Capítulo VII

En aquel tercer año de la Gran Reconstrucción Soviética, el hotel «Odessa» no era la joya de la tosca industria turística de Moscú, pero tampoco era la pieza peor. Estaba destartalado, estaba ruinoso, era selectivo en sus favores. Ligado al rubio más que al dólar, carecía de refinamientos tales como bares funcionando con moneda extranjera y grupos de fatigados ciudadanos de Minnesota reclamando lacrimosamente sus desaparecidos equipajes. Estaba tan mal iluminado que las lámparas de bronce y las espadañas y el porticado comedor recordaba al viejo pasado en el momento de su derrumbamiento más que al fénix socialista emergiendo de las cenizas. Y cuando salía uno del temblequeante ascensor y desafiaba el ceño del conserje de piso, acurrucado en su garita y rodeado de ennegrecidas llaves de habitación y mohosos teléfonos, era probable que experimentase la impresión de haber regresado a las más perversas instituciones de su juventud.

Pero entonces la Reconstrucción no era todavía un medio visual. Se encontraba estrictamente en la fase auditiva.

Sin embargo, para los que la buscaban, el «Odessa» en aquellos tiempos tenía alma, y, con suerte, la sigue teniendo. Las buenas damas de recepción conservan un corazón amable tras sus miradas de acero; los porteros han llegado a permitir el paso al ascensor sin exigir el pasaporte por quinta vez en el mismo día. El encargado del restaurante, supuesto el estímulo adecuado, le conducirá a uno hasta su mesa y le gustará ver una buena cara a cambio. Y por las tardes, entre las seis y las nueve, el vestíbulo se convierte en una improvisada muestra de las cien naciones del Imperio. Administradores de Tashkent elegantemente vestidos, rubios maestros de escuela de Estonia, fieros funcionarios del Partido de Turkmenistán y Georgia, directores de fábrica de Kiev, ingenieros navales de Arkángel -por no hablar de cubanos, afganos, polacos, rumanos y un pelotón de alemanes orientales desaliñadamente arrogantes- salen de los charabanes que les han traído del aeropuerto y descienden de la luz de la calle a la amortiguadora oscuridad del vestíbulo para rendir su homenaje a Roma y desplazar metro a metro su equipaje en dirección a la tribuna.

Y Barley, renuente emisario de un imperio diferente, ocupó esa tarde su lugar entre ellos.

Primero se sentó, sólo para encontrarse con que una vieja dama le daba unos golpecitos en el hombro y le pedía el asiento. Luego remoloneó por el interior de un recinto contiguo hasta que se vio en riesgo de quedar bloqueado por un muro de maletas de cartón y paquetes marrones. Finalmente, se desplazó a la protección de una columna central y allí permaneció, excusándose a todo el mundo, viendo girar la puerta de cristales, mientras sujetaba contra el pecho Emma, de Jane Austen, y sostenía con la otra mano una horrible bolsa del aeropuerto de Heathrow.

Fue una buena cosa que Katya llegase para salvarle.

No había nada secreto en su entrevista, nada reservado en su comportamiento. Cada uno de ellos divisó al otro en el mismo instante, mientras Katya estaba atravesando todavía la puerta. Barley levantó un brazo, agitando a Jane Austen.

– ¡Hola, soy yo! ¡Blair! -gritó.

Katya desapareció y reapareció victoriosa. ¿Le oyó? Sonrió de todos modos y levantó los ojos hacia el cielo, en muda mímica, presentándole excusas por su retraso. Se echó hacia atrás un mechón de negros cabellos, y Barley vio los anillos de boda y de compromiso de Landau.

«Debería haberme visto tratando de escabullirme», le estaba ella diciendo por señas por encima de las cabezas. O: «Me ha sido completamente imposible encontrar un taxi.»

«No importa en absoluto», estaba respondiendo, también por señas, Barley.

Luego se desentendió por completo de él mientras fruncía el ceño y rebuscaba en su bolso la tarjeta de identidad para enseñársela al policía de paisano cuyo agradable trabajo aquella noche era interceptar a todas las damas atractivas que entraban en el hotel. Era una tarjeta roja lo que mostró, por lo que Barley adivinó que se trataba del Sindicato de Escritores.

Luego el propio Barley se distrajo mientras trataba de explicar en su pasable aunque trabajoso francés a un corpulento palestino que no, lo sentía, pero no era miembro del Grupo de Paz, muchacho, y, no, tampoco era el director del hotel y dudaba mucho que hubiese alguno.

Wicklow, que había observado estos hechos desde la zona media de la escalera, manifestó más tarde que nunca había visto un encuentro abierto mejor realizado.

Como actores, Barley y Katya iban vestidos para obras diferentes: Katya, para alta comedia, con su vestido azul y cuello de encaje antiguo que tanto le había gustado a Landau; y Barley, para comedia cómica inglesa, con un traje a rayas de su padre que le estaba demasiado corto de mangas y un par de desgastadas botas de ante de «Ducker», en Oxford, que sólo un coleccionista de antigüedades habría podido considerar como todavía espléndidas.

Cuando se reunieron se sorprendieron mutuamente. Después de todo, aún eran desconocidos, más próximos a las fuerzas que les habían llevado allí que cada uno al otro. Desechando el impulso de darle un beso de cortesía en la mejilla, Barley se encontró mirando con aturdimiento sus ojos, que no sólo eran muy oscuros y, al mismo tiempo, llenos de luz, sino que se hallaban también provistos de densas arias de sombra, de tal modo que no pudo por menos de preguntarse si no poseería un doble juego de pestañas.

