se me niega una vez más. -Se irguió con orgullo-. Bien, llega un momento en que incluso el último de los hombres se rebela, y ese momento ha llegado para mí. Me marcho de Troya. Emigro en voluntario exilio. Mejor convertirse en un don nadie errabundo que seguir aquí y ver cómo Deífobo arruina lo que queda de Troya. Odio tener que decirlo, padre, pero eres un necio.

Mientras Príamo asimilaba aquellas palabras, hice un nuevo intento.

– ¡Te lo suplico, señor, no me obligues a casarme! -grité-. ¡Déjame consagrarme a la diosa!

– Te casarás con Deífobo -repuso él negando con la cabeza.

No pude soportar seguir por más tiempo en aquella sala con ellos. Salí corriendo como si me persiguieran las hijas de Coré. No sé qué fue de Heleno, ni me importa.

Le envié una nota a Eneas rogándole que acudiera a mis aposentos. Era el único que quedaba que podía sentirse inclinado a ayudarme. Luego la duda me corroyó mientras lo aguardaba paseando arriba y abajo de mi habitación. Aunque hacía mucho tiempo que había concluido nuestra relación, imaginaba que él aún conservaría algún afecto hacia mí. ¿Sería así? ¿Dónde se encontraría? El tiempo transcurría lentamente, cada instante se hacía más largo, más monótono, más vacío. En vano traté de distinguir sus firmes y decididos pasos por el pasillo; desde la muerte de Héctor eran las únicas pisadas capaces de inspirarme confianza.

– ¿Qué deseas, Helena? -me preguntó.

Había entrado en la habitación con tanto sigilo que ni siquiera lo oí. Levantaba la cortina cuidadosamente.

Corrí a abrazarlo entre risas y lágrimas.

– ¡Creí que nunca llegarías! -exclamé ofreciéndole el rostro para que lo besara.

– ¿Qué deseas? -repuso apartándose de mí.

Lo miré sorprendida.

– ¡Ayúdame, Eneas! -exclamé con tono vacilante-. ¡Ayúdame! ¡París ha muerto!

– Lo sé.

– Entonces podrás comprender lo que eso significa para mí. ¡París ha muerto y estoy a su merced! ¡Me han ordenado que me case con Deífobo! ¡Con ese perro baboso! ¡Oh dioses! ¡En Lacedemonia no lo hubieran considerado digno de tocar el borde de mi falda y sin embargo Príamo me ordena que me case con él! Si sientes alguna estima por mí, te imploro que acudas a ver a Príamo y le digas que estoy decidida a realizar mis propósitos… que no deseo volver a casarme con nadie. ¡Con nadie!

Parecía enfrentarse a una tarea desagradable.

– Pides lo imposible, Helena.

– ¿Lo imposible? -repetí estupefacta-. ¡Nada es imposible para ti, Eneas! ¡Eres el hombre más poderoso de Troya!

– Te aconsejo que te cases con Deífobo y des por zanjada esta cuestión.

– Pero yo pensaba… pensaba que aunque no me desearas para ti me profesarías suficiente afecto para luchar por mí.

Con la mano en la cortina se echó a reír.

– No voy a ayudarte, Helena. Compréndelo, por favor. Cada día se produce un nuevo vacío en las filas de los hijos de Príamo, cada día me aproximo más al trono de Troya. Estoy en auge y no haré peligrar mi posición por ti. ¿Ha quedado bastante claro?

– Recuerda lo que les sucede a los hombres con tales ambiciones, Eneas.

Se rió de nuevo.

– ¡Que consiguen un trono, Helena!

– Lograré una maldición especial para ti -respondí con aire ausente-. Invertiré todo cuanto poseo en ella. Pediré que nunca ocupes ningún trono, que nunca conozcas la paz, que te veas obligado a errar por todo lo ancho del mundo, que concluyas tus días entre salvajes tan pobres que vivan en chozas de juncos.

Creo que aquello lo asustó. La cortina se quedó oscilando: había desaparecido.

Cuando Eneas se hubo marchado pasé revista a cuanto me aguardaba: casarme con un hombre al que odiaba, cuyo contacto me provocaba náuseas. Luego comprendí que por primera vez en mi vida no podía contar con otros recursos que los propios. Que si deseaba escapar de aquel espantoso lugar tendría que hacerlo sola.

Menelao no estaba muy lejos y dos de las tres puertas de Troya se hallaban constantemente abiertas. Pero las mujeres de palacio no solían caminar ni tampoco podían procurarse calzado consistente. Era imposible llegar a la puerta Dárdana pasando por la Escea y llegar a la playa de los griegos. ¡A menos que cabalgase a lomos de un animal! Las mujeres montaban en asnos. Se sentaban en el lomo con las piernas a un lado. ¡Sí, podía conseguirlo! Robaría un asno y cabalgaría hasta la playa mientras la noche reinara sobre la ciudad y la llanura.

Robar el asno no revistió dificultad alguna, como tampoco cabalgar en él. Pero cuando llegué a la puerta Dárdana, mucho más alejada de la Ciudadela que la Escea, mi medio de transporte se negó a moverse. Era un animal urbano al que desagradaron los olores que flotaban en el viento procedentes del aire libre del campo: el denso olor del próximo otoño, el efluvio del mar. Lo azoté con una fusta y comenzó a rebuznar lastimeramente. Y aquello dio al traste con todas mis expectativas. Los guardianes de la puerta acudieron a investigar y fui reconocida y arrestada.

– ¡Quiero ir con mi marido! -sollocé-. ¡Dejadme ir con mi esposo, por favor!

Pero como es natural no me lo permitieron aunque el maldito asno ya había decidido que le agradaba aquel olor. Y mientras coceaba con sus remos traseros y salía disparado hacia la libertad, a mí me devolvían a palacio. Mas no despertaron a Príamo, sino a Deífobo.

Aguardé pasivamente a que se levantara del lecho y lo miré con tranquilidad cuando apareció. Deífobo agradeció con cortesía a los guardianes su intervención y les entregó un obsequio. Cuando dieron fin a sus infinitas reverencias abrió por completo la cortina de su dormitorio.

– Pasa -me dijo.

Permanecí inmóvil.

– Querías ir con tu esposo. Bien, aquí está.

– No estamos casados y tú aún tienes esposa.

– Ya no. Me he divorciado de ella.

– Príamo dijo que nos casaríamos dentro de seis lunas.

– Pero eso fue antes de que intentaras escapar con los griegos y reunirte con Menelao, querida. Cuando mi padre se entere de esto, no se interpondrá en mi camino. En especial cuando le informe de que ya he consumado la unión.

– ¡No te atreverás! -gruñí.

Por toda respuesta me asió por la oreja y por la nariz y me arrastró al dormitorio contra mi voluntad. Me desplomé en el lecho mareada de dolor, incapaz de librarme de él. La única violación peor era la muerte. Mi último pensamiento antes de decidir que me dedicaría al culto de la Madre era que algún día violaría a Deífobo del peor modo posible: lo mataría.

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