CAPITULO VEINTIUNO

NARRADO POR AGAMENÓN

Hacía tiempo que se le habían transmitido al ejército las órdenes de iniciar la batalla pero Príamo permanecía recluido tras sus murallas. Incluso las partidas de asaltantes troyanos habían dejado de hostigarnos y mis tropas se lamentaban de la inseguridad y la inacción. Puesto que nada había que comentar no convoqué consejo hasta que apareció Ulises.

– ¿Quieres reunir el consejo hoy a mediodía, señor? -me preguntó.

– ¿Para qué? No hay nada que decir.

– ¿Quieres saber cómo podemos incitar a Príamo a salir?

– ¿Qué te propones, Ulises?

Me lanzó una mirada burlona y brillante.

– ¿Cómo puedes pedirme que revele ahora mis secretos, señor? ¡De igual modo podrías aspirar a la inmortalidad!

– Bien, entonces nos reuniremos a mediodía.

– ¿Puedo pedirte otro favor, señor?

– ¿De qué se trata? -pregunté cauteloso.

Ulises utilizaba la irresistible sonrisa que reservaba para conseguir lo que deseaba. Cedí, pues no podía hacer otra cosa cuando él sonreía de aquel modo. Uno se veía obligado a amarlo.

– Que no se trate de un consejo general sino que comparezcan tan sólo algunos hombres.

– Como se trata de un consejo por ti organizado, cita a quienes gustes. Dame sus nombres.

– Néstor, Idomeneo, Menelao, Diomedes y Aquiles.

– ¿No cuentas con Calcante?

– Ni mucho menos.

– Me gustaría saber por qué te desagrada tanto ese hombre, Ulises. Si fuera un traidor, en estos momentos sin duda ya lo sabríamos. Sin embargo, insistes en excluirlo de cualquier consejo importante. Como los dioses guardan los testimonios de los hombres, ha tenido innumerables ocasiones de transmitir nuestros secretos a los troyanos y nunca lo ha hecho.

– De algunos de nuestros secretos conoce tan poco como tú mismo, Agamenón. Creo que espera enterarse del secreto que valga realmente la pena para traicionarnos ante aquellos a quienes pertenece su corazón.

Me mordí el labio, enojado.

– De acuerdo, entonces, no estará presente.

– Ni debes mencionárselo siquiera. Aún más, deseo que puertas y ventanas estén tapiadas una vez nos reunamos y que, en el exterior, se hallen apostados guardianes tan próximos que puedan tocarse entre sí.

– ¿No vas demasiado lejos, Ulises?

Sonrió travieso.

– Me disgustaría que Calcante quedara como un necio, señor, por lo que tenemos que concluir este asunto en el décimo año.

El grupo de personajes escogido por Ulises se presentó esperando encontrarse con el pleno del consejo y mostraron su curiosidad al comprender que sólo se contaba con ellos.

– ¿Por qué no está Meriones? -preguntó Idomeneo algo malhumorado.

– ¿Y por qué no Áyax? -inquirió Aquiles, agresivo.

Me aclaré la garganta y todos se calmaron.

– Ulises me pidió que os convocara a todos vosotros -dije-. Sólo a vosotros cinco, él y yo. Los ruidos que oís los producen los guardianes que tapian esta sala. Lo que os hará comprender más rotundamente de lo que yo podría explicaros cuán secreta es la cuestión que aquí se debatirá. Exijo vuestros juramentos individuales sobre este asunto: todo cuanto aquí se diga no puede ser repetido fuera de estas paredes, ni siquiera en sueños.

Uno tras otro se arrodillaron y formularon el juramento.

Cuando Ulises comenzó, lo hizo con voz queda, un truco que solía emplear. Comenzaba tan tenuemente que debíamos esforzarnos para oírlo, y a medida que esbozaba sus ideas elevaba el tono de su voz hasta que al final resonaba entre las vigas como el retumbar de tambores.

– Antes de comenzar a exponeros la verdadera razón de convocar un consejo tan reducido es necesario explicaros algo que algunos de vosotros ya conocéis -dijo en tono casi inaudible-. Es decir, la verdadera función de esa celda que he establecido en el foso.