Y, como Barley, por su parte, mostraba esa expresión indefiniblemente estúpida que asalta a ciertos ingleses en presencia de mujeres hermosas, Katya sospechó que su primera impresión por teléfono había sido correcta y que él era un tipo altivo.

Mientras tanto, se hallaban lo suficientemente cerca uno de otro como para percibir el calor de sus cuerpos, y Barley oler su maquillaje. A su alrededor continuaba la Babel de lenguas extranjeras.

– Usted es el señor Barley, creo -dijo ella, jadeante, y le apoyó la mano en el antebrazo, pues tenía la costumbre de tocar a las personas como para asegurarse de que eran reales.

– Sí, en efecto, el mismo, hola, y usted es Katya Orlova, amiga de Niki. Maravilloso que haya podido lograrlo. Una obra maestra de precisión. ¿Cómo está?

Las fotografías no mienten, pero tampoco dicen la verdad, estaba pensando Barley, viendo cómo se elevaba y descendía su pecho con su respiración. No captan el fulgor de una muchacha que parece como si acabara de presenciar un milagro y uno fuese la persona a la que hubiera decidido decírselo primero.

La bulliciosa muchedumbre que llenaba el vestíbulo le devolvió a la realidad. Nunca dos personas, por unidas que estuviesen, podrían haber sobrevivido durante mucho tiempo intercambiando cortesía en el centro de aquella agitación.

– Vamos a hacer una cosa -dijo, como si acabara de ocurrírsele de pronto una brillante idea-. ¿Por qué no tomamos un té? Niki me insistió en que derrochara mis atenciones con usted. Se conocieron en esa feria, me dijo. Excelente persona, un corazón de oro -continuó animadamente mientras la conducía hacia la escalera-. La sal de la tierra. Un pelma también, desde luego, pero ¿quién no lo es?

– ¡Oh!, el Landau es un hombre muy amable -dijo ella, hablando para Barley tanto como para el inidentificado auditorio, pero con tono muy persuasivo.

– Y digno de confianza -añadió aprobadoramente Barley mientras llegaban al rellano del primer piso. Ahora, también él por alguna razón, estaba jadeando-. Pídale a Niki que haga algo, y lo hace. A su manera, cierto. Pero lo hace y se guarda para sí lo que piensa. Siempre he considerado que ése es el signo de un buen amigo, ¿no le parece?

– Yo diría que sin discreción no puede haber amistad -respondió ella, como si citase una frase de un libro de preparación al matrimonio-. La verdadera amistad debe basarse en la mutua confianza.

Y Barley, al tiempo que reaccionaba cordialmente a tan profundo pensamiento, no pudo dejar de reconocer la similitud de sus cadencias con las de Goethe.

En una estancia encortinada había un mostrador de diez metros de largo con una sola bandeja de bizcochos sobre él. Detrás, tres corpulentas mujeres con uniformes blancos y cascos de plástico transparente habían montado guardia junto a un samovar de regimiento mientras discutían entre ellas.

– Y con un excelente criterio para juzgar un libro, el viejo Niki -observó Barley, insistiendo en el tema mientras ocupaban sus puestos ante la barrera de cuerda-. Bête intelectuelle, como dicen los franceses. Té, por favor, señoras. Maravilloso.

Las señoras continuaron arengándose unas a otras. Katya las miró con semblante inexpresivo. De pronto, para asombro de Barley, sacó su pase rojo y gruñó ferozmente -no había otra palabra para expresarlo-, con el resultado de que una de ellas se separó de sus compañeras lo suficiente para coger dos tazas de un estante y dejarlas caer malignamente sobre dos platillos como si estuviera cargando un viejo rifle. Todavía furiosa, llenó una enorme marmita. Y, habiendo sacado con nuevas muestras de cólera una moderna caja de cerillas, encendió el gas y depositó encima con fuerza la marmita antes de volver junto a sus camaradas.

– ¿Quiere un bizcocho? -preguntó Barley. ¿Foie gras?

– Gracias. Ya he tomado unos pastelillos en la recepción.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Estaban buenos?

– No ha sido muy interesante la cosa.

– ¿Pero eran amables los húngaros?

– Los discursos no eran importantes. Yo diría que eran banales. Yo culpo de ello a nuestro lado soviético. No nos sentimos relajados con los extranjeros, ni aunque sean de países socialistas.

Los dos se habían salido por un momento de los respectivos papeles. Barley se estaba acordando de una chica que había conocido en la Universidad, hija de un general, con una piel que parecía hecha de pétalos de rosa, y que vivía sólo para defender los derechos de los animales hasta que se casó precipitadamente con un caballerizo de la asociación local de cazadores. Katya estaba mirando sobriamente al extremo de la sala, donde una docena de mesas se hallaban dispuestas en ordenadas líneas. Junto a una de ellas se hallaba Leonard Wicklow, compartiendo una broma con un joven de su edad. En otra, un maduro Rittmeister con botas de montar bebía limonada en compañía de una muchacha con vaqueros y separaba los brazos como para describir sus perdidas fincas.

– No comprendo por qué no la invité a cenar -dijo Barley, mirándola de nuevo a los ojos con la sensación de hundirse en sus profundidades-. Supongo que es que uno no quiere ser demasiado audaz. No, a menos que pueda salirse con la suya.

– No habría sido conveniente -respondió ella, frunciendo el ceño.

La marmita empezó a silbar, pero las aguerridas mujeres siguieron de espaldas a ella.

– Siempre resulta difícil actuar por teléfono, ¿no le parece? -dijo Barley, por continuar la conversación-o Me refiero a estar dirigiéndose a una especie de flor de plástico, en lugar de un rostro humano. Personalmente, yo odio al estúpido cacharro ese, ¿usted no?

