CAPITULO VEINTICUATRO

NARRADO POR NÉSTOR

Elevé una breve oración al Acumulador de Nubes. Aunque yo había combatido en más campañas que nadie, nunca me había enfrentado a un ejército como el troyano. Ni Grecia había formado jamás un ejército como el de Agamenón. Alcé los ojos a las altas y confusas cumbres del distante Ida y me pregunté si todos los dioses habrían abandonado el Olimpo para sentarse en ella y observar la batalla. Sin duda era algo muy digno de su interés: la guerra a una escala jamás imaginada por simples mortales… ni por los dioses, que sólo luchaban íntimas batallitas entre sus limitadas filas. Tampoco (aunque se hubieran reunido en el monte Ida para observarnos) serían aliados de nadie; era bien sabido que Apolo, Afrodita, Artemisa y su cuadrilla se inclinaban vivamente hacia Troya, mientras que Zeus, Poseidón, Hera y Palas Atenea simpatizaban más con Grecia. Nadie podía imaginar hacia quién tendería Ares, dios de la guerra, porque, aunque habían sido los griegos quienes habían difundido extensamente su culto, su amante secreta Afrodita estaba a favor de Troya. Como era lógico, su esposo Hefesto se inclinaba hacia los griegos. Muy oportuno para nosotros puesto que, entre sus actividades, se cuidaba de fundir los metales y así nuestros artificieros contaban con algún guía divino.

Si aquel día había alguien dichoso, ése era yo. Sólo una cosa empañaba mi placer: la presencia del muchacho que me acompañaba en mi carro, inquieto e irritado porque ansiaba disponer de su propio vehículo, más guerrero que auriga. Miré de reojo a mi hijo Antíloco. Era una criatura, el menor y más querido, fruto de mis años crepusculares. Cuando salí de Pilos él tendría doce años. Yo había respondido con firmes negativas a todos los mensajeros que me había enviado con el ruego de que le permitiera venir a Troya. Pero, a pesar de todo, el muy bribón había viajado de polizón en una expedición que me remitieron y se había presentado. A su llegada no había acudido a mí sino a Aquiles, y entre ambos consiguieron convencerme para que le permitiera quedarse. Era su primera batalla, pero yo hubiera preferido con todo mi corazón que aún se encontrara en la lejana y arenosa Pilos recopilando listas de tenderos.

Nos alineábamos frente a los troyanos, extendiéndonos en una legua de terreno. Advertí sin sorpresa que Ulises no se equivocaba. Nos superaban en mucho, incluso aunque hubiéramos contado con toda Tesalia. Escudriñé sus filas tratando de localizar a los hombres que los dirigían y en seguida distinguí a Héctor en el centro de su vanguardia. Mis tropas de Pilos formaban parte de nuestra primera línea, junto con las de los dos Áyax y dieciocho reyes menores. Agamenón, que nos capitaneaba, se enfrentaba a Héctor. Nuestro flanco izquierdo se hallaba bajo el mando de Idomeneo y Menelao; el diestro, a las órdenes de Ulises y Diomedes, aquellos inadecuados amantes. Uno tan ardiente, el otro tan frío. ¿Formarían juntos la perfección?

Héctor conducía un magnífico tronco de caballos negros como el azabache y se erguía en su carro igual que el propio Ares enyalio, matador de héroes. Tan corpulento y erguido como Aquiles. Sin embargo, no advertí barbas canosas entre los troyanos; Príamo y sus congéneres se habían quedado en palacio. Yo era el más anciano de todos los combatientes.

Resonaron los tambores, cuernos y platillos prorrumpieron estruendosos proclamando el desafío y la batalla comenzó en el centenar de pasos que aún nos separaban. Volaron las lanzas como hojas entre el espantoso soplo del viento, las flechas descendieron en picado por los aires como águilas, los carros rodaron y se dispararon arriba y abajo, y la infantería cargó y fue rechazada. Agamenón nos dirigía con un vigor y disposición que no imaginaba en él. En realidad, hasta entonces la mayoría de nosotros no habíamos tenido la oportunidad de ver cómo se comportaban los demás en combate. Gritábamos, pues, entusiasmados al comprender que Agamenón era muy competente y aquella mañana se desenvolvía a la perfección contra Héctor, el cual no hizo intento alguno de comprometer en duelo a nuestro gran soberano.

Héctor vociferaba y denostaba, impelía sus carros contra nosotros una y otra vez, pero no lograba romper nuestra primera línea. Yo dirigí algunas salidas durante la mañana, en las que Antícolo profería el grito de guerra pilio mientras yo reservaba mis alientos para la lucha. Muchos tróyanos cayeron bajo las ruedas de mi carro porque mi hijo era un excelente auriga que me resguardaba del peligro y sabía cuándo retroceder. Nadie tendría la ocasión de decir que el hijo de Néstor había puesto en peligro a su anciano padre sólo para entrar él mismo en combate.

Se me resecó la garganta y mi armadura se cubrió rápidamente de polvo. Le hice señas a mi hijo y nos retiramos a la retaguardia para tomar unos tragos de agua y recobrar el aliento. Cuando levanté la mirada para contemplar el sol me sorprendió comprobar que se aproximaba a su cénit. Regresamos a primera línea al punto y en un arrebato de osadía conduje a mis hombres entre las filas troyanas. Hicimos un trabajo rápido mientras Héctor no nos observaba y luego di la señal de retirada y regresamos a salvo a nuestras líneas sin haber arriesgado a un solo hombre cuando las pérdidas del enemigo superaban la docena. Suspirando satisfecho y animado le sonreí en silencio a Antíloco. Ambos deseábamos la armadura de un jefe, pero ninguno se nos había enfrentado.

A mediodía Agamenón envió un heraldo a la zona neutral para hacer sonar el cuerno de la tregua. Ambos ejércitos depusieron sus armas gruñendo. El hambre, la sed, el miedo y el cansancio se hacían realidad por vez primera desde que la batalla había comenzado poco después de la salida del sol. Al ver que todos los jefes se reunían con Agamenón, le ordené a Antíloco que me condujera también junto a él. Ulises y Diomedes se unieron a mí cuando virábamos bruscamente junto al gran soberano. Todos los demás se encontraban ya allí y los esclavos iban y venían apresuradamente sirviendo vino aguado, pan y pasteles.

– ¿Qué haremos ahora, señor? -pregunté.

– Los hombres necesitan descansar. Es el primer día de | lucha intensiva desde hace muchas lunas, por lo que le he enviado un heraldo a Héctor para pedirle a él y a sus jefes que nos reunamos en el centro y conferenciemos.

– Excelente -dijo Ulises-. Con suerte podemos desperdiciar una buena cantidad de tiempo mientras los hombres recogen su pan y comen.

– Como la treta funciona también a la inversa, Héctor no rechazará mi oferta -repuso Agamenón, sonriente.

