CAPITULO CINCO

NARRADO POR PARÍS

Regresé a Troya a pie y solo, con el arco y la aljaba a los hombros. Había pasado siete lunas entre los bosques y claros del monte Ida aunque no había logrado obtener ningún trofeo para poder exhibirlo. Por mucho que me gustase la caza nunca he soportado ver desplomarse a un animal bajo el impacto de una flecha; he preferido verlo tan sano y tan libre como yo mismo. Mis mejores momentos de caza se centraban en presas más deseables que jabalíes o venados. Para mí la diversión cinegética consistía en perseguir a los habitantes humanos de los bosques de Ida, las muchachas salvajes y las pastoras. En que una joven se desplomara derrotada, sin otras flechas en su cuerpo que las disparadas por Eros, sin regueros de sangre ni gemidos de agonía, emitiendo sólo un suspiro de dulce contento al tomarla en mis brazos aún jadeante por el éxtasis de la persecución y dispuesta a jadear por otra clase de éxtasis.

Pasaba todas las primaveras y los veranos en Ida, pues la vida cortesana me aburría terriblemente. ¡Cómo odiaba aquellas vigas de cedro engrasadas y pulidas hasta alcanzar un magnífico tono castaño, aquellos vestíbulos de piedra pintada coronados por columnas! Verse encerrado tras enormes murallas era sentirse asfixiado, como un prisionero. Lo único que deseaba era atravesar franjas de prados y de árboles y yacer agotado, hundido el rostro entre el perfume de las hojas caídas. Pero cada otoño debía regresar a Troya para pasar allí el invierno con mi padre. Ése era mi deber, por simbólico que fuera. Al fin y al cabo yo era su cuarto hijo entre otros muchos. Nadie me tomaba en serio y yo así lo prefería.

Entré en la sala del trono cuando concluía la asamblea de una jornada borrascosa y desapacible, aún vestido con ropas de campo, sin hacer caso de las compasivas sonrisas ni de las muecas de desaprobación que me dedicaban. El crepúsculo ya se fundía con la oscuridad de la noche; la reunión había sido muy larga.

Mi padre, el rey, se hallaba instalado en su trono de oro y marfil en un estrado de mármol purpúreo situado en el otro extremo del salón, con los largos cabellos blancos complicadamente rizados y la enorme barba blanca trenzada con tenues hilos de oro y de plata. El monarca, insólitamente orgulloso de su provecta edad, se sentía más complacido que nunca cuando se encontraba como un dios antiguo sobre un alto pedestal y dominaba con la mirada todo cuanto poseía.

Si el salón hubiera sido menos imponente, el espectáculo que mi padre ofrecía no hubiera sido tan impresionante, pero la sala, según decían, era más grande incluso que el antiguo salón del trono del palacio de Cnosos en Creta, bastante espacioso para dar cabida a trescientas personas sin que se viera atestado, su elevado techo se levantaba entre las vigas de cedro pintadas de azul y salpicadas de constelaciones doradas. En la sala había columnas macizas que se adelgazaban hasta alcanzar cierta esbeltez en sus bases, de color azul oscuro o morado, con capiteles redondos y alisados y plintos dorados. Las paredes eran de mármol purpúreo, sin relieves hasta la altura de la cabeza de un hombre; por encima, aparecían frescos que representaban escenas de leones, leopardos, osos, lobos y hombres de cacería, en blanco y negro y colores amarillo, carmesí, castaño y rosado sobre un fondo azul pálido. Detrás del trono había un retablo de negro ébano egipcio incrustado con dibujos en oro, y los peldaños que conducían al estrado estaban bordeados también de oro.

Me desprendí del arco y la aljaba, que tendí a un sirviente, y me abrí camino entre los corrillos de cortesanos hasta llegar al estrado. Al verme, el rey se inclinó para acariciar suavemente mi inclinada cabeza con la esmeralda que remataba el puño de su cetro de marfil, una señal para que me levantase y me acercase a él. Así lo hice y besé su marchita mejilla. -Es agradable volver a verte, hijo mío -dijo. -Me gustaría poder alegrarme de mi regreso, padre. Me empujó obligándome a sentarme a sus pies.