– ¿Odiar qué, perdón?

– El teléfono. Hablar a distancia. -La marmita empezó a rebosar sobre el gas-. Se hace uno las más estúpidas ideas sobre las personas cuando no puede verlas.

Adelante, se dijo a sí mismo. Ahora.

– Eso mismo le estaba diciendo el otro día a un editor amigo mío -prosiguió, con el mismo tono ligero-. Estábamos comentando una nueva novela que alguien me había enviado. Se la había enseñado de un modo estrictamente confidencial, y él había quedado muy impresionado. Dijo que era lo mejor que había visto en muchos años. Dinamita pura. -Los ojos de Katya estaban fijos en los suyos-. Pero es extraño no tener ninguna clase de imagen del autor -continuó alegremente-. Ni siquiera sé cómo se llama el tío. Y mucho menos de dónde saca toda su información, dónde aprendió su técnica y todo eso. ¿Comprende lo que quiero decir? Es como oír una música y no estar seguro de si es de Brahms o de Cole Porter.

Ella permanecía con el ceño fruncido. Había retraído los labios y parecía estar humedeciéndoselos dentro de la boca.

– Yo no considero que cuestiones tan personales sean apropiadas para un artista. Algunos escritores solamente pueden trabajar en la oscuridad. El talento es el talento. No necesita explicaciones.

– Bueno, el caso es que yo no estaba hablando de explicaciones, sino, más bien, de autenticidad -explicó Barley. Un leve vello seguía la línea del pómulo de la muchacha, pero, a diferencia de los cabellos, era de oro-. Quiero decir que usted ya sabe lo que es el mundo editorial. Si un tipo ha escrito una novela sobre las tribus montañesas del norte de Birmania, por ejemplo, uno tiene derecho a preguntar si ha estado alguna vez al sur de Minsk. Especialmente, si se trata de una novela realmente importante, como lo es ésta. Un éxito mundial en potencia, según mi amigo. En un caso así, yo creo que tiene uno derecho a insistir en que el autor se ponga en pie y declare sus cualificaciones.

Más audaz que las otras, la dama de más edad estaba echando agua hirviendo en el samovar. Otra estaba abriendo la caja. Una tercera colocaba raciones de té en una pequeña balanza. Buscando en sus bolsillos, Barley encontró un billete de tres rubios. Al verlo, la mujer de la caja prorrumpió en una furiosa diatriba.

– Supongo que quiere cambios -dijo estúpidamente Barley-. ¿No los queremos todos?

Luego vio que Katya había depositado treinta kopeks sobre el mostrador y se le formaban dos hoyuelos pequeñitos cuando sonreía. Cogió los libros y el bolso, y ella le siguió con las tazas en una bandeja. Pero cuando llegaron a la mesa, le habló con expresión desafiante.

– Si un autor está obligado a demostrar que dice la verdad, también lo está su editor -dijo.

– ¡Oh!, yo estoy decididamente a favor de la honradez. Cuanta más gente ponga sus cartas sobre la mesa, mejor nos irá a todos.

– Se me ha informado que el autor se inspiró en un poeta ruso.

– Pecherin -respondió Barley-. Muy respetado. Nacido en 1807 en Dymerka, provincia de Kiev.

Los labios de Katya estaban cerca del borde de su taza, y sus ojos bajos. Y Barley, aunque tenía muchas otras cosas en la mente, advirtió que su oreja derecha, emergiendo entre sus cabellos, se había tornado transparente a la luz vespertina que penetraba por la ventana.

– El autor se inspiró también en ciertas opiniones de un inglés acerca de la paz mundial -dijo ella, con suma gravedad.

– ¿Cree que le gustaría volver a entrevistarse con ese inglés?

– El dato es poco conocido y puede demostrarse.

– Bueno, al inglés sí que le gustaría entrevistarse con él -dijo Barley-. Tienen muchas cosas que decirse uno a otro. ¿Dónde vive usted?

– Con mis hijos.

– ¿Dónde están sus hijos?

Una pausa, durante la cual Barley experimentó de nuevo la incómoda sensación de haber violado alguna desconocida ética.

– Vivimos cerca de la estación de Metro de Aeropuerto. Ya no hay aeropuerto. Hay apartamentos. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en Moscú, señor Barley?

– Una semana. ¿La dirección de su apartamento?

– No es conveniente que se la dé. ¿Va a alojarse todo el tiempo aquí, en el hotel «Odessa»?

– A menos que me echen. ¿A qué se dedica su marido?

– No es importante.

– ¿Está en la actividad editorial?

– No.

– ¿Es escritor?

– No.

– ¿Qué es, entonces? ¿Compositor? ¿Guardia fronterizo? ¿Cocinero? ¿Cómo la mantiene a usted en el estilo a que está acostumbrada?

La había hecho reír de nuevo, cosa que pareció complacerle a ella tanto como a él.

– Era director de una empresa maderera -dijo.

– ¿De qué es director ahora?

– Su fábrica produce casas prefabricadas para zonas rurales. Estamos divorciados, como todo el mundo en Moscú.

– ¿Qué son sus hijos? ¿Niños? ¿Niñas? ¿Qué edad tienen?

Y eso puso fin a la risa. Por un momento Barley creyó que le iba a dejar allí plantado. Levantó la cabeza, su expresión se endureció y en sus ojos brilló una llamarada de ira.

– Tengo un niño y una niña. Son gemelos, de ocho años. Pero eso no es relevante.

– Habla usted un inglés espléndido. Mejor que el mío. Es como un agua cristalina.

