Capítulo III

Los veteranos solemos decir que no hay operación de espionaje que no derive ocasionalmente en farsa. Cuanto mayor es la operación, más grandes son las carcajadas, y es sabido en el Servicio que la secreta caza del hombre, desencadenada durante una semana en persecución de Bartholomew, alias Barley Scott Blair, generó suficiente frenesí y frustración como para activar una docena de redes secretas. Ortodoxos y jóvenes novicios como Brock, de la Casa Rusia, aprendieron a odiar la vida de Barley antes incluso de encontrar al hombre que la llevaba.

Después de cinco días de perseguirle, creían saberlo todo acerca de Barley, excepto dónde estaba. Conocían su ascendencia de libre-pensamiento y su costosa educación, ambas desperdiciadas, y los pocos edificantes detalles de sus matrimonios, todos rotos. Conocían el café de Camden Town en que jugaba al ajedrez con cualquiera que entrase en él. Un verdadero caballero, aunque fuese la parte culpable, dijeron a Wicklow, que se presentaba como agente de divorcios. Con los pobres pero eficaces pretextos habituales, habían abordado a una hermana suya que vivía en Hove y que se hacía muy pocas ilusiones con respecto a él, a unos comerciantes de Hampstead con los que sostenía correspondencia, a una hija casada en Grantham, que le adoraba, y a un hijo en la City, que era tan reservado que podría haber hecho voto de silencio.

Habían hablado con miembros de una heterogénea banda de jazz para la que ocasionalmente había tocado el saxofón, con el asistente social del hospital en que estaba alistado como visitante y con el vicario de la iglesia de Kentish Town, donde, para asombro de todos, resultó que cantaba de tenor. «Una voz preciosa cuando viene», dijo indulgentemente el vicario. Pero cuando, de nuevo con la ayuda del viejo Palfrey, intentaron intervenir su teléfono para escuchar su preciosa voz, no había nada que intervenir porque no había pagado su factura.

Incluso encontraron un rastro de él en nuestros propios archivos. O, mejor dicho, lo encontraron por nosotros los americanos, lo cual no contribuyó a hacérnoslos más simpáticos. Pues resultó que, a principios de los años 60, cuando cualquier inglés que tuviera la mala suerte de poseer un nombre compuesto se hallaba en peligro de ser reclutado para el Servicio Secreto, el de Barley había sido transferido a Nueva York por encajar en algún tratado bilateral de seguridad parcialmente observado. Furioso, Brock volvió a consultar con el Registro Central, que, tras negar al principio todo conocimiento de Barley, extrajo al final su ficha de la lista que estaba todavía esperando ser introducida en el ordenador. Y la ficha llevó a una carpeta que contenía el impreso original de remisión y diversa correspondencia. Brock se precipitó en la habitación de Ned como si hubiera encontrado la clave de todo. ¡Edad, veintidós años! ¡Aficiones, teatro y música! ¡Deportes: nada! ¡Razones para tenerle en cuenta, un primo llamado Lionel en la caballería de la Guardia!

Sólo fallaba el resultado. El oficial de reclutamiento había almorzado con Barley en el «Athenaeum» y había estampado en su expediente el sello de «Ninguna misión más», tomándose la molestia de añadir la palabra «nunca» de su propio puño y letra.

Sin embargo, este extraño episodio de hacía más de veinte años ejerció un cierto efecto oblicuo sobre su actitud hacia él, del mismo modo que, durante algún tiempo, se habían sentido desconcertados por las sorprendentes conexiones izquierdistas del viejo Salisbury Blair, su padre. A sus ojos, socavaba la independencia de Barley. No a los de Ned, pues Ned estaba hecho de un material más fuerte, sino a los de los otros, Brock y los más jóvenes. Les inducía a pensar que lo poseían de alguna manera, aunque sólo fuese como el fracasado aspirante a su mística.

Una nueva frustración la proporcionó el ignominioso coche de Barley, que la policía encontró aparcado ilegalmente en Lexham Gardens, con la aleta derecha destrozada, la licencia caducada y media botella de whisky en la guantera, juntamente con un manojo de cartas escritas de puño y letra de Barley. Los vecinos llevaban semanas quejándose de su presencia.

– ¿Remolcarlo, cargarlo o simplemente mandarlo a la chatarra? -preguntó a Ned por teléfono el servicial comisario de tráfico.

