CAPITULO VEINTISIETE

NARRADO POR AQUILES

Pasé la mayor parte del tiempo en el tejado de nuestros barracones más altos contemplando la perspectiva desde nuestra muralla hasta la llanura. Vi cómo el ejército rompía filas y huía; fui testigo de cómo Sarpedón derribó nuestro muro y presencié a los hombres de Héctor apareciendo en masa entre las casas. Lo vi todo, pero nada más. Oír a Ulises resumir sus planes había sido una cosa; comprobar el resultado de los mismos era insoportable. Regresé a casa con pasos cansinos.

Patroclo se sentaba en un banco ante su puerta con los ojos inundados de lágrimas. Al verme, me volvió el rostro.

– Ve en busca de Néstor -le ordené-. Lo he visto traer a Macaón hace un rato. Pregúntale qué noticias tiene de Agamenón.

Eso era algo por completo inútil, pues era evidente cuáles serían las noticias. Pero por lo menos no tendría que ver a Patroclo ni oírlo rogarme que cambiara de idea. El estrépito del enfrentamiento que se sucedía con violencia al otro lado de la empalizada que aislaba a mis tesalios era algo distante. Nos encontrábamos en el extremo más acosado del campamento, junto al Simois. Me senté en el banco y aguardé a que regresara Patroclo.

– ¿Qué ha dicho Néstor?

Tenía el rostro contraído por el desprecio.

– ¡Nuestra causa está perdida! Tras diez largos años de esfuerzos y sacrificios, nuestra causa está… perdida. ¡Y sólo tú eres el culpable! Eurípilo se hallaba con Néstor y Macaón. Las víctimas son innumerables y Héctor ataca a nuestros hombres como enloquecido. Incluso Áyax se ve impotente para contener su avance. Las naves deben arder.

Aspiró profundamente y prosiguió:

– ¡Si no te hubieras peleado con Agamenón, nada de esto habría sucedido! ¡Has sacrificado Grecia en aras de tu pasión por una mujer insignificante!

– ¿Por qué no crees en mí, Patroclo? -le supliqué-. ¿Por qué te has vuelto contra mí? ¿Estás celoso de Briseida?

– No. Sólo desilusionado, Aquiles. No eres el hombre que yo imaginaba. No se trata de amor, sino de orgullo.

No dije lo que pensaba porque sonó un enorme griterío. Corrimos ambos hacia la empalizada y subimos la escalera para ver qué sucedía. Una columna de humo se levantaba hasta el cielo: la nave de Protesilao ardía en llamas. Los hechos se habían consumado: ya podía actuar. Pero ¿cómo decirle a Patroclo que era él y no yo quien debía dirigir a nuestros hombres, a los mirmidones de Tesalia?

Cuando bajamos, Patroclo se arrodilló ante mí.

– ¡Aquiles, las naves arderán! ¡Si tú no lo haces, permíteme ponerme al frente de nuestras tropas! Habrás visto cómo desesperan al mantenerse aquí inactivos mientras mueren todos los griegos. Deseas el trono de Micenas, ¿no es eso? ¿Deseas regresar a una tierra que no se halle en condiciones de resistir a tus fuerzas conquistadoras?

Aunque con rostro tenso, le respondí sin alterarme. -No ambiciono el trono de Agamenón. -¡Entonces permíteme salir ya con nuestros hombres! ¡Déjame llevarlos hasta los barcos antes de que Héctor los destruya!

Me permití asentir secamente.

– Bien, llévatelos. Comprendo tus razones, Patroclo. Asume el mando.

Mientras pronunciaba tales palabras comprendí cómo podría funcionar aún mejor el proyecto.

– Pero con una condición -le dije al tiempo que lo ayudaba a levantarse-. Que vistas mi armadura y hagas creer a los troyanos que es Aquiles quien se les enfrenta.

– ¡Póntela y ven con nosotros!

– No puedo hacerlo -respondí.

De modo que lo conduje al arsenal y lo ayudé a vestirse la áurea armadura que mi padre me había entregado de las arcas del rey Minos. Le venía demasiado grande, pero hice todo lo posible para adaptársela solapando las placas delanteras y posteriores de la coraza y acolchando el casco. Las grebas le llegaban hasta los muslos, lo que le permitía mayor protección que de costumbre. Y mientras nadie se le aproximara demasiado podría pasar por Aquiles. ¿Consideraría Ulises que había quebrantado con ello mi juramento? ¿O Agamenón? De ser así, peor para ellos. Haría cuanto pudiera para proteger a mi antiguo amigo, a mi amante, de cualquier peligro.

Los cuernos habían sonado; los mirmidones y otros tesalios estuvieron dispuestos con gran rapidez, lo que evidenció cuán deseosos se hallaban de entrar en la palestra. Acompañé a Patroclo a la zona de reunión mientras Automedonte corría a uncir mis caballos al carro; aunque fuese de escasa utilidad dentro del campamento, era necesario que todos vieran llegar a Aquiles decidido a expulsar a los troyanos. Con la armadura de oro que yo raras veces vestía, todos creerían que era yo.

Pero ¿cómo era posible? Los hombres me aclamaban de manera ensordecedora, me contemplaban con el mismo afecto que siempre me habían mostrado. ¿Cómo era posible cuando incluso Patroclo se había vuelto contra mí? Me protegí los ojos con la mano, alcé la mirada al sol y descubrí que estaba próximo al horizonte. Bien. El engaño no tendría que durar demasiado. Patroclo estaría a salvo.

Automedonte ya estaba dispuesto. Patroclo montó en el carro.

– Queridísimo primo -le dije poniéndole la mano en el brazo-, confórmate con expulsar a Héctor del campamento. Hagas lo que hagas, no lo persigas hasta la llanura. ¿Está claro?

– Perfectamente -dijo liberándose de mi contacto.

Automedonte chasqueó la lengua y los caballos se dirigieron hacia la puerta que comunicaba nuestra empalizada con el terreno principal del campamento mientras yo subía hasta el techo de los barracones para observar lo que sucedía.

La lucha proseguía con violencia frente a la primera hilera de naves y Héctor parecía invencible. Situación que cambió al instante cuando se unieron a los troyanos los quince mil nuevos efectivos por la parte del Escamandro, dirigidos por un personaje que lucía una armadura dorada y marchaba en carro también áureo tirado por tres caballos blancos. -¡Aquiles! ¡Aquiles!

Oí gritar mi nombre a ambos lados, una sensación tan extraña como incómoda. Pero aquello bastó. En el instante en que los soldados troyanos distinguieron al personaje que viajaba en el carro y oyeron pronunciar aquel nombre, se transformaron de victoriosos en derrotados y echaron a correr. Mis mirmidones habían salido sedientos de sangre y cayeron sobre los rezagados con uñas y dientes para reducirlos sin misericordia mientras «yo» lanzaba mi grito de guerra y los apremiaba.

El ejército de Héctor se precipitó por el paso elevado del Simois. Me prometí que nunca más un troyano volvería a poner los pies en nuestro campamento. No me convencería de ello ni la más astuta treta que Ulises pudiera imaginar. Descubrí que estaba llorando sin saber por quién… por mí, por Patroclo, por todos los soldados griegos que habían encontrado la muerte. Ulises había logrado hacer salir a Héctor de la ciudad, pero a un precio increíble. Sólo podía rogar que por lo menos él hubiera perdido tantos hombres como nosotros.

¡Oh dioses! Patroclo persiguió a los troyanos hasta la llanura. Cuando comprendí lo que se proponía me dio un vuelco el corazón. Dentro del campamento la aglomeración había impedido que cualquiera se aproximase lo suficiente para comprobar el engaño, pero en la llanura todo era posible. Héctor se recuperaría y Eneas seguía en la brecha. Eneas me conocía. Me conocía a mí, no a mi armadura.

De pronto me pareció mejor ignorar lo que sucedía. Abandoné mi puesto de observación y me senté en el banco ante la puerta de mi casa en espera de que alguien acudiera. El sol llegaba a su ocaso y las hostilidades cesarían. Sí, no le sucedería nada. Sobreviviría, tenía que sobrevivir.

Sonaron unas pisadas y vi aproximarse a Antíloco, el hijo menor de Néstor. Lloraba y se retorcía las manos. ¡Muy revelador, muy revelador! Intenté decirle algo pero descubrí que se me pegaba la lengua al paladar, tuve que esforzarme por formular la pregunta.

– ¿Ha muerto Patroclo?

Antíloco sollozó ruidosamente.

– Aquiles, su pobre y desnudo cadáver yace entre una hueste de troyanos. ¡Héctor viste tu armadura y se jacta de ello ante nosotros! Los mirmidones están desolados, pero no permitirán que Héctor se aproxime al cadáver, aunque ha jurado a voz en grito que Patroclo alimentará a los perros de Troya.

Me levanté con rodillas temblorosas y me desplomé entre el polvo donde Patroclo se había arrodillado para rogarme. ¡Era algo absolutamente irreal! Sin embargo, tenía que ser real; yo sabía que sucedería. Por un momento me sentí imbuido del poder de mi madre y oí el vaivén de las olas. La llamé por su nombre, aunque la odiaba.

Antíloco apoyó mi cabeza en su regazo y sus cálidas lágrimas cayeron en mi brazo mientras me acariciaba la nuca.

– Él no lo comprendía -murmuré-. Se negaba a comprender. Nunca se me hubiera ocurrido. Entre todos, ¿cómo podía él imaginar que yo desertaría de mi puesto? Me lo hicieron jurar. Murió considerándome más orgulloso que Zeus. Murió despreciándome. Y ahora nunca podré explicárselo. ¡Ah, Ulises, Ulises!

Antíloco interrumpió su llanto.

– ¿Qué tiene que ver Ulises con todo esto, Aquiles? -se asombró.

De pronto recordé, agité la cabeza para despejar mis pensamientos y me puse en pie. Juntos caminamos hasta la entrada practicada en el muro de la empalizada.

– ¿Creíste que podría suicidarme? -le pregunté.

– No por mucho tiempo.

– ¿Quién lo hizo? ¿Fue Héctor?

– Héctor viste su armadura, pero existen ciertas dudas acerca de quién lo mató. Cuando los troyanos se volvieron para enfrentarse a nosotros en la llanura, Patroclo se apeó de su carro y entonces tropezó.

– La armadura lo mató, era demasiado grande para él.

– Nunca lo sabremos. Fue atacado por tres hombres. Héctor lo remató, pero quizá ya estuviera muerto, aunque no desangrado. Patroclo acabó con Sarpedón y cuando Eneas acudió en ayuda de los troyanos reconocieron que era un impostor, se enfurecieron ante el engaño sufrido y se recuperaron extraordinariamente tras divulgarse la noticia. Entonces Patroclo mató a Quebriones, el auriga de Héctor. Poco después se apeó y tropezó. Arremetieron contra él como chacales sin darle tiempo a levantarse… no tuvo la oportunidad de defenderse. Héctor le despojó de su armadura, pero antes de que pudiera hacerse con el cadáver se presentaron los mirmidones. Áyax y Menelao aún luchan para mantenerlo a salvo.

– ¡Debo acudir en su ayuda!

– ¡No puedes hacerlo, Aquiles! El sol se está poniendo. Cuando llegues allí todo habrá acabado.

– ¡Tengo que ayudarlos!

– Confía en Áyax y en Menelao. -Me puso la mano en el brazo-. Debo rogarte que me perdones.

– ¿Por qué?

– Por haber dudado de ti. Debía haber imaginado que era obra de Ulises.

Maldije la ligereza de mi lengua. Incluso en medio del hechizo estaba obligado por mi juramento.

– No debes decírselo a nadie, Antíloco, ¿has comprendido?

– Sí -respondió.

Subimos al tejado y centramos nuestra atención en aquel punto de la llanura donde se amontonaba la gente. Distinguí fácilmente a Áyax y vi que mantenía en su puesto a las tropas tesalias mientras Menelao y otro individuo que imaginé sería Meriones transportaban un cuerpo desnudo en lo alto sobre un escudo y lo retiraban del campo de batalla. Traían a Patroclo, los perros de Troya no se cebarían con él.

– ¡Patroclo! -grité-. ¡Patroclo!

Algunos me oyeron, miraron hacia mí y me señalaron. Grité su nombre una y otra vez. La multitud guardó silencio. Luego por todo el campo resonó el largo y bronco cuerno de la oscuridad. Héctor, con mi armadura de oro que despedía reflejos rojizos en la puesta de sol, se volvió para dirigir su ejército de regreso a Troya.

Tendieron a Patroclo en unas andas improvisadas en medio del gran espacio reservado para las asambleas, frente a la casa de Agamenón. Menelao y Meriones, cubiertos de polvo y suciedad, estaban tan agotados que apenas se tenían en pie. Entonces Áyax tropezó. Se le cayó el casco de los dedos inertes y no tuvo fuerzas para inclinarse a recogerlo. De modo que lo hice yo, se lo entregué a Antíloco y llevé a mi primo en brazos, un modo de sostenerlo con honor, porque estaba acabado.

Los reyes se reunieron en círculo y contemplaron el cadáver de Patroclo. Sus heridas eran estocadas canallescas, tenía una bajo el brazo, donde la coraza se había abierto, otra en la espalda y otra en el vientre, donde la lanza se había hundido tan profundamente que le asomaban los intestinos. Comprendí que aquél había sido el golpe inferido por Héctor, pero pensé que el impacto mortal se lo había producido quien le hubiera atacado por la espalda.

Una de sus manos pendía por el borde de las andas. La cogí en la mía y me arrodillé junto a él en el suelo. -¡Márchate, Aquiles! -dijo Automedonte. -¡No, éste es el lugar que me corresponde! Cuida de Áyax por mí y ordena que vengan las mujeres para bañar a Patroclo y amortajarlo. Permanecerá aquí hasta que yo mate a Héctor. Y prometo que a sus pies, en su tumba, arrojaré los cadáveres de Héctor y de doce jóvenes nobles troyanos. Su sangre pagará al guardián del río cuando Patroclo quiera cruzarlo.

Poco después llegaron las mujeres para limpiar a Patroclo. Lavaron sus enmarañados cabellos, cerraron las heridas con bálsamos y ungüentos de tenue perfume y eliminaron suavemente las enrojecidas marcas de lágrimas que rodeaban sus ojos de mirada fija. Por todo ello me sentí muy agradecido; cuando nos lo devolvieron tenía los párpados cerrados.