Escuché con creciente cólera y sorpresa mientras Ulises nos exlicaba lo que Néstor y Diomedes habían sabido en todo momento. ¿Por qué no se nos había ocurrido a ninguno de nosotros investigar las actividades que se desarrollaban en aquel reducto? Tal vez porque, según admití entre mi indignación, nos había convenido no indagar; Ulises nos había librado de algunos de nuestros peores problemas, que jamás habían vuelto a atormentarnos. Y según me enteraba en aquellos momentos, no era debido a condenas de prisión preventiva, sino para formar a sus espías.

– Bien -dije apretando los labios cuando finalizó su explicación-, ¡por lo menos ahora sabemos cómo puedes predecir tan extrañamente lo que Troya se propone hacer en todo momento! Pero ¿por qué tanto secreto? ¡Soy rey de reyes, Ulises! ¡Tenía derecho a saberlo todo desde el principio!

– No mientras distingas a Calcante -repuso Ulises.

– Sigo distinguiéndolo.

– Pero sospecho que no como antes.

– Tal vez, tal vez. Prosigue, Ulises. ¿Qué tienen que ver tus espías con esta reunión?

– No han estado tan ociosos como nuestro ejército -dijo-. Todos habéis oído los rumores en cuanto a las razones por las que Príamo no ha intentado en ningún momento abandonar sus murallas. El más corriente es que sus refuerzos no han colmado sus expectativas, que no alcanza nuestro número de efectivos. Eso no es cierto. En estos momentos cuenta con setenta y cinco mil hombres, sin contar con los casi diez mil carros. Cuando lleguen Pentesilea, reina de las amazonas, y Memnón, rey de los hititas, nos superará drásticamente. He de añadir que abriga la errónea creencia de que seremos afortunados si sacamos al campo cuarenta mil hombres. Podéis considerar todo esto como fidedigno, pues cuento con elementos que disfrutan de la confianza de Príamo y de Héctor.

Dio un pequeño paseo por la sala, casi vacía y por consiguiente libre de obstáculos.

– Antes de proseguir debo hablaros del rey de Troya. Príamo es un hombre muy anciano y propenso a las dudas, vacilaciones, temores y prejucios de los muy viejos. En resumen, no es como Néstor, no lo imaginéis así. Gobierna Troya de un modo mucho más autócrata que cualquier soberano griego, es rey literalmente de todo cuanto contempla. Ni siquiera su hijo y heredero se atrevería a decirle lo que debe hacer. Agamenón convoca consejos; Príamo reúne asambleas. Agamenón escucha lo que tenemos que decirle y tiene en cuenta nuestras opiniones; Príamo se escucha a sí mismo y a todo aquel que repite lo que él piensa.

Se interrumpió para observarnos.

– Ése es el hombre al que debemos superar en ingenio, al que debemos inclinar a nuestra voluntad sin que nunca llegue a sospecharlo. Héctor llora mientras pasea por las almenas, cuenta a sus hombres y nos ve sentados en la playa del Helesponto como fruta madura para el saqueo. Eneas se irrita y se enciende. Sólo Antenor no hace nada porque Príamo ejecuta sus deseos… y Príamo tampoco hace nada.

Otro paseo alrededor de las sillas seguido por todas las miradas.

– Así pues, ¿por qué exactamente no desea Príamo comprometerse cuando tiene una excelente oportunidad de expulsarnos de la Tróade en seguida? ¿Aguarda de verdad a Memnón y a Pentesilea?

Néstor asintió.

– Sin duda -dijo-. Eso es lo que haría un hombre muy anciano.

Ulises respiró profundamente y prosiguió con voz potente.

– ¡No podemos consentir que espere! Debe ser atraído fuera de la ciudad antes de que pueda permitirse perder miles de hombres. Mis fuentes de información son mucho mejores que las de Príamo y puedo aseguraros que tanto Pentesilea como Memnón llegarán antes de que el invierno cierre los desfiladeros del interior. Las amazonas van a caballo, por lo que pueden considerarse como caballería. Con ellas, Troya entrará en campaña con veinte mil jinetes. En menos de dos meses estarán aquí y Memnón llegará pisándoles los talones.

Tragué saliva.

– Ulises… no había comprendido… ¿no podías decírmelo antes?