– Gracias. Poseo una comprensión natural de las lenguas extranjeras.

– Es mejor que eso. Es extraordinario. Es como si el inglés se hubiera detenido en Jane Austen, ¿Dónde lo aprendió?

– En Leningrado. Fui allí a la escuela. El inglés es también mi pasión.

– ¿Dónde de fue a la universidad?

– En Leningrado también.

– ¿Cuándo vino a Moscú?

– Cuando me casé.

– ¿Cómo le conoció?

– Mi marido y yo nos conocíamos desde niños. Cuando estábamos en la escuela íbamos juntos a los campamentos de verano.

– ¿Cogían peces?

– Y conejos también -respondió ella, mientras su sonrisa iluminaba de nuevo la sala-. Volodya es un muchacho siberiano. Sabe dormir en la nieve, desollar un conejo y coger peces a través del hielo. En la época en que me casé con él yo estaba apartándome de los valores intelectuales. Pensaba que lo más importante que un hombre podía saber era cómo desollar un conejo.

– En realidad, me estaba preguntando cómo conoció usted al autor -explicó Barley.

La vio luchar contra su indecisión, observando lo fielmente que sus ojos reflejaban sus cambiantes emociones, ora aproximándose a él, ora retirándose. Hasta que la perdió por completo mientras ella se inclinaba bajo el nivel de la mesa, apartaba su mechón de pelo y cogía el bolso.

– Por favor, dele las gracias al señor Landau por los libros y por el té -dijo-. Yo se las daré personalmente la próxima vez que venga a Moscú.

– No se vaya, por favor. Necesito su consejo. -Bajó la voz y se puso muy serio de pronto-. Necesito sus instrucciones sobre qué hacer con ese extravagante manuscrito. No puedo actuar solo. ¿Quién lo escribió? ¿Quién es Goethe?

– Lo siento, pero tengo que volver junto a mis hijos.

– ¿No hay alguien cuidando de ellos?

– Naturalmente.

– Llame por teléfono. Diga que llegará tarde. Diga que ha conocido a un hombre fascinante que quiere hablar de literatura con usted toda la noche. Apenas nos conocemos. Necesito tiempo. Tengo montones de preguntas para usted.

Recogiendo los volúmenes de Jane Austen, echó a andar hacia la puerta. Y, como un vendedor persistente, Barley se puso a su lado.

– Por favor -dijo-. Escuche. Soy un piojoso editor inglés con algo así como diez mil cosas enormemente importantes que discutir con una bella mujer rusa. No muerdo, no miento. Venga a cenar conmigo.

– No es conveniente.

– ¿Será conveniente otra noche? ¿Qué debo hacer? ¿Encender un pebete? ¿Poner una vela en mi ventana? He venido aquí por usted. Ayúdeme a ayudarle.

Su súplica la había desconcertado.

– ¿Puede darme el número de su casa? -insistió.

– No es conveniente -murmuró ella.

Estaban bajando por la amplia escalera. Mirando al mar de cabezas, Barley vio a Wicklow y su amigo entre ellas. Agarró del brazo a Katya, no violentamente, pero con la fuerza suficiente, no obstante, para hacer que se detuviera.

– ¿Cuándo? -dijo.

Seguía agarrándola del brazo a la altura del bíceps, justo sobre la cara interna del codo, donde la carne era más firme y más prieta.

– Quizá le llame esta noche a última hora -respondió ella, cediendo.

– Quizá, no.

– Le llamaré.

Quedándose en la escalera. Barley vio cómo ella se aproximaba al borde de la multitud y, luego, parecía tomar aliento antes de extender los brazos y abrirse paso en dirección a la puerta. Estaba sudando. Un manto de humedad pendía sobre su espalda y sus hombros. Necesitaba un trago, Sobre todo, necesitaba desembarazarse del micrófono. Sentía deseos de destrozarlo en mil pedazos, pisotearlos y enviárselos a Ned por correo certificado y personal.

Wicklow, con su nariz ganchuda, subía las escaleras en dirección a él, sonriendo como un ladrón y diciendo algún despropósito acerca de una biografía soviética de Bernard Shaw.


Katya caminaba rápidamente, buscando un taxi, pero necesitando moverse. El cielo se había cubierto de nubes y no había estrellas, sólo las anchas calles y el resplandor de los arcos voltaicos que llegaba desde Petrovka. Necesitaba poner distancia entre Barley y ella. Un pánico nacido, no del miedo, sino de una violenta aversión. Amenazaba apoderarse de su persona. No debía haber mencionado a los gemelos. Él no tenía ningún derecho a derribar los muros de papel que se alzaban entre una vida y otra. No debía acosarla con preguntas burocráticas. Ella había confiado en él: ¿por qué no confiaba en ella?

Dio la vuelta a una esquina y continuó andando. Es un típico imperialista, falso, impertinente y receloso. Pasó un taxi sin hacerle caso. Un segundo taxi redujo la marcha el tiempo suficiente para oírle vocear su punto de destino y, luego, volvió a acelerar en busca de un encargo más lucrativo…, transportar prostitutas, trasladar muebles, repartir verduras, carne y vodka del mercado negro y maniobrar las trampas para turistas. Estaba empezando a llover, gotas grandes y bien dirigidas.

Su humor, tan fuera de lugar. Sus inquisiciones, tan impertinentes. Nunca volveré a acercarme a él. Debería coger el Metro, pero temía el confinamiento. Atractivo, naturalmente, como lo son muchos ingleses. Aquella graciosa tosquedad. Era ingenioso y, sin duda, sensitivo. No había esperado que fuera a acercarse tanto. O quizás era ella quien se había aproximado demasiado a él.