Durante el transcurso de la noche permanecí sosteniendo su mano, con la única sensación consciente de la desesperación de un hombre cuyo último recuerdo del amado estaba repleto de odio. Dos sombras estaban ahora sedientas de mi sangre: Ifigenia y Patroclo.

Ulises se presentó cuando despuntaba el sol, con dos copas de vino aguado y una bandeja de pan de cebada. -Come y bebe, Aquiles.

– No lo haré hasta que cumpla la promesa que le hice a Patroclo.

– Él la ignora y no le importa lo que hagas. Si has prometido matar a Héctor precisarás de todas tus fuerzas. -Me mantendré.

Miré alrededor parpadeante y entonces advertí que no habían indicios de actividad en ningún lugar. -¿Qué sucede? ¿Por qué duermen todos? -Héctor también tuvo ayer un mal día. Al amanecer se presentó un heraldo de Troya y pidió una jornada de tregua para enterrar y llorar a los muertos. La batalla no se reanudará hasta mañana.

– ¡Será tarde! -repliqué-. ¡Héctor ha regresado a la ciudad… y nunca volverá a salir!

– Te equivocas -repuso Ulises con mirada relampagueante-. Yo estoy en lo cierto. Ahora Héctor cree dominar la situación y Príamo no imagina que tú te propones acudir al campo de batalla. El truco utilizado con Patroclo ha funcionado. De modo que Héctor y su ejército seguirán en la llanura y no se recluirán en Troya.

– Entonces mañana lo mataré.

– Mañana -repitió, y me miró con curiosidad-. Agamenón ha convocado un consejo a mediodía. Las tropas están demasiado cansadas para que les importen las relaciones que mantenéis Agamenón y tú. ¿Vendrás, pues?

Apreté los dedos sobre la fría mano.

– Sí.

Automedonte me sustituyó junto a Patroclo mientras yo asistía al consejo aún vestido con mi viejo faldellín de cuero y sin haberme lavado. Ocupé el puesto contiguo a Néstor y lo acribillé con mudas preguntas. Se hallaban presentes Antíloco y Meriones.

– Antíloco abriga sospechas por algo que le dijiste ayer -me susurró el anciano-. Y Meriones por haber oído a Idomeneo maldecir durante la batalla. Decidimos que lo mejor era compartir con ellos nuestro secreto y comprometerlos con el juramento.

– ¿Y Áyax? ¿También ha sospechado algo?

– No.

Agamenón se mostraba preocupado.

– Nuestras pérdidas han sido abrumadoras -anunció con pesimismo-. Según he podido determinar, desde que emprendimos la batalla con Héctor ante nuestras murallas, contamos con quince mil bajas entre heridos y muertos.

Néstor movió compungido la cabeza, mesándose la lustrosa barba.

– ¡Abrumadora es una expresión muy suave! ¡Ah, si contáramos con Heracles, Teseo, Peleo, Telamón, Tideo, Atreo y Cadmos! Os aseguro que los hombres no son como entonces. Aunque no fuesen mirmidones, Heracles y Teseo se los hubieran llevado a todos por delante.

Se enjugó los ojos con sus enjoyados dedos. ¡El pobre viejo había perdido dos hijos en la batalla!

Por primera vez vi a Ulises enojado. Se levantó bruscamente y exclamó furioso:

– ¡Os lo dije! ¡Os expliqué concretamente lo que tendríamos que soportar hasta que vislumbrásemos un destello de éxito! ¿Por qué os quejáis, Néstor y Agamenón? ¡Contra nuestras quince mil víctimas Héctor ha sufrido veintiuna mil! ¡Bajad de una vez de las nubes! Ninguno de esos héroes legendarios hubiera hecho la mitad de lo que Áyax… o cualquiera de los presentes hemos hecho. Sí, los troyanos han luchado bien, ¿esperabais otra cosa? Pero fue Héctor quien los mantuvo unidos. Si Héctor muere, el valor de todos morirá con él. ¿Y dónde se hallan sus refuerzos? ¿Dónde están Pentesilea o Memnón? Héctor no tiene tropas de refuerzo para sacar mañana al campo, mientras que nosotros contamos con casi quince mil tesalios, entre los que hay siete mil mirmidones. Mañana venceremos a los troyanos. Quizá no entraremos en la ciudad, pero reduciremos a su pueblo a los últimos estadios de la más profunda desesperación. Héctor estará mañana en el campo y Aquiles tendrá su oportunidad. Me miró, satisfecho de sí mismo. -Puedes contar conmigo, Aquiles.

– ¡Apuesto a que sí! -intervino Antíloco, contrariado-. Tal vez he comprendido tu proyecto sin haberte oído cuando lo proponías. Me he enterado de segunda mano, por mi padre.

De pronto Ulises entornó los párpados y se mostró muy atento.

– Tu proyecto se basaba en que Patroclo debía morir. ¿Por qué insististe tan rotundamente en que Aquiles debía mantenerse al margen de los acontecimientos aunque permitiste que los mirmidones se incorporaran al combate? ¿Fue verdaderamente acertado hacerle creer a Príamo que Aquiles nunca se doblegaría? ¿O te proponías insultar a Héctor enviándole a un contrincante inferior como Patroclo? En el instante en que Patroclo asumió el mando fue hombre muerto. Era absolutamente seguro que Héctor acabaría con él, como así fue. Patroclo murió, como en todo momento habías supuesto, Ulises. Me levanté bruscamente. Mi torpe cerebro de pronto se había abierto ante las palabras de Antíloco. Me precipité hacia Ulises ansioso de quebrarle el pescuezo, pero al momento dejé caer las manos inertes y me desplomé en mi asiento. No se le había ocurrido a Ulises sino a mí que Patroclo vistiera mi armadura. ¿Y quién podía imaginar lo que hubiera sucedido si Patroclo se hubiera presentado en el campo abiertamente? ¿Cómo podía censurar a Ulises? La culpa era mía.

– Ambos acertáis y os equivocáis, Antíloco -respondió Ulises simulando no haber advertido mi avance-. ¿Cómo podía imaginar que Patroclo moriría? El destino de un hombre que combate no se halla en nuestras manos sino en las de los dioses. ¿Por qué tropezó? ¿No es posible que algún dios partidario de los troyanos le hiciera la zancadilla? Sólo soy un mortal, Antíloco. No puedo predecir el futuro.

– Os recuerdo a todos que jurasteis adheriros al plan de Ulises. En aquellos momentos Aquiles sabía lo que hacía y también yo -intervino Agamenón, que se había levantado para tomar la palabra-. Todos lo sabíamos. No fuimos coaccionados, hechizados ni engañados. Decidimos asumir el proyecto de Ulises porque no teníamos mejor alternativa y tampoco era probable que se nos ocurriese. ¿Habéis olvidado cómo nos irritábamos y maldecíamos al ver a Héctor a buen recaudo tras las murallas de Troya? ¿Habéis olvidado que es Príamo quien gobierna Troya y no Héctor? Todo esto fue ideado para enfrentarnos a Príamo, no a Héctor. Sabíamos lo que representaría y decidimos asumirlo. No hay más que decir.

Me miró gravemente.

– Estad dispuestos para la batalla mañana al amanecer. Convocaré una asamblea pública y te devolveré a Briseida frente a nuestros oficiales. También juro que no he mantenido relaciones sexuales con ella. ¿Está claro?

¡Cuan viejo se veía y cuan cansado! Los cabellos que apenas estaban salpicados de canas hacía diez años ahora mostraban amplias franjas plateadas entre su negrura y a ambos lados de su barba se extendían dos blanquísimas franjas. Apoyado en Antíloco, aún tembloroso, regresé fatigado al lado de Patroclo.

Me senté sobre el polvo, junto a las andas, y cogí la rígida mano que aún sostenía Automedonte. La tarde transcurrió gota a gota en el pozo del tiempo. Mi pesar se iba disipando pero mi sensación de culpabilidad jamás desaparecería. La pena es algo natural; la culpabilidad se la inflige uno mismo.

El tiempo cura el dolor pero sólo la muerte puede sanar la culpabilidad. Tales eran las cosas en las que yo pensaba.

El sol se ponía, líquido, suave y rosado por la lejana playa del Helesponto cuando alguien acudió a interrumpirme. Era Ulises, con el rostro oscurecido por las sombras, hundidos los ojos y las manos colgando a los costados. Con un profundo suspiro se agachó en el polvo junto a mí, enlazó las manos sobre las rodillas y se apoyó en los talones. Durante largo rato no cruzamos palabra, sus cabellos eran como llamaradas entre los restos del sol, su perfil estaba ribeteado de puro ámbar contra el polvo. Pensé que tenía un aire divino.

– ¿Qué armadura llevarás mañana, Aquiles? -me preguntó.

– La de bronce ribeteada de oro.

– Me parece excelente. Pero quisiera obsequiarte con una mejor.

Se volvió y me miró con gravedad.

– ¿Qué piensas de mí? Cuando aquel muchacho habló en el consejo deseabas partirme el cuello, pero luego cambiaste de idea.

– Opino igual que siempre: que sólo alguna generación futura será capaz de juzgarte. Tú no perteneces a nuestros tiempos.

Inclinó la cabeza y jugueteó con el polvo.

– Por mi culpa has perdido una preciosa armadura que Héctor exhibirá muy complacido confiando en eclipsarte en todos los terrenos. Pero tengo otra de oro que te irá perfectamente y que perteneció a Minos. ¿La aceptarás?

Lo miré con curiosidad.

– ¿Cómo llegó a tu poder?

Trazaba garabatos en el suelo. Sobre uno de ellos dibujó una casa; en otro, un caballo; en el tercero, un hombre.

– Listas de tenderos. Néstor tiene símbolos propios de tenderos.

Frunció el entrecejo y borró sus dibujos con la palma de la mano.

– No, los símbolos no bastan. Necesitamos algo más, algo con lo que podamos transmitir ideas, pensamientos informes, alas en la mente… ¿Has oído murmurar de mí a los chismosos? Dicen que no soy un verdadero hijo de Laertes; que fui concebido en su esposa, mi madre, por Sísifo.

– Sí, los he oído.

– Es cierto, Aquiles. ¡Y algo estupendo por añadidura! Si Laertes hubiera sido mi padre, Grecia hubiera sido más pobre. Yo no he reconocido abiertamente tal paternidad porque mis nobles me habrían despojado del trono en un abrir y cerrar de ojos. Pero me desvío de la cuestión. Sólo deseaba hacerte comprender que la armadura fue conseguida por medios deshonestos. Sísifo se la robó a Deucalión de Creta y se la entregó a mi madre como muestra de su amor. ¿Llevarás algo conseguido de forma poco honrada?

– Gustosamente.

– Entonces te la entregaré al amanecer. Algo más…

– ¿Qué?

– No digas que yo te la he dado. Explícales a todos que es un regalo de los dioses. Que tu madre le pidió a Hefestos que la forjara por la noche en su fragua eterna para que pudieras salir a la palestra como corresponde al hijo de una diosa.

– Así lo haré si tú lo deseas.

Dormí un poco; caí de rodillas, apoyé la cabeza en las andas y me sumergí en un sueño inquieto y aturdido. Ulises me despertó poco antes de despuntar el alba y me condujo a su casa, donde, sobre la mesa, se encontraba un gran bulto envuelto en un paño de hilo. Lo descubrí con escaso entusiasmo, imaginando que se trataría de un excelente equipo de artesanía, sin duda de oro, pero en modo alguno comparable con el que Héctor ahora vestía. Mi padre y yo siempre habíamos supuesto que era la mejor armadura que Minos poseía.

Tal vez así fuera, pero el equipo que Ulises me regalaba era mejor. Di unos golpecitos con los nudillos en el impecable material y advertí que producía un sonido sordo, consistente, totalmente distinto del tintineo producido por múltiples capas de material. Volví el escudo enormemente pesado con curiosidad y descubrí que no era como otros, gruesos y con múltiples capas. Parecía formado tan sólo por dos, una placa exterior de oro que cubría otra de un material gris oscuro que no despedía ningún reflejo ni destello a la luz de la lámpara.

Yo había oído hablar de ello pero sólo lo había visto en la empuñadura de mi lanza Viejo Pelión. Lo llamaban hierro reforzado. Mas no suponía que existiera en cantidad suficiente para fabricar una armadura completa de aquellas dimensiones. Cada elemento estaba formado del mismo metal, y a su vez chapado en oro.

– Dédalo lo fabricó hace trescientos años -dijo Ulises-. Es el único hombre en la historia que sabía cómo endurecer el hierro, convertirlo en el crisol con arena para que la absorbiera en parte y se endureciera más que el bronce. Recogió fragmentos de hierro en bruto hasta que tuvo suficiente material para fundir este equipo e incorporó el oro posteriormente. Si una lanza rasga la superficie, el oro puede ser alisado. ¡Fíjate! Las figuras están fundidas en el hierro, no formadas en el oro.

– ¿Perteneció a Minos?

– Sí, al Minos que con su hermano Radamanto y tu abuelo Eaco residen en el Hades para juzgar a los muertos cuando se reúnen en las playas del Aqueronte.

– Te lo agradezco enormemente. Cuando concluyan mis días y deba presentarme ante aquellos jueces, recupera la armadura y entrégasela a tu hijo.

Ulises se echó a reír.

– ¿A Telémaco? No, siempre le quedará grande. Dásela al tuyo.

– Querrán enterrarme con ella. Tú debes preocuparte de que Neoptólemo la reciba. Enterradme con una túnica.

– Como desees, Aquiles.

Automedonte me ayudó a vestirme para la guerra mientras las mujeres de la casa se volvían contra un muro y murmuraban rezos y hechizos para protegerme del mal e infundirle fuerzas a la armadura. Cuando me movía despedía reflejos tan brillantes como el propio Helio.

Agamenón habló ante la asamblea de oficiales de nuestro ejército, que permanecían con rostros impasibles. Luego me llegó el turno de aceptar la parte de humillación imperial. Tras lo cual Néstor me devolvió a Briseida; no se veía ni rastro de Criseida, pero no creí que la hubieran enviado a Troya. Por fin nos dispersamos para ir a comer, lo que me pareció una pérdida de tiempo precioso.

Briseida marchaba junto a mí en silencio, erguida la cabeza. Parecía enferma y agotada, más trastornada que cuando ambos salimos de las calcinadas ruinas de Lirneso. Al entrar en el recinto de los mirmidones pasamos junto a las andas donde reposaba Patroclo, que había sido trasladado allí por causa de la asamblea. Briseida se estremeció al verlo.

