CAPITULO TRES

NARRADO POR QUIRÓN

Mi asiento preferido se hallaba ante mi cueva, tallado en la roca por los eones divinos antes de que los hombres llegaran al monte Pelión. Estaba en el mismo borde del acantilado y allí pasaba yo muchos ratos sentado. Cubría la piedra con una piel de oso para proteger mis viejos huesos de su dureza y contemplaba la tierra y el mar como el rey que nunca fui.

Era demasiado viejo. Y más que nunca en otoño, cuando sentía comenzar mis dolores, presagio del invierno. Nadie recordaba cuál era mi edad y aún menos yo: llega un momento en que la realidad del tiempo se congela, en que todos los años y estaciones no son más que un largo día de espera a que llegue la muerte.

La aurora prometía una jornada bella y apacible, por lo que antes de que saliera el sol realicé mis escasas tareas domésticas y salí a respirar el aire fresco y gris. Mi cueva estaba en lo alto del monte Pelión, casi en su cumbre por la ladera sur, al borde de un vasto precipicio. Me dejé caer en la piel de oso para ver salir el sol. Nunca me cansaba de contemplar el paisaje; durante innumerables años había divisado desde lo alto de aquel monte el mundo que tenía a mis pies, la costa de Tesalia y el mar Egeo. Y mientras veía surgir el sol, de la caja de alabastro donde guardaba mis dulces, cogí un pedazo del chorreante panal y lo mordí con mis desdentadas encías, chupándolo con avidez. El bocado me supo a flores silvestres, a suaves brisas y al denso perfume de los pinares.

Mi pueblo, los centauros, reside en Pelión desde el comienzo de los tiempos y hemos servido como tutores a los hijos de los soberanos griegos porque éramos profesores insuperables. Y hablo en pasado porque soy el último centauro: después de mí, mi raza se extinguirá. En pro de nuestra labor, la mayoría practicamos el celibato y tampoco nos unimos con otras mujeres que no fueran las de nuestra raza, por lo que cuando ellas se cansaron de llevar una existencia tan insignificante recogieron sus pertenencias y se marcharon. Cada vez nacían menos individuos entre nosotros porque la mayoría de centauros no se molestaban en viajar hasta Tracia, donde nuestras mujeres se habían unido a las ménades y adoraban a Dioniso. Y gradualmente la leyenda se convirtió en realidad: los centauros eran invisibles porque temían mostrar a los hombres sus personas, semihumanas y semiequinas. Hubiera sido una criatura realmente interesante si hubiera existido, pero no era así. Los centauros éramos simplemente hombres.

Mi nombre era conocido por toda Grecia: soy Quirón, y he instruido a la mayoría de muchachos que llegaron a ser héroes famosos, entre otros a Peleo, Telamón, Tideo, Heracles, Atreo y Tiestes. Sin embargo, de eso había transcurrido ya mucho tiempo y yo no pensaba en Heracles ni en su especie mientras contemplaba el nacimiento del día.

En Pelión abundan los bosques de fresnos, más altos y enhiestos que ninguno; un resplandeciente mar de intenso color dorado en esta época del año porque todas sus hojas brillantes y muertas se estremecen y agitan al menor soplo de viento. A mis pies se distinguía el escarpado descenso de la roca, quinientos codos desprovistos incluso de la menor pincelada de verde o amarillo, y más abajo aún, de nuevo los bosques de fresnos que se erguían hacia el cielo y el canto de muchos pájaros. Nunca percibía el sonido de voces humanas porque no había ningún otro mortal entre mí y las cumbres del Olimpo. Mucho más abajo, y reducido al tamaño de un reino de hormigas, se encontraba Yolco, denominación bastante acertada: a sus habitantes, los mirmidones, se los califica de hormigas.

Entre todas las ciudades del mundo (salvo las de Creta y Thera antes de que Poseidón las arrasase), Yolco era la única que carecía de murallas. ¿Quién se atrevería a invadir la sede de los mirmidones, guerreros sin par? Yo aún quería más a Yolco por ello: las murallas me horrorizaban. En los viejos tiempos, cuando viajaba, no soportaba verme encerrado en Micenas o Tirinto más de uno o dos días. Las murallas eran estructuras construidas por la muerte con piedras extraídas del Tártaro.

Tiré el pedazo de panal y cogí mi odre de vino, deslumbrado por el sol que teñía de rojo la bahía de Págasas en toda su extensión y se reflejaba en las figuras doradas del techo del palacio e iluminaba los colores de las columnas y las paredes de los templos, el palacio y los edificios públicos.