– Siempre confío en que llegue la ocasión en que te quedes, París -suspiró-. Si así lo hicieras, podría sacar algún partido de ti.

Le acaricié la barba porque sabía cuánto le agradaba.

– No deseo ninguna obligación principesca, señor.

– ¡Pero eres un príncipe! -Suspiró de nuevo y movió la cabeza admonitorio-. Aunque me consta que eres muy joven. Aún hay tiempo.

– No, señor, no hay tiempo. Me consideras un muchacho pero soy un hombre. Ya tengo treinta y tres años.

Pensé que no me escuchaba porque alzó la cabeza, desvió su atención de mí e hizo señas con su bastón a alguien que se encontraba detrás de la multitud; se trataba de Héctor.

– París insiste en que tiene treinta y tres años, hijo mío -dijo cuando mi hermano llegó al pie de los tres peldaños.

Aun así era tan alto que podía mirar a mi padre frente a frente.

Héctor me observó pensativo con sus negros ojos.

– Supongo que debe de ser así, París. Yo nací diez años después de ti y hace ya seis meses que cumplí los veintitrés -comentó sonriente-. Aunque, desde luego, no representas la edad que tienes.

Me reí a mi vez.

– Gracias, hermanito. Tú sí que representas mi edad, y ello se debe a que eres el heredero. Estar comprometido con el Estado, el Ejército y la Corona envejece a un hombre. ¡Dame cada día la eterna juventud de la irresponsabilidad!

– Lo que a un hombre conviene no es necesariamente lo mejor para otro -fue su tranquila respuesta-. Puesto que tengo mucha menos afición a las mujeres, ¿qué importa si parezco mayor de lo que soy? Mientras tú disfrutas con tus aventurillas en el harén, yo lo hago dirigiendo el Ejército en sus maniobras. Y aunque mi rostro se arrugue prematuramente, mi cuerpo estará ágil y en forma cuando tú luzcas un barrigón.

Hice una mueca de contrariedad. ¡Nadie como Héctor para acertar en el punto más vulnerable! En un abrir y cerrar de ojos podía detectar la menor debilidad humana y atacarla como un león, sin importarle utilizar sus garras. Ser el heredero lo había hecho madurar. Había desaparecido de él la exuberante e irritante juventud del año anterior y sus innegables facultades se concretaban fácilmente en útiles trabajos. Aunque era lo suficientemente corpulento para asumirlos. Yo no me tenía por un enclenque, pero Héctor me sobrepasaba en altura y abultaba el doble. Vestía con suma sencillez, y por consiguiente con cierta convincente dignidad, un faldellín y camisa de cuero, y llevaba trenzados los largos cabellos, recogidos en una pulcra coleta. Todos los hijos de Príamo y Hécuba éramos famosos por nuestra belleza, pero él tenía algo más: una autoridad innata.

De repente me puse en pie y me aparté de nuestro padre, pues el viejo Antenor indicaba malhumorado que deseaba hablar con el rey antes de ser despedido. Héctor y yo nos alejamos del estrado sin ser reclamados.

– Tengo una sorpresa para ti -me dijo mi hermano con aire complacido.

Y nos internamos por los, al parecer, interminables pasillos que comunicaban los extremos y los palacios más pequeños que comprendían la Ciudadela.

El palacio del heredero estaba exactamente a la diestra del de nuestro padre, por lo que el camino no fue excesivamente largo. Cuando entramos en la gran sala de recepción me detuve y miré en torno asombrado.

– ¿Dónde está, Héctor?

Lo que fue una especie de almacén atestado de lanzas, escudos, armaduras y espadas se había convertido en una sala. Tampoco hedía a caballos, aunque Héctor los adoraba. No recordaba haber visto bastante las paredes para saber cómo estaban decoradas, pero aquella tarde mostraban radiantes árboles curvilíneos en jade y azul, flores liláceas y caballos blanquinegros que retozaban. El suelo estaba tan limpio que sus baldosas blancas y negras de mármol resplandecían. Los trípodes y los adornos habían sido pulidos y de puertas y ventanas pendían cortinas bellamente bordadas de color púrpura con los aros dorados.