– Vamonos, Briseida.

– ¿Salió a luchar en tu puesto?

– Sí, lo mató Héctor.

La miré al rostro buscando una señal de indulgencia. Me sonrió con profundo amor.

– ¡Queridísimo Aquiles, estás tan cansado! Sé cuánto significaba para ti, pero te afliges demasiado.

– Murió despreciándome. Despreció nuestra amistad.

– Entonces no te conocía realmente.

– Tampoco a ti puedo explicarte nada.

– No es necesario. Hagas lo que hagas estará bien, Aquiles.

Marchamos a lo largo de los pasos elevados y formamos filas en la llanura entre la húmeda y naciente luz solar. El aire era suave, corría una brisa similar a la caricia de la lana cardada antes de hilarla. Ellos se encontraban enfrente, hilera tras hilera, como debían de vernos a nosotros. La emoción me formaba un nudo en la garganta. Apretaba con fuerza los nudillos sobre el gastado mango negro de Viejo Pelión. Había entregado a Patroclo mi armadura, pero no mi lanza.

Héctor apareció majestuoso por el ala derecha en un carro tirado por tres sementales negros, balanceándose ligeramente con el movimiento del vehículo y luciendo de manera excelente mi armadura. Advertí que había añadido el color escarlata al dorado que formaba el penacho del casco. Se detuvo frente a mí y nos miramos con avidez en un desafío implícito. Ulises había ganado su apuesta: sólo uno de los dos saldría con vida del campo y ambos lo sabíamos.

El silencio era singular. No se percibía un solo sonido, ni el resoplido de un caballo ni el tintineo de un escudo, mientras aguardábamos a que comenzase el redoble de tambores y el estrépito de los cuernos. La nueva armadura me resultaba muy pesada, tardaría algún tiempo en acostumbrarme a ella, en aprender el mejor modo de maniobrar llevándola. Héctor debería esperar.

Sonaron los tambores, los cuernos retumbaron y la hija del destino hundió sus tijeras en la franja de terreno desnudo que nos separaba a Héctor y a mí. Cuando lancé mi grito de guerra Automedonte ya lanzaba al galope mi carro, pero Héctor viró bruscamente y se alejó entre sus líneas antes de que pudiéramos encontrarnos. Comprendí que no tenía ninguna esperanza de seguirlo, aunque lo deseara tras quedarme bloqueado por una bullente masa de soldados de infantería. Lancé mandobles a diestro y siniestro y vertí la sangre de los troyanos sin sentir nada más que la fascinación de matar. Ni siquiera importaba el juramento que le hice a Patroclo.

Distinguí el familiar grito de guerra y divisé otro carro que se abría camino entre la muchedumbre. Eneas se abalanzaba fríamente, conteniendo su furia al encontrarse frente a los mirmidones que esquivaba claramente. Proferí mi grito característico, que él oyó y me devolvió apeándose al punto para el duelo. La primera lanza que me arrojó la detuve con mi escudo y sus vibraciones me agitaron hasta la médula, pero aquel metal mágico desvió por completo la lanza, que cayó a tierra con la punta aplastada. Viejo Pelión voló, alto y certero, formando un hermoso arco sobre las cabezas de los hombres que nos separaban. Eneas advirtió que la punta se aproximaba a su garganta, alzó el escudo y se agachó. Mi querida lanza atravesó limpiamente el cuero y el metal por encima de su cabeza, derribó el escudo e inmovilizó a Eneas debajo. Desenvainé la espada y me abrí paso entre mis hombres, empeñado en alcanzarlo antes de que pudiera escabullirse. Sus dárdanos habían retrocedido ante nuestra carga y yo ya sonreía de triunfo cuando fui víctima de una oleada, de ese frustrante y enloquecedor fenómeno que sucede de modo ocasional cuando una masa humana se apiña densamente. Fue como si de repente se hubiera levantado una poderosa ola en un mar de menudas ondas y barriera toda la hilera, de uno a otro extremo; los hombres chocaban entre sí como una fila de ladrillos que se derriban sucesivamente.

Al verme casi arrastrado en volandas, transportado como los restos de un naufragio entre aquella marejada humana, grité desesperado porque había perdido a Eneas. Cuando logré liberarme, él había desaparecido y yo estaba cien pasos más abajo de la línea. Convoqué a los mirmidones para que formasen filas, desanduve el camino y cuando llegué al lugar me encontré con que Viejo Pelión aún sujetaba su escudo en el suelo, tal como lo había dejado. Arranqué la lanza y tiré el escudo a uno de mis acompañantes no combatientes.

Poco después desterraba a Automedonte y al carro hacia la retaguardia confiando a Viejo Pelión a su cuidado, pues aquélla era tarea del hacha. ¡Ah, una arma excelente en una aglomeración! Los mirmidones seguían mi ritmo y eran invencibles. Pero por muy frenética que fuera la acción, yo buscaba sin cesar a Héctor; al que encontré tras dar muerte a un hombre que lucía la insignia de los hijos de Príamo. Héctor observaba no lejos de allí con el rostro contraído ante el destino sufrido por su hermano. Nuestras miradas se encontraron y el campo de batalla pareció no existir. Advertí una expresión satisfecha en su sombría contemplación mientras nos mirábamos por vez primera cara a cara. Nos acercamos cada vez más derribando a nuestros enemigos, impulsados por un solo pensamiento: encontrarnos, hallarnos lo bastante próximos para tocarnos. Entonces me arrastró otra oleada. Algo me empujó en el costado y estuve a punto de perder el equilibrio mientras me veía proyectado hacia atrás entre las filas. Los hombres caían y eran aplastados, pero yo lloraba por haber perdido a Héctor. Del dolor pasé a la ira y a un exterminio frenético de mis enemigos.

El rojo entusiasmo se evaporó cuando descubrí que sólo se me enfrentaban un puñado de penachos morados, entre cuyos pies era visible la hierba pisoteada. Los troyanos habían desaparecido y me enfrentaba con los rezagados. El enemigo retrocedía de un modo ordenado, sus jefes montaban una vez más en sus carros y Agamenón los dejaba marchar, satisfecho por el momento con reformar sus propias líneas. Mi carro surgió de improviso y monté en él junto a Automedonte.

– ¡Busca a Agamenón! -le ordené jadeante.

Dejé caer el escudo en los montantes del suelo con un suspiro de alivio. Como protección era magnífico, pero demasiado pesado.

Todos los jefes habían llegado. Nos detuvimos entre Diomedes e Idomeneo. Agamenón, que saboreaba la victoria, volvía a ser el rey de reyes. Llevaba el antebrazo vendado con un paño que desprendía menudas gotas de sangre en el suelo, pero no parecía advertirlo.

– Están en franca retirada -decía Ulises-. Sin embargo, no se ven indicios de que pretendan refugiarse dentro de la ciudad, por lo menos todavía. Héctor cree que aún existen posibilidades de vencer. No es necesario apresurarse.

Miró a Agamenón como quien acaba de tener una brillante idea.

– ¿Y si hiciéramos lo que hemos hecho durante nueve años, señor? ¿Dividir en dos nuestro ejército y tratar de abrir una cuña entre sus filas? A un tercio de legua desde aquí, el Escamandro forma un inmenso recodo y se interna hacia los muros de la ciudad. Héctor ya ha tomado ese camino. Si podemos hacer que se extiendan por el cuello del recodo, podríamos utilizar el segundo ejército para empujar a la mitad de ellos por lo menos hasta el bucle del meandro, mientras que el resto de nosotros sigue conduciendo a la otra mitad en dirección a Troya. Aunque no consigamos gran cosa con los que huyan hacia la ciudad, podremos acabar con los que queden encerrados en los brazos del Escamandro.

Era un plan excelente y Agamenón no tardó en comprenderlo.

– De acuerdo. Aquiles y Áyax, tomad las unidades que prefiráis de los tiempos del segundo ejército y enfrentaos a cuantos troyanos podáis atrapar en el recodo del Escamandro.

Yo sentí cierta rebeldía.

– Sólo si te aseguras de que Héctor no se refugia en la ciudad.

– De acuerdo -replicó Agamenón al punto.

Cayeron en la trampa como pececillos en una red. Condujimos a los troyanos a medida que llegaban a la altura del cuello del meandro, donde Agamenón cargó contra ellos con su infantería diseminando sus filas centrales. No tenían esperanzas de hacer una retirada ordenada mientras se enfrentaban a la enorme masa de hombres que él desplegaba. A la izquierda, Áyax y yo reteníamos nuestras fuerzas hasta que más de la mitad de los troyanos que huían comprendieron que se habían metido en un callejón sin salida, y entonces nosotros arremetimos contra su única vía de escape. Concentré mi infantería y los conduje hacia el meandro; Áyax marchó vociferando hacia la derecha haciendo lo mismo. Los troyanos, presa del pánico, se arremolinaban indefensos y retrocedían constantemente, hasta que sus filas posteriores se encontraron al borde del río. La masa humana que seguía retirándose ante nuestro avance los empujaba a su vez de manera inexorable, como ovejas al borde de un precipicio, y los que se encontraban detrás comenzaron a caer en picado en las sucias aguas.

El viejo dios Escamandro nos hizo la mitad del trabajo; mientras Áyax y yo los derribábamos a hachazos entre sus clamores de misericordia, se ahogaban a centenares en sus aguas. Desde mi carro vi bajar sus aguas más claras y densas que nunca: el río se hallaba en plena crecida. Los que resbalaban en la orilla no podían confiar en recobrar el equilibrio para luchar contra la corriente puesto que se hallaban obstaculizados por la armadura y el pánico. Pero ¿por qué se hallaba el Escamandro en plena crecida si no había llovido? Dediqué unos instantes a contemplar el monte Ida. El cielo que lo dominaba estaba cargado de nubes tormentosas y grandes cortinas de lluvia caían pesadamente por las estribaciones posteriores de Troya, asaeteándolas con sus descargas.

Le entregué Viejo Pelión a Automedonte y me apeé del carro empuñando el hacha, el escudo pesaba de tal modo que no podía resistirlo. Tendría que arreglármelas sin él y no contaba con Patroclo para asistirme. Pero antes de internarme en la palestra pensé en llamar a uno de nuestros auxiliares no combatientes, pues le debía a Patroclo los doce jóvenes troyanos de noble cuna para su tumba, y fácilmente se hallarían concentrados entre tal confusión. Me invadió de nuevo la espantosa y absurda avidez de sangre humana y no lograba hallar bastantes troyanos para saciarla. No me detuve en la orilla del río; en lugar de ello me interné en las aguas tras los escasos y aterrados hombres que había acorralado. El peso de mi férrea armadura me abrumaba entre el creciente impulso de la corriente; exterminé a mis enemigos hasta que las aguas del Escamandro corrieron cada vez más rojas.

Un enemigo intentó entablar duelo conmigo. Se llamaba Astérope y sin duda se trataba de un miembro de la alta nobleza troyana, porque vestía de bronce dorado. Mi adversario contaba con mucha más ventaja porque se encontraba en la orilla mientras que yo me hallaba sumergido en el río hasta la cintura, y tan sólo contaba con una hacha frente a su puñado de lanzas. ¡Pero que no desdeñara el ingenio de Aquiles! Cuando se disponía a lanzar su primer proyectil, empuñé mi arma por el mango y se la lancé como instrumento arrojadizo. El hombre soltó la lanza, pero la visión de aquel objeto gigantesco que se precipitaba hacia él por los aires le hizo perder la puntería. Una y otra vez el arma giró relampagueando al sol y por fin le alcanzó de pleno en el pecho. La cuchilla se hundió en su carne y vivió sólo un instante. Luego se precipitó hacia adelante y se desplomó de bruces, como una piedra, entre las aguas.

Con el fin de liberar el arma de su cuerpo avancé hacia él y le di la vuelta. Pero el filo se había hundido hasta la empuñadura y el destrozado metal de su coraza se enroscaba en él. Tan concentrado me encontraba en arrancarla que apenas advertí el clamor que llegaba a mis oídos ni sentí atrepellarse las aguas como sementales desbocados. De repente me hundí hasta las axilas y Astérope se agitó con la levedad de una corteza. Lo así del brazo y lo arrastré hacia mí en un simulacro de abrazo utilizando mi propio cuerpo para sujetarlo mientras trataba de arrancarle el hacha. El estrépito se había convertido ya en algo atronador y tuve que esforzarme por mantener el equilibrio. Por fin logré recuperar el arma y enrollé su largo cordón firmemente en mi muñeca, temeroso de perderla. El dios río me gritaba airado, parecía preferir la profanación de su gente con sus desperdicios que la mía con su sangre.

Una muralla de agua me desplazó como un desprendimiento de tierras. Ni siquiera Áyax o Hércules lo hubieran resistido. ¡Ah, dioses! Distinguí una rama que sobresalía de un olmo y salté para asirme a ella. Mis dedos tropezaron con sus hojas y me esforcé por remontar los enormes palmos que me separaban de ella, hasta que logré aferrarme a la sólida madera, pero la rama se inclinó bajo mi peso y yo caí de nuevo en el torrente.

Por un instante el muro de agua se cernió sobre mí como un brazo acuático proyectado por el dios, luego la arrojó sobre mi cabeza con toda la furia que logró reunir. Aspiré una última y gran bocanada de aire antes de que el mundo se convirtiera en un elemento líquido, antes de verme repentinamente empujado y arrastrado en cien direcciones por fuerzas muy superiores a las mías. Sentía el pecho a punto de estallarme mientras me aferraba con ambas manos a la rama del árbol, y recordé angustiado el sol y el cielo y lloré en mi fuero interno ante la amarga ironía de verme derrotado por un río. Había malgastado demasiadas energías afligiéndome por Patroclo y con mis ansias de matar troyanos, y aquella férrea armadura era mortal para mí.

Pese a mis ruegos a la dríade que vivía en el olmo, el agua pasaba sobre mi cabeza sin cesar; más tarde aquella ninfa o alguna hada debieron de oírme y logré emerger a la superficie. Aspiré el aire con avidez, sacudí el agua de mis ojos y miré en torno con desesperación. La orilla, antes tan próxima, había desaparecido. Me aferré con renovadas fuerzas al olmo pero la dríade me había abandonado. El último vestigio de tierra se desprendió y desnudó las raíces del poderoso y viejo árbol. En cuanto a mi propio cuerpo cargado de metal, constituía un peso suplementario; la masa de hojas y ramas se ladeó y el árbol se sumergió en las aguas sin apenas emitir un gemido de angustia sobre el bramido de la riada.