Desde la ciudad hasta mi fortificado recinto se extendía un camino serpenteante nunca utilizado. Sin embargo, aquella mañana se produjo una excepción: advertí que se aproximaba un vehículo. La ira disipó mi estado contemplativo y me impulsó a levantarme cojeando para enfrentarme al supuesto intruso y despedirlo. Se trataba de un noble que conducía un rápido carro de caza arrastrado por una pareja de bayos tesalios y que lucía en su blusa el emblema de la casa real. Tenía ojos claros y expresión viva y sonriente. El hombre saltó del carro con la gracia inherente a la juventud y vino hacia mí. Retrocedí, en aquellos tiempos el olor humano me disgustaba. -El rey te envía saludos, mi señor -dijo el joven. -¿De qué se trata? -inquirí descubriendo con desagrado que mi voz era ronca y áspera.

– Nuestro soberano me ha ordenado que te traiga un mensaje, señor Quirón. Él y su real hermano vendrán mañana a confiar sus hijos a tu cuidado hasta que alcancen la madurez. Tendrás que enseñarles todo cuanto deban conocer.

Me envaré. ¡El rey Peleo no sabía qué hacía! Yo ya no instruía porque me sentía demasiado viejo para soportar a muchachos alborotadores, aunque fuesen retoños de una casa tan ilustre como la de Eaco.

– ¡Dile al rey que me disgusta, que no estoy dispuesto a servir de preceptor a su hijo ni al hijo de su real hermano Telamón! Dile que si mañana sube a la montaña, perderá el tiempo, que Quirón se ha retirado.

El joven me miró simulando consternación. -Señor Quirón, no me atrevo a transmitirle tal mensaje. Se me ordenó que te anunciara su visita y así lo he hecho. No me han encargado que lleve respuesta.

Cuando el carro hubo desaparecido regresé a mi silla y descubrí que el panorama se había ocultado tras un velo de color escarlata, fruto de mi enojo. ¿Cómo osaba el rey imaginar que yo fuera preceptor de su hijo ni mucho menos del de Telamón? Años atrás el mismo Peleo había enviado heraldos por todos los reinos de Grecia para anunciar que Quirón el centauro se había retirado. Y ahora él mismo quebrantaba tal decreto.

Telamón, Telamón… Tenía muchos hijos, pero sólo dos privilegiados. Teucro, dos años mayor, era un bastardo de la princesa troyana Hesíone, y el otro, Áyax, su heredero legítimo. Por otra parte, Peleo sólo había tenido un hijo con la reina Tetis, que sobrevivió milagrosamente tras otros seis hermanos fallecidos al nacer. ¿Cuántos años tendrían Áyax y Aquiles? Serían pequeños, desde luego. Altivos, malolientes y apenas humanos. ¡Uf!

Regresé a mi cueva, disipada toda alegría y con los rescoldos de ira en la mente. No había modo de eludir la tarea, pues Peleo era el gran soberano de Tesalia y yo su subdito y tenía que obedecerlo. De modo que contemplé mi vasto y ventilado retiro temeroso de los días y años que se me avecinaban. Mi lira yacía en una mesa en el fondo de la gran cámara con las cuerdas cubiertas de polvo por su prolongada inactividad. La contemplé hoscamente, de mala gana, y la cogí para hacer desaparecer las pruebas de mi descuido. Las cuerdas estaban flojas, tendría que tensarlas una tras otra y afinarla para poder utilizarla.

¿Y mi voz? ¡Había desaparecido! Mientras Febo cruzaba de oriente a occidente en su carro solar toqué y canté, ejercitando mis entumecidos dedos para hacerlos más ágiles, tensando las manos y las muñecas, subiendo y bajando la escala. Puesto que no sería oportuno practicar ante mis alumnos, tendría que volverme competente antes de que llegasen. De modo que sólo cesé, inmensamente cansado, cuando mi cueva estuvo sumida en la oscuridad y las negras y silenciosas sombras de los murciélagos aletearon por ella hasta sus refugios en algún lugar más profundo de la montaña. Sentí que tenía frío, y estaba hambriento y malhumorado.

Peleo y Telamón llegaron a mediodía en el carruaje real, seguidos por otro carruaje y una pesada carreta tirada por bueyes. Bajé a su encuentro hasta el camino y permanecí con la cabeza inclinada. Hacía años que no veía al gran rey, pero muchos más a Telamón. Los observé con mejor talante mientras se aproximaban. Sí, se veía que eran reyes, ambos irradiaban fuerza y poder. Peleo seguía tan corpulento como siempre; en cuanto a Telamón, no había perdido su agilidad. Ambos habían visto desvanecerse sus problemas, pero tras largas épocas de conflictos, guerras y preocupaciones. Y tales forjadores del metal en las almas humanas habían dejado en ellos su marca indeleble. El oro se decoloraba en sus cabellos ante la invasión de la plata, pero no advertía señales de decadencia en sus fuertes cuerpos ni en sus graves y firmes rostros. Peleo se apeó el primero y acudió hacia mí sin darme tiempo a retroceder. Se me puso la carne de gallina ante su afectuoso abrazo y descubrí que mi repugnancia se desvanecía ante su cálida acogida.