Los no combatientes despejaron de cadáveres el centro de la franja que separaba los dos ejércitos, instalaron mesas y taburetes y los jefes de ambos bandos salieron a parlamentar. Yo fui con Áyax, Ulises, Diomedes, Menelao, Idomeneo y Agamenón; aguardábamos aquel primer encuentro entre el gran soberano y el heredero de Troya con gran interés y mucha curiosidad. Sí, Héctor era un soberano en potencia. Muy moreno, los negros cabellos le asomaban bajo el casco y le caían por la espalda trenzados, y sus ojos, también negros, nos miraban con profunda astucia.

Nos presentó a sus compañeros como Eneas de Dardania; Sarpedón de Licia; Acamante, hijo de Antenor; Polidamante, hijo de Agenor; Pándaro, capitán de la guardia real; y a sus hermanos París y Deífobo.

Menelao gruñó torvamente y le lanzó una mirada asesina a París, pero ambos temían demasiado a sus imperiales hermanos para crear problemas. Pensé que los troyanos constituían un magnífico grupo, todos ellos guerreros salvo París, que quedaba fuera de lugar, lindo, muy afectado y melindroso. Mientras Agamenón nos presentaba a su vez observé atentamente a Héctor para advertir su reacción al asociar los nombres con los rostros. Cuando se trató de Ulises examinó con atención a nuestro cerebro mostrando cierta perplejidad. Pero su dilema no me resultó en absoluto divertido, pues me sentía consumido por la piedad. Quienes desconocían a Ulises, el zorro de ítaca, solían despreciarlo a primera vista por su cuerpo de extrañas proporciones y su figura desaliñada y casi innoble que podía reducir cuando lo consideraba político. ¡Fíjate en sus ojos, Héctor, míralo a los ojos!, me pareció transmitirle en silencio. ¡Si le miras a los ojos conocerás cómo es realmente y lo temerás! Pero, por su naturaleza, Áyax, que se hallaba junto a Ulises en nuestra hilera, le parecio mucho más interesante y llamativo. Y así se perdió el significado de Ulises.

Héctor advirtió con asombro los poderosos músculos de nuestro segundo gran guerrero. Pensamos que por primera vez en su vida se encontraba ante un ser semejante.

– Hacía diez años que no hablábamos, hijo de Príamo -dijo Agamenón-. Fue una gran ocasión aquélla.

– ¿De qué deseas hablarme?

– De Helena.

– Este tema está zanjado.

– ¡Ni mucho menos! No me negarás que Paris, hijo de Príamo y hermano tuyo, raptó a la mujer de mi hermano Menelao, rey de Lacedemonia, y la trajo consigo a Troya como afrenta a toda la nación griega.

– ¡Lo niego!

– Ella quiso venir -intervino Paris.

– Como es natural, no reconocerás que utilizaste la fuerza.

– Como es natural, puesto que no tuvimos necesidad de ello -repuso Héctor, que resoplaba como un toro-. ¿Qué propones con este lenguaje tan formal, gran soberano?

– Que devuelvas a Helena y todos sus bienes a su legítimo esposo, que para compensarnos por el tiempo y dificultades sufridas vuelvas a abrir el Helesponto a los mercaderes griegos y que no te opongas a la colonización de nuestros compatriotas en Asia Menor.

– Me es imposible aceptar tus condiciones.

– ¿Por qué? Lo único que pedimos es el derecho a mantener una apacible coexistencia. Yo no lucharía si pudiera lograr mis fines por la vía pacífica, Héctor.

– Acceder a tus peticiones arruinaría a Troya, Agamenón.

– La guerra arruinará a Troya más rápidamente. No defiendes una situación ventajosa, Héctor. Durante diez años hemos disfrutado nosotros de los beneficios de Troya… y de Asia Menor.

Las conversaciones prosiguieron. Palabras inútiles se lanzaron de aquí para allá mientras los soldados se tumbaban en la hierba pisoteada y cerraban los ojos ante el resplandor del sol.

– Bien, entonces espero que estés de acuerdo con esto, príncipe Héctor -dijo Agamenón un rato después-. Entre nosotros hay dos partes afectadas en el inicio de todo esto, Menelao y Paris. Que ambos se enfrenten en duelo en el espacio libre entre nuestros dos ejércitos y el ganador dictará las condiciones de un acuerdo de paz.

Si Paris no se veía un duelista brillante, Menelao aún lo parecía menos. Héctor decidió al instante que Paris sería fácil vencedor.

– De acuerdo -dijo-. Mi hermano Paris se batirá en duelo con tu hermano Menelao y el vencedor fijará las condiciones de un tratado.

Miré a Ulises, que se sentaba a mi lado.

– Por la reputación futura de Agamenón confiemos en que sea un troyano quien tenga que quebrantar el duelo, Néstor -me susurró.

Nos retiramos a nuestras líneas y dejamos cien pasos de terreno despejado a los dos rivales. Menelao comprobó su escudo y su lanza y Paris se pavoneó pagado de sí mismo. Mientras se rodeaban el uno al otro con lentitud, Menelao asestaba estocadas que Paris esquivaba. Alguien que se encontraba detrás de mí profirió un burlón comentario que arrancó un grito de miles de gargantas troyanas, pero Paris ignoró el insulto y siguió esquivando a su adversario ágilmente. Yo nunca le había atribuido a Menelao grandes méritos en ningún sentido, pero era evidente que Agamenón sabía lo que se hacía al proponer el enfrentamiento. Había considerado fácil ganador a Paris, pero me había equivocado. Aunque Menelao nunca tendría el arrojo y el instinto característicos de un líder, había aprendido el arte de batirse en duelo tan concienzudamente como lo hacía con todo. Carecía de energía, no de valor, lo que significó una excelente ventaja en un combate cuerpo a cuerpo. Al arrojar su lanza le arrancó el escudo a Paris y éste, cuando vio que debía enfrentarse a una espada desnuda, decidió echarse a correr en lugar de desenvainar la propia y puso pies en polvorosa seguido de cerca por Menelao.

En aquel momento todos pudimos comprender quién sería el vencedor. Los troyanos guardaban profundo silencio y nuestros hombres gritaban entusiasmados. Yo no apartaba la mirada de Héctor, a quien había juzgado erróneamente y que era un hombre de firmes principios. Si Menelao acababa con Paris, tendría que someterse al tratado. ¡Pero ah! Sin recibir ninguna señal de Héctor, Pándaro, capitán de la guardia real, ajustó rápidamente una flecha en su arco. Le lancé un grito de aviso a Menelao, que se detuvo y saltó a un lado. Entre un rugido de desaprobación de las huestes que estaban a mi espalda, Menelao se quedó inmóvil con la flecha vibrando en su costado. Otro aullido de pesar por parte de los troyanos lamentó el hecho de que uno de los suyos hubiera quebrantado la tregua. Héctor había sido vilmente deshonrado.