Seguí sujetándome a la rama, preguntándome si el Escamandro sería lo bastante fuerte para arrastrarlo todo con su corriente. Pero el olmo permanecía con su copa en las aguas, como una presa que retenía los escombros que avanzaban hacia nuestro campamento y la empalizada de los mirmidones. Los cadáveres se amontonaban contra su masa como flores castañas con gargantas carmesíes, los penachos morados envolvían las verdes hojas de los árboles y las manos flotaban blancas y repulsivamente inútiles.

Solté la rama y comencé a vadear hacia el borde del río, que era menos bajo puesto que la orilla había cedido, pero no bastante profundo. Una y otra vez la implacable marea aspiraba mis pies de su precaria sujeción en el fondo fangoso; una y otra vez se sumergía mi cabeza. Pero yo luchaba por remontarme, me esforzaba por aproximarme a mi objetivo. Cuando por fin conseguí asirme a un fragmento de hierba, por desdicha se separó de la tierra empapada. Volví a sumergirme, intenté erguirme entre penosos forcejeos y me desesperé. La tierra de la orilla del Escamandro resbalaba negra entre mis dedos, alcé los brazos a los cielos y rogué al Todopoderoso.

– ¡Padre, padre, permíteme vivir lo suficiente para matar a Héctor!

Dios me escuchó y me respondió. Su impresionante cabeza se inclinó de repente desde las ilimitadas distancias de los cielos y por unos pocos instantes me amó lo suficiente para perdonarme mi pecado y mi orgullo, tal vez fue sólo al recordar que era nieto de su hijo Eaco. Sentí su presencia en todo mi ser y creí ver la sombra proyectada en fuego de su monstruosa mano, que se cernía siniestra sobre el río. El Escamandro se sometió con un suspiro al poder que rige a dioses y a hombres por igual. Unos momentos antes yo estaba a punto de morir; al cabo de un instante las aguas se convirtieron en un reguero entre mis tobillos y tuve que saltar a un lado mientras el olmo se desplomaba en el barro.

La orilla opuesta, más elevada, se había derrumbado. El Escamandro disipó sus fuerzas al extenderse en tenue sábana sobre la llanura, una bendición plateada para la sedienta tierra, que la absorbió de un trago.

Salí tambaleándome del cauce del río y me senté agotado en la hierba empapada. Sobre mi cabeza el carro de Febo se encontraba algo más allá del cenit; habíamos luchado durante la mitad de su viaje por la bóveda celeste. Me pregunté dónde se encontraría el resto de mi ejército, y volví a la realidad avergonzado al comprender que me había absorbido de tal modo mi ansia de matar que había ignorado por completo a mis hombres. ¿Acaso nunca aprendería? ¿O mi instinto criminal era parte de una locura seguramente heredada de mi madre? Se oían gritos. Los mirmidones venían hacia mí y, a lo lejos, Áyax reconstruía sus fuerzas. Se veían griegos por doquier, pero ningún troyano. Subí a mi carro y le sonreí a Automedonte.

– Condúceme hasta Áyax, viejo amigo. Éste sostenía una lanza en su fuerte mano y tenía expresión ausente. Cuando me apeé aún chorreaba agua. -¿Qué te ha sucedido? -me preguntó. -He entablado un combate con el dios Escamandro. -Bien, y has vencido. Está agotado.

– ¿Cuántos troyanos han sobrevivido a nuestra emboscada? -Pocos -repuso con serenidad-. Entre nosotros dos hemos conseguido matar a quince mil. Tal vez otros tantos hayan regresado con el ejército de Héctor. Hiciste un buen trabajo, Aquiles. Tienes una sed de sangre incomparable. -Preferiría tu amor que mi ansia asesina. -Es hora de que regresemos con Agamenón -me dijo sin comprenderme-. Hoy he traído mi carro.

Marché con él en el suyo, aunque más bien parecía una carreta porque le faltaban cuatro ruedas, mientras Teucro viajaba en el mío con Automedonte.

– Algo me dice que Príamo ha ordenado la apertura de la puerta Escea -dije señalando hacia las murallas.

Áyax gruñó. A medida que nos aproximábamos se hacía evidente que no me equivocaba. La puerta Escea estaba abierta y el ejército de Héctor avanzaba por delante de Agamenón, frustrado por el gran número de troyanos que se acumulaban ante la entrada. Miré de reojo a Áyax con expresión iracunda.

– ¡Al Hades con ellos! ¡Héctor ha entrado! -gruñó. -Héctor me pertenece, Áyax. Tú ya tuviste tu oportunidad.

– Lo sé, primito.

Nos introdujimos lentamente entre las fuerzas de Agamenón y acudimos en su busca. Como de costumbre, se hallaba con Ulises y Néstor y fruncía el entrecejo. -Están cerrando la puerta -le dije.

– Héctor los ha apiñado tan densamente que no tenemos posibilidades de impedirles el acceso… ni oportunidad alguna de intentar asaltarlos. La mayoría de ellos ya ha conseguido entrar. Han escogido dos destacamentos deliberadamente para que se queden fuera y Diomedes trata de persuadirlos para que se sometan -dijo Agamenón. -¿Y qué hay de Héctor? -Creo que ha entrado. Nadie lo ha visto. -¡El canalla! ¡Sabe que lo busco!

Aparecían otros compañeros: Idomeneo, Menelao, Menesteo y Macaón. Observamos todos a Diomedes, que remataba a los que se habían ofrecido a quedarse fuera, gente razonable, pues al ver que se exponían a la aniquilación se rindieron. Diomedes, que valoraba su valor y disciplina, prefirió tomarlos prisioneros en lugar de matarlos. Se acercó a nosotros alborozado.

– Quince mil hombres exterminados en el Escamandro -anunció Áyax.

– Mientras nosotros sólo hemos perdido unos mil -repuso Ulises.

Los soldados que descansaban detrás de nosotros profirieron un profundo suspiro. En aquel momento llegó a nuestros oídos tal grito de espantosa agonía de la torre de vigilancia que interrumpimos nuestras risas.

– ¡Fijaos! -dijo Néstor señalando agitado con su huesudo dedo.

Nos volvimos lentamente. Héctor se apoyaba en los clavos de bronce de la puerta, en la que apoyaba su escudo y dos lanzas en la mano. Vestía mi armadura dorada con el añadido escarlata entre el penacho del casco y el tahalí de brillante púrpura destellante de amatistas que Áyax le había regalado. Yo, que nunca me había visto ataviado con aquel equipo, pude comprobar lo bien que le sentaba a cualquiera que lo llevase, y en especial a Héctor. En el instante en que Patroclo se lo puso, debía haber imaginado que lo condenaba a un destino fatal.

Héctor recogió su escudo y avanzó unos pasos.

– ¡Aquiles! -llamó-. ¡Me he quedado para que nos enfrentemos!

Crucé una mirada con Áyax, que asintió. Cogí mi escudo y a Viejo Pelión de manos de Automedonte y le entregué el hacha. No podía insultar a alguien como Héctor con una hacha.

Con la garganta oprimida por el temblor y la alegría me aparté de las filas de los soberanos y acudí a reunirme con él midiendo mis pasos, como quien se dispone al sacrificio; yo no empuñaría la lanza ni tampoco él. Nos detuvimos a tres pasos de distancia, decididos ambos a descubrir qué clase de hombre era el otro, nosotros, que nunca nos habíamos visto a menor distancia que un tiro de lanza. Teníamos que hablar antes de que comenzase el duelo y nos aproximamos poco a poco, hasta que casi pudimos tocarnos. Yo miré sus ojos negros e imperturbables y comprendí que era en gran manera como yo. Salvo que su espíritu es puro, me dije. Es el perfecto guerrero.

Lo amaba mucho más que a mí mismo, más que a Patroclo, a Briseida o a mi padre, porque era yo mismo en otro cuerpo; él era el precursor de la muerte, tanto si me asestaba el impacto mortal como si yo duraba unos días más hasta que algún otro troyano acabase conmigo. Uno de los dos debía perecer en el duelo; el otro, poco después, porque así se había decidido cuando se entretejieron los hilos de nuestros destinos.

– Han sido muchos años, Aquiles -comenzó.

De pronto se interrumpió, como si no pudiera expresar sus sentimientos con palabras.

– Héctor, hijo de Príamo, ojalá hubiéramos podido ser amigos. Pero no puede olvidarse la sangre que ha corrido entre nosotros.

– Mejor morir a manos de un enemigo que de un amigo -respondió-. ¿Cuántos hombres han perecido en el Escamandro?

– Quince mil. Será la caída de Troya.

– Sólo cuando yo haya muerto. No lo verán mis ojos.

– Ni los míos.

– Ambos hemos nacido sólo para la guerra. Lo que de ella resulte no nos importa, y me place que así sea.

– ¿Está tu hijo en edad de vengarte, Héctor?

– No.

– Entonces te llevo ventaja. Mi hijo vendrá a Troya a vengarme, y Ulises procurará que el tuyo no viva lo suficiente para lamentar su escasa edad.

Se le mudó el rostro.

– Helena me advirtió de que desconfiase de Ulises. ¿Es hijo de un dios?

– No, su padre es un villano. Yo lo consideraría el espíritu de Grecia.

– Ojalá pudiera prevenir a mi padre sobre él.

– No vivirás para ello.

– Acaso acabe yo contigo, Aquiles.

– Si lo haces, Agamenón ordenará que te reduzcan.

Permaneció unos instantes pensativo.

– ¿Dejas mujeres que lloren por ti? ¿Un padre?

– No moriré olvidado.

Y en aquel momento nuestro amor ardió con más fuerza que nuestro odio. Tendí bruscamente la mano antes de que aquellos fervientes impulsos pudieran morir en mí. Héctor me cogió por la muñeca.

– ¿Por qué te has quedado para enfrentarte conmigo?

Apretó los dedos y el dolor ensombreció su rostro.

– ¿Cómo podía regresar? ¿Cómo mirar a mi padre sabiendo que por mi irreflexión y necedad hemos perdido tantos miles de hombres? Debía haberme retirado a Troya el día que maté a tu amigo, el que vestía tu armadura. Polidamante me advirtió de ello, pero yo no le hice caso. Deseaba enfrentarme contigo. Ésa es la verdadera razón por la que mantuve nuestro ejército en la llanura.

Retrocedió unos pasos, me soltó el brazo y de nuevo me miró como a un enemigo.

– Te he estado observando con esa hermosa armadura de oro, Aquiles, y he decidido que debe de ser de oro macizo y que su peso ha de abrumarte. Mi armadura es mucho más ligera. Por ello, antes de que crucemos nuestras espadas, te desafío a una carrera.

Y, tras pronunciar aquellas palabras, puso pies en polvorosa. Permanecí unos instantes inmóvil y eché a correr tras él. Una idea inteligente la tuya, Héctor, pero has cometido un error. ¿Por qué intentar alcanzarlo? En breve él tendría que volverse y enfrentarse conmigo. A un cuarto de legua de la puerta Escea, en dirección a nuestro campamento -su dirección-, las murallas de Troya proyectaban un enorme contrafuerte hacia el sur y allí le interceptó el paso el ejército griego.

Advertí que respiraba con facilidad, tal vez mi lucha con el viejo Escamandro me había inspirado alientos renovados. Regresó y yo me detuve.

– ¡Aquiles! -gritó-. ¡Si te doy muerte, te juro que devolveré intacto tu cadáver a tus hombres! ¡Prométeme que harás lo mismo en mi caso!

– ¡No! ¡He jurado entregarle tu cuerpo a Patroclo!

Sentí una ráfaga de viento en la cabeza y se me llenaron los ojos de polvo. Héctor alzaba ya su brazo, Viejo Pelión ya había salido despedido de mi mano. Su lanzamiento había sido atinado, pues el eje rebotó en el centro de mi escudo mientras que Viejo Pelión caía lánguidamente ante mis propios pies. Héctor lanzó su segundo proyectil sin darme tiempo a recoger mi lanza, pero el caprichoso viento viró de nuevo y no logré recuperarla. Héctor desenvainó su espada del tahalí púrpura de Áyax y arremetió contra mí. Se me presentaba un dilema: conservar el escudo y protegerme de un brillante adversario o arrojarlo a un lado y luchar libre de obstáculos. Podía resistir la armadura pero el escudo era demasiado pesado. De modo que me desprendí de él y me enfrenté a Héctor con la espada. Aunque ya se hallaba dispuesto para el ataque, le fue posible detenerse y se liberó también de su escudo.

Cuando nos encontramos descubrí el inmenso placer que da luchar con un rival perfecto. Detuve el descendente tajo de su espada con la mía y nuestros brazos permanecieron rígidos mientras ninguno de los dos cedía; saltamos hacia atrás al tiempo y nos rodeamos uno a otro, buscando cada uno su oportunidad. Las armas silbaron una canción mortal mientras cortaban el aire. Le produje un arañazo en el brazo izquierdo cuando él arremetía contra mí, pero en el mismo cruce de armas él acertó en el cuero que me protegía el muslo y rasgó la carne por debajo. Ambos sangrábamos, pero ninguno se detuvo a examinar sus heridas; estábamos ansiosos por acabar. Estocada tras estocada, las hojas destellaban, descendían, eran desviadas y arremetían de nuevo.

Cambié de lugar prudentemente tratando de conseguir una oportunidad. Héctor era algo más pequeño que yo, por consiguiente mi armadura debía presentar alguna imperfección, algún lugar donde no se hallara adecuadamente protegido. ¿Pero dónde? Estuve a punto de acertarle en el pecho pero se ladeó con rapidez y, cuando levantó el brazo, advertí que la coraza se abría por la parte del cuello donde el casco no cubría por completo. Retrocedí obligándole a seguirme, maniobrando para adoptar una postura mejor. Y entonces sucedió; la enojosa debilidad de los tendones de mi talón derecho, que me retorcieron el pie y me hicieron tropezar. Pero, mientras sofocaba un grito de horror, mi cuerpo compensaba el desequilibrio y me mantenía erguido aunque dejándome totalmente desprotegido ante la espada de Héctor.