Siguió caminando, serenándose, buscando un taxi. Arreció la lluvia. Sacó del bolso un paraguas plegable y lo abrió. Fabricado en Alemania Oriental, regalo de un efímero amante del que no se había sentido orgullosa. Al llegar a un cruce, se disponía a bajar a la calzada cuando un muchacho en un «Lada» azul se detuvo a su lado. Ella no le había llamado.

– ¿Cómo va el negocio, hermanita?

¿Era un taxista, era un atracador? Montó y dio su dirección. El muchacho empezó a protestar. La lluvia retumbaba sobre el techo del vehículo.

– Es urgente -dijo, y le dio dos billetes de tres rublos-. Es urgente -repitió, y miró su reloj, al tiempo que se preguntaba si mirar relojes era algo que la gente hacía cuando se dirigía apresuradamente al hospital.

El muchacho parecía haberse tomado a pecho su causa. Estaba conduciendo y hablando a velocidad vertiginosa mientras la lluvia penetraba torrencialmente por su abierta ventanilla. Su madre, enferma en Novgorod, se había desmayado mientras cogía manzanas en lo alto de una escalera y había despertado con las dos piernas escayoladas, dijo. El parabrisas era un torrente de agua furiosamente arremolinada. No había parado para colocar los limpiaparabrisas.

– ¿Y qué tal está ahora? -preguntó Katya, anudándose un pañuelo en torno a la cabeza. Una mujer con prisa por llegar al hospital no se pone a charlar sobre la situación de otras, pensó.

El muchacho detuvo el coche. Katya vio la verja. El cielo estaba despejado de nuevo, y la noche, cálida y fragante. Se preguntó si realmente había llovido.

– Tome -dijo el muchacho, tendiéndole sus billetes de tres rublos-. La próxima vez, ¿eh? ¿Cómo se llama? ¿Quiere fruta fresca, café, vodka?

– Quédeselo -replicó ella secamente, y rechazó el dinero.

La puerta de la verja estaba abierta, conduciendo a lo que podría haber sido un bloque de oficinas, con unas cuantas luces mortecinas encendidas. Un tramo de escalones de piedra, medio enterrados en barro y broza, ascendía hasta una galería elevada que cruzaba sobre un patio. Mirando hacia abajo, Katya vio ambulancias aparcadas, con sus luces azules girando perezosamente, y los conductores y camilleros fumando en grupo. A sus pies yacía una mujer tendida sobre unas parihuelas, con el magullado rostro torcido hacia un lado como para escapar a un segundo golpe.

Él se ocupó de mí, mientras su mente retornaba por un momento a Barley.

Avanzó presurosa hacia el gris edificio que se alzaba ante ella. Una clínica diseñada por Dante y construida por Franz Kafka, recordó. El personal viene aquí para robar medicinas y venderlas en el mercado negro; todos los médicos practican el pluriempleo para mantener a sus familias, recordó. Un lugar para la chusma y la canalla de nuestro imperio, para el pobre proletariado carente de la influencia o las conexiones de unos pocos. La voz que sonaba en su cabeza poseía un ritmo que marchaba con ella mientras atravesaba con paso firme las puertas dobles. Una mujer le dirigió la palabra con tono airado, y Katya, en lugar de mostrarle su tarjeta, le entregó un rubio. El vestíbulo reverberaba como una piscina. Detrás de un mostrador de mármol, más mujeres se comportaban como si no existiera nadie más que ellas mismas. Un viejo vestido con uniforme azul dormitaba en una silla, con los ojos abiertos fijos en un aparato de televisión apagado. Cruzó con pasos rápidos ante él y entró en un corredor a lo largo del cual se alineaban camas de pacientes. La última vez que estuvo allí no había camas en el corredor. Quizá las sacaban para dejar sitio a alguien importante. Un exhausto practicante estaba dando sangre a una anciana, ayudado por una enfermera vestida con bata abierta y pantalones vaqueros. Nadie gemía, nadie se quejaba. Nadie preguntaba por qué debía morir en un pasillo. Un letrero iluminado mostraba las primeras letras de la palabra «Urgencias». Lo siguió. Compórtate como si estuvieras en tu casa, le había aconsejado él la primera vez. Y había dado resultado. Le seguía dando.

La sala de espera era un salón de conferencias abandonado e iluminado como un pabellón nocturno. En el estrado, una matrona de venerable rostro se sentaba ante una hilera de solicitantes tan larga como un ejército en retirada. En el auditorio, los desventurados de la Tierra gruñían y susurraban en la media luz y atendían a sus hijos. Hombres con heridas vendadas a medias yacían tendidos en bancos. Se oían los juramentos de borrachos tendidos en los rincones. El aire hedía a antiséptico, vino y sangre seca.

Aún debía esperar diez minutos. Y, de nuevo, sé encontró con que su mente retornaba a Barley. Su mirada franca y directa, su aire de valor desesperado. ¿Por qué no le daría mi número de teléfono? Su mano sobre su brazo como si siempre hubiera estado allí. «He venido aquí por usted.» Eligiendo un banco roto situado junto a la puerta trasera con el letrero de «Lavabos», se sentó y clavó la mirada al frente. Puedes morirte allí, y nadie preguntará tu nombre, había dicho él. Está la puerta, está el hueco para el guardarropa, repitió mentalmente. Luego están los lavabos. El teléfono está en el guardarropa, pero nunca se usa porque nadie sabe que existe. Nadie puede comunicar con el hospital por la línea abierta, pero esta línea fue instalada por un importante médico que quería mantenerse en contacto con sus pacientes privados y con su amante, hasta que fue trasladado a otro hospital. Algún idiota lo instaló oculto detrás de una columna. Y allí ha permanecido desde entonces.