Los ejércitos se lanzaron a la lucha con una furia que no habían mostrado durante la mañana; una parte actuaba en defensa del honor mancillado y la otra, decidida a vengar un insulto; ambas acuchillaban y atacaban con gritos frenéticos. Los hombres caían continuamente, los cien pasos que habían separado nuestras líneas se redujeron hasta que tan sólo quedó una densa masa de cadáveres y el polvo del suelo se levantó en nubes que nos cegaban y asfixiaban. Héctor, el culpable, estaba por doquier, yendo de un lado a otro y arriba y abajo del centro en su carro, arremetiendo despiadadamente con su lanza. Ninguno de nosotros podíamos acercarnos bastante a él para intentar un golpe de fortuna mientras los hombres sucumbían aterrados bajo los cascos de sus tres caballos negros.

No podía comprender cómo lograba infiltrarse entre el espantoso gentío en aquel primer día de encarnizada batalla, aunque más tarde se convirtió en algo tan corriente que yo mismo lo hacía sin dificultad alguna. Vi surgir a Eneas amenazador, seguido de un grupo de dárdanos, y en medio de aquella confusión me pregunté cómo conseguía entrar desde su extremo. Cambié la lanza por la espada, reuní a mis hombres y me introduje en el grueso del combate asestando golpes a diestro y siniestro desde mi carro, acuchillando sin discriminación a seres de rostros sucios y sudorosos, sin perder de vista a Eneas mientras pedía refuerzos a gritos.

Agamenón envió más hombres, al frente de los cuales se encontraba Áyax. Eneas lo vio llegar e hizo que sus perros de presa se detuvieran, pero no sin que antes yo hubiera tenido el privilegio de ver a aquella verdadera torre humana repartiendo golpes alrededor, su brazo reduciendo a paja al enemigo como una infatigable hoz. No empuñaba el hacha. En aquella primera jomada bélica había decidido utilizar su espada, dos codos y medio de doble hoja mortal. Aunque, según me pareció, la usaba como una hacha haciéndola oscilar sobre su cabeza con gritos de desenfrenada alegría. Llevaba con más soltura que nadie su escudo enorme y con cintura de avispa. No lo agitaba sino que lo sostenía por encima del suelo. Su estructura de bronce y estaño le protegía de la cabeza a los pies. En pos suyo iban seis poderosos capitanes de Salamina y, protegido asimismo por su escudo, el propio Teucro se ocultaba sin dificultades, y ajustaba en su arco flecha tras flecha que soltaba en una sucesión de movimientos tan fluidos que parecían continuos, con un ritmo impecable. Advertí que algunos griegos que se hallaban demasiado lejos de él, entre la multitud, al distinguir a aquella masa humana sonreían entre sí y cobraban ánimos con sólo oír el famoso grito de Áyax destinado a Ares y a la casa de los Eacos: «¡A ellos! ¡A ellos!» El hombre gritaba haciendo juegos de palabras con el significado de su propio nombre, proyectando su burla sobre miles de rostros troyanos.

Rodeado de momento por mis propios hombres, alcé la mano hacia él cuando ya venía a mi encuentro. Antíloco lo miró sobrecogido y aflojó las riendas de nuestros caballos.

– Se han marchado, anciano -gritó Áyax.

– Ni siquiera Eneas se ha detenido para enfrentarse contigo -respondí.

– ¡Zeus los ha convertido en sombras! ¿Por qué no han resistido y han seguido luchando? ¡Pero aún encontraré a Eneas!

– ¿Dónde está Héctor?

– Lo he buscado toda la tarde. Es como un fuego fatuo del que siempre voy a la zaga. Pero lo alcanzaré. Antes o después nos encontraremos.

Sonaban agudos gritos de aviso. Formamos filas mientras Eneas regresaba acompañando a Héctor y parte de la guardia real. Miré a Áyax.

– Aquí tienes tu oportunidad, hijo de Telamón.

– Doy gracias a Ares por ello.

Agitó los hombros cubiertos con la armadura para acomodar el peso de la coraza y le dio un suave golpecito a Teucro con la puntera de su enorme bota.

– ¡Arriba hermano! -dijo-. Éste es mío y sólo mío. Cuida de Néstor y manten a raya a Eneas.

Teucro apareció debajo del escudo, sus brillantes y leales ojos mostrando un aire despreocupado mientras saltaba junto a mí y Antíloco. Nunca nadie había cuestionado su lealtad, aunque fuese hijo de Hesíone, la propia hermana de Príamo. -Vamos, muchacho -se dirigió a mi hijo-, condúcenos entre esos cadáveres y detente junto a Eneas. Tenemos algo que hacer con él. ¿Me cubrirás mientras use mi arco, rey Néstor?

– Gustosamente, hijo de Telamón -respondí.

– ¿Por qué está Eneas en la vanguardia, padre? -me preguntó Antíloco mientras nos poníamos en marcha-. Creí que dirigía un extremo.

– También yo -respondió Teucro en mi lugar.

Mis propios hombres y algunos soldados de Áyax nos acompañaron para mantener a Eneas bastante alejado de Héctor a fin de que Áyax lo obligara a batirse en duelo con él. Sin embargo, una vez la pareja entabló la lucha, ambos contrincantes perdieron parte de su entusiasmo bélico; observamos a Héctor y a Áyax mucho más de cerca de lo que veíamos caer nuestros proyectiles.

Áyax nunca utilizaba un carro de combate, probablemente porque nunca habían construido uno capaz de soportar su peso más el de Teucro y un auriga. En lugar de ello solía mantenerse firme en el terreno y simulaba ser un cairo.

El bronce chocaba con el bronce, un guardabrazo saltó bajo la repentina dilatación muscular y cayó en el suelo, donde fue pisoteado. Áyax y Héctor estaban equitativamente emparejados. Se detuvieron frente a frente y se observaron mientras alrededor de ellos decaía lentamente el fragor de la lucha. Eneas advirtió dónde se centraba mi atención con un agudo silbido.

– ¡Esto es demasiado bueno para perdérselo, mi canoso amigo! Prefiero observar que luchar, ¿y tú? ¡Eneas de Dardania propone una tregua!

– Accedo a ella hasta el momento en que concluya el duelo. Entonces, si ha caído Áyax, defenderé su cuerpo y su armadura con mi vida. Pero si es Héctor quien cae, ayudaré a Áyax a robarte su cuerpo y su armadura. ¡Néstor de Pilos acepta la tregua!

– ¡Así sea!

En el círculo que nos rodeaba nadie levantó el brazo. En torno a nuestro territorio la batalla proseguía con incesante violencia mientras nosotros no nos movíamos ni hablábamos. El corazón rae rebosaba de orgullo al mirar a Áyax. No bajaba la guardia ni exponía su cuerpo detrás de su colosal escudo. Héctor bailaba como una llama viva en torno a aquella masa, asestándole terribles cuchilladas desde detrás de su escudo. Ninguno de ellos parecía tener noción del tiempo ni daba muestras de fatiga; una y otra vez levantaban los brazos y los dejaban caer con crecientes energías. En dos ocasiones Héctor estuvo a punto de perder su escudo, sin embargo cruzó el acero de Áyax con el suyo y prosiguió la lucha conservando escudo y espada pese a todos los esfuerzos de su adversario. Fue un largo y encarnizado enfrentamiento. En cuanto uno de ellos veía una oportunidad se lanzaba sobre el contrario, se encontraba con su arma y seguía luchando sin perder los ánimos.