– Supongo que llega un momento en el que es imposible verse más viejo, Quirón. ¿Estás bien?

– Dentro de lo posible, muy bien, señor. Mientras nos alejábamos un trecho de los carros le dirigí a Peleo una mirada rebelde.

– ¿Cómo puedes pedirme que sirva otra vez de instructor, señor? ¿Acaso no he hecho bastante? ¿No hay nadie más capaz de cuidar de vuestros hijos? -Nadie como tú, Quirón. Me miró desde su altura y me cogió del brazo. -Sin duda debes saber cuánto significa Aquiles para mí. Es mi único hijo, no habrá otros. Cuando yo muera deberá asumir ambos tronos y tiene que estar preparado para ello. Yo puedo hacer mucho por mi parte, pero no sin una base adecuada. Sólo tú lograrás infundirle los rudimentos necesarios, y te consta que es así, Quirón. Los monarcas hereditarios tienen una posición precaria en Grecia, pues siempre aparecen rivales dispuestos a enfrentárseles. -Suspiró-. Además, quiero a Aquiles más que a mi propia vida. ¿Cómo negarle, pues, la educación que yo tuve?

– Parece como si malcriaras al muchacho.

– No. Lo creo incorruptible.

– No deseo asumir esta tarea, Peleo.

Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo.

– Es necio azotar a un caballo muerto, ¿pero querrás por lo menos ver a los muchachos? Acaso cambies de opinión.

– Ni siquiera por otro Heracles o Peleo, señor. Pero los veré si así lo deseas.

Peleo se volvió e hizo señas a dos muchachos que viajaban en el segundo carro, quienes se aproximaron lentamente, uno tras otro. No pude ver al que marchaba detrás. Nada sorprendente; el que le precedía era sin duda muy atractivo. Sin embargo, resultaba decepcionante. ¿Sería aquél Aquiles, el queridísimo hijo único? No, definitivamente, no. Aquél tenía que ser Áyax, era demasiado mayor para ser Aquiles. ¿Qué tendría? ¿Catorce? ¿Trece años? Era ya tan alto como un hombre y en sus grandes brazos y hombros se marcaban sus músculos. Su aspecto no era desagradable, pero tampoco resultaba distinguido. No era más que un adolescente desarrollado, con nariz algo respingona y ojos grises e impasibles carentes de la luz del verdadero intelecto.

– Éste es Áyax -dijo Telamón con orgullo-. Sólo tiene diez años, aunque parece mucho mayor.

Le hice señas para que se pusiera a un lado.

– ¿Es ése Aquiles? -inquirí con tenue voz.

– Sí -dijo Peleo tratando de parecer objetivo-. También está muy crecido para su edad, cumplió recientemente los seis.

Tragué saliva porque sentía la garganta reseca. El muchacho, pese a su temprana edad, poseía cierta magia personal, cierto encanto que utilizaba inconscientemente, con el que atraía la voluntad de los hombres y se hacía querer por ellos. Aunque no tan musculoso como su primo hermano Áyax, era asimismo alto y de recia estructura. Pese a su juventud se veía muy relajado, distribuía su peso en una pierna mientras adelantaba levemente la otra con gracia y sus brazos pendían a los costados, aunque no con torpeza. Tranquilo e inconscientemente regio, parecía hecho de oro. Sus cabellos eran como los rayos de Helio, sus tenues cejas brillaban como cristal dorado y su piel parecía de oro pulido. Era muy hermoso, con excepción de su boca, que era recta, como una hendidura carente de labios, conmovedoramente triste y sin embargo mostrando tal decisión que me impresionó vivamente. El muchacho me dirigió una grave mirada con sus ojos de color crepuscular, dorados y turbios, que expresaban curiosidad, dolor, pena, sorpresa e inteligencia.

– Seré su preceptor -dije renunciando así a siete años de mi ya escasa existencia.

Peleo sonrió radiante y Telamón me abrazó, pues hasta entonces no estaban muy seguros de que aceptara.

– No nos quedaremos -repuso Peleo-. En la carreta está todo cuanto necesitarán los muchachos y he traído criados para que te cuiden. ¿Continúa en pie la vieja casa?