¿Cómo estás enterado de la existencia de esos sitios?, le había preguntado ella. Esta entrada, este ala, este teléfono, sentarse y esperar. ¿Cómo sabes?

Yo ando, había respondido, y ella había tenido una visión de él recorriendo a grandes zancadas las calles de Moscú, sin dormir, sin comer, sin su compañía, caminando. Soy el gentil errante, le había dicho. Ando para estar con mi mente, bebo para ocultarme de ella. Cuando ando, tú estás a mi lado; puedo ver tu rostro junto a mi hombro.

Caminará hasta desplomarse, pensó. Y yo le seguiré.

En el banco situado junto a ella, una campesina tocada con un pañolón color azafrán había empezado a rezar en ucraniano. Sostenía un pequeño icono en las manos e iba inclinando su cabeza hacia él, más profundamente cada vez, hasta golpear la calva frente contra el marco de hojalata. Brillaban sus ojos, y, cuando se cerraron, Katya vio deslizarse lágrimas por entre sus párpados. No tardaré mucho tiempo en tener tu mismo aspecto, pensó.

Recordó cómo le había hablado él de visitar un depósito de cadáveres en Siberia, una fábrica para los muertos, situada en una de las ciudades fantasma en que trabajaba. Cómo los cadáveres salían de una rampa y eran pasados por una plataforma giratoria, hombres y mujeres mezclados, para ser rociados con mangueras de agua y rotulados y despojados de su oro por las viejas mujeres de la noche. La muerte es un secreto como cualquier otro; le había dicho él; un secreto es algo que se revela a una sola persona a la vez.

¿Por qué siempre tratas de instruirme en el significado de la muerte?, le había preguntado ella, con una sensación de repugnancia. Porque tú me has enseñado a vivir, había respondido él.

El teléfono es el más seguro de toda Rusia, había dicho. Ni siquiera nuestros lunáticos de los Órganos de seguridad pensarían en intervenir el teléfono en desuso de un hospital de urgencias.

Recordó la última vez que habían estado juntos en Moscú, en lo más crudo del invierno. Él había cogido un tren lento en una remota estación, un lugar sin nombre en el centro de ninguna parte. No había sacado billete y había viajado metiéndole diez rublos en la mano al interventor, como todo el mundo. Nuestros intrépidos Órganos competentes son tan burgueses en la actualidad que ya no saben mezclarse con los obreros, había dicho. Se lo imaginaba desvalido en su gruesa ropa interior, tendido en la semioscuridad sobre la litera superior reservada para los equipajes, escuchando las toses de los fumadores y los gruñidos de los borrachos, asfixiándose con el hedor a humanidad y las emanaciones de la estufa mientras miraba fijamente las horribles cosas que él sabía y de las que nunca hablaba. ¿Qué clase de infierno sería, se preguntó, verse atormentado uno mismo por sus propias creaciones? ¿Saber que el absoluto mejor que uno puede hacer en su carrera es el absoluto peor para la Humanidad?

Se vio a sí misma esperando su llegada, vivaqueando entre las miles de personas que aguardaban también en la estación de Kazansky bajo las sucias luces fluorescentes. El tren circula con retraso, ha sido cancelado, ha descarrilado, decían los rumores. Hay fuertes nevadas en todo el trayecto hasta Moscú. El tren está llegando, no ha salido siquiera, no tenía por qué haberme molestado nunca en decir tantas mentiras. Los empleados de la estación habían echado formaldehído en los lavabos y toda la muchedumbre apestaba a ello. Ella llevaba el gorro de piel de Volodya porque le ocultaba más la cara. Su bufanda de pelo de camello le cubría la barbilla, y el abrigo de piel de oveja el resto del cuerpo. Jamás había sentido tanto deseo hacia nadie. Era un ardor y un hambre a la vez dentro del abrigo.

Cuando bajó del tren y se dirigió hacia ella a través del aguanieve, su cuerpo estaba rígido y turbado como el de un chiquillo. Mientras estaba a su lado en el abarrotado Metro, estuvo a punto de gritar en el silencio al sentirle apretarse contra ella. Había tomado prestado el apartamento de Alexandra, que se había ido a Ucrania con su marido. Abrió la puerta de entrada y le hizo pasar delante. Él parecía a veces no saber dónde estaba, o, después de todos sus preparativos, no importarle nada. A veces, a ella le daba miedo tocarle, tan frágil era. Pero hoy, no. Hoy corrió hacia él, le agarró con todas sus fuerzas, atrayéndole hacia sí sin pericia ni ternura, castigándole por los meses y meses de estéril anhelo.

Pero ¿y él? Él la abrazó como solía hacerla su padre, manteniendo la cintura apartada de ella y los hombros firmes. Y al separarse de él, comprendió que había pasado el tiempo en que él podía sepultar su tormento en su cuerpo.

Tú eres la única religión que tengo, susurró él, besándole la frente con los labios cerrados. Escúchame mientras te digo lo que he decidido hacer, Katya.

La campesina estaba arrodillada en el suelo, adorando su icono, apretándoselo contra el pecho y los labios. Katya tuvo que pasar por encima de ella para llegar a la pasarela. En el extremo del banco se había sentado un joven pálido vestido con una cazadora de cuero. Tenía un brazo introducido por la pechera de su camisa, por lo que supuso que se había roto la muñeca. Había dejado caer la cabeza sobre el pecho, y al pasar delante de él advirtió que también tenía rota la nariz, aunque curada.