– Olvídelo -respondió fatigadamente Ned. No obstante, él y Brock se apresuraron a acudir allí con la vana esperanza de encontrar alguna pista. Las cartas de amor resultaron haber sido escritas a una dama de los Gardens que se las había devuelto. Ella era la última persona del mundo, les aseguró con aire trágico, en saber dónde estaba Barley ahora.

No fue hasta el jueves siguiente, mientras revisaba pacientemente los extractos bancarios mensuales de Barley, cuando Ned descubrió entre las largas columnas una orden permanente de abono trimestral en favor de una compañía inmobiliaria de Lisboa, ciento y pico libras a favor de la Real Nosecuántos Limitada. La miró incrédulamente. La continuó mirando. Luego, soltó una palabrota, cosa que nunca hacia. Telefoneó apresuradamente a Viajes y les encargó la comprobación de viejas listas de vuelo con origen en Gatwick y Heathrow. Cuando Viajes telefoneó a su vez, Ned volvió a soltar una palabrota. Habían dado con ello. Días enteros de llamadas telefónicas, entrevistas y timbrazos a puertas, las reglas forzadas en todas direcciones, examen de listas, cables a servicios de enlace amigos en la mitad de las capitales del mundo, su cacareada Sección de Archivos humillada delante de los americanos. Sin embargo, ninguna de las personas con las que habían hablado ni ninguna de las investigaciones practicadas habían revelado el único, crucial, indispensable y estúpido dato que necesitaban conocer: que hacia diez años, habiendo heredado inesperadamente un par de miles de libras de una tía lejana. Barley Blair había tenido el capricho de comprarse una destartalada casita en Lisboa, donde acostumbraba a tomarse periódicos descansos de la carga de su polifacética alma. Podía haber sido Cornualles, podía haber sido Provenza o Tombuctú; pero le había seducido Lisboa, a orillas del mar, junto a una extensión de terreno despejado, y demasiado cerca del mercado de pescado para la sensibilidad de mucha gente.

Una tensa calma se adueñó de la Casa Rusia con este descubrimiento, y el huesudo rostro de Brock se tornó lívido de furia.

– ¿Quién es ahora nuestro Hermano Lisboa? -le preguntó Ned, nuevamente ligero como una brisa estival.

Luego, telefoneó al viejo Palfrey, alias Harry, y le ordenó mantenerse en disponibilidad permanente hasta nuevo aviso, lo que, como habría dicho Hannah, describía muy bien mi situación.


Barley estaba sentado ala barra cuando Merridew lo encontró. Se hallaba encaramado en un taburete y disertando acerca de la naturaleza humana con un comandante de Artillería expatriado y saturado de alcohol llamado Graves: comandante Arthur Winslow Graves, más tarde excluido como posible contacto de Barley, su única posibilidad de haber pasado a la historia sin que él llegara a saberlo jamás. La larga y flexible espalda de Barley estaba vuelta hacia la puerta abierta, y la puerta daba al patio, por lo que Merridew, que era un grueso muchacho de treinta años, pudo hacer acopio del aliento que tan urgentemente necesitaba, antes de iniciar su actuación. Llevaba medio día buscando a Barley, perdiéndolo en todas partes y sintiéndose progresivamente furioso a cada fracaso.

En el piso de Barley, a menos de cinco minutos a pie desde allí, donde una inglesa de acento vulgar le había dicho desde detrás del buzón que se largara.

En la Biblioteca Británica, donde la bibliotecaria había informado que Barley se había pasado una tarde hojeando libros sin leerlos, con lo que parecía dar a entender -aunque se apresuró a negarla cuando le fue preguntado directamente- que se hallaba en un estado de estupor alcohólico.

Y en una repugnante taberna Tudor, de Estoril, donde Barley y compañía habían tomado una líquida cena y de donde se habían marchado ruidosamente hacía menos de media hora.

El hotel -que prefiere llamarse a sí mismo una humilde pensão- era un antiguo convento, un lugar que encantaba a los ingleses. Para llegar a él, Merridew tuvo que trepar por una escalera empedrada sobre la que se entrecruzaban las enredaderas y, tras coronarla y echar una cautelosa mirada alrededor, tuvo que volver a bajar apresuradamente para ordenar a Brock que corriese «y quiero decir realmente correr» a telefonear a Ned desde el café de la esquina. Y, luego, subir por ella otra vez, por lo que estaba tan jadeante. Olores a fría piedra arenisca y a café recién molido se mezclaban con el aroma de las plantas nocturnas. Merridew era impenetrable a ellos, le faltaba aliento. El rumor de tranvías lejanos y las bocinas de las embarcaciones eran los únicos sonidos de fondo del monólogo de Barley. Merridew no reparaba en ellos.