Asentí.

– Entonces podrán instalarse en ella los criados. Tienen órdenes de obedecer todas tus intrucciones: tú hablas en mi nombre.

Poco después se marchaban.

Mientras los esclavos se ocupaban de descargar la carreta me dirigí a los muchachos. Áyax permanecía erguido, impasible y dócil como una montaña, mirándome con sus ojos límpidos: tendría que aporrear aquel sólido cráneo para que su mente fuera consciente de su legítima función. Aquiles aún seguía con la mirada el rastro de su padre por el camino, brillantes los grandes ojos por las lágrimas contenidas. Aquella separación revestía gran importancia para él.

– Venid conmigo, jóvenes. Os mostraré vuestra nueva casa.

Me siguieron en silencio hasta la cueva, donde les demostré cuan confortable podía ser una residencia tan extraña. Les señalé las suaves y mullidas pieles en las que dormirían, la zona de la cámara principal donde se sentarían conmigo para estudiar. Luego los conduje al borde del precipicio y me senté en mi silla con uno de ellos a cada lado.

– ¿Deseabais iniciar vuestra instrucción? -les pregunté dirigiéndome más a Aquiles que a Áyax.

– Sí, mi señor -repuso Aquiles cortésmente.

Por lo menos su padre le había enseñado buenos modales.

– Mi nombre es Quirón, me llamaréis así.

– Sí, Quirón. Mi padre dice que debo congratularme de que seas mi maestro.

Me volví hacia Áyax.

– Sobre una mesa de la cueva encontrarás una lira. Tráemela, y asegúrate de que no se te cae.

El gigantesco muchacho me miró sin rencor.

– Nunca se me cae nada -repuso muy pragmático.

Enarqué las cejas con una leve sensación divertida que no hizo apuntar ningún destello de respuesta en los ojos grises del hijo de Telamón. En lugar de ello marchó a cumplir mis órdenes, como las acata un buen soldado, sin cuestionarlas. Reflexioné que lo mejor que podía hacer por Áyax era convertirlo en un soldado de perfecta fortaleza y recursos, mientras que los ojos de Aquiles reflejaban mi propia hilaridad.

– Áyax siempre se toma las cosas al pie de la letra -dijo el muchacho con su tono firme y comedido, tan grato al oído.

Extendió el brazo para señalar la ciudad que se veía a nuestros pies, a lo lejos.

– ¿Es Yolco?

– Sí.

– Entonces, aquello que está sobre la colina debe de ser el palacio. ¡Qué pequeño se ve! Siempre pensé que empequeñecía a Pelión, pero desde aquí es como cualquier otra casa.

– Todos los palacios lo son si nos alejamos bastante de ellos.

– Sí, ya lo veo.

– Debes de echar de menos a tu padre.

– Creí que iba a llorar, pero ya ha pasado.

– Volverás a verlo en primavera y, entretanto, el tiempo pasará volando. No habrá ocasión para la ociosidad, que es lo que engendra descontento, engaños, malicia y travesuras.

Respiró largamente.

– ¿Qué debo aprender, Quirón? ¿Qué necesito saber para ser un gran rey?

– Es excesivo para entrar en detalles, Aquiles. Un gran rey es una fuente de conocimientos. Cualquier rey es el mejor, pero un gran soberano comprende que es el representante de su pueblo ante dios.

– Entonces, el aprendizaje no llegará en seguida.

Áyax regresaba con la lira y la colocó con cuidado sobre el suelo. Era un gran instrumento, más similar a las arpas que tocan los egipcios, y estaba formado por un enorme caparazón de tortuga, que despedía radiantes colores castaños y ambarinos, y unos ganchos dorados. La tendí sobre mi rodilla y acaricié las cuerdas con un suave toque que produjo un simple sonido, no una melodía.

– Deberéis tocar la lira y aprender las canciones de vuestro pueblo. El mayor pecado es parecer inculto o grosero. Tendréis que aprender de memoria la historia y la geografía del mundo, todas las maravillas de la naturaleza, todos los tesoros que se esconden bajo el regazo de madre Kubaba, que es la Tierra. Os enseñaré a cazar, a matar, a luchar con toda clase de instrumentos, a fabricar vuestras propias armas. Aprenderéis qué hierbas curan las enfermedades y las heridas, a destilarlas para fabricar medicinas y a entablillar miembros rotos. Un gran rey concede más valor a la vida que a la muerte.

– ¿También oratoria? -preguntó Aquiles.