– ¿Dónde está? -volví a preguntarle.

– Ahora viene -gruñó sonrojado.

La mujer apareció al desvanecerse el eco de sus palabras. La examiné y tuve que alabar el buen gusto de mi hermano: era una gran belleza. Tan morena como él, alta y robusta. Y por igual torpe con las dotes sociales. Me lanzó una mirada y desvió los ojos rápidamente.

– Ésta es Andrómaca, mi esposa -dijo Héctor.

La besé en la mejilla.

– ¡Te doy mi aprobación, hermanito! Pero sin duda no es de estas tierras.

– No. Es hija del rey Eetión de Cilicia. Estuve allí durante la primavera por orden de nuestro padre y la traje conmigo. No estaba previsto, pero… sucedió -concluyó con un suspiro.

– ¿Quién es, Héctor? -preguntó ella por fin tímidamente.

Me sobresaltó la fuerte palmada que mi hermano se propinó en el muslo, presa de irritación.

– ¡Oh!, ¿cuándo aprenderé? Es París.

Por un momento apareció en los ojos de la joven una expresión que no me agradó. ¡Vaya, la muchacha podía ser un elemento a tener en cuenta una vez disipada la incomodidad y establecida la familiaridad!

– Mi Andrómaca es muy valiente -dijo Héctor, orgulloso, rodeándole la cintura con el brazo-. Abandonó su hogar y su familia para acompañarme a Troya.

– Desde luego -repuse cortésmente.

Y tras estas palabras me despedí de ellos.

No tardé en acostumbrarme a la existencia monótona de la Ciudadela. Mientras el aguanieve repiqueteaba contra las persianas de carey, la lluvia caía torrencial desde lo alto de las murallas o la nieve alfombraba los patios, yo resoplaba y merodeaba entre las mujeres en busca de alguna nueva e interesante, alguna una milésima tan deseable como la más humilde pastora de Ida. Aquélla era una tarea aburrida que no implicaba esfuerzo ni ejercicio saludable. Héctor tenía razón: si no encontraba un modo mejor de mantenerme esbelto que escabulléndome arriba y abajo por pasillos prohibidos, no tardaría en convertirme en un tipo barrigón.

Un día, cuatro meses después de mi retorno, Heleno acudió a mis aposentos y se instaló cómodamente en un mullido asiento junto a la ventana. La jornada era alegre, bastante cálida para variar, y desde mis aposentos se disfrutaba de una excelente perspectiva de toda la ciudad hasta el puerto de Sigeo y la isla de Ténedos.

– Me gustaría tener la influencia que tú ejerces en nuestro padre -dijo Heleno.

– Aún eres muy joven, aunque seas un vastago imperial. La visión llega más tarde en la vida.

Heleno era aún imberbe, hermoso y de cabellos y ojos muy negros, al igual que todos los hijos de Hécuba y, por consiguiente, herederos imperiales. Era gemelo y ocupaba una curiosa posición, se decían cosas muy extrañas de él y de su gemela Casandra. Tenía diecisiete años y su excesiva juventud había impedido que se estableciera una auténtica intimidad entre nosotros. Por añadidura, Casandra y él eran clarividentes. Estaban rodeados de un aura que hacía sentirse incómodos a los demás, incluso a sus hermanos. Aquella característica no era tan señalada en Heleno como en Casandra, aunque desde luego podía alegrarse de ello porque nuestra hermana estaba loca.

Al nacer los habían consagrado al servicio de Apolo y jamás habían demostrado resentirse de tan arbitraria disposición de su destino. Según las leyes establecidas por el rey Dárdano, el oráculo de Troya debía ser confiado a un hijo y a una hija de sus reyes, a ser preferible gemelos, lo que los había hecho ser elegidos de manera automática. Por el momento aún disfrutaban de cierta libertad, pero cuando cumplieran los veinte años serían formalmente confiados al cuidado del trío que dirigía el culto de Apolo en Troya: Calcante, Laoconte y Teano, esposa de Antenor.