Mi adversario advirtió al punto la ocasión y arremetió contra mí con la velocidad de una serpiente, levantando el arma para asestarme el golpe mortal y con la boca abierta para proferir un salvaje grito de alegría. Su coraza -mi coraza- se desvió de la parte izquierda de su cuello y yo me lancé contra él en aquel mismo momento. En cierto modo, mi brazo resistió la poderosa fuerza de su brazo y su espada descendió y chocó con la mía con estrépito; su espada cayó a un lado mientras yo, sin desviarme, hundía mi hoja en la parte izquierda de su cuello, entre la coraza y el casco.

Mi adversario se desplomó en el suelo llevándose consigo mi espada, con tal rapidez que no tuve la oportunidad de ayudarlo a descansar en el suelo. Solté la empuñadura como si fuera un hierro al rojo vivo y lo contemplé a mis pies. Aún no había muerto pese a haber recibido una herida mortal. Me miró con fijeza con sus grandes ojos negros que revelaban su certeza, su aceptación. La hoja debía de haber cercenado todas las venas en su camino y haberse clavado en un hueso, pero como aún seguía hundida no podía morir. Movió lenta y temblorosamente las manos hasta aferrar con firmeza la maligna y afilada hoja. Me aterró que se propusiera arrancarla antes de que yo estuviera preparado -¿llegaría a estarlo?-, y caí de rodillas a su lado. Pero en aquellos momentos yacía inmóvil y respirando con dificultades, y crispaba los dedos en torno a la hoja mientras goteaba la sangre de sus laceradas manos.

– Has luchado bien -dijo.

Movió los labios, ladeó un poco la cabeza por su esfuerzo al intentar hablar y la sangre manó a chorros, brutalmente. Le cogí el rostro con las manos empapadas en ella. El casco rodó en el suelo y su moño de negro pelo trenzado cayó entre el polvo mientras comenzaba a deshacerse.

– Mayor placer hubiera sido luchar contigo, no contra ti -dije, deseoso de decirle lo que él deseaba oírme decir.

Todo o casi todo.

Tenía una expresión viva y llena de complicidad. Un tenue reguero de sangre fluía por la comisura de su boca, en esta ocasión con rapidez; sin embargo, yo no podía resistir la idea de que muriese.

– ¡Aquiles!

Apenas le oí pronunciar mi nombre. Me incliné hasta acercar mi oído a sus labios.

– ¿Qué deseas?

– Entrega mi cuerpo… Dáselo a mi padre…

Casi todo, pero no eso.

– No puedo, Héctor. Prometí entregarte a Patroclo.

– Devuélveme… Si voy con Patroclo… Tu propio cuerpo… alimentará a los perros de Troya.

– Lo que deba ser, será. Lo he jurado.

– Entonces ya se ha… acabado.

Se retorció con las fuerzas que el dios le inspiró, asió con vigor la empuñadura y con sus últimos alientos arrancó la hoja. Sus ojos se nublaron al instante, profirió un estertor al tiempo que surgía de su nariz una espuma rosácea, y murió.

Seguí arrodillado e inmóvil con su cabeza entre las manos. Todo el mundo se había quedado en silencio. Las almenas que se levantaban inmensas junto a mí eran tan pétreas como el cadáver de Héctor; y tampoco llegaba murmullo alguno desde el ejército de Agamenón, que se encontraba a mis espaldas. ¡Qué hermoso era aquel troyano gemelo mío, mi mejor mitad! ¡Y cuánto lloraba su marcha!… ¡Qué dolor! ¡Qué pena!

«¿Por qué lo amas, Aquiles, si él me ha matado?»

Me levanté bruscamente entre los apresurados latidos de mi corazón. ¡Había sonado en mi interior la voz de Patroclo!

Héctor estaba muerto. Yo había prometido matarlo y ahora, en lugar de regocijarme, lloraba. ¡Lloraba mientras Patroclo yacía inerte sin el precio de su transporte por el río!

Mi movimiento disipó el silencio. Un espantoso grito de desesperación llegó resonando desde la torre de vigilancia. Príamo lamentaba la muerte de su hijo más querido. Otras voces lo secundaron y el aire se llenó de lamentos femeninos, de hombres que clamaban a sus dioses y del sordo tamborileo de los puños en los pechos como tambores fúnebres. Y detrás de mí el ejército de Agamenón me vitoreaba sin descanso.

Le arranqué ferozmente la armadura, liberándome del molesto pesar que aquejaba mi corazón, extirpando de mis tuétanos el instinto de lamentarme mientras mascullaba una maldición por cada fragmento que desprendía. Cuando hube concluido, los reyes formaron un círculo en torno a su cuerpo desnudo. Agamenón contempló aquel rostro inexpresivo con despectiva sonrisa y hundió en el costado de Héctor la lanza que empuñaba. Su ejemplo fue secundado por todos los demás, que infligieron al pobre e indefenso guerrero los golpes que no habían podido darle en vida.

Me volví asqueado, aprovechando la oportunidad para avivar mi ardiente ira y enjugar así mis lágrimas. Cuando de nuevo me volví descubrí que sólo Áyax se había abstenido de insultar el cadáver de Héctor. ¿Cómo podían tacharlo de rústico cuando era el único que comprendía? Aparté bruscamente a Agamenón y a los demás.

– ¡Héctor me pertenece! ¡Tomad vuestras armas e idos!

Retrocedieron repentinamente avergonzados, de modo que casi parecían una manada de perros sarnosos apartados de la carne robada.

Extraje el tahalí púrpura de la hebilla de la coraza y desenfundé mi daga, con la que corté las partes más delgadas de sus talones; pasé por ellas el cuero teñido e incrustado mientras Áyax, con rostro impasible, observaba el destino final de su regalo. Automedonte acercó mi carro y yo aseguré el tahalí en su respaldo.

– Apéate -le dije a mi auriga-. Conduciré yo mismo.

Mis tres corceles blancos corcoveaban al olfatear la muerte, pero cuando enrollé las riendas en mi puño se tranquilizaron. Conduje el carro de un lado a otro bajo la torre de vigilancia, entre las expresiones de dolor procedentes de lo alto de las murallas de Troya y las exclamaciones de júbilo del ejército de Agamenón.

Los cabellos de Héctor se habían destrenzado y se arrastraban por la tierra pisoteada, enredados y agrisados mientras sus brazos yacían inertes a ambos lados de su cabeza. En doce ocasiones fustigué a mis caballos entre la torre de vigilancia y la puerta Escea, exhibiendo las perdidas esperanzas de Troya bajo sus propias murallas y proclamando nuestra inevitable victoria. Luego regresé a la playa.

Patroclo yacía estático y amortajado en sus andas. En tres ocasiones rodeé la plaza, luego desmonté y solté el tahalí. Me fue fácil coger en brazos el cuerpo inerte de Héctor; sin embargo, en cierto modo, arrojarlo al suelo, dejarlo tendido de forma desmañada a los pies de Patroclo me resultó muy difícil. Pero así lo hice. Briseida se apartó a un lado, asustada. Me desplomé en su silla con la cabeza sobre las rodillas y de nuevo me eché a llorar.

– ¡Ven a casa, Aquiles! -me dijo.

Alcé la mirada con la intención de negarme. Ella también había sufrido, no podía permitir que padeciera por más tiempo. Así pues, me levanté aún llorando y marché con ella a mi casa. Ella me hizo sentarme y me dio un paño para enjugarme el rostro, un cuenco con agua para lavarme las ensangrentadas manos y vino para confortarme. Como fuese, consiguió quitarme aquella férrea armadura y luego me curó la herida del muslo.

Cuando comenzaba a tirar de mi equipo acolchado la detuve.

– Déjame -le dije.

– Debo bañarte.

– No puedo hasta que Patroclo sea enterrado.

– Patroclo se ha convertido en tu espíritu maligno -dijo quedamente-. Y eso es una burla de lo que fue en vida.

Salí de la casa con ardiente mirada de reproche y anduve, no hasta la plaza donde yacía Patroclo, sino hasta los guijarros, y allí me desplomé como una piedra más.

Me dormí sumido en una especie de trance de paz profunda hasta que en el abismo anodino donde me hallaba inmerso apareció una blancura fibrosa, resplandeciendo con luz sobrenatural y entre cuyas tenues espirales se cernía el negro abismo. Desde la distancia se introdujo aún más próximo al centro de mi mente cobrando forma y opacidad a medida que se acercaba hasta que se detuvo frente al núcleo de mi espíritu en su configuración final. Patroclo contemplaba mi desnudez con sus tranquilos ojos azules, su delicada boca tenía una dura expresión, tal como yo la recordaba en sus últimos momentos, y sus rubios cabellos estaban manchados de rojo.

– ¡Aquiles, Aquiles! -susurró con voz que a un tiempo era y no era la suya, lúgubre y estridente-. ¿Cómo puedes dormir cuando yo aún no he recibido sepultura ni he podido cruzar el Río? ¡Libérame! ¡Líbrame de este barro! ¿Cómo puedes dormir si aún no he sido enterrado?

Tendí los brazos para suplicar su comprensión y traté de explicarle por qué lo había dejado luchar en mi lugar balbuceando una explicación tras otra. Intenté abrazarle pero me encontré con el vacío, la sombra se encogió y se diluyó en la oscuridad hasta que se desvaneció el último murmullo de su voz de murciélago, hasta que la última fibra de su luminiscencia se disipó en la nada. ¡En la más absoluta nada!

Grité y al despertarme aún gritando me encontré sujeto por una docena de mirmidones. Me liberé de ellos con impaciencia y marché dando traspiés entre las naves. Los hombres, agitados, se preguntaban entre sí de dónde procedían aquellos espantosos gritos. La luz gris del amanecer me mostraba el camino.

El viento de la noche había tirado el sudario al suelo. Los mirmidones que formaban su guardia de honor no se atrevían a aproximarse para recogerlo. De modo que cuando entré tambaleándome en la plaza vi al propio Patroclo. Dormía, soñaba. Tan tranquilo, tan bondadoso: un doble. Acababa de ver al verdadero Patroclo y había oído por sus propios labios que nunca me perdonaría. El corazón que me había entregado tan generosamente desde las fechas de nuestra adolescencia compartida era tan frío y duro como el mármol. ¿Por qué entonces el rostro de su doble era tan tierno, tan dulce? ¿Podía pertenecer aquel rostro a la sombra que obsesionaba mis sueños? ¿Cambiamos tanto los hombres con la muerte?

Mis pies rozaron algo frío. Me estremecí de manera incontenible al ver a Héctor tendido tal como lo había dejado la noche anterior, con las piernas retorcidas como si estuvieran rotas, la boca y los ojos completamente abiertos. Su inerte y blanca carne mostraba los rosados labios de una docena de heridas, y la del cuello boqueaba como la branquia de un pez.

Me volví mientras los mirmidones llegaban de todas direcciones, despiertos al oír gritar a su jefe como un demente. Al frente de ellos se encontraba Automedonte.

– ¡Es hora de enterrarlo, Aquiles!

– Más que sobrada.

Transportamos a Patroclo por las aguas del Escamandro en una balsa y luego anduvimos con nuestros equipos de combate con su cadáver sobre su escudo en los hombros, en medio de todos nosotros. Yo me encontraba tras el escudo y sostenía su cabeza con mi diestra, como su principal doliente, y todo el ejército salpicaba las rocas y la playa en dos leguas a la redonda para presenciar cómo los mirmidones lo depositaban en su tumba.

Introdujimos a Patroclo en una caverna con forma de voladizo y lo tendimos cuidadosamente en un carro fúnebre de marfil, vestido con la armadura que había llevado hasta su muerte, cubierto su cuerpo con nuestros rizos y acompañado de sus lanzas y de todas sus pertenencias personales, colocadas sobre trípodes de oro junto a los muros pintados. Miré hacia el techo preguntándome cuánto tardaría yo en yacer allí. Según los oráculos, no faltaba mucho.

El sacerdote ajustó la máscara de oro en su rostro, ató las correas bajo su cabeza, dispuso sus enguantadas manos sobre sus muslos y cruzó sus dedos sobre la espada. Salmodiaron los cánticos rituales y vertieron libaciones en el suelo. Entonces, uno tras otro, los doce jóvenes troyanos fueron depositados sobre una enorme copa de oro colocada sobre un trípode al pie del carro fúnebre, y fueron degollados. Sellamos la entrada de la tumba y regresamos al campamento, al terreno destinado a las asambleas, frente a la casa de Agamenón, donde se celebraban asimismo los juegos fúnebres. Yo preparé los premios y llevé a cabo el triste acto de entrega a los ganadores y, acto seguido, mientras los demás celebraban el banquete, regresé solo a mi casa.

Héctor yacía ahora entre el polvo ante mi puerta; lo habían trasladado allí cuando nos llevamos a Patroclo de sus andas.

El recuerdo de aquel espectro de mis sueños me había impulsado a enterrarlo con Patroclo como un perro callejero a los pies de un héroe, pero no pude hacerlo. Quebranté el juramento hecho a mi viejo y querido amigo -¡a mi amante!- y en lugar de ello me quedé con Héctor. Patroclo ya podía pagar el precio del barquero: doce jóvenes nobles troyanos eran más que suficiente.

Di unas palmadas y acudieron corriendo las sirvientas. -¡Traed agua caliente, aceites para ungir y que venga el jefe de los embalsamadores! ¡Que preparen al príncipe Héctor para ser enterrado!

Lo trasladé a un pequeño almacén próximo y lo tendí sobre una losa de piedra a una altura adecuada para que las mujeres lo atendieran. Pero yo mismo le enderecé las piernas y con mis propias manos le cerré los ojos, que volvieron a abrirse muy lentamente, sin ver. Era espantoso contemplar el inanimado cuerpo de Héctor, me hacía pensar en mí mismo. Briseida me aguardaba inclinada en su asiento. Me miró, mas permanecimos un rato en silencio. Luego me dijo con voz neutra:

– Te he preparado un baño y comida y vino para después. Voy a encender las lámparas, ya ha anochecido.

¡Ah, si el agua tuviera el poder de arrastrar consigo las manchas de mi espíritu! Mi cuerpo estaba de nuevo limpio, pero no mi alma.

Briseida se sentó en el diván contiguo mientras yo jugueteaba con los alimentos y saciaba mi sed. Me sentía como si hubiera estado corriendo como un loco desde hacía años. Entonces ella utilizó aquella misma palabra. -¿Por qué te comportas como si estuvieras loco, Aquiles? -me dijo-. El mundo no va a acabarse porque Patroclo haya muerto. Aún viven otras personas que te quieren tanto como él: Automedonte, los mirmidones, yo misma. -Vete -le dije; me sentía agotado.