– Sí, desde luego. Cuando hayáis aprendido de mí, arrastraréis con ella los corazones de vuestros oyentes a la alegría o el dolor. Os mostraré cómo juzgar qué son los hombres y cómo forjar leyes y llevarlas a la práctica. Aprenderéis lo que dios espera de vosotros porque sois los escogidos. -Con una sonrisa añadí-: ¡Y esto sólo es el comienzo!

Entonces cogí la lira, apoyé su base en el suelo y tañí sus cuerdas más sensibles. Por unos instantes me limité a tocar, las notas ganaron fuerza y luego, al llegar al climax, cuando el último acorde se disipaba en el silencio, comencé a cantar:

Estaba solo, con enemigos en todas las esquinas.

La reina Hera extendió sus manos pensativa

y el Olimpo agitó sus doradas vigas

mientras ella se volvía inquieta a observarlo,

implacable en su divina ira. El rey Zeus

permanecía indefenso en los límites de su cielo

como prometió a la gloriosa Hera,

mientras su hijo sufría vasallaje en la Tierra.

Euristeo, lacayo frío e implacable de la diosa,

sonreía y contaba los regueros

de sudor que Heracles despedía como compensación

pues los hijos de los dioses deben reparar

porque los dioses están exentos de castigos;

tal es la diferencia entre los hombres

y los dioses que los atormentan como víctimas.

Hijo bastardo, sin una pizca de icor,

Heracles asumió el precio de la pasión,

pagó con su agonía y su degradación

mientras Hera reía ante el llanto del poderoso Zeus…

Era la balada de Heracles, fallecido hacía pocos años, y yo los observaba al cantarla. Áyax escuchaba atentamente; Aquiles, con el cuerpo en tensión. Se inclinaba hacia adelante y apoyaba la barbilla en las manos y los codos en los brazos del sillón, fijos sus ojos en mi rostro. Cuando por fin aparté la lira dejó caer las manos con un suspiro de agotamiento.

Así comenzó y así prosiguió a medida que pasaron los años. Aquiles hizo grandes progresos en todos los aspectos; Áyax avanzó lentamente en sus funciones. Sin embargo, el hijo de Telamón no era ningún necio: su valor y su tesón serían envidiables en cualquier monarca y siempre conseguía salir adelante. Pero Aquiles era mi preferido, mi alegría. Por nimias que fuesen mis observaciones, las atesoraba con celo para utilizarlas cuando fuese un gran soberano, según decía con una sonrisa. Le encantaba aprender y se superaba en todas la ramas del saber, era tan hábil con las manos como con la mente. Aún conservo algunos de los cuencos de arcilla y de los dibujos por él realizados.

Pero por encima de toda erudición, Aquiles era un ser nacido para la acción, la guerra y la realización de poderosas hazañas. Incluso en aspecto físico aventajaba a su primo porque sus pies eran como mercurio vivo y se aficionó al manejo de las armas como una mujer codiciosa a un joyero. Su puntería con la lanza era infalible y yo ni siquiera veía la espada cuando él la empuñaba; revés, estocada, tajo. ¡Oh, sí, había nacido para mandar! Comprendía el arte bélico sin esfuerzos, por puro instinto. Era un cazador nato que regresaba a la cueva arrastrando jabalíes demasiado pesados para cargar con ellos y que podía aventajar a los ciervos en su carrera. Sólo en una ocasión lo vi hallarse en problemas cuando, tras perseguir a su presa en plena ladera, se desplomó con tal fuerza que tardó cierto tiempo en recuperar los sentidos. Según explicó, le había fallado el pie derecho.

Áyax solía estallar en violenta ira, pero a Aquiles nunca le vi perder los estribos. Aunque no era tímido ni reservado, poseía serenidad y control internos. Era un guerrero pensante, algo singular. Sólo en un aspecto su boca como una hendidura revelaba la otra vertiente de su naturaleza: cuando algo no se ajustaba a su sentido de lo conveniente podía ser tan frío e inflexible como el viento del norte cargado de nieve.

Aquellos siete años disfruté más que el resto de mi vida en conjunto, no sólo gracias a Aquiles sino también a Áyax. El contraste entre los primos era tan notable y sus excelencias tan grandes que transformarlos en hombres se convirtió en una tarea llena de amor. De todos los muchachos que había instruido, mi preferido era Aquiles. Cuando por fin se marchó lloré, y durante muchas lunas después mi ansia de vivir fue una especie de tábano tan persistente como el que atormentó a ío. Hasta mucho tiempo después no pude dirigir la mirada desde mi asiento para ver brillar al sol el dorado borde del techo de palacio sin que flotara una niebla ante mis ojos que confundía baldosas y oro entre sí como mineral en un crisol.

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