Me sobresaltó un golpecito en el brazo; era un emisario de Agamenón.

– El gran soberano desea saber por qué se ha interrumpido la batalla en esta zona, rey Néstor.

– Hemos pactado una tregua provisional. ¡Contémplalo tú mismo! ¿Lucharías si sucediera algo semejante en tu sector?

El hombre observó atentamente.

– Reconozco al príncipe Áyax, ¿pero quién se le enfrenta?

– Ve y dile al gran soberano que Áyax y Héctor luchan a muerte.

El mensajero se alejó, con lo que me permitió centrar de nuevo mi atención en el duelo. Ambos contendientes aún se atacaban y eludían enérgicamente. ¿Cuánto tiempo llevaban ya así? No tuve que protegerme los ojos cuando alcé la vista hacia el globo amarillo del polvoriento sol para comprobar que se encontraba en occidente y casi se había puesto en el horizonte. ¡Por Ares, qué resistencia!

Agamenón detuvo su carro junto al mío.

– ¿Has podido delegar el mando, señor?

– He dejado a Ulises al cargo. ¡Dioses! ¿Cuánto tiempo llevan en ello, Néstor?

– La octava parte de la tarde.

– Tendrán que concluir pronto. El sol se pone.

– ¡Es increíble!, ¿verdad?

– ¿Propusiste una tregua?

– Los hombres no estaban dispuestos a luchar ni yo tampoco. ¿Cómo va por ahí?

– Más bien nos defendemos, aunque nos vemos enormemente superados en número. Diomedes se ha comportado todo el día como un titán. Ha matado a Pándaro, el que quebrantó la tregua, y se ha escabullido con su armadura ante las mismas narices de Héctor. ¡Ah, ahí veo a Eneas! No es de sorprender que deseara una tregua. Diomedes le acertó en el hombro con una lanza y cree haberle causado bastante daño.

– Por eso se alejó de su extremo.

– El dárdano es el hombre más astuto con quien cuenta Príamo, pero siempre se preocupa de sí mismo en primer lugar. Por lo menos eso dicen.

– ¿Cómo está Menelao? ¿Alcanzó la flecha algún órgano vital?

– No. Macaón lo vendó y lo devolvió al combate.

– Luchó muy bien.

– Te sorprendió, ¿verdad?

El cuerno de la oscuridad profirió su prolongado y deprimente aviso sobre el estrépito y el polvo del campo de batalla. Los hombres depusieron sus armas y resoplaron aliviados. Dejaron caer sus escudos y enfundaron torpemente sus espadas, pero Héctor y Áyax seguían luchando. Por fin la noche los venció, apenas podían distinguir las armas que empuñaban cuando me apeé de mi carro para separarlos.

– Es demasiado tarde y ha oscurecido, mis leones. Declaro que se ha producido un empate, por lo que podéis enfundar vuestras espadas.

Héctor se quitó el casco con mano temblorosa.

– Confieso que no lamento que esto concluya. Estoy agotado.

Áyax le entregó su escudo a Teucro, cuyas rodillas se doblaron bajo aquel peso.

– También yo estoy agotado -confesó.

– Eres un gran hombre, Áyax -dijo Héctor tendiéndole su brazo diestro.

Áyax enlazó la muñeca del troyano con sus dedos.

– Confieso lo mismo de ti, Héctor.

– No comprendo que valoren a Aquiles mejor que a ti. ¡Ten, toma mi espada!

Y se la tendió de modo impulsivo.

Áyax contempló la hoja con sincero placer y la sopesó en su mano.

– En lo sucesivo la usaré siempre en combate. A cambio te ofrezco mi tahalí. Mi padre me dijo que su padre decía haberlo recibido de su padre, que era el propio Zeus inmortal.

Inclinó la cabeza y se desprendió de la valiosa reliquia, un singular ejemplar de brillante cuero castaño repujado con un diseño en oro.

– Lo sustituiré por el mío -respondió Héctor, encantado.

Observé la satisfacción, el mutuo agrado y respeto que se habían granjeado en tan terribles circunstancias. De pronto cruzó por mi mente el helado aleteo de una premonición: aquel intercambio de propiedades era de mal agüero.

Aquella noche acampamos donde nos encontrábamos, bajo los muros de Troya, con el ejército de Héctor entre nosotros y la abierta puerta Escea. Encendimos hogueras y sobre ellas colgamos calderos en barras. Los esclavos trajeron grandes bandejas de pan de cebada y carne y corrió el vino aguado. Durante un rato observé el espectáculo de una miríada de antorchas que entraban y salían fluctuantes por la puerta Escea mientras los esclavos troyanos iban y venían sirviendo al ejército de Héctor. A continuación fui a comer con Agamenón y los demás junto a una hoguera alrededor de la cual se habían instalado nuestros hombres. Al internarme entre la luz observé cómo volvían hacia mí sus cansados rostros para saludarme y advertí el vacío que pesa siempre en los hombres tras librar un duro combate.

– No hemos avanzado ni un dedo -le dije a Ulises.

– Tampoco ellos -repuso tranquilamente mientras mordía un pedazo de cerdo cocido.

– ¿Cuántos hombres hemos perdido? -se interesó Idomeneo.

– Aproximadamente los mismos que Héctor, quizá algunos menos -dijo Ulises-. No son suficientes para inclinar la balanza hacia ningún lado.

– Entonces mañana lo sabremos -dijo Meriones con un bostezo.

– Sí, mañana -corroboró Agamenón, que también bostezaba.

La conversación era escasa. Los cuerpos estaban doloridos y resentidos, se nos cerraban los párpados y teníamos las panzas repletas. Había llegado el momento de envolvernos en pieles junto al fuego. Parpadeé sobre las llamas contemplando los centenares de lucecitas que salpicaban la llanura, cada una era fuente de consuelo y seguridad en la oscura noche que reinaba sobre todos nosotros. El humo se remontaba hacia las estrellas, procedente de diez mil fogatas bajo los muros de Troya. Me tendí en el suelo y observé aquellas estrellas oscilantes en la niebla artificial hasta que se diluyeron en el sueño, portador de la oscuridad mental.

El segundo día no fue como el primero. La carnicería no se vio interrumpida por tregua alguna, ningún duelo atrajo nuestra atención, no hubo actos galantes de heroísmo que elevaran la lucha por encima del nivel humano. Nuestros esfuerzos fueron inexorables y tenaces. Mis huesos clamaban por descansar, mis ojos estaban cegados por las lágrimas que todos debemos verter cuando vemos morir a un hijo. Antíloco lloraba a su hermano, luego pidió ocupar su lugar en la línea de combate; de modo que puse a otro pilio como auriga de mi carro.