– Cuando haya acabado de hablar. Sánate del único modo posible, Aquiles. Deja de complacer a Patroclo y devuelve a Héctor a su padre. No soy celosa, nunca lo he sido. Que Patroclo y tú fuerais amantes no me afectó personalmente ni a mi lugar en vuestra vida. Pero él sí era celoso y ello pervertía su personalidad. Creías que te consideraba traidor a tus ideales, pero para Patroclo la verdadera traición consistía en tu amor hacia mí. Ahí es donde comenzó todo. Después de eso nada de lo que hiciste era correcto por lo que a él se refería. No lo condeno, me limito a exponer la realidad. Él te quería y se sintió traicionado en su amor cuando me amaste. Y si pudiste hacerlo así, no eras la persona que él imaginaba. Era necesario que encontrara fallos. Tenía que alimentar su propia sensación de agravio.

– No sabes lo que dices -le respondí.

– Sí lo sé. Mas no deseaba hablarte de Patroclo sino de Héctor. ¿Cómo puedes comportarte de este modo con un hombre que se enfrentó a ti con tanto valor y que murió con tal dignidad? ¡Devuélveselo a su padre! No es el auténtico Patroclo quien te obsesiona sino aquel que has evocado para enloquecerte. ¡Olvídalo! Al final no se comportó como un verdadero amigo.

Entonces le propiné un bofetón que le volvió la cabeza y la tiró al suelo. La recogí horrorizado, la tendí y comprobé que se movía y gemía. Me desplomé en una silla y apoyé la cabeza en sus manos. Incluso Briseida era víctima de esa locura, pues de eso se trataba. ¿Pero cómo curarla? ¿Cómo desterrar a mi madre?

Sentí que me asían de las piernas y que tiraban débilmente del borde de mi faldellín. Levanté la cabeza horrorizado para ver al nuevo visitante que acudía a atormentarme y me sorprendió encontrarme con un hombre muy anciano de cabellos blancos y rostro contraído: era Príamo. No podía ser otro. Aparté los codos de las rodillas y él me cogió las manos y me las besó repetidamente vertiendo sus lágrimas en la misma piel en la que había vertido su sangre Héctor.

– ¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo! ¡No alimentes a tus perros con él! ¡No lo dejes solo y sin purificar! ¡No le niegues un duelo adecuado! ¡Devuélvemelo!

Miré a Briseida, que estaba erguida en su asiento con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

– Siéntate, señor -le dije al tiempo que lo ayudaba a levantarse y lo acomodaba en mi silla-. Un rey no debería rogar. ¡Siéntate!

En aquel momento apareció Automedonte en la puerta.

– ¿Cómo llegó hasta aquí? -le pregunté.

– En un carro tirado por mulas y guiado por un muchacho idiota, y lo digo literalmente. Una pobre criatura que murmuraba incoherencias. El ejército aún celebra el festín y el guardián del paso superior es mirmidón. El anciano le dijo que tenía que tratar algo contigo. Puesto que el carro estaba vacío y nadie iba armado, los dejó pasar.

– Trae fuego, Automedonte, y que no se te escape una palabra de su presencia aquí. Transmítele esta orden al guardián y exprésale mi reconocimiento.

Mientras aguardaba el fuego -hacía frío- aproximé una silla junto a la suya y le froté las nudosas manos, que tenía heladas, para calentárselas.

– Hacía falta valor para venir aquí, señor.

– No, ninguno.

Fijó en los míos sus legañosos ojos negros y prosiguió:

– En otros tiempos goberné un reino feliz y próspero, pero luego obré erróneamente. El mal estuvo en mí. En mí… Vosotros los griegos fuisteis enviados para castigarme por mi orgullo, por mi ceguera.

Le temblaban los labios, la humedad de sus ojos los hacía brillar.

– No requirió ni un ápice de valor venir aquí. Héctor era el precio final.

– El precio final será la caída de Troya -dije sin poder contenerme.

– Tal vez la caída de mi dinastía, pero no de la ciudad. Troya es más grande que eso, incluso ahora.

– La ciudad de Troya caerá.

– Bien, en eso me permito diferir, pero confío en que no caigan las razones de mi venida. ¡Concédeme el cadáver de mi hijo, príncipe Aquiles! ¡Pagaré por él un rescate adecuado!

– No necesito ningún rescate, rey Príamo. Llévatelo a tu casa -le dije.

El hombre se arrodilló por segunda vez para besarme las manos. Sentí un escalofrío. Hice una señal a Briseida y me liberé de él.

– Siéntate, señor, y comparte el pan conmigo mientras preparan a Héctor. Briseida, cuida de nuestro huésped.

Mientras hablaba con Automedonte en el exterior recordé algo.

– El tahalí de Áyax pertenecía a Héctor, pero la armadura no. Búscala y deposítala en el carro con él, Automedonte.

Al regresar encontré que Príamo, ya recuperado, charlaba animadamente con Briseida en uno de los desconcertantes cambios de humor característicos de los ancianos. El hombre le preguntaba cómo era que vivía conmigo si había nacido en la casa de Dárdanos.

– Estoy satisfecha, señor -decía ella-. Aquiles es un buen hombre y de noble cuna.

Se adelantó hacia él y le interrogó:

– ¿Por qué él cree que debe morir pronto, señor?

– Los destinos de Héctor y el suyo están unidos -repuso el soberano-. Así lo dicen los oráculos.

Como es natural, al verme abandonaron el tema. Entonces cenamos y descubrí que estaba hambriento, pero me esforcé por seguir el ritmo de Príamo y apenas caté el vino.

Después lo acompañé hasta su carro, en el que yacía el cadáver de su hijo cubierto con una sábana. Príamo no miró bajo las ropas, sino que se sentó junto al muchacho idiota y emprendieron la marcha. Iba tan erguido y orgulloso como si viajase en un carro de oro macizo.

Briseida me aguardaba con los cabellos sueltos y cubierta con una amplia túnica. Me dirigí a nuestro lecho mientras ella se entretenía apagando las lámparas.

– ¿Tan cansado estás que no puedes desnudarte?

Me desabrochó el collar y el cinturón, me quitó el faldellín y lo dejó todo en el suelo, donde había caído. Estaba agotado, apoyé la cabeza sobre los brazos y yací acurrucado mientras ella se instalaba a mi lado, se inclinaba sobre mí y encajaba sus puños en mis axilas. Le sonreí, de pronto me sentía tan ligero y dichoso como una criatura.

– No tengo fuerzas siquiera para tirarte de los cabellos -le dije.

– Entonces yace tranquilo y trata de dormir. Estoy aquí.

– Me siento demasiado cansado para dormir.

– Pues descansa, estaré a tu lado.

– ¿Me prometes que no me dejarás hasta el final, Briseida?

– ¿El final?

Su risa había desaparecido, inclinó su rostro sobre el mío y apenas distinguí sus ojos porque sólo quedaba una lámpara encendida y se encontraba en el extremo más alejado de la habitación. Con enorme esfuerzo alcé los brazos y cogí su cabeza entre las manos, sosteniendo su frágil cráneo tal como había sujetado el de Héctor y atrayéndola hacia mí.

– He oído lo que te preguntaba Príamo y también su respuesta. Sabes a qué me refiero, Briseida.

– ¡Me niego a creerlo! -exclamó.

– Hay cosas que se le exigen a un hombre cuando nace y se le anuncian. No se trató de mi padre, fue cosa de mi madre. Venir a Troya significaba que aquí encontraría la muerte, y ahora que Héctor ya no existe Troya debe caer. Mi muerte es el precio de esa victoria.

– ¡No me dejes, Aquiles!

– Lo daría todo por quedarme, pero es imposible.

La joven permaneció inmóvil largo rato, la mirada fija en la diminuta llama que chisporroteaba en la concha de la lámpara, con respiración rítmica y pausada. Luego dijo:

– Esta noche, antes de verme, has ordenado que prepararan a Héctor para ser enterrado.

– Sí.

– ¿Por qué no me informaste? Siendo así, no habría dicho ciertas cosas.

– Tal vez era necesario decirlas, Briseida. Te pegué y un hombre nunca debe golpear a una mujer ni a un niño, a ningún ser débil. Cuando los hombres abandonaron la Antigua Religión fue parte del trato por el que los dioses les dieron derecho a gobernar.

– No me pegaste a mí sino a tu demonio -repuso ella sonriente-, y al golpearme lo expulsaste de tu interior. El resto de tu vida te pertenece a ti, no a Patroclo, y me alegro de ello.

Sentí que el cansancio me abandonaba y me apoyé en un codo para contemplarla. La lamparita hubiera sido amable con cualquier mujer, pero como ella no tenía tacha alguna, le confería el aura de una diosa, bruñía su blanco cutis con una tenue tonalidad dorada, enriquecía los destellos cobrizos de sus cabellos y daba brillos de ámbar líquido a sus ojos. Vacilante, le pasé los dedos por la mejilla y seguí una línea hasta su boca, hinchada por el impacto de mi mano. Su garganta formaba un hueco en la sombra, sus senos me enloquecieron y sus piececitos fueron el fin de mi mundo.

Y, puesto que por fin había reconocido cuán intensamente la necesitaba, encontré en ella cosas que superaban mis sueños. Si en el pasado había intentado conscientemente complacerla, ahora sólo pensaba en ella como una extensión de mi propio ser. Descubrí que lloraba, sus cabellos estaban mojados bajo mi rostro, sus manos se relajaron y buscaron inseguras las mías para estrecharlas en doloroso consuelo, sus manos en las mías sobre nuestras cabezas en la almohada que compartíamos.

Así fue como Héctor residió de nuevo en el palacio de sus antepasados, pero en esta ocasión sin saberlo. Por medio de Ulises nos enteramos de que Príamo había hecho caso omiso del orden sucesorio entre sus restantes hijos y que había escogido al jovencísimo Troilo como nuevo heredero. Según algunos troyanos, ni siquiera alcanzaba la edad del consentimiento; un término que nosotros desconocíamos y que no utilizábamos, pero que, al parecer, según Ulises, constituía el concepto troyano de madurez.

La decisión había tropezado con una gran oposición. El propio Troilo rogó al rey que nombrase heredero a Eneas. Ello incitó a Príamo a pronunciar una diatriba contra el dárdano, que concluyó cuando Eneas abandonó airado el salón del trono. Deífobo estaba sumamente enojado, así como Heleno, el joven hijo-sacerdote, que le recordó a Príamo el oráculo según el cual Troilo sólo salvaría la ciudad si vivía para alcanzar la edad del consentimiento. Príamo insistía en que Troilo ya la había alcanzado y ello confirmó la ambigüedad del término en la mente de Ulises. Heleno siguió rogándole al rey que cambiara de idea pero él se negó. Troilo fue designado heredero y nosotros comenzamos a afilar nuestras espadas en la playa.

Los troyanos dedicaron doce días a llorar la muerte de Héctor. Durante ese tiempo llegó Pentesilea, reina de las amazonas, con diez mil guerreras a caballo. Otra razón para que afilásemos nuestras armas.

La curiosidad engrasó nuestras piedras de amolar porque aquellas peculiares criaturas vivían completamente dedicadas a Artemisa la doncella y a un Ares asiático. Residían en las fortalezas de Escitia, al pie de las montañas de cristal que traspasan el techo del mundo; cabalgaban en enormes caballos por los bosques, donde cazaban y merodeaban en nombre de la doncella. Existían bajo el pulgar de la diosa tierra en su primera triple entidad -doncella, madre, anciana-, y gobernaban a sus hombres como las mujeres en nuestra parte del mundo antes de que la Nueva Religión sustituyera a la Antigua. Porque los hombres habían descubierto un hecho vital: que la semilla masculina era tan necesaria para la procreación como la mujer que cultivaba el fruto. Hasta que se realizó tal descubrimiento, el hombre estaba considerado como un lujo costoso.

La sucesión de las amazonas radicaba totalmente en la línea femenina; sus hombres eran bienes muebles que ni siquiera iban a la guerra. Los primeros quince años de la vida de una mujer después de haber alcanzado sus reglas estaban exclusivamente dedicados a la diosa doncella. Luego se retiraba del ejército, tomaba esposo y engendraba hijos. Sólo la reina se mantenía célibe, aunque renunciaba al trono durante el mismo tiempo en que las restantes mujeres abandonaban el servicio de Artemisa la doncella y, en lugar de tomar esposo, caía bajo el hacha como sacrificio para su pueblo.

Lo que ignorábamos acerca de las amazonas nos lo contó Ulises; parecía tener espías por doquier, incluso al pie de las montañas de cristal de Escitia. Aunque, desde luego, lo que más nos consumía era el hecho de que las amazonas cabalgaran en caballos. Nadie más lo hacía; ni siquiera en el lejano Egipto. Era difícil sentarse en un caballo porque tenían la piel resbaladiza y las mantas no podían sujetarse sobre ella; la única parte que solía utilizarse del animal era la boca, en la que podía introducirse un bocado unido a un arnés y a las riendas. Por consiguiente, la gente los utilizaba para arrastrar carros. Ni siquiera podían emplearse para tirar de las carretas porque el yugo los estrangulaba. ¿Cómo podían pues cabalgar en aquellos animales para conducirlos a la lucha?

Mientras los troyanos lloraban a Héctor nosotros descansamos preguntándonos si alguna vez volveríamos a verlos fuera de sus murallas. Ulises seguía confiando en que saldrían pero los demás no estábamos tan seguros.

El día decimotercero me vestí la armadura que Ulises me había regalado y descubrí que era mucho más ligera. Cruzamos los caminos superiores entre la oscuridad del alba; infinitas hileras de hombres avanzando con dificultades por la llanura mojada por el rocío, con algunos carros al frente. Agamenón había decidido instalar sus tropas en un frente de una media legua desde la muralla troyana adyacente a la puerta Escea.

Nos estaban aguardando, no tantos como antes, pero más numerosos que nosotros. La puerta Escea ya estaba cerrada.

La horda de las amazonas estaba situada en el centro de la vanguardia troyana; mientras aguardaba a que nuestras alas concluyeran su formación, me senté en el borde lateral de mi carroza y las estuve observando. Montaban en grandes bestias peludas de una raza que me era desconocida, con feas cabezas aquilinas, crines y colas peladas y cascos peludos. Eran de color uniformemente bayo o castaño, salvo uno de ellos de un blanco precioso situado en el centro, que sin duda pertenecería a la reina Pentesilea. Pude observar la habilidad con que se sostenían sobre sus monturas; ¡muy inteligente! Cada guerrera acomodaba sus nalgas y caderas en una especie de estructura de cuero sujeta bajo el vientre del caballo, de modo que se mantenía firmemente en su sitio.