– Acabo de completar mi información, Agamenón.

– Comprendo. Prosigue.

– ¿Se contiene Príamo sólo por prudencia o existe alguna otra razón?

En realidad Ulises no interrogaba a nadie. -La respuesta no es por prudencia. Autorizaría a Héctor para que saliera en este mismo momento a no ser por Aquiles y los mirmidones. Teme a Aquiles y a sus hombres más que al resto de nuestras tropas reunidas con todos nuestros restantes dirigentes. Parte de ese temor arraiga en ciertos oráculos sobre Aquiles… acerca de que él personalmente logrará destruir la flor de Troya. En parte surge de la creencia general entre las filas troyanas de que los mirmidones son invencibles, que Zeus los conjuró de un ejército de hormigas para dotar a Peleo de los mejores soldados del mundo. Bien, todos sabemos que son hombres corrientes, supersticiosos y crédulos. Pero ambas partes combinadas significan que Príamo desea contar con una cabeza de turco para medirse contra Aquiles y los mirmidones.

– ¿Pentesilea o Memnón? -inquirrió Aquiles con torva expresión.

– Pentesilea. Esta mujer y sus guerreras están rodeadas de misterios y llevan en sí la magia femenina. Verás, Príamo no puede permitir que Héctor se enfrente a Aquiles. Aunque Apolo le garantizase la victoria troyana, Príamo no consentiría que Héctor luchase contra el hombre del que, según los oráculos, depende la destrucción de la flor y nata de Troya. Aquiles permanecía en silencio, con expresión austera. -Aquiles posee dotes singulares -comentó secamente Ulises-. Puede dirigir un ejército como el propio Ares y está al frente de los mirmidones.

– ¡Muy cierto! -suspiró Néstor.

– ¡No hay que desesperar, Néstor! -respondió Ulises alegremente-. ¡Aún no he perdido mis facultades!

Diomedes, que sin duda estaba al corriente de lo que se tramaba, fuera lo que fuese, sonreía. Aquiles me observaba y yo a él, siendo al mismo tiempo observados por Ulises. De pronto golpeó el suelo con el bastón con un sonido que nos sobresaltó y en aquella ocasión su voz resonó como un trueno.

– ¡Debe producirse una disputa!

Nos quedamos boquiabiertos.

– Los troyanos no desconocen el sistema de espionaje -prosiguió Ulises en tono más normal-. En realidad, los espías troyanos que se hallan en nuestro campamento me han sido casi tan útiles como los que he introducido en Troya. Conozco a cada uno de ellos y les facilito bocados escogidos para que los transmitan a Polidamante, quien los reclutó. Un tipo interesante el tal Polidamante, aunque no tan apreciado como le corresponde, por lo que deberíamos agradecer a los dioses que se ponga de nuestra parte. Es obvio que sus espías tan sólo le informan de lo que a mí me conviene, así como el mísero número de efectivos de que disponemos. Pero durante las pasadas lunas los he estado estimulando para que le hagan llegar ciertos chismes a Polidamante.

– ¿Chismes? -inquirió Aquiles frunciendo el entrecejo.

– Sí, chismes. A la gente le encantan.

– ¿Qué clase de chismes? -le pregunté.

– Que vosotros dos, Agamenón y Aquiles, no os apreciáis en absoluto.

Pensé que me quedaba demasiado tiempo sin aliento porque al fin tuve que respirar sonoramente.

– Que no nos apreciamos en absoluto -repetí con lentitud.

– Así es -dijo Ulises con suma autocomplacencia-. Como sabéis, los soldados rasos murmuran de sus superiores. Y entre ellos es de dominio común que de vez en cuando surgen diferencias entre vosotros dos. Últimamente he estado divulgando el rumor de que se ha intensificado mucho vuestro resentimiento mutuo.

Aquiles se levantó palidísimo.

– ¡No me agradan estos chismes, ítaco! -exclamó irritado.

– Lo imaginaba, Aquiles. Pero ¡siéntate, por favor! -Pareció pensativo-. Sucedió a fines de otoño, cuando en Adramiteo se repartieron el botín de Lirneso. -Con un suspiro prosiguió-: ¡Cuan triste es que los grandes hombres se enfrenten por una mujer!