Héctor se hallaba en su elemento, imposible de alcanzar, tan mortífero como Ares, arriba y abajo del campo, hostigando a sus tropas con voz bronca, sin dar cuartel ni rebajarse a pedirlo. Áyax no tuvo tiempo de perseguirlo, pues Héctor le envió a todas las fuerzas de la guardia real para que le hostigaran a él y a Diomedes, con lo que mantuvo a sus dos enemigos más peligrosos restringidos en un punto por pura superioridad numérica. Cuando Héctor arrojaba su lanza contra alguien lo condenaba a una muerte segura, era tan experto en ello como el propio Aquiles. Si se producía un claro en nuestras líneas introducía a sus hombres en él. Luego, en cuanto los había infiltrado, seguía enviando cada vez más efectivos, como el leñador que en el bosque hunde el fino filo de su hacha cada vez más profundamente en un gigantesco árbol.

¡Oh, cuánto dolor, crueldad y sufrimiento! Las lágrimas me cegaron al ver caer a otro de mis hijos, desgarrado su vientre con una lanza proyectada por Eneas. Al cabo de unos momentos Antíloco se salvó milagrosamente de perder la cabeza bajo el filo de una espada. ¡Por favor, ése no! ¡Compasiva Hera, todopoderoso Zeus, preservadme a Antíloco!

Los heraldos acudían con frecuencia a explicarme cuál era la situación en otros lugares del campo de batalla, y yo agradecía que por lo menos nuestros jefes resultaran ilesos. Sin embargo, tal vez porque nuestros hombres estaban cansados, porque carecíamos de los quince mil tesalios que Aquiles mantenía en reserva o por alguna otra razón más sombría, comenzamos a perder terreno. Lenta e imperceptiblemente el núcleo del combate se fue alejando cada vez más de los muros de Troya y fue aproximándose por momentos a nuestro propio muro defensivo. Me encontré en las primeras filas con mi auriga sollozando rabioso porque las riendas se habían enredado entre las patas de nuestros caballos y éstos iniciaban el retroceso.

Héctor se precipitaba contra nosotros; pedí ayuda frenéticamente mientras su carro avanzaba amenazador entre el gentío. La fortuna me acompañó. Diomedes y Ulises habían conseguido de algún modo introducirse en el centro de nuestra vanguardia y sus hombres estaban junto a los míos. Diomedes no intentó enfrentarse al propio Héctor sino que, en lugar de ello, se centró en su auriga, que no era el acostumbrado y por consiguiente no tan experto. Le arrojó su lanza y lo dejó clavado en su puesto. El cadáver siguió tirando de las riendas hasta que los caballos corcovearon al sentir el bocado. Con la ayuda de Ulises nos pusimos a salvo mientras Héctor vomitaba maldiciones y liberaba a los animales con un cuchillo.

Traté de reunirme con mi sector de la línea pero fue inútil. El ambiente estaba impregnado de terror y se difundían rumores de malos presagios. Ninguno de nosotros podía engañarse por más tiempo: estábamos en franca retirada. Al comprenderlo, Héctor lanzó contra nosotros el resto de sus líneas de reserva con una exclamación de triunfo.

Ulises salvó la jornada. Saltó en un carro libre -¿dónde estaría el suyo?- y obligó a los boecios a volver para enfrentarse al enemigo cuando ya huían precipitadamente. A continuación les hizo ceder terreno tranquilamente y en perfecto orden. Agamenón siguió al punto su ejemplo. Lo que había amenazado con convertirse en un desastre se realizó con pérdidas mínimas y sin el riesgo de sufrir una derrota aplastante.

Diomedes arremetió de pleno con sus argivos en la avanzadilla troyana y yo lo seguí con Idomeneo, Eurípilo, Áyax y todos sus hombres.

Habíamos colocado nuestros flancos en la vanguardia; el ejército se había convertido en una formación perfectamente recogida, rematada por un apéndice reducido que se enfrentaba a Héctor y la masa de nuestros hombres nos seguía en franco retroceso.

Teucro se mantenía en un rincón, tras el escudo de su hermano, y sus flechas volaban continuamente y alcanzaban siempre su objetivo. Héctor merodeaba por allí. Teucro lo vio y preparó otra flecha sonriente. Pero Héctor era demasiado astuto para caer víctima de un proyectil que sin duda esperaba de las proximidades de Áyax. Una tras otra recogió las flechas en su escudo, lo que irritó a Teucro y le hizo cometer un error y apartarse del escudo de su hermano, algo que Héctor estaba aguardando. Hacía tiempo que se había quedado sin lanzas, pero encontró una piedra que lanzó con el mismo impulso que una arma. El proyectil alcanzó a Teucro en el hombro derecho y lo derribó como un toro destinado al sacrificio. Áyax siguió luchando, demasiado absorto para advertirlo. ¡Ah, dioses! Mi exclamación de alivio halló eco en múltiples gargantas cuando Teucro asomó su cabeza entre la carnicería del suelo y comenzó a reptar entre los cadáveres y heridos para remontarse junto a Áyax. Pero en aquel momento constituía un exceso de equipaje que su hermano tenía que arrastrar y los troyanos cargaron contra ellos.

Dirigí desesperadamente la mirada hacia atrás para ver cuán lejos nos encontrábamos de nuestro propio muro y me quedé boquiabierto: nuestras líneas de retaguardia ya cruzaban atropelladamente los pasos elevados.

Entre Ulises y Agamenón mantenían el orden de nuestro ejército. La retirada concluyó sin grandes pérdidas de vidas y huimos tras nuestras murallas para refugiarnos en nuestra ciudad de piedra. Había oscurecido demasiado para que Héctor nos siguiera. Los dejamos en la orilla más alejada de nuestra zanja empalizada abucheándonos e increpándonos tras nuestros talones.


CAPITULO VEINTICINCO

NARRADO POR ULISES


Aquella noche, en casa de Agamenón se celebró una reunión poco animada; nos sentamos e iniciamos la agotadora tarea de recuperar nuestras fuerzas con el fin de resistir la próxima jornada. Me dolía la cabeza, tenía la garganta irritada de proferir gritos bélicos y los costados despellejados en los puntos donde la coraza me había rozado pese al acolchado artificio que llevaba debajo. Todos mostrábamos heridas menores: rasguños, pinchazos, cortes y arañazos, y nos moríamos de sueño.

– Ha sido un duro revés -comentó Agamenón interrumpiendo el silencio-. ¡Muy duro, Ulises!

– ¡Como él había previsto! -intervino Diomedes en mi defensa.

Néstor movió la cabeza afirmativamente. ¡Pobre viejo! Por vez primera representaba su edad y no era para sorprenderse. Había perdido dos hijos en el campo de batalla.

– No desesperes aún, Agamenón -dijo con voz estridente-. Llegará nuestra hora y será más dulce por todos los reveses que hoy sufrimos.

– ¡Lo sé, lo sé! -exclamó Agamenón.

– Alguien tendría que informar a Aquiles -dijo Néstor con voz apenas audible sólo para aquellos que estábamos al corriente de la situación-. Está con nosotros, pero si no lo mantenemos al corriente acaso actúe de modo prematuro.

Agamenón me miró malévolo.

– Ha sido idea tuya, Ulises. Ve tú a verlo.