– Los niños ciegos no saben masticar, Gravey, mi viejo amigo -explicaba pacientemente Barley, mientras apoyaba la punta de su delgado dedo índice en el ombligo del comandante y el codo en la barra, junto a una inacabada partida de ajedrez-. Es un hecho científico, Gravey. A los niños ciegos hay que enseñarles a morder. Ven aquí. Cierra los ojos.

Tomando suavemente la cabeza del comandante entre sus manos, Barley la guió hacia sí, separó las dóciles mandíbulas e introdujo entre ellas un par de anacardos.

– Bien, muchacho. A la orden de masticar, mastica. Cuidado con la lengua. Mastica. Otra vez.

Aprovechando el momento, Merridew enarboló su mejor sonrisa y aventuró un paso en el bar, donde se sintió sorprendido al ver dos esculturas, en tamaño natural, de unas mulatas vestidas con falda corta, a ambos lados de la puerta. Color del pelo, castaño; color de los ojos, verde, repasó, pasando revista a las características de Barley como si fuese un caballo. Estatura, uno ochenta, bien afeitado, bien hablado, de complexión delgada, ropa muy peculiar. Un cuerno peculiar, corrigió el rechoncho Merridew, todavía jadeante, examinando la sahariana de hilo, los pantalones de franela y las sandalias de Barley. ¿Qué esperan los memos de Londres que lleve en una noche calurosa, en Lisboa? ¿Visón?

– ¡Ah!, disculpe -dijo Merridew con tono amable-. Estoy buscando a alguien y tal vez pueda usted ayudarme.

– Lo que demuestra, mi querido culo de vieja, por citar la famosa canción -continuó Barley, cuando hubo vuelto a colocar al comandante en posición erguida-, que, no obstante el hecho de que el gran brujo nos hizo de carne, está mal comerse a la gente.

– Oiga, perdone, pero creo que usted debe de ser el señor Bartholomew Scott Blair -dijo Merridew-. ¿Me equivoco?

Sin soltar la solapa del comandante, a fin de evitar un desastre militar, Barley se volvió en semicírculo en su taburete y examinó a Merridew, empezando por los zapatos y terminando por su sonrisa.

– Me llamo Merridew, de la Embajada, ¿sabe? Sólo soy el Segundo Secretario comercial. Lo siento terriblemente, pero hemos recibido un telegrama bastante urgente para usted. Pensamos que debería darse una vuelta por allá para leerlo en seguida. ¿Le importa?

Y entonces, imprudentemente, Merridew se permitió un tic característico de los funcionarios rechonchos. Levantó el brazo, ahuecó la mano y se la pasó oficiosamente por la cabeza como para confirmar que su pelo continuaba en su sitio. Y este gesto, realizado por un hombre gordo en una habitación de techo bajo, pareció despertar en Barley temores que en otro caso tal vez hubieran seguido adormecidos, pues se tornó desconcertadamente sereno.

– ¿Me está usted diciendo que ha muerto alguien, amigo? -preguntó con una sonrisa tan tensa que parecía preparada para la peor de las bromas.

– ¡Oh!, mi querido señor, no sea tan trágico. Se trata de un asunto comercial, no consular. ¿Por qué, si no, habría de llegar por nuestra línea? -intentó una risita conciliadora.

Pero Barley no había cedido. Ni un milímetro. Continuaba mirando el abismo, dondequiera que Merridew decidiera mirarse a sí mismo.

– Entonces, ¿qué infiernos nos estamos diciendo? -preguntó.

– Nada -respondió Merridew, asustado-. Un telegrama urgente. No se lo tome tan personalmente. Telégrafo diplomático.

– ¿Quién establece la urgencia?

– Nadie. No puedo darle un resumen delante de todo el mundo. Es confidencial. Sólo para nuestros ojos.

Olvidaron sus gafas, pensó Merridew, mientras sostenía la mirada de Barley. Redondas. De montura negra. Demasiado pequeñas para sus ojos. Las deja resbalar hasta la punta de la nariz cuando le mira a uno torciendo el gesto.