Me aferré a los brazos del sillón para no levantarme y miré a Aquiles compartiendo su vergüenza. El joven tenía una expresión siniestra.

– Desde luego es inevitable que tal grado de encono alcance su punto culminante -prosiguió Ulises con despreocupación-. A nadie en absoluto le sorprendería que vosotros dos os peleaseis.

– ¿Por qué causa? -inquirí-. ¿Por qué? -¡Ten paciencia, Agamenón, ten paciencia! En primer lugar debo extenderme algo más sobre los sucesos ocurridos en Adramiteo. Como muestra de respeto del segundo ejército te fue ofrecido un obsequio singular: la joven Criseida, hija del gran sacerdote de Apolo esmínteo, cazador de ratas, en Lirneso. El hombre vistió armadura, empuñó una espada y halló la muerte en la lucha. Pero, ahora, Calcante augura presagios muy desfavorables si la muchacha no es devuelta a la custodia de los sacerdotes de Apolo en Troya. Al parecer, si Criseida no es devuelta, nos hallamos expuestos a la cólera del dios.

– Eso es cierto, Ulises -repuse con un encogimiento de hombros-. Sin embargo, como le dije a Calcante, no alcanzo a comprender que Apolo pueda perjudicarnos más… está completamente de parte de los troyanos. Criseida me gusta, por lo que no tengo intención de renunciar a ella. Ulises chasqueó la lengua.

– Sin embargo, he advertido que tal oposición irrita a Calcante, por lo que estoy seguro de que insistirá en exhortarte para que la envíes a Troya. Y para echarle una mano he creído conveniente provocar el comienzo de una epidemia en nuestro campamento. Dispongo de una hierba que hace enfermar gravemente a los hombres durante ocho días, después de los cuales se recuperan por completo. ¡Es algo impresionante! Una vez estalle la epidemia, Calcante se sentirá obligado a insistir en sus peticiones para que renuncies a Criseida, señor. Y, ante la intensidad de la ira del dios en forma de enfermedad, tú accederás, Agamenón.

– ¿Adonde va a parar todo esto? -exclamó Menelao, exasperado.

– No tardaréis en verlo, os lo prometo. Ulises centró su atención en mí.

– Sin embargo, señor, tú te comportarás de forma muy poco principesca al verte despojado del galardón que en justicia te corresponde. Eres rey de reyes y por consiguiente debes verte compensado. Puedes argumentar que puesto que el segundo ejército te obsequió con la muchacha, él es quien debe sustituirla. Ahora bien, otra muchacha que formaba parte del mismo botín fue asignada de modo muy arbitrario a Aquiles. Se llama Briseida y todos los reyes amén de doscientos altos oficiales tuvieron ocasión de advertir cuánto le hubiera agradado a nuestro rey de reyes tenerla para sí, en realidad, más que la propia Criseida. Las habladurías circulan, Agamenón, y en estos momentos todo el ejército sabe que hubieras preferido a Briseida. Sin embargo, también es ampliamente conocido que Aquiles ha llegado a experimentar un gran afecto por la muchacha y que se mostraría reacio a desprenderse de ella. Bien veis merodear por ahí al propio Patroclo con gran aflicción.

– Estás pisando terreno muy peligroso, Ulises -me anticipé al propio Aquiles.

Hizo caso omiso de mis palabras y reanudó sus explicaciones.

– Aquiles y tú vais a pelearos por una mujer, Agamenón. La experiencia siempre me ha demostrado que las disputas por las féminas son aceptadas por todos sin excepción. Al fin y al cabo debemos admitir que tales querellas son en extremo corrientes y que han causado la muerte de muchos hombres. Me permitiría suponer, querido Menelao, que podríamos incluir a Helena en el lote.

– ¡No te consiento tales suposiciones! -gruñó mi hermano.

Ulises parpadeó con fingida ingenuidad. ¡Oh, cuan malvado era! Una vez se lanzaba, nadie podía contenerlo.