El recinto estaba a oscuras. Una bombilla fundida colgaba estérilmente. Un pesado mostrador de madera le cortaba el paso al guardarropa. Trató de levantar la trampilla, pero era demasiado pesada, así que se agachó y pasó por debajo. Se encontró entre perchas y colgadores vacíos y sombreros abandonados. La columna estaba a un Metro. Un letrero escrito a mano decía NO SE DAN CAMBIOS. Y lo leyó a la luz que dejó pasar fugazmente una puerta al abrirse y cerrarse. El teléfono estaba en su lugar de costumbre al otro lado, pero cuando se situó ante él apenas si podía vedo en la oscuridad.

Lo miró fijamente, deseando que sonara. Su pánico había desaparecido. Se sentía fuerte de nuevo. ¿Dónde estás?, se preguntó. ¿En uno de tus números postales, una de tus manchas en el mapa? ¿En Kazajstán? ¿En el Volga medio? ¿En los Urales? Sabía que visitaba todos esos lugares. En los viejos tiempos podía decir por el color de su tez cuándo había estado trabajando al aire libre. Otras veces parecía como si hubiera pasado meses enteros bajo tierra. ¿Dónde estás con tu espantosa culpa? pensó. ¿Dónde estás con tu aterradora decisión? ¿En un lugar oscuro como éste? ¿En la oficina de telégrafos, abierta las 24 horas del día, de una pequeña ciudad? Lo imaginó detenido, como tantas veces había temido, amarrado y lívido en una choza, atado a un caballo de madera, sin poder casi resollar mientras continuaban pegándole. Estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y oyó una voz inexpresiva.

– Aquí Pyotr -dijo la voz, que era la clave convenida para protegerse mutuamente…, si estoy en sus manos y me obligan a llamarte, les diré un nombre diferente para que puedas ocultarte.

– Y aquí Alina -respondió ella, asombrada de poder hablar siquiera. Después de eso, nada le importaba. Está vivo. No le han detenido. No le están pegando. No le han atado a un caballo de madera. Se sintió floja y exhausta. Estaba vivo, estaba hablando con ella. Hechos, no emociones, su voz al principio remota y sólo a medias familiar. Hacia atrás y hacia delante, sólo hechos. Haz esto. Él dijo esto. Yo dije esto. Dile que le agradezco que haya venido a Moscú. Dile que se está comportando como un ser humano razonable. Estoy bien. ¿Cómo estás tú?

Colgó, demasiado débil para seguir hablando. Regresó a la sala de conferencias y se sentó en un banco con los demás, pugnando por recobrar el aliento, sabiendo que nadie se preocuparía de ella.

El muchacho de la cazadora de cuerpo continuaba en el banco. Volvió a fijarse en su nariz. Se acordó de nuevo de Barley y se sintió agradecida por su existencia.


Yacía en mangas de camisa sobre la cama. Su cuarto era un cubículo mal ventilado segregado de un amplio dormitorio y lleno del acuático coro de todo hotel ruso: el gorgoteo de los grifos, el gotear de la cisterna del diminuto cuarto de baño, las gárgaras del negro radiador, el gemido del frigorífico al lanzarse a un nuevo ciclo de convulsiones. Estaba tomando whisky en un vaso para limpiarse los dientes, fingiendo leer a la mortecina luz de la lámpara de la mesilla. Tenía el teléfono al lado y junto al teléfono yacía su libreta de notas para mensajes y grandes pensamientos. Los teléfonos pueden estar vivos, se hallen o no colgados, le había advertido Ned. Éste, no, pensó Barley. Éste está tan muerto como un dodó hasta que ella llame.

Estaba leyendo al maravilloso Márquez, pero las líneas impresas eran como alambradas para él; continuamente estaba tropezando y teniendo que retroceder.

Pasó un coche por la calle, y luego un peatón. Después le tocó el turno a la lluvia, crepitando como una perdigonada contra los cristales de la ventana. Sin un grito, ni una risa ni una voz airada, Moscú había retornado a los grandes espacios.

Recordó sus ojos. ¿Qué veían en mí? Una reliquia, decidió. Vestido con el traje de mi padre. Un piojoso actor escondido tras su propia actuación, y detrás del maquillaje, nada. Ella estaba buscando en mí la convicción, y en lugar de ello ha visto la bancarrota moral de mi clase y mi tiempo inglés. Estaba buscando esperanza para el futuro y encontrando vestigios de una historia terminada. Buscaba comunicación y vio en mí el letrero que dice «reservado». Así que me echó un vistazo y escapó.

¿Reservado para quién? ¿Para qué gran día o gran pasión me he reservado a mí mismo?

Trató de imaginar su cuerpo. Aunque, con una cara así ¿quién necesita un cuerpo?

Bebió. Ella es valor. Ella es turbación. Bebió de nuevo. Katya, si es ésa quien tú eres, estoy reservado para ti.

Sí.

Se preguntó qué más había que saber de ella. Nada, excepto la verdad. Había existido una época, ya olvidada hacía tiempo, en que él había confundido la belleza con la inteligencia, pero Katya era tan evidentemente inteligente que no había peligro esta vez de confundir ambas cualidades. Y había existido otra época en que había confundido belleza y virtud. Pero había percibido en Katya una virtud tan iridiscente que si ella asomara la cabeza por la puerta en este momento y le dijera que acababa de asesinar a sus hijos, él encontraría inmediatamente seis maneras de asegurarla que ella no tenía la culpa.

Sí.

Tomé otro trago de whisky y, con un sobresalto, se acordó de Andy.