Heleno lucía las largas y flotantes túnicas de los religiosos. Con su expresión soñadora unida a tanta belleza era tan llamativo que atraía mi atención al verlo sentado contemplando la ciudad desde mi ventana. Me prefería a cualquiera de sus restantes hermanos, ya fueran de Hécuba, de otra esposa o de alguna concubina, porque yo no era aficionado a la guerra ni a matar. Aunque por su naturaleza severa y ascética no podía perdonar mis amoríos, mi conversación era mucho más de su agrado por su carácter más pacífico que marcial.

– He venido a traerte un mensaje -me dijo sin volverse.

Suspiré.

– ¿Qué he hecho ahora?

– Nada que merezca ser censurado. Simplemente acudo a invitarte a una reunión que se celebrará esta noche después de la cena.

– No puedo. Tengo un compromiso anterior.

– Será mejor que lo canceles. El mensaje procede de nuestro padre.

– ¡Qué fastidio! ¿Por qué yo?

– No lo sé. Se trata de un grupo muy reducido. Sólo algunos hijos imperiales, Antenor y Calcante.

– Extraño conjunto. ¿De qué se trata?

– Ve y te enterarás.

– ¡Oh, así lo haré! ¿Has sido invitado?

Heleno no respondió. Tenía el rostro contraído y en los ojos, su peculiar expresión de mística interior. Como ya había sido testigo de aquel trance visionario, reconocí al punto de qué se trataba y contemplé fascinado a mi hermano. De pronto se estremeció y recobró su aspecto normal.

– ¿Qué has visto? -le pregunté.

– No he podido ver nada -dijo lentamente mientras se enjugaba el sudor de la frente-. Parecía una estructura, percibí una estructura… El comienzo de un retorcimiento y un cambio que conducirán a un fin inevitable.

– ¡Has tenido que ver algo, Heleno!

– Llamaradas… Griegos con armadura… Una mujer tan hermosa que debía de ser Afrodita… Naves, cientos y cientos de naves… Tú, nuestro padre, Héctor…

– ¿Yo? ¡Pero yo no soy importante!

– ¡Créeme, París, sí lo eres! -dijo con voz cansada. Se levantó bruscamente-. Voy en busca de Casandra. Con frecuencia vemos las mismas cosas aunque no estemos juntos.

Pero yo, que también percibía algo de aquella sombría y enmarañada presencia, negué con la cabeza.

– No. Casandra lo destrozará -dije.

Heleno no se equivocaba al decir que el grupo sería muy reducido. Fui el último en llegar y ocupé un puesto en el extremo del banco donde se sentaban mis hermanos Troilo e Ilio… ¿por qué ellos? Troilo tenía ocho años e Ilio sólo siete. Eran los dos últimos hijos de mi madre, ambos llamados así por el hombre sombra que había ocupado el trono tras el rey Dárdano. Héctor también estaba presente, así como nuestro hermano mayor Deífobo. Por derecho, le correspondía a éste haber sido designado heredero, pero todos cuantos lo conocían, comprendido nuestro padre, sabían que al cabo de un año de reinado lo destruiría todo. Codicioso, desconsiderado, apasionado, egoísta, inmoderado… tales eran los calificativos que se le aplicaban. ¡Y cuánto nos odiaba! En especial a Héctor, que había usurpado su derecho, o por lo menos él así lo creía.

La presencia de tío Antenor era lógica, pues en su calidad de canciller asistía a toda clase de reuniones que se celebrasen, ¿pero por qué Calcante, un personaje tan incómodo?