– Yo mismo -prosiguió disfrutando plenamente- me comprometo a colocar una serie de presagios ante la digna nariz de nuestro digno sacerdote Calcante y yo mismo me encargaré de propagar la epidemia. ¡Te prometo que las características de la enfermedad confundirán a Podaliero y a Macaón! El terror se infiltrará en el campamento en cuanto comience la plaga. Cuando seas formalmente informado de su gravedad, Agamenón, acudirás al punto al sacerdote y le preguntarás qué dios se ha molestado y la razón. Eso le gustará. Pero aún le agradará más que le encargues un augurio público. Ante las filas de los principales oficiales te exigirá que envíes a Criseida a Troya. Tu posición, señor, será entonces insostenible y te verás obligado a ceder. Sin embargo, no creo que nadie te censure si te ofendes cuando Aquiles se ría de ti. ¡Durante un augurio público es algo intolerable!

En aquellos momentos nos habíamos quedado sin palabras. Pero dudo que Ulises se hubiera interrumpido aunque el propio Zeus hubiera lanzado un rayo a sus pies.

– Como es natural te pondrás furioso, Agamenón. Te volverás contra Aquiles y le exigirás que te entregue a Briseida. Entonces apelarás a los oficiales reunidos y les plantearás que te ha sido arrebatada tu presa y que, por consiguiente, Aquiles debe renunciar a la suya en tu favor. Aquiles se negará, pero su posición será tan insostenible como la tuya cuando Calcante te exigió que renunciaras a Criseida. Tendrá que entregarte a Briseida y lo hará en aquel mismo momento. Pero, una vez te la haya entregado, te recordará que ni su padre ni él habían formulado el juramento del Caballo Descuartizado y anunciará a todos los presentes que se retira del combate con sus mirmidones.

Ulises prorrumpió en sonoras carcajadas y agitó sus puños al cielo.

– En un refugio especial me consta que se halla cierto troyano furtivo. Ese mismo día toda Troya se enterará de la pelea.

Permanecíamos inmóviles en nuestros asientos como convertidos en piedra bajo la mirada de la Medusa. Yo sólo podía imaginar los tormentosos sentimientos que se habrían desencadenado en mis compañeros; en cuanto a los que a mí me embargaban, eran espantosos. Observé de reojo cómo se removía Aquiles y fijé en él mi atención, ansioso por ver cuál era su reacción. Ulises era capaz de desenterrar más esqueletos secretos de tumbas ignoradas que nadie y agitarlos de modo inimaginable, pero ¡por la Madre, cuan brillante era!

Aquiles no estaba irritado, lo que me sorprendió. En sus ojos tan sólo brillaba la admiración.

– ¿Qué clase de hombre eres para imaginar tales conflictos, Ulises? Es un proyecto perverso… y asombroso. Sin embargo, debes admitir que resulta poco halagador para Agamenón y para mí. Ambos tendremos que asumir el ridículo y el desprecio si actuamos como deseas. Y te aseguro que no renunciaré a Briseida aunque tenga que morir por ello.

Néstor tosió levemente:

– No tendrás que renunciar a ella, Aquiles. Ambas jóvenes serán confiadas a mi custodia y permanecerán conmigo hasta que funcionen las cosas según planea Ulises. Las alojaré en un lugar secreto, sin que nadie, comprendido Calcante, conozca su paradero.

Aquiles aún parecía indeciso.

– Es una honrada propuesta y confío en ti, Néstor. Pero supongo que comprenderás que me disguste el proyecto. ¿Y si conseguimos embaucar a Príamo? Sin que los mirmidones mantengan intacta la vanguardia sufriremos pérdidas que no podemos permitirnos. Y no exagero. Nuestra función en la batalla consiste en preservar el frente. No puede agradarme un plan que hace peligrar tantas vidas. -Su expresión se tornó apesadumbrada-. ¿Y qué hay de Héctor? Prometí acabar con él, pero ¿y si muere cuando yo no me halle en el campo de batalla? ¿Y cuánto tiempo se espera que permanezca ausente de él?

– Sí -respondió Ulises-. Perderemos hombres si los mirmidones no están allí. Pero los griegos no son guerreros de inferior calidad y no me cabe duda alguna de que actuarán con brillantez. Por el momento no responderé a tu importante pregunta acerca de cuánto tiempo permanecerás ausente de la batalla. Ante todo prefiero centrarme en conseguir sacar a Príamo de sus murallas. Y qué me respondes a esto: ¿Y si la guerra se prolonga durante más años? ¿Y si nuestros hombres envejecen sin volver a ver sus hogares? ¿O si Príamo decide salir cuando lleguen Pentesilea y Memnón? Estén o no los mirmidones, nos despedazarían. -Con una sonrisa añadió-: Respecto a Héctor, sobrevivirá para enfrentarse contigo, Aquiles. Tengo ese presentimiento.