Andy Macready, trompeta, tendido en el hospital con la cabeza cortada. Tiroides, había dicho vagamente su mujer. Cuando lo descubrieron, Andy no quiso operarse. Prefería la larga zambullida y no volver, dijo, así que se emborracharon juntos y planearon el viaje a Capri, una última comilona, un galón de vino tinto y la larga zambullida a ninguna parte a través del sucio Mediterráneo. Pero cuando la tiroides le creó realmente problemas, Andy descubrió que prefería la vida a la muerte, así que votó a favor de la intervención quirúrgica. Y le separaron la cabeza del cuerpo, todo menos las vértebras, y le alimentaban y le mantenían con tubos. Así que Andy estaba vivo aún, pero sin nada por lo que vivir y nada de que morir, maldiciendo no haber realizado la zambullida a tiempo y tratando de encontrar para sí mismo un sentido que la muerte no se llevara consigo.

Telefonear a la parienta de Andy, pensó. Preguntarle cómo está su marido. Miró su reloj, calculando qué hora sería en el mundo real o irreal de la señora Macready. Su mano empezó a moverse hacia el teléfono, pero no lo cogió, por si sonaba.

Pensó en su hija Anthea. La buena de Ant.

Pensó en su hijo Hal, en la City. Siento habértelo chafado, Hal, pero aún tienes tiempo para arreglarlo.

Pensó en su piso de Lisboa y en la muchacha que lloraba llena de desconsuelo, y se preguntó con un estremecimiento qué habría sido de ella. Pensó en sus otras mujeres, pero su sentimiento de culpabilidad no era el acostumbrado, de modo que se interrogó también acerca de eso. Pensó de nuevo en Katya y comprendió que había estado pensando en ella todo el tiempo.

Un golpecito en la puerta. Ha venido a mí. Lleva una simple bata casera y está desnuda debajo. Barley, susurra, querido. ¿Me seguirás queriendo después?

Ella no hace nada parecido. No tiene precedente ni secuela. No forma parte de la familiar y conocida serie.

Era Wicklow, su ángel guardián, en acto de servicio.

– Adelante, Wickers. ¿Quiere un trago?

Wicklow levantó las cejas, preguntando ¿ha telefoneado? Llevaba una cazadora de cuero sobre la que se veían gotitas de lluvia. Barley meneó la cabeza. Wicklow se sirvió un vaso de agua mineral.

– He estado echando un vistazo a algunos de los libros que nos han presentado hoy, señor -dijo, con el tono ceremonioso que ambos adoptaban para los micrófonos-. Me preguntaba si querría usted que le pusiera al tanto de algunos de los títulos de no ficción.

– Póngame al corriente, Wickers -dijo afablemente Barley, tendiéndose de nuevo en la cama mientras Wicklow se sentaba en la silla.

– Bueno, quisiera comentarle sólo uno de ellos, señor. Es ese manual sobre regímenes alimenticios y ejercicios para estar en forma. Yo creo que podríamos tenerlo en cuenta para una de nuestras ediciones en colaboración. Me preguntaba si podríamos contratar a uno de sus mejores ilustradores y elevar el nivel de impacto ruso.

– Elévelo. El cielo es el límite.

– Bueno, tendré que preguntarle primero a Yuri.

– Pregúnteselo.

Pausa. Repasemos eso otra vez, pensó Barley.

– ¡Oh!, a propósito, señor. Me preguntaba usted por qué tantos rusos utilizan la palabra «conveniente».

– Sí, en efecto, sí -dijo Barley, que no había preguntado nada semejante.

– La palabra en que ellos piensan es udobno. Significa conveniente, pero también significa adecuado, lo que debe de resultar un poco confuso a veces. Quiero decir que una cosa es no ser conveniente, y otra distinta no ser adecuado.

– En efecto -asintió Barley tras larga reflexión, mientras tomaba un sorbo de whisky.

Luego debió de quedarse amodorrado, porque de lo siguiente que se dio cuenta fue de que estaba incorporado en la cama con el teléfono aplicado a la oreja y Wicklow en pie a su lado. Estaban en Rusia, así que ella no dijo su nombre.

– Venga por aquí -dijo él.

– Siento llamar tan tarde. ¿Le molesto?

– Claro que sí. Continuamente. Fue una magnífica taza de té. Ojalá, hubiera durado más. ¿Dónde está usted?

– Creo que me invitó usted a cenar mañana por la noche.

Él estaba tendiendo la mano hacia su libreta de notas. Wicklow se le puso delante, preparada.

– Almuerzo, té, cena, las tres cosas -dijo-. ¿Adónde envío la carroza de cristal? -garrapateó una dirección-. A propósito, ¿cuál es su número de teléfono, por si me pierdo o se pierde usted?

Ella se lo dijo también, lo cual constituía una desviación de los principios, pero se lo dio de todos modos. Wicklow miró cómo lo apuntaba todo y, luego, salió silenciosamente de la habitación mientras ellos continuaban hablando.

Uno nunca sabe, pensó Barley, serenando su mente con otro prolongado trago de whisky una vez que hubo colgado. Con mujeres bellas, inteligentes y virtuosas, uno, simplemente, nunca sabe a qué atenerse. ¿Está que se muere por mí, o sólo soy un rostro en su muchedumbre?

Y, de pronto, el miedo de Moscú cayó sobre él con la fuerza de un vendaval. Saltó sobre él cuando menos lo esperaba, después de haber estado combatiéndolo durante todo el día. Los sofocados terrores de la ciudad estallaron atronadores en sus oídos, seguidos por la aguda voz de Walter.

– ¿Está ella realmente en contacto con él? ¿Lo ha inventado todo ella misma? ¿Está en contacto con alguien diferente, y, en ese caso, con quién?

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