Tío Antenor me lanzó una mirada furibunda, y no porque llegase el último. Dos años atrás, en verano y en la montaña de Ida, yo había disparado una flecha a una diana sujeta a un árbol al mismo tiempo que soplaba una insólita ráfaga de aire que desvió el proyectil y lo clavó en la espalda del hijo más joven que tío Antenor había tenido con su concubina preferida: el pobre muchacho se había ocultado para espiar a una pastora que se bañaba desnuda en un manantial. Estaba muerto y yo era culpable de homicidio involuntario. No se trataba de un asesinato en el sentido exacto de la palabra, pero sí de un crimen que tendría que ser expiado. Y el único medio para ello consistía en que yo emprendiera un viaje al extranjero en busca de un rey dispuesto a realizar la ceremonia de purificación. Tío Antenor no había podido exigir venganza, pero no me había perdonado. Lo cual me recordaba que aún no había emprendido aquel viaje al extranjero en busca del rey en cuestión. Los monarcas eran los únicos sacerdotes calificados para realizar los ritos de purificación de un homicidio accidental.

Mi padre dio unos golpecitos en el suelo con su cetro de marfil, cuyo redondo puño despedía verdes reflejos porque contenía una enorme y perfecta esmeralda.

– Os he convocado a esta reunión porque debemos tratar de una cuestión que me corroe desde hace muchos años -dijo con su voz firme y varonil-. Me lo ha traído a la memoria comprender que mi hijo París nació el mismo día que ello sucedió, hace treinta y tres años, una jornada de muerte y privación. Mi padre Laomedonte fue asesinado, así como mis cuatro hermanos, y mi hermana Hesíone fue secuestrada y violada. Sólo el nacimiento de París impidió que aquél fuese el día más aciago de mi existencia.

– ¿Por qué nos has reunido a nosotros, padre? -inquirió Héctor con suavidad.

Últimamente yo había advertido que él asumía la responsabilidad de devolver la atención de nuestro padre al tema que se debatía cuando dejaba errar su mente; comenzaba a mostrar cierta tendencia a hacerlo así.

– ¡Ah! ¿No os lo había dicho? Tú, Héctor, por ser el heredero; Deífobo porque es mi primogénito imperial; Heleno porque tendrá a su cargo el oráculo de Troya; Calcante porque se ocupa del mismo hasta que mi hijo tenga la edad adecuada; Troilo e Ilio porque según Calcante existen ciertas profecías sobre ellos; Antenor porque se encontraba allí aquel día, y Paris porque nació en la misma fecha.

– ¿Y por qué estamos aquí? -preguntó Héctor.

– Me propongo enviar una embajada formal a Telamón de Salamina en cuanto los mares sean propicios -repuso nuestro padre con lógica adecuada, según me pareció, aunque Héctor frunció el entrecejo como si la respuesta le preocupara-. Esa embajada exigirá a Telamón que devuelva a mi hermana a Troya.

Reinó un profundo silencio. Antenor acudió a apoyarse entre mi banco y el siguiente y luego regresó al trono, junto a mi padre. El pobre se doblaba casi por la cintura a causa de una dolorosa enfermedad de las articulaciones que le afectaba desde tiempo inmemorial y a cuyos estragos todos atribuían su famoso mal carácter.

– Ésta es una necia aventura, señor -anunció tajante-. ¿Para qué gastar el oro de Troya en esto? Te consta, al igual que a mí, que en sus treinta y tres años de exilio Hesíone nunca se ha lamentado de su destino. En cuanto a su hijo Teucro, acaso sea un bastardo, pero disfruta de una posición muy elevada en la corte de Salamina y es amigo y mentor de Ayax, el heredero de la corona. ¿Por qué preocuparte si vas a obtener una negativa por respuesta?

El rey se levantó furioso.

– ¿Me acusas de necedad, Antenor? ¡Es una novedad para mí que Hesíone esté satisfecha en su exilio! ¡No, Telamón le impide pedirnos auxilio!

Antenor agitó el retorcido puño.

– ¡Tengo la palabra, señor, e insisto en hacer uso de mi derecho! ¿Por qué sigues pensando que hemos sido agraviados durante todos estos años? ¡Fue Heracles el ofendido y en tu fuero interior eres consciente de ello! También deseo recordarte que si Heracles no hubiese matado al león, Hesíone habría muerto.

Mi padre temblaba de pies a cabeza. Aunque fueran cuñados, existía escaso afecto entre ambos. Antenor seguía siendo espiritualmente dárdano; tenía al enemigo en su casa. -Si fuésemos jóvenes tendría algún sentido nuestro continuo enfrentamiento y lo zanjaríamos de una vez con escudos y espadas -masculló el soberano-. Pero tú estás lisiado y yo soy demasiado viejo. Repito: enviaré una embajada a Salamina lo antes posible. ¿Comprendido?