– En cuanto los troyanos salgan de detrás de sus murallas se verán comprometidos -dijo Néstor-. No podrán retirarse de manera definitiva. Si sufren fuertes pérdidas, Príamo recibirá información de que las nuestras han sido peores. Una vez los hayamos atraído al exterior, la presa se habrá roto. No descansarán hasta expulsarnos de Troya o hasta que haya muerto el último de ellos.

Aquiles extendió los brazos y tensó los fuertes músculos bajo la piel.

– Dudo de mi fortaleza de carácter para abstenerme de luchar cuando todos lo hagan, Ulises. Durante diez largos años he aguardado para participar en la matanza. Y existen asimismo otras consideraciones. ¿Qué dirá el ejército de alguien capaz de desertar en un momento de necesidad por causa de una mujer? ¿Y qué pensarán mis propios mirmidones de mí? -Nadie hablará de ti amablemente, Aquiles, puedes estar seguro de ello -repuso Ulises con gravedad-. Obrar como te pido exige una clase muy especial de valor, amigo mío. Más del que necesitarías para asaltar mañana mismo la Cortina Occidental. ¡No me interpretéis erróneamente ninguno de vosotros! Aquiles no ha pintado la situación ni un ápice peor de lo que en realidad es. Muchos te injuriarán, Aquiles. Y también a ti, Agamenón. Algunos os maldecirán y otros os escupirán.

Aquiles me miró mostrando cierta simpatía con una seca sonrisa. Ulises había conseguido unirnos más de lo que yo imaginaba tras los acontecimientos de Áulide. ¡Mi hija! ¡Mi pobre pequeña! Permanecí inmóvil imaginando el desagradable papel que debía representar. Si Aquiles parecería un loco desatinado, ¿qué clase de necio me creerían a mí? ¿Era ésa la palabra exacta? Más probable sería que me calificaran de idiota.

En aquel momento Aquiles se dio una fuerte palmada en el muslo.

– Nos abrumas con una pesada carga, Ulises, pero si Agamenón es capaz de humillarse para aceptar la parte que le corresponde, ¿cómo voy a negarme yo?

– ¿Cuál es tu decisión, señor? -inquirió Idomeneo; su tono anunciaba que él jamás accedería a ello.

Moví cabizbajo la cabeza, apoyé la mano en la barbilla y medité mientras los demás me observaban. Aquiles interrumpió mi abstracción al dirigirse de nuevo a Ulises.

– Responde a mi pregunta más importante, Ulises. ¿Cuánto tiempo?

– Tardaremos dos o tres días en hacer salir a los troyanos.

– Ésa no es una respuesta. ¿Cuánto tiempo debo mantenerme al margen de la situación?

– En primer lugar aguardaremos la decisión del gran rey. ¿Qué opinas, señor?

Dejé caer la mano.

– Lo haré con una condición. Que cada uno de los presentes pronuncie el solemne juramento de mantener el secreto hasta el final, sea cual sea. Ulises es el único que puede guiarnos por este laberinto, tales intrigas nunca han sido propias del gran soberano de Micenas, sino que son características de los reyes de las Islas Exteriores. ¿Estáis todos de acuerdo en jurar?

Los presentes accedieron unánimemente a ello.

Al no hallarse presente ningún sacerdote, juramos por las cabezas de nuestros hijos varones, por su capacidad de procreación y por la extinción de nuestra línea sucesoria. Algo más comprometido que el Caballo Descuartizado.

– Bien, Ulises, concluye de una vez -dijo Aquiles.