Aunque lucían cascos de bronce, por lo demás iban ataviadas con cuero resistente y se cubrían desde la cintura hasta los pies con una especie de tubos también de cuero atados con correas desde los tobillos hasta las rodillas. Calzaban suaves botines. Las armas preferidas eran evidentemente el arco y las flechas, aunque algunas ceñían espadas.

En aquel momento sonaron los cuernos y tambores que anunciaban el inicio de la batalla. De nuevo me erguí en mi puesto empuñando a Viejo Pelión, cubriendo cómodamente mi hombro izquierdo con el escudo. Agamenón había concentrado todos sus carros, lamentablemente escasos, en la vanguardia, frente a las amazonas.

Las mujeres se precipitaron entre los carros de guerra vociferando como harpías. Las flechas brotaban de sus cortos arcos, volaban sobre nuestras cabezas mientras permanecíamos en nuestros carros y caían en el suelo entre la infantería que nos seguía. La constante lluvia mortal trastornó incluso a mis mirmidones, no acostumbrados a luchar contra un adversario que atacaba desde cierta distancia, lo que impedía una represalia instantánea. Reuní mi reducido grupo de carros de guerra y obligué al enemigo a alejarse utilizando a Viejo Pelión, desviando las flechas con mi escudo y gritando a los demás que hicieran lo mismo. ¡Qué extraordinario! ¡Aquellas extrañas mujeres no dirigían sus dardos a nuestros caballos!

Con expresión grave, observé a Automedonte, que luchaba con el tronco de caballos y que cruzó su mirada con la mía.

– Del resto del ejército dependerá dar buena cuenta hoy de los troyanos -dije-. Consideraré bien librada la batalla si podemos resistir a esas mujeres.

Asintió al tiempo que desviaba el carro para esquivar a una guerrera que lanzaba su corcel hacia nosotros, un animal de recios y potentes remos delanteros que agitaba con violencia unos cascos enormes, capaces de destrozar un cráneo humano. Le arrojé una lanza y silbé satisfecho al verla derribada de su montura y pateada por ella. Entonces guardé a Viejo Pelión y empuñé mi hacha.

– No te alejes, voy a apearme.

– ¡No lo hagas, Aquiles! ¡Te harán papilla!

Me reí de él. Era mucho más fácil en el suelo, y transmití la orden a los mirmidones.

– Olvidad el tamaño de los corceles y meteos bajo sus patas. No matarán a nuestros caballos, pero nosotros sí acabaremos con los suyos. Derribar a un caballo es tan provechoso como a su jinete.

Los mirmidones siguieron mi ejemplo sin vacilar. Algunos fueron mutilados y golpeados bajo los corceles de las amazonas, pero la mayoría se mantuvieron firmes entre el aluvión de flechas mientras abrían los velludos vientres, esquivaban las patas y retorcían cuellos equinos. Como eran hábiles y rápidos porque mi padre y yo nunca habíamos puesto trabas a sus iniciativas o diversas habilidades, se desenvolvieron perfectamente y obligaron a las amazonas a realizar una precipitada retirada. Fue una victoria costosa, pues el campo quedó sembrado de mirmidones muertos. Pero por el momento habíamos vencido y estaban entusiasmados y dispuestos a matar a más amazonas junto con sus cabalgaduras.

Salté de nuevo junto a Automedonte y fuimos en busca de la propia Pentesilea. ¡Allí estaba! ¡En medio de sus mujeres tratando de reunirlas! Le hice señas a mi auriga.

– ¡Adelante! ¡A por la reina!

Arremetí contra sus filas en mi carro sin darles tiempo a que se prepararan. Las flechas nos alcanzaban por igual y Automedonte se echó al hombro su escudo para protegerse. Pero no logré aproximarme bastante para atacarla. En tres ocasiones consiguió alejarse de nosotros esforzándose sin cesar por reconstruir sus líneas. Automedonte jadeaba y sollozaba, incapaz de dirigir mis tres sementales blancos como lo hacía Patroclo.

– ¡Dame las riendas! -le ordené.

Sus nombres eran Janto, Balio y Podargo y los llamé a cada uno por su nombre rogándoles que me correspondieran con todo su entusiasmo. Me escucharon, aunque Patroclo no se hallaba presente para responder por ellos. ¡Oh, era excelente! ¡Podía pensar en él sin sentirme culpable!

Los corceles arremetieron de nuevo contra las filas enemigas sin necesidad de utilizar el látigo, con suficientes arrestos para apartar a los caballos de las amazonas. Lancé mi grito de guerra, le entregué las riendas a Automedonte y así a Viejo Pelión. La reina Pentesilea se hallaba a mi alcance, cada vez más próxima, mientras entre sus guerreras reinaba cada vez el mayor desorden. ¡Pobre mujer, carecía del don de la estrategia! Cada vez nos hallábamos más próximos… Tuvo que hacer virar a un lado a su yegua blanca para evitar estrellarse contra mi tronco de caballos. Sus claros ojos relampaguearon y su costado presentó un perfecto blanco para Viejo Pelión. Pero no pude lanzarlo; la saludé y ordené la retirada.

Un corcel sin su jinete -todos parecían yeguas- se había quedado inmovilizado, enredadas las patas con las riendas que pisaba con uno de sus cascos. Cuando Automedonte pasó por su lado me incliné a recogerlas de un tirón y obligué al animal a seguirnos.

Una vez lejos de aquella confusión salté del carro y examiné el caballo de la amazona. ¿Le agradaría el olor masculino? ¿Cómo podría sentarme en aquella estructura de cuero?

Automedonte palideció.

– ¿Qué haces, Aquiles? -me dijo.

– Ella no temía morir, merece mejor muerte. Combatiré con Pentesilea como con una igual, su hacha contra la mía, a lomos de un caballo.

– ¿Estás loco? ¡No sabemos cabalgar en estos animales!

– De momento no, ¿pero no crees que aprenderemos después de ver cómo lo consiguen ellas?

Monté a lomos de la yegua utilizando la rueda de mi carro como estribo, los ángulos de la estructura habían sido firmemente anudados, lo que significaba que tendría grandes problemas para lograr introducirme en él porque era demasiado pequeño. Pero una vez allí me quedé asombrado. ¡Era tan fácil permanecer erguido y equilibrado! La única dificultad consistía en mis piernas, que pendían sin apoyo. Mi yegua temblaba pero por fortuna parecía haber encontrado un animal de naturaleza tranquila. La golpeé en la espaldilla, tiré de las riendas para obligarla a volverse y me obedeció sin dificultades. Ya montaba a caballo; era el primer hombre en el mundo que lo lograba.

Automedonte me tendió el hacha, pero era imposible cargar con el escudo de tamaño natural. Uno de mis soldados corrió sonriente a entregarme un pequeño escudo de las amazonas.

Los mirmidones me siguieron con alaridos de entusiasmo. Cargué contra el centro de las mujeres guerreras dirigiéndome hacia la reina. Mi montura se movía como un caracol entre el gentío, pero se había acostumbrado a mí. Tal vez el peso excesivo la acobardaba.

Al ver a la reina le dirigí mi grito de guerra.

La mujer me devolvió un grito singular semejante a un aullido y se volvió para enfrentarse conmigo entre la multitud espoleando a su blanca yegua con las rodillas -aprendí un nuevo truco- mientras se colgaba el arco en la espalda y empuñaba en la diestra una hacha dorada. Ante una brusca orden suya sus guerreras se replegaron hasta formar un semicírculo, y mis mirmidones formaron otro entusiasmados. La batalla debía de sernos favorable en otras partes del campo, porque entre los observadores mirmidones vi tropas pertenecientes a Diomedes y el moreno y desagradable rostro de su primo Tersites. ¿Qué hacía Tersites allí? Era el jefe que compartía el mando de los espías de Ulises.

– ¿Eres Aquiles? -me preguntó la reina en un griego atroz.

– ¡Lo soy!

Se aproximó al trote con el hacha apoyada en la espaldilla de la yegua y manteniendo firme el escudo. Como me sabía inexperto en esta nueva forma de duelo, decidí dejar que utilizara ella primero sus ardides, confiando en mi buena suerte para eludir las dificultades hasta que me sintiera más cómodo. Ella lanzó su corcel a un lado y giró como un relámpago, pero yo me aparté a tiempo y detuve el golpe con el escudo de piel de toro deseando que fuese de hierro y de aquel tamaño. Su hoja se hundió profundamente y cruzó el cuero con tal limpieza como si cortara queso. No era una estratega pero sabía luchar. También era experta mi yegua castaña, que parecía saber antes que yo cuándo debía girar.

Ya aleccionado, blandí el hacha y erré el golpe por una pequeña fracción. Luego intenté su propio ardid y me estrellé contra su montura. Abrió los ojos asombrada y se rió de mí por encima de su escudo. Ya acostumbrados el uno al otro, intercambiamos golpes cada vez con mayor rapidez, las hachas resonaban y echaban chispas. Sentí la fuerza de su brazo y reconocí su consumada pericia. Su hacha era mucho menor que la mía, concebida para ser utilizada por una sola mano, lo que la convertía en un enemigo muy peligroso. Lo mejor que yo podía hacer con mi arma era asirla por el mango mucho más cerca del filo de lo que solía y utilizar para ello tan sólo mi diestra. Mantuve a la reina a la derecha y la obligué a forzar sus músculos mientras detenía cada una de sus acometidas con una fuerza que la agitaba hasta los tuétanos.

Podía haberla superado largamente por mi fortaleza pero odiaba ver su orgullo humillado. Pensé que era mejor concluir con aquella situación de una forma rápida y honrosa. Cuando comprendió que su suerte estaba echada, fijó sus ojos en los míos y asintió de una manera tácita, pero aún intentó una última y desesperada estratagema. El caballo blanco se encabritó retorciéndose mientras caía y chocaba con mi montura con tal ímpetu que la hizo tropezar y le resbalaron los cascos. Mientras la sostenía con la voz, la mano izquierda y los talones, el hacha de mi enemiga descendió. Yo levanté a mi vez la mía para detenerla y desviarla a un lado, y entonces no vacilé. Su costado estaba descubierto y mi hoja se hundió en él como si fuera de arcilla. Puesto que no me fiaba de ella mientras se mantuviera en pie, arranqué el arma rápidamente, pero su mano, que tanteaba en busca de la daga, carecía de fuerzas y regueros de color escarlata se deslizaban sobre el pelo blanco de la yegua. La mujer se tambaleó. Me apeé para recogerla antes de que cayera al suelo.

Su peso me hizo desplomarme también y me arrodillé con su cabeza y hombros en los brazos mientras trataba de tomarle el pulso. Aún no había muerto, pero su sombra estaba a punto de abandonarla. Me miró con sus ojos de un azul tan claro como el agua bajo los rayos del sol.

– Rogué por que fueses tú -me dijo.

– El rey debe morir a manos del enemigo más digno y tú eres la reina de Escitia -le respondí.

– Te agradezco que concluyeras tan de prisa para que no se advirtiera mi inferioridad de fuerzas y te absuelvo de mi muerte en nombre de la Doncella Arquera.

Sufrió un estertor mortal pero siguió moviendo los labios. Me incliné para a escuchar sus palabras.

– Cuando la reina muere bajo el hacha debe insuflar su último aliento en boca de su ejecutor, que reinará después de ella.

Aunque la interrumpió la tos se esforzó por proseguir.

– Toma mi aliento. Toma mi espíritu hasta que también tú seas una sombra y yo deba reclamártelo.

Pese a tener la boca llena de sangre me transmitió su aliento con sus últimas fuerzas y murió. Roto el hechizo, la deposité cuidadosamente en el suelo y me levanté. Sus guerreras arremetieron contra mí con gritos de dolor y desesperación, pero los mirmidones se interpusieron entre nosotros y tuve la oportunidad de salir del campo con mi yegua e ir al encuentro de Automedonte. Aquella estructura de madera y cuero era un premio más valioso que los rubíes.

– ¡Qué espectáculo has dado a la multitud, Aquiles! -dijo alguien a mis espaldas-. Estoy seguro de que pocos hombres, y desde luego menos mujeres, habían visto nunca hacer el amor con un cadáver.

Automedonte y yo nos volvimos en redondo sin apenas dar crédito a nuestros oídos y nos encontramos con Tersites, el espía, que sonreía con desdén y afectación. ¿Tan intenso era el desprecio que el ejército me profesaba que alguien como Tersites podía expresar sus sucios pensamientos en mi cara y considerarse a salvo?

– ¡Qué pena que cargaran contra ti y no pudieras concluir tu faena! -se burló-. Confiaba en echar una mirada a tu arma más poderosa.

Alcé la mano temblando de fría ira.

– ¡Lárgate, Tersites! ¡Ve a esconderte tras tu primo Diomedes o Ulises, que tira de tus cuerdas!

Giró sobre sus talones y me dijo:

– La verdad duele, ¿no?

Le golpeé con el brazo y el dolor me llegó hasta la unión con el hombro mientras que le propinaba un puñetazo a un lado del cuello, exactamente debajo del casco. Se desplomó como una piedra y se retorció en el suelo igual que una serpiente. Automedonte lloraba de rabia.

– ¡Qué perro! -exclamó arrodillándose junto a él-. ¡Le has roto el cuello, Aquiles! ¡Está muerto! ¡Le has dado su merecido!

Derrotamos a las amazonas porque su corazón había muerto con Pentesilea; siguieron combatiendo para encontrar la muerte en aquella primera incursión en el mundo de los hombres. Cuando me fue posible traté de localizar el cadáver de su reina, pero no lo encontré por ninguna parte. Al finalizar aquella jornada se presentó ante mí uno de mis mirmidones y me dijo:

– ¡Señor, he visto cómo se llevaban el cadáver de la reina del campo de batalla!

– ¿Dónde? ¿Quién?

– El rey Diomedes. Se presentó con algunos soldados, la desnudó, ató su cuerpo por los talones a su carro y marchó arrastrándola y llevándose su armadura.

¿Diomedes? Apenas podía creerlo, pero cuando los hombres comenzaban a recoger el campo acudí a enfrentarme con él.

– ¿Te llevaste mi trofeo, el cadáver de la reina amazona, Diomedes?