– Eres el rey, señor, tú tomas las decisiones -resopló Antenor-. En cuanto a duelos… acaso te consideres demasiado viejo, pero ¿cómo te atreves a suponerme demasiado tullido para hacerte trizas? ¡Nada me sería más grato!

Y salió de la sala acompañado del eco de sus palabras. Mi padre volvió a sentarse murmurando palabras ininteligibles.

Me levanté y de modo instintivo pronuncié unas palabras sorprendentes.

– Me ofrezco para llevar tu embajada, señor. De todos modos tengo que salir al extranjero para conseguir purificarme por la muerte del hijo de tío Antenor.

– ¡Te saludo, Paris! -me aplaudió Héctor entre risas. -¿Por qué no yo, señor? -refunfuñó Deífobo-. ¡Debería ser yo, que soy el mayor!

Heleno saltó a la palestra en pro de Deífobo, y yo no daba crédito a mis oídos porque me constaba cuánto odiaba Heleno al primogénito.

– ¡Envía a Deífobo, padre, por favor! Si Paris va, tengo el presentimiento de que Troya verterá lágrimas de sangre.

Fuera como fuese, el rey Príamo ya se había decidido y me confió la tarea.

Cuando los demás se hubieron marchado, me quedé con él.

– Estoy encantado, Paris -dijo acariciándome los cabellos.

– Y yo me siento recompensado, padre.

De pronto me eché a reír.

– Si no puedo traer a tía Hesíone, quizá traiga a alguna princesa griega en su lugar.

Las risas lo agitaron convulsivamente: mi bromita le había hecho gracia.

– En Grecia abundan las princesas, hijo mío. Reconozco que los griegos merecerían que les pagásemos con la misma moneda.

Le besé la mano. Su implacable odio a Grecia y a todo lo griego era proverbial en Troya; yo lo había hecho feliz. ¿Qué importaba que se tratase de un cumplido huero, mientras le hiciera gracia?

Puesto que parecía que aquel suave invierno no tardaría en concluir, pocos días después fui a Sigeo para tratar de la dirección de la flota con los capitanes y comerciantes que la formarían. Deseaba disponer de veinte naves de gran calado con abundante tripulación y bodegas vacías. Como el Estado asumía los costes, sabía que podría contar con una multitud de aspirantes entusiastas. Aunque no comprendía qué diablos me había impulsado a ofrecerme en su momento, me sentía entusiasmado ante la perspectiva de emprender aquella aventura. En breve vería lugares lejanos, lugares que un troyano jamás imaginaría visitar. Países griegos.

Cuando la conferencia hubo concluido, salí de la casa del señor del puerto para respirar el despejado, frío y salobre aire marino y observar las actividades de aquella playa tan concurrida, con los barcos fondeados sobre los guijarros durante el invierno. Embarcaciones que en aquellos momentos bullían con equipos de hombres que inspeccionaban sus curvados costados y se aseguraban de que eran navegables. Un enorme navio de color escarlata maniobraba cerca de la playa, los ojos de la proa trataban de sobrecogerme, el mascarón que coronaba su curvada popa representaba sin duda a mi diosa especial, Afrodita. ¿Qué carpintero de ribera la habría visto en sueños para concretarla de modo tan maravilloso?

Al fin el propietario de la embarcación halló suficiente espacio para acomodar sus pesados costados en los guijarros y echaron las escaleras de cuerda, en cuyo momento advertí que el barco ostentaba un estandarte real en la proa que lucía incrustaciones de color escarlata y estaba ribeteado de oro macizo; ¡en él viajaba un rey extranjero! Me adelanté lentamente retorciendo mi capa en elegantes pliegues.