– Dejad a Calcante a mi cuidado. Me aseguraré de que obra como esperamos y que ignora nuestras expectativas. Creerá en sí mismo tanto como el pobre pastorcillo escogido entre la multitud para interpretar el papel de Dionisio en las orgías de las ménades. Aquiles, una vez hayas entregado a Briseida e interpretado tu papel, reunirás a tus oficiales mirmidones y regresarás inmediatamente a tu complejo. ¡Fue muy oportuna tu insistencia en construir una empalizada dentro de nuestro campamento! De ese modo se advertirá rápidamente tu aislamiento. Prohibirás a los mirmidones que abandonen el recinto y tú tampoco saldrás de él. En lo sucesivo serás visitado, pero no efectuarás visitas. Todos supondrán que los que te visitan acuden a implorarte. En cualquier ocasión y ante cualquier miembro de tu círculo de amigos íntimos debes parecer un hombre en extremo irritado, un ser que se siente amargamente herido y profundamente desilusionado, que se considera muy agraviado y que preferiría morir antes que reconciliarse con Agamenón. Incluso Patroclo debe creerlo así. ¿Comprendido?

Aquiles asintió gravemente. Puesto que la cuestión se había decidido y se había pronunciado el juramento, parecía resignado.

– ¿Vas a responderme de una vez? -inquirió una vez más-. ¿Cuánto tiempo?

– Hasta el último momento -dijo Ulises-. Héctor debe estar absolutamente convencido de que no puede perder y su padre debe sentir lo mismo. ¡Tensa la soga, Aquiles, ténsala hasta que tengan que ahogarse con ella! Los mirmidones entrarán en acción antes que tú mismo. -Respiró profundamente-. Nadie puede predecir qué sucederá en el transcurso de la batalla, ni siquiera yo, pero algunas cosas son bastante seguras. Por ejemplo, que sin ti y los mirmidones nos veremos recluidos dentro de nuestro campamento. Que Héctor se abrirá paso entre nuestro muro defensivo y se infiltrará entre nuestras naves. Puedo contribuir en parte a los acontecimientos utilizando a algunos de mis espías entre nuestras tropas. Por ejemplo, provocando una situación de pánico que conduzca a la retirada. De ti dependerá decidir exactamente cuándo ha llegado el momento adecuado de intervenir, pero no regreses tú mismo a la batalla. Deja que Patroclo dirija a los mirmidones. De ese modo parecerá que tú sigues obstinado en no intervenir. Ellos conocen los oráculos, Aquiles, saben que no podemos vencerlos si no luchas con nosotros. ¡De modo que tensa la soga! ¡No regreses al campo de batalla hasta el último momento!

Y tras aquellas palabras pareció que no había nada más que decir. Idomeneo se levantó y se plantó ante mí poniendo los ojos en blanco; nadie mejor que él comprendía cuán duro sería para un micénico dejarse injuriar de tal modo. Néstor nos dirigió a todos su tierna sonrisa, era evidente que estaba al corriente de todo mucho antes de aquella sesión matinal. Al igual que Diomedes, que sonreía francamente ante la perspectiva de que otros se pusieran en ridículo.

– ¿Puedo dar un breve consejo? -dijo entonces Menelao.

– ¡Desde luego! -dijo Ulises cordialmente-. ¡Cuando gustes!

– Dejad que Calcante entre en el secreto. Si lo sabe, vuestras dificultades se verán reducidas.

Ulises se golpeó la mano con el puño.

– ¡No, de ningún modo! ¡Ese hombre es troyano! No se debe depositar la confianza en un hombre nacido de una mujer enemiga en un país contrario cuando se lucha en su propia tierra y con probabilidades de vencer.

– Tienes razón, Ulises -dijo Aquiles.

No hice comentario alguno, pero me sorprendí. Durante años yo había defendido a Calcante, pero algo había cambiado en mi interior aquella mañana, algo que ignoraba por completo. El hombre había sido origen de cosas que habían causado mucho daño. Él fue quien me obligó a sacrificar a mi propia hija y, por consiguiente, el causante de la disensión con Aquiles. Si realmente no se debía confiar en él, sería evidente el día en que me peleara con Aquiles. Pese a su forzada inexpresión, denunciaría su placer interno en el rostro si realmente lo sentía. Después de tantos años había llegado a conocerlo.

– ¡Estamos embarcados en ello, Agamenón! -exclamó Menelao desde la puerta con voz quejumbrosa-. ¿Nos autorizas ya a salir?

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