Marché con pasos cansinos. Enviarme hasta el extremo de la hilera de casas era el modo que tenía Agamenón de vengarse de mí. Sin embargo, a medida que avanzaba, en paz y sin ser molestado por nadie, advertí que volvía a recuperar las fuerzas. Me sentía más descansado por aquel pequeño esfuerzo adicional que tras disfrutar de una noche de sueño. Puesto que cualquiera que me viese supondría que, tras los reveses de la jornada, Agamenón me enviaba a suplicarle a Aquiles, crucé abiertamente la entrada de los mirmidones y me encontré con ellos y con otros tesalios sentados con aire lastimero, pues se sentían impotentes y ávidos de combatir.

Aquiles estaba en su casa y se calentaba las manos ante un trípode de fuego. Se veía tan agotado y nervioso como cualquiera de los que llevábamos dos días de lucha. Patroclo se hallaba frente a él con expresión glacial. Supongo que en realidad no me sorprendió, teniendo en cuenta la existencia de Briseida. La relación entre Diomedes y yo era tan amistosa como sensual, una especie de conveniencia que a ambos nos resultaba sumamente agradable. Pero si a cualquiera de nosotros le apetecía una mujer, no había problemas. No representaba ningún desastre ni creaba sentimientos de traición. Patroclo amaba y se había creído a salvo, permanentemente libre de rivales. Mientras que Aquiles, como todos los hombres a quienes apasionan cosas diferentes a la carne, no se había comprometido por completo. Patroclo era exclusivamente un hombre que amaba a los hombres y se creía cruelmente engañado. ¡Pobre individuo, él sí que amaba!

– ¿Qué te trae aquí? -inquirió Aquiles con acritud-. ¡Sírvele vino y comida al rey, Patroclo!

Con un suspiro de agradecimiento me senté en un sillón y aguardé a que Patroclo partiera.

– Parece que las cosas han ido muy mal -dijo entonces Aquiles.

– Como se esperaba, no debes olvidarlo -le respondí-. Héctor ha sido inexorable con sus troyanos, pero Agamenón no ha podido obrar de igual modo con nuestros hombres. La retirada comenzó casi en el mismo momento que las quejas: los auspicios nos eran adversos, el cielo estaba cubierto de águilas que volaban desde la izquierda, una luz de oro bañaba la ciudadela troyana, etcétera. Los comentarios sobre presagios son siempre fatales. De modo que retrocedimos hasta que Agamenón tuvo que meternos en las fortificaciones para pasar la noche.

– Me he enterado de que ayer Áyax se enfrentó a Héctor.

– Sí, se batieron en duelo durante la octava parte de la tarde sin llegar a conclusión alguna. No tienes por qué preocuparte a ese respecto, amigo mío. Héctor te pertenece.

– ¡Pero los hombres mueren de manera innecesaria, Ulises! ¡Déjame salir mañana, por favor!

– No -repuse con dureza-. No hasta que el ejército se halle en inmediato peligro de aniquilación o las naves comiencen a arder porque Héctor irrumpa en nuestro campamento. Incluso entonces le ordenarás a Patroclo que conduzca tus tropas, no debes dirigirlas tú mismo. -Lo miré con severidad-. Así se lo juraste a Agamenón, Aquiles.

– Tranquilízate, Ulises, no quebrantaré ningún juramento.

Inclinó la cabeza y se quedó en silencio. Cuando Patroclo regresó, seguíamos en tal situación, Aquiles encorvado y yo mirando pensativo su dorada cabeza. Patroclo ordenó a los sirvientes que depositaran la comida y el vino en la mesa y luego permaneció como una columna de hielo. Aquiles lo miró brevemente y luego me miró a mí.

– Dile a Agamenón que me niego a retractarme -me dijo en tono convencional-. Dile que busque a otra persona que lo saque de este enredo o que me devuelva a Briseida.

Me di una palmada en el muslo como si estuviera exasperado.

– ¡Como gustes!

– Quédate y come, Ulises. Patroclo, acuéstate.

Patroclo salió por la puerta. ¡No haría tal cosa en aquella casa!

Tal vez más tarde dormiría, pero en el camino de regreso me encontraba tan despierto que ansiaba hacer travesuras; por lo que fui a la zanja donde aún se encontraba el cuartel general de mi colonia de espías. La mayoría de mis agentes que no residían en Troya estaban sentados ante los restos de la cena. Tersites y Sinón me saludaron afectuosamente.

– ¿Alguna noticia? -pregunté al tiempo que me sentaba.

– Una cuestión -dijo Tersites-. Me proponía ir en tu busca.

– ¡Ah! Explícame de qué se trata.

– Esta noche, cuando concluía la batalla, llegó un aliado… un primo lejano de Príamo llamado Resos.

– ¿Cuántas tropas trae consigo?

Sinón rió quedamente.

– Ninguna. Resos es un bocazas vanidoso, Ulises. Se autocalifica de aliado, pero sería más acertado considerarlo un refugiado. Su propio pueblo lo ha expulsado.

– ¡Bien, bien! -dije, y aguardé.

– Resos conduce un tronco de tres magníficos caballos blancos que son objeto de un oráculo troyano -prosiguió Tersites-. Se dice que son los hijos inmortales del alado Pegaso, tan rápidos como Boreas y tan salvajes como Perséfone antes de que la tomara Hades, y que una vez hayan bebido de las aguas del Escamandro y pastado la hierba troyana, Troya no sucumbirá. Según el oráculo se trata de una promesa hecha por Poseidón, que se suponía que estaba de nuestra parte.

– Y, puesto que Poseidón está de nuestra parte, ¿han bebido ya en el Escamandro y han pastado la hierba troyana?

– Han pastado, pero no han bebido en el Escamandro.

– ¿Quién puede censurárselo? -repuse sonriente-. Yo tampoco bebería allí.

– Príamo ha enviado a por algunos cubos corriente arriba -dijo Sinón, que sonreía a su vez-. Ha decidido efectuar una ceremonia pública con tal fin mañana al amanecer. Entretanto los corceles están sedientos.

– Muy interesante. -Me levanté y me desperecé-. Tendré que ver en persona esas fabulosas criaturas. Añadiría cierta… elegancia a mi imagen conducir un tronco de caballos blancos.

– Podrías hacerlo con algo más de elegancia -me zahirió Sinón.

– Con mucha más elegancia -apostilló Tersites.

– Gracias por todo esto, señores. ¿Dónde puedo encontrar esos caballos inmortales?

– Eso aún no hemos podido descubrirlo -repuso Tersites frunciendo el entrecejo-. Lo único que sabemos es que han sido alojados en la llanura con el ejército troyano.

Diomedes, Agamenón y Menelao aguardaban ante mi casa. Llegué paseando junto a ellos como si hubiera disfrutado de un ejercicio saludable y sonreí a Diomedes, a quien le destellaron los ojos al comprender la intención de mi mirada.

– Aquiles está de acuerdo -le dije a Agamenón.

– ¡Gracias sean dadas a los dioses! Ya puedo dormir.

En el instante en que Menelao y él se alejaron entré en mi casa con Diomedes y di unas palmadas para que acudiese un criado.