– ¡Sí! -respondió furioso-. ¡La he arrojado al Escamandro!

– ¿Por qué? -inquirí sin perder la corrección.

– ¿Por qué no? Tú asesinaste a mi primo Tersites, uno de mis hombres vio cómo lo derribabas cuando te volvía la espalda. ¡Mereces perder a la reina y su armadura!

Apreté los puños rabioso.

– Te has apresurado, amigo mío. Busca a Automedonte y pregúntale qué me dijo Tersites.

Fui en busca de la reina acompañado de algunos soldados con escasas esperanzas de encontrarla. El Escamandro volvía a bajar con sus aguas sucias y crecidas. Durante los doce días que había durado el funeral de Héctor habíamos reparado las orillas del río para mantener seco el campamento y luego había vuelto a llover sobre el monte Ida.

Reinaba la oscuridad. Encendimos antorchas y vagamos arriba y abajo de la orilla buscando entre los matorrales y los sauces. De pronto alguien gritó. Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido forzando la vista. La mujer se encontraba en el río balanceándose, sujeta tan sólo por una larga y rubia trenza en una rama del mismo olmo al que yo me había aferrado para salvar la vida. La saqué de las aguas, la envolví en una manta y la tendí sobre su propia yegua blanca, que Automedonte había encontrado vagabundeando por el solitario campo y llorando por ella.

Cuando regresé a casa Briseida me estaba aguardando.

– Querido, Diomedes ha estado aquí y ha dejado un paquete para ti. Ha dicho que venía a presentarte sus sinceras disculpas y que él hubiera hecho lo mismo con Tersites.

Me había enviado las pertenencias de Pentesilea. De modo que la enterré en la misma tumba que a Patroclo, tendida en igual posición que el rey guerrero, con su armadura y una máscara de oro que le cubría el rostro y con su blanca yegua a los pies para que entrara sobre su montura en el reino de los muertos.

A la mañana siguiente no vimos ni rastro de los troyanos y tampoco un día después. Acudí a visitar a Agamenón preguntándome qué sucedería ahora. Lo acompañaba Ulises, tan alegre y confiado como siempre.

– Nada temas, Aquiles, volverán a salir. Príamo aguarda a Memnón, que viene con muchas y excelentes tropas hititas compradas al rey Hattusilis. Sin embargo, mis agentes me informan de que los hititas aún se encuentran a media luna de distancia y entretanto debemos resolver un problema más urgente. ¿Quieres explicárselo, señor? -dijo dirigiéndose a Agamenón.

El astuto individuo sabía exactamente cuan político era mostrarle deferencia a un gran soberano.

– Desde luego -repuso éste, altanero-. Hace ocho días que debía haber llegado un barco de suministro desde Aso, Aquiles. Sospecho que se habrá producido un ataque de los dárdanos. Quisiera que acudieras al frente de un ejército a ver qué sucede allí. No podemos permitirnos enfrentarnos a Memnón y a sus hititas con los vientres vacíos, pero tampoco podemos luchar contra ellos con escasos soldados. ¿Podrías solucionar la situación en Aso y regresar rápidamente?

Hice una señal de asentimiento.

– Sí, señor. Me llevaré diez mil hombres, pero no mirmidones. ¿Tengo tu permiso para reclutar los que crea conveniente?

– Desde luego, desde luego.

Se hallaba de excelente humor.

La situación en Aso era muy similar a la prevista por Agamenón. Los dárdanos habían sitiado nuestra base y disfrutamos de algunas luchas enconadas hasta que logramos escapar de nuestros muros defensivos y derrotarlos en terreno abierto. Era un ejército desigual, variopinto y políglota; desde algún lugar, probablemente en toda la costa, quienquiera que reinara en la arruinada Lirneso actualmente había reunido a quince mil hombres. Con toda probabilidad habían sido destinados a Troya, pero no habían podido resistir la tentación que Aso les ofrecía en su camino. Los muros los habían mantenido en el exterior y yo había llegado demasiado pronto para que se produjera una brecha, por lo que no consiguieron nada y tampoco llegaron jamás a Troya.

A los cuatro días habíamos concluido con aquella tarea; el quinto volvimos a zarpar de regreso. Pero los vientos y las corrientes nos fueron adversos todo el camino, por lo que era noche oscura del sexto día cuando desembarcábamos en Troya. Fui directamente a casa de Agamenón y por el camino descubrí que el ejército había realizado alguna acción importante en mi ausencia.

Me encontré con Áyax en el pórtico y lo llamé, ansioso de conocer los detalles.

– ¿Qué ha sucedido? -inquirí.

– Memnón llegó antes de lo esperado con diez mil efectivos hititas. ¡Y cómo luchan, Aquiles! -repuso disgustado-. En cuanto a nosotros, debíamos de estar cansados. Aunque contábamos con ventaja numérica y con los mirmidones en el campo, nos obligaron a refugiarnos tras nuestro muro al oscurecer.

Señalé con la cabeza hacia las puertas cerradas.

– ¿Recibe el rey de reyes?

– ¡Déjate de ironías, primo! -repuso Áyax con una sonrisa-. No se siente muy bien… como siempre tras sufrir un revés. Pero sí que recibe.

– Ve a dormir, Áyax. Mañana los venceremos.

Agamenón parecía muy cansado. Aún se hallaba sentado ante la mesa donde había cenado y sólo le acompañaban Néstor y Ulises. Apoyaba la cabeza en sus brazos, pero la levantó en cuanto entré y me senté.

– ¿Has concluido en Aso? -preguntó.

– Sí, señor. Las naves de abastecimiento llegarán mañana, pero los quince mil hombres destinados a Troya no vendrán.

– ¡Excelente! -exclamó Ulises.

Néstor no pronunció palabra, ¡algo insólito en él! Lo miré y me quedé sorprendido. Llevaba la barba y los cabellos descuidados y tenía los ojos enrojecidos. Al advertir mi mirada movió un brazo en el aire y por sus arrugadas mejillas comenzaron a rodar las lágrimas.

– ¿Qué sucede, Néstor? -le pregunté dulcemente.

Imaginaba lo que había ocurrido. Néstor contuvo un instante el aliento y se estremeció en un sollozo.

– ¡Oh Aquiles! ¡Antíloco ha muerto!

Me cubrí los ojos.

– ¿Cuándo?

– Hoy, en el campo de batalla. ¡Ha sido por mi culpa, por mi culpa!… Acudió en mi ayuda y Memnón lo mató con una lanza. ¡Ni siquiera puedo ver su rostro! La lanza le entró por el occipucio e hizo pedazos su faz al surgir por la boca. ¡Era tan hermoso, tan hermoso!

Apreté los dientes con rabia.

– ¡Memnón lo pagará, Néstor, lo juro! ¡Por mis votos al río Esperqueo que lo haré!

Pero el anciano negó abatido con la cabeza.

– ¡Y qué importa eso, Aquiles! Antíloco ha muerto. El cadáver de Memnón no podrá devolvérmelo. He perdido cinco hijos en esta maligna llanura… cinco de mis siete hijos. Y Antíloco era el más querido de todos. Ha muerto a los veinte años y yo sigo vivo y rondando los noventa. Las decisiones de los dioses son injustas.

– ¿Acabaremos mañana con ello? -le pregunté a Agamenón.

– Sí, mañana -respondió-. ¡Estoy asqueado de Troya! No soportaría pasar otro invierno aquí. No recibo noticias de mi casa… mi esposa no envía jamás ningún mensajero ni tampoco Egisto. Yo sí los envío y al regresar me dicen que todo va bien en Micenas. ¡Pero ansio regresar al hogar! Quiero ver a Clitemnestra, a mi hijo, a mis otras dos hijas. -Miró a Ulises-. Si en otoño aún no ha caído Troya, regresaré a mi patria.

– Troya caerá en otoño, señor -respondió con un suspiro aquel hombre frío y duro como el hierro que mostraba señales de cansancio en sus grises ojos-. También yo estoy harto de Troya. Si tengo que permanecer ausente de ítaca durante veinte años prefiero pasar la segunda década en cualquier lugar que no sea la Tróade. Prefiero enfrentarme a una combinación de sirenas, harpías y brujas que a los enojosos troyanos.

– Las sirenas, harpías y brujas combinadas no sabrán lo que les espera cuando tengan que tratar contigo, Ulises. Pero eso no me importa. Troya es el fin de mi mundo -le respondí.

Ulises, conocedor de las profecías, guardó silencio y se limitó a contemplar su copa de vino.

– Prométeme una cosa, Agamenón -le dije.

Volvía a apoyar la cabeza en los brazos.

– Lo que quieras.

– Entiérrame en la roca con Patroclo y Pentesilea y cuida de que Briseida se case con mi hijo.

– ¿Ha llegado tu hora, Aquiles? -preguntó Ulises, inquieto.

– No lo creo así, pero no tardará en llegar. -Le tendí la mano-. Prométeme que le entregarás mi armadura a mi hijo.

– Eso ya te lo he prometido. La tendrá.

Néstor se enjugó los ojos y se sonó con la manga.

– Todo se hará como tú deseas, Aquiles -dijo.

Se mesó los cabellos con dedos temblorosos y añadió:

– ¡Ojalá dios me llamara! He rogado una y otra vez, pero no me escucha. ¿Cómo regresar a Pilos sin todos mis hijos? ¿Qué les diré a sus madres?

– Regresarás, Néstor -le dije-. Aún te quedan dos hijos. Cuando te encuentres tras tus bastiones y contemples la playa arenosa, Troya se desvanecerá como un sueño. Recuerda a los que caímos y sirve libaciones por nosotros.

Decapité a Memnón y tiré su cadáver a los pies de Néstor. Aquel día cobramos nuevos ánimos, el efímero resurgir troyano concluyó. Se retiraron lentamente por la llanura mientras yo, con una agonía extraña en mi interior, mataba sin descanso. Se me dormía el brazo aunque el hacha se hundía con frecuencia y sin piedad. Pero, mientras me abría paso entre lo mejor que podía ofrecer el rey Hattusilis de los hititas hasta el altar bañado en sangre que era Troya, me sentía enfermar ante tamaña carnicería. En mi fuero interno sentía suspirar una voz, pensé que la de mi madre, confusa por las lágrimas.

Al concluir la jornada rendí homenaje a Néstor y asistí a los últimos ritos en honor de Antíloco. Tendimos al muchacho junto a sus cuatro hermanos en la cámara rocosa reservada para la casa de Neleo y arrojamos a Memnón a sus pies como un perro. Pero me resultaba insoportable pensar en los juegos fúnebres y en el festín, por lo que me escabullí.

Briseida, como de costumbre, me aguardaba.

– Siempre disipas mis pesares -le dije tomando su rostro entre mis manos.

– Siéntate y acompáñame -me dijo.

Me senté pero me sentía incapaz de hablarle, una horrible frialdad se infiltraba en mi corazón. Ella siguió charlando con alegría hasta que me miró y su animación se extinguió.

– ¿Qué sucede, Aquiles? -me dijo.

Moví la cabeza en silencio y me levanté para salir al exterior, donde permanecí con la cabeza erguida ante los infinitos límites del cielo.

– ¿Qué sucede, Aquiles? -repitió.

– ¡Oh Briseida! ¡Me siento destrozado hasta las mismas raíces! ¡Nunca hasta este momento había sentido el viento con tanta viveza, percibido con tal intensidad el olor de la vida, visto las estrellas tan claras, tan tranquilas!

– Vamos adentro -me apremió tirándome de la manga.

Me dejé conducir hasta una silla y me senté mientras ella se instalaba a mis pies y se abrazaba a mis rodillas mirándome al rostro.

– ¿Se trata de tu madre, Aquiles?

Le cogí la barbilla y le sonreí.

– No, mi madre me ha dejado para siempre. La he oído despedirse de mí llorando en el campo de batalla. Me llaman, Briseida. El dios me llama por fin. Siempre me he preguntado cómo sería, nunca, ni por un instante imaginé que sentiría esta extrema conciencia de la vida. Creí que todo sería gloria y regocijo, algo que me transportaría físicamente en mi última batalla. Pero es una sensación tranquila y misericordiosa, me siento en paz. No hay demonios de años desaparecidos ni temor por el futuro. Mañana concluirá; mañana dejaré de existir. El dios ha hablado. No volverá a dejarme.

Ella se disponía a protestar pero la interrumpí con un ademán.

– Un hombre debe partir con elegancia, Briseida. Es el dios quien lo desea, no yo. Y no soy Heracles ni Prometeo para resistirme a él sino un ser mortal. He vivido treinta y un años y he visto y he sentido más que la mayoría de hombres que han sido cien veces testigos de cómo se volvían de oro las hojas de los árboles. No deseo sobrevivir a las murallas de Troya. Todos los grandes guerreros morirán aquí. ¡Áyax, Áyax! ¡Áyax!… No sería adecuado que yo sobreviviera. Me enfrentaré a las sombras de Patroclo e Ifigenia al otro lado del río y todo habrá desaparecido. Nuestros odios y nuestros amores pertenecen al mundo de los vivos… no puede existir nada tan fuerte en el mundo de los muertos. He hecho cuanto he podido. Ya no hay nada más. He rogado que mi nombre se perpetuara para ser cantado entre todas las generaciones venideras. Ésa es toda la inmortalidad a que cualquier hombre puede aspirar. El mundo de los muertos no te concede alegrías pero tampoco pesares. Si puedo combatir contra Héctor un millón de veces en los labios de los vivos, nunca moriré realmente.

Ella lloró sin cesar, su corazón de mujer no lograba vislumbrar cuan intrincada era la urdimbre del tiempo, de modo que no podía alegrarse conmigo. Pero existe un dolor muy profundo cuando incluso las lágrimas se secan. Por fin se quedó inmóvil y tranquila.

– Si tú mueres, también yo moriré -dijo entonces.

– No, Briseida, tú debes vivir. Reúnete con mi hijo Neoptólemo, cásate con él y dale los hijos que no hemos tenido. Néstor y Agamenón se han comprometido a cumplir mis deseos.

– Ni siquiera a ti puedo prometerte algo así. Me arrancaste de una vida y me diste otra, no puede existir una tercera. Debo compartir tu destino, Aquiles.

La levanté del suelo con una sonrisa.

– Cuando poses tu mirada en mi hijo pensarás de otro modo. Las mujeres estáis destinadas a sobrevivir. Sólo me debes una noche más. Luego te entregaré a Neoptólemo.

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