El personaje real descendió con cuidado. Era griego, algo evidente por su vestimenta y la instintiva superioridad que hasta el más inferior de ellos poseía cuando se encontraba en el resto del mundo. Pero a medida que aquel monarca se aproximaba perdí mi temor inicial. ¡Se trataba de un hombre de aspecto muy corriente! No era especialmente alto ni agraciado y, por añadidura, era pelirrojo. Sí, definitivamente era griego. La mitad de ellos parecían ser pelirrojos. Su faldellín de cuero estaba teñido de púrpura y repujado en oro y el ribete era también de oro, al igual que el ancho cinturón con gemas incrustadas; el blusón era cárdeno y estaba recortado, mostrando un pecho enjuto; en el cuello lucía un gran collar de oro y joyas. Era un hombre muy rico.

Al verme varió su rumbo.

– Bien venido a las playas de Troya, real señor -lo saludé formalmente-. Soy París, hijo del rey Príamo.

El hombre enlazó sus dedos en el brazo que le tendía.

– Gracias, alteza. Yo soy Menelao, rey de Lacedemonia y hermano de Agamenón, monarca supremo de Micenas.

Abrí los ojos sorprendido.

– ¿Quieres ir a la ciudad en mi carro, rey Menelao? -le ofrecí.

Mi padre presidía su audiencia de los asuntos diarios. Susurré unas palabras al heraldo, que se cuadró y abrió la doble puerta.

– ¡El rey Menelao de Lacedemonia! -exclamó.

Entramos juntos ante una multitud que parecía haberse petrificado. Héctor estaba al fondo, con la mano extendida y la boca abierta sin proferir palabra, Antenor se había vuelto a medias a mirarnos y mi padre, que se sentaba muy erguido en su trono, apretó su cetro con tanta fuerza que éste se agitó. Si mi compañero llegó a advertir que los griegos no eran bien recibidos, no dio muestras de ello, aunque cuando más tarde llegué a conocerlo mejor decidí que probablemente no había reparado en tal cosa. El hombre paseó su mirada por la sala y su decoración, al parecer poco impresionado, lo que me hizo preguntarme cómo serían los palacios griegos.

Mi padre se apeó del estrado y le tendió la mano.

– Nos sentimos muy honrados, rey Menelao -dijo.

Y le señaló un gran sofá cubierto de cojines al que lo condujo llevándolo del brazo.

– ¿Quieres sentarte, por favor? París, acompáñanos, pero primero indícale a Héctor que nos acompañe y encárgate de que nos sirvan refrescos.

La corte, inmóvil, nos lanzaba miradas especulativas, pero la conversación que sostenían en el diván apenas resultaba audible a escasa distancia.

Una vez finalizados los saludos, mi padre tomó la palabra.

– ¿Qué te trae a Troya, rey Menelao?

– Un asunto de importancia vital para mi pueblo de Lacedemonia, rey Príamo. Me consta que lo que busco no se halla en tierras troyanas, pero me ha parecido el lugar más apropiado donde iniciar mis pesquisas.

– Pregunta.

Menelao se inclinó hacia él ladeándose para contemplar el rostro inexpresivo de mi padre.

– Mi reino está azotado por una plaga, señor. Como mis propios sacerdotes no han podido adivinar la causa que la provoca, recurrí a la pitonisa de Delfos, quien me dijo que debo acudir personalmente a recoger los huesos de los hijos de Prometeo y conducirlos a Amidas, mi capital, donde deben ser enterrados de nuevo para que cese la epidemia.

¡Vaya! Su misión no tenía nada que ver con tía Hesíone, la escasez de cobre y estaño ni los embargos comerciales del Helesponto. Su propósito era mucho más mundano, muy corriente. Enfrentarse a la plaga exigía medidas extraordinarias, y siempre había algún rey vagando por mares y playas en busca de algún objeto que, según los oráculos, debía ser restituido a la patria. A veces me preguntaba si el verdadero propósito que se ocultaba tras tales oráculos no consistía en enviar a los reyes a cualquier otro lugar hasta que el desgaste natural condujese a la plaga a su inevitable final. Era un modo de proteger al rey de cualquier peligro, pues si permanecía en su patria era muy probable que falleciese de la misma epidemia o que fuese sacrificado de manera ritual.