– Tráeme un traje ligero de cuero y dos dagas -le ordené.

– Supongo que debo equiparme de modo semejante -dijo Diomedes.

– Nos reuniremos en el camino del Simois.

– ¿Dormiremos esta noche?

– ¡Más tarde, más tarde!

Con su delgado traje de cuero negro y dos dagas en el cinto, Diomedes se reunió conmigo en el lugar fijado. Nos internamos en silencio de sombra a sombra hasta que nos encontramos en el extremo más lejano del puente, donde se unían las zanjas con la empalizada.

– ¿Qué vamos a buscar? -me susurró entonces mi compañero.

– Me hace ilusión conducir un tronco de caballos blancos inmortales.

– Sin duda eso mejoraría tu imagen.

Le dirigí una mirada suspicaz.

– ¿Has hablado con Sinón y Tersites?

– No -repuso con aire inocente-. ¿Dónde se encuentran esos caballos?

– No tengo ni idea. En algún lugar en la oscuridad.

– De modo que buscamos una aguja en un pajar.

– Sssst -le susurré apretándole el brazo-. Alguien viene.

Saludé mentalmente a mi protectora, la diosa lechuza. Mi querida Palas Atenea siempre deparaba la fortuna en mi camino. Nos sumergimos en la zanja que discurría junto a la carretera y aguardamos.

De repente un hombre surgió de la oscuridad, acompañado del tintineo de su armadura; sin duda se trataba de un espía aficionado para husmear con tal vestimenta. Tampoco tuvo la precaución de esquivar un trozo de terreno iluminado por la luna, cuyos rayos lo bañaron por un instante y descubrimos que se trataba de un individuo pequeño y rollizo, lujosamente ataviado y en cuyo casco ondeaba el penacho morado de los troyanos. Aguardamos a tenerlo muy próximo para saltar sobre él. Diomedes se situó a mi izquierda de modo que quedó entre nosotros. Le cubrí la boca con la mano para sofocar su grito, mi compañero le sujetó los brazos a la espalda y lo derribamos bruscamente sobre la hierba. El hombre nos miraba con ojos desorbitados y se estremecía como una medusa. No era uno de los hombres de Polidamante, probablemente se trataba de un comerciante.

– ¿Quién eres? -gruñí en voz baja pero con ferocidad. -Dolón -logró articular. -¿Qué haces aquí, Dolón?

– El príncipe Héctor pidió voluntarios para entrar en vuestro campamento y descubrir si Agamenón se propone salir mañana.

¡Cuan necio era Héctor! ¿Por qué no dejaba el espionaje para los profesionales como Polidamante?

– Esta noche ha llegado un hombre, un tal Resos. ¿Dónde se encuentra? -le pregunté mientras pasaba amorosamente los dedos por la hoja de mi daga. Tragó saliva y se estremeció. -¡No lo sé! -gimoteó.

Diomedes se inclinó sobre él, le cortó una oreja y la agitó ante su rostro mientras yo le apretaba la boca con la mano hasta que desapareció su expresión horrorizada y comprendió.

– ¡Habla, serpiente! -siseé. Habló. Al finalizar le rompimos el cuello. -¡Fíjate en sus joyas, Ulises!

– Era un hombre muy rico, probablemente carroñero. No es digno de que Héctor repare en él. Despójalo de sus lindas baratijas, amigo mío, ocúltalas y las recogeremos cuando regresemos. Será tu participación en el botín puesto que yo debo quedarme con los corceles.

Tomó una esmeralda enorme en su mano. -Mis caballos son bastante buenos. Sólo con esta joya compraré medio centenar de cabezas de ganado para abastecer la llanura de Argos.

Encontramos el campamento de Resos exactamente donde Dolón nos había indicado y nos ocultamos en un altozano próximo para planear nuestra estrategia.

– ¡Qué necio! -murmuró Diomedes-. ¿Por qué estarán tan aislados?

– Supongo que por distinguirse. ¿A cuántos divisas?

– A doce, aunque no logro adivinar quién es Resos.

– Yo cuento los mismos. Primero mataremos a los hombres y luego nos llevaremos a los animales. Sin ruidos.

Asimos los cuchillos con los dientes y nos deslizamos sigilosamente; él con el propósito de dominar la parte próxima del fuego, y yo para encargarme de la zona más alejada. En tales cuestiones la práctica es muy útil; encontraron la muerte mientras dormían y los caballos, vagas sombras blancas al fondo, no se asustaron.

El tal Resos resultó fácil de distinguir. También él era coleccionista de joyas. Dormitaba muy cerca del fuego y éste las hacía brillar.

– ¡Fíjate en esta perla! -susurró Diomedes.

Y la levantó para compararla con la luna.

– ¡Equivale a mil cabezas de ganado! -respondí en voz muy baja.

No sabíamos si se presentaría alguien inesperadamente.

Los caballos habían sido amordazados para evitar que se dirigieran al Simois a saciar su sed si rompían sus ataduras. Algo muy favorable para nosotros, pues de ese modo no relincharían. Mientras buscaba los ronzales y saludaba a mi nuevo equipo de corceles, Diomedes recogió todo cuanto valía la pena del campamento y lo cargó en una mula. Luego, por el trayecto previsto durante el camino de llegada, regresamos al paso elevado del Simois, donde mi amigo argivo recogió el alijo de Dolón.

A Agamenón no le agradó que lo despertásemos hasta que le expliqué lo sucedido con Resos y sus caballos, en cuyo momento se echó a reír.

– Comprendo que debas conservar a esos hijos del alado Pegaso, Ulises, ¿pero qué quedará para el pobre Diomedes?

– Estoy satisfecho -repuso mi astuto compañero con aire inocente.

Sí, había sido una respuesta política. ¿Por qué explicarle a un hombre dispuesto a llenar un cofre de combate que en una pequeña fracción de la noche se ha acumulado una fortuna formidable?

La historia de los caballos de Resos ya se había difundido por doquier entre nuestras tropas cuando desayunaban al amanecer. Estuvieron todos encantados y me aclamaron mientras conducía de nuevo mi flamante tronco de corceles sobre el paso elevado del Simois, anticipándome incluso a Agamenón, que deseaba que Troya lo viese. Troya lo vio y no le pareció divertido. La batalla fue sangrienta, despiadada. Agamenón comprendió que tenía una oportunidad y abrió una profunda brecha en las líneas troyanas y los obligó a retroceder. Nuestros hombres estaban absolutamente dispuestos a acabar con ellos y los hicieron retroceder hasta los amenazadores muros de Troya. Pero una vez allí, el enemigo, que aún seguía superándonos en número, se recuperó y nuestra suerte mudó. Los reyes comenzaron a caer.

Primero fue Agamenón, que aquel día estaba en plena forma. Mientras recorría la línea hacia nosotros ensartó con su lanza a un hombre que trataba de detenerlo, pero no reparó en que lo seguía otro que le hundió la suya profundamente en el muslo. La punta del arma tenía púas y la herida sangró abundantemente, por lo que se vio obligado a abandonar el campo de batalla.