Como es natural, el rey Menelao debía ser acomodado. ¿Quién sabía si el año próximo el oráculo enviaría al rey Príamo a pedirle ayuda a él? La realeza, pese a sus diferencias o nacionalidades, se apoyaba mutuamente en determinadas situaciones. Así que mientras el rey Menelao residió en nuestra ciudad, mi padre envió exploradores para localizar los huesos de los hijos de Prometeo, que hallaron finalmente en Dardania. El rey dárdano Anquises protestó amargamente, pero fue inútil. Le gustara o no, las mencionadas reliquias le serían arrebatadas.

Me fue confiada la tarea de cuidar de Menelao hasta que pudiera viajar oficialmente a Lirneso y reclamar los huesos. Lo que me indujo a hacerle un ofrecimiento cortés que era habitual: la elección por su parte de cualquier mujer que le agradase, siempre que no perteneciese a la familia real.

El hombre se echó a reír y negó rotundamente con la cabeza.

– No necesito más mujeres que Helena, mi esposa.

– ¿De verdad? -repuse aguzando el oído.

– Estoy casado con la mujer más hermosa del mundo -dijo con aire solemne, resplandeciente el rostro y muy halagado.

Aunque sin perder mi aire cortés, no pude evitar mostrarle mi incredulidad. -¿Es cierto eso? -Sí, París. Helena no tiene igual.

– ¿Es más hermosa que la mujer de mi hermano Héctor? -La princesa Andrómaca es una pálida Selene comparada con el esplendor de Helio -respondió. -Habíame más de ella. Suspiró y agitó los brazos en el aire.

– ¿Cómo puede describirse a Afrodita? ¿Cómo describir la perfección visual con simples palabras? Ven a mi barco y contempla el mascarón de proa, París; es Helena.

Cerré los ojos y traté de recordar. Pero sólo logré visualizar unos ojos verdes como los de un gato egipcio.

¡Tenía que conocer a semejante belleza! Y no porque no diera crédito a sus palabras, pues el mascarón de proa tenía que ser superior al modelo que lo había inspirado. Ninguna estatua de Afrodita por mí conocida podía rivalizar con aquel rostro (aunque, a decir verdad, los escultores eran unos majaderos que insistían en dotar a las estatuas de sonrisas necias, rasgos duros y cuerpos aún más envarados).

– Señor -dije impulsivamente-, en breve tendré que marchar a Salamina al frente de una embajada para visitar al rey Telamón e interesarme por el bienestar de mi tía Hesíone.

Pero mientras me halle en Grecia debo asimismo purificarme por un crimen involuntario que cometí. ¿Está Salamina muy lejos de Lacedemonia?

– Es una isla situada frente a las playas del Ática y Lacedemonia se encuentra en el interior de la isla de Pélops, pero no hay mucha distancia entre ellas, es un viaje viable.

– ¿Te encargarías de purificarme, Menelao?

Sonrió radiante.

– ¡Desde luego, desde luego! Es lo mínimo que puedo hacer para compensarte por tus amabilidades, París. Ven a Lacedemonia este verano y realizaré los ritos necesarios. -Parecía muy ufano-. Dudaste cuando te hablé de la belleza de Helena… ¡Sí, sí, así fue! Te traicionó la mirada. Pues bien, cuando vengas a Amidas lo comprobarás por ti mismo, después de lo cual espero tus disculpas.

Sellamos el pacto con un trago de vino y a continuación nos entregamos a planear el viaje a Lirneso para desenterrar los huesos de los hijos de Prometeo bajo las indignadas miradas del rey Anquises y de su hijo Eneas. ¡De modo que Helena era tan hermosa como Afrodita! Me preguntaba cómo asimilarían Anquises y Eneas tal comparación cuando Menelao la proclamase, como sin duda haría. Porque de todos era conocido que, en su juventud, el propio Anquises había sido tan hermoso que Afrodita se dignó hacer el amor con él. Luego se marchó y dio a luz a Eneas. ¡Vaya, vaya! ¡Cómo vuelven a obsesionarnos las locuras de la propia juventud!

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