A continuación le llegó el turno a Diomedes. Mi amigo logró acertarle a Héctor en el casco con una lanza y lo aturdió momentáneamente. Diomedes gritó alborozado y se precipitó a rematarlo mientras yo me concentraba en los caballos y el auriga de Héctor con la intención de inutilizar su carro. Ninguno de nosotros vimos aparecer a otro soldado que se ocultaba detras de él hasta que se levantó tras poner una flecha en su arco, que disparó con amplia sonrisa.

El proyectil llegó desde lejos y ya caía en el suelo cuando halló su objetivo en el pie del argivo. Diomedes se quedó ensartado en tierra, maldiciendo y agitando el puño en el aire mientras París se escabullía. Troya también tenía su Teucro.

– ¡Agáchate y arráncala! -le grité a Diomedes mientras me acercaba a él con buen número de mis hombres.

Así lo hizo y yo le arrebaté una hacha a un cadáver que ya no la necesitaba. No era el arma que hubiera escogido normalmente porque me resultaba de manejo torpe y pesado, pero para defenderse de un círculo de enemigos no tenía igual. Decidido a poner a salvo a Diomedes manejé el espantoso objeto ferozmente hasta que él se alejó cojeando penosamente, por completo inútil para el combate.

En ese momento también yo caí. Alguien logró alcanzarme con su lanza en la pantorrilla, algo más abajo de los tendones de la corva. Mis hombres me rodearon hasta que logré arrancarmela, pero su punta también tenía púas y se llevó consigo un gran fragmento de carne. Puesto que perdía sangre en abundancia tuve que taponar la herida con un jirón de tela arrancado a las ropas de otro cadáver.

Conseguí llegar junto a Menelao y sus espartanos, que acudían en nuestra ayuda. En aquel momento apareció Áyax y ellos dos se apartaron para que pudiera introducirme en la parte posterior del carro de Menelao. ¡Qué magnífico guerrero era Áyax! Le hervía la sangre, difundía alrededor de sí una fortaleza que yo nunca había poseído y obligaba a retroceder a los troyanos. Sus soldados, como de costumbre, se sentían tan orgullosos de él que lo seguían a donde fuera. Algún jefe troyano respondió enviando más hombres hasta que se quedaron atestados contra el hacha de Áyax por el propio peso que los empujaba. Con mayor rapidez que nuestros valerosos soldados y el poderoso Áyax lograban derribarlos, surgían de nuevo otros como los dientes del dragón.

Aliviado al ver desaparecer a Héctor, yo había vuelto a hacerme útil convocando a una concentración de fuerzas en la zona. Eurípilo, que era el más próximo, llegó por un lado muy oportunamente para recibir en su hombro una flecha de París. Macaón, que también se aproximaba entonces, corrió la misma suerte. ¡París! ¡Qué gusano! No malgastaba sus flechas en los hombres corrientes, sino que simplemente acechaba en algún lugar cómodo y seguro y aguardaba a que apareciera por lo menos un príncipe. En lo que se diferenciaba de Teucro, que disparaba siempre a cualquier objetivo que se le presentase.

Fuera como fuese, por fin conseguí internarme tras las líneas y me encontré a Podaliero, que asistía a Agamenón y a Diomedes, quienes aguardaban desconsolados lo más próximos del lugar. Al vernos llegar a Macaón, a Eurípilo y a mí, se horrorizaron.

– ¿Por qué tienes que luchar, hermano? -se quejó Podaliero mientras ayudaba a Macaón a apearse.

– Cuida primero de Ulises -masculló su hermano, que manaba sangre lentamente a causa de una flecha clavada en su brazo.

De modo que en primer lugar revisó y vendó mi herida; a continuación atendió a Eurípilo, en cuyo caso decidió sacar la flecha por el lado opuesto al que había entrado por temor a que causara más daño en el interior del hombro que si era extraída normalmente.

– ¿Dónde está Teucro? -pregunté mientras me dejaba caer junto a Diomedes.

– Hace rato que lo he hecho salir del campo -dijo Macaón, que aún aguardaba a que llegara su turno-. La herida que Héctor le infligió ayer se hinchó tanto como la piedra que él le arrojó. Tuve que abrir el bulto y drenar parte del fluido. Le quedó el brazo totalmente paralizado, pero ahora ya puede moverlo.

– Nuestras filas están menguando -dije.

– Demasiado -observó Agamenón con aire sombrío-. Y los soldados también se dan cuenta de ello. ¿No adviertes el cambio?

– Sí -respondí al tiempo que me ponía en pie y me tanteaba la pierna-. Sugiero que regresemos al campamento antes de que nos sorprenda una oleada de pánico. Creo que el ejército no tardará en regresar a la playa.

Aunque yo había sido el responsable, la retirada fue un golpe para mí. Quedaban pocos soberanos que mantuvieran unidos a los hombres; de los jefes más importantes sólo Áyax, Menelao e Idomeneo no habían sido heridos. Un sector de nuestras líneas se había disuelto y el olor a putrefacción se difundía con sorprendente velocidad. De pronto el ejército en pleno dio media vuelta y huyó para ponerse a salvo en nuestro campamento. Héctor gritó con tal fuerza que lo oí desde donde me encontraba en lo alto de nuestro muro, luego los troyanos persiguieron a nuestros hombres, aullando como perros hambrientos. Aún se precipitaban nuestros soldados por el camino superior que cruzaba el Simois con los troyanos pisándoles los talones cuando Agamenón, palidísimo, dictó órdenes. La puerta fue cerrada antes de que el último, y el más valiente, pudiera entrar. Cerré mis ojos y mis oídos. ¡La culpa es tuya, Ulises! ¡Totalmente tuya!

Era demasiado temprano para que cesara la lucha, por lo que Héctor trataría de escalar nuestro muro. Nuestras tropas, que deambulaban por el campamento, dedicaron algún tiempo a reagruparse y comprender que en ese momento su función consistía en defender las fortificaciones. Los esclavos corrían de un lado a otro transportando grandes calderos y cubas de agua hirviendo para arrojarlas en las cabezas de aquellos que intentaran escalar el muro; no nos atrevíamos a utilizar aceite por temor a incendiarlo. Ya había piedras amontonadas a lo largo del camino superior, acumuladas allí para tal emergencia desde hacía años.

Los frustrados troyanos se agruparon a lo largo de la zanja y sus jefes pasearon arriba y abajo en sus carros apremiando a sus hombres para que de nuevo formasen filas. Héctor conducía su carro áureo, confiado al cuidado de su antiguo auriga Quebriones. Pese a los días de amargo conflicto transcurridos, se veía erguido y seguro de sí mismo. Mejor que así fuera. Apoyé la barbilla en las manos mientras nuestros hombres comenzaban a llenar los espacios que me rodeaban en lo alto del muro y a instalarse para ver cómo se proponía asaltarnos Héctor: si estaba dispuesto a sacrificar a muchos hombres o si había ideado algún proyecto mejor que la simple fuerza bruta.

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