– Nunca conocí una buena deuda que no pudiese esperar hasta el lunes -declaró Barley, volviéndose hacia el comandante-. Aflójese el cinturón, señor Merridew. Tómese una copa con la chusma.

Puede que Merridew no fuese el más delgado de los hombres, ni el más alto. Pero tenía garra, tenía astucia y, como muchos gordos, tenía inesperados recursos de indignación que era capaz de desencadenar como un torrente cuando hacía falta.

– Mire, Scott Blair, sus asuntos no me incumben, por fortuna. Ya no soy un alguacil, ni un mensajero. Soy un diplomático y ostento una cierta posición. Me he pasado la mitad del día dando vueltas en su busca. Tengo un coche y un empleado esperando fuera, y poseo ciertos derechos sobre mi propia vida. Lo siento.

Su dúo habría podido continuar indefinidamente, si el comandante no hubiera manifestado una inesperada resurrección. Echando hacia atrás los hombros, se llevó los puños a las costuras de los pantalones y contorsionó la mandíbula en una mueca de respeto.

– Llamada real, Barley -ladró-. La Embajada es el palacio local. La invitación es una orden. No debe insultar a Su Majestad.

– Él no es Su Majestad -objetó pacientemente Barley-. No lleva corona.

Merridew se preguntó si debía llamar a Brock. Trató de sonreír persuasivamente, pero la atención de Barley se había desplazado hacia el hueco existente en la pared, en el que un jarrón de flores secas ocultaba una rejilla vacía. Le dijo: «¿De acuerdo? ¿Vamos?» como podría habérselo dicho a una esposa que le estuviese haciendo esperar para asistir a una cena. Pero la extraviada mirada de Barley continuó posada en las marchitas flores. Parecía ver en ellas toda su vida, cada una de sus equivocaciones y pasos en falso. Y, cuando ya Merridew comenzaba a perder la esperanza, empezó a meter todas sus cosas en los bolsillos de la chaqueta, ritualmente, como si se dispusiera a emprender un safari: su doblada cartera, llena de cheques sin cobrar y de tarjetas de crédito canceladas; su pasaporte, húmedo de sudor y ajado a consecuencia de los muchos viajes; la libreta de notas y el lápiz que tenía a mano para apuntar perlas de sabiduría alcohólica a fin de leerlas cuando estuviera sereno. Y, una vez hecho todo eso, arrojó sobre el mostrador un billete de Banco, con el gesto de quien no va a necesitar dinero durante mucho tiempo.

– Acompañe al comandante a su taxi, Manuel. Eso significa ayudarle a bajar los peldaños, sentarle en el asiento trasero y pagar por adelantado al conductor. Cuando lo hayas hecho, puedes quedarte con la vuelta. Hasta la vista, Gravey. Gracias por el rato que hemos pasado.

Había relente. Una joven luna yacía acostada entre las estrellas húmedas. Bajaron la escalera, Merridew por delante, urgiendo a Barley a que mirase bien dónde ponía el pie. El puerto estaba lleno de luces errantes. Un automóvil negro con matrícula del Cuerpo Diplomático esperaba junto al bordillo. Brock aguardaba impaciente junto a él en la oscuridad. Más atrás, había un segundo coche, desprovisto de distintivos.

– Éste es Eddie -dijo Merridew, haciendo las presentaciones-. Eddie, me temo que hemos tardado. Confío en que habrás hecho tu llamada telefónica.

– Sí -respondió Brock.

– Y confío en que todo irá bien en casa, ¿no, Eddie? Los pequeños acostados y todo eso. ¿La parienta bien?

– Sin novedad -gruñó Brock, en un tono que quería decir que se callara.

Barley se sentó en el asiento delantero, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados. Merridew conducía. Brock permanecía muy quieto en el asiento posterior. El segundo coche arrancó lentamente, como hacen los buenos vigilantes.

– ¿Por aquí es por donde suelen ir a la Embajada? -preguntó Barley en su aparente sopor.

– ¡Ah!, bueno, el guardia de servicio se llevó el telegrama a su casa, ¿sabe? -explicó expansivamente Merridew, como si respondiese a una observación particularmente aguda-. Me temo que los fines de semana tengamos que reforzar la Embajada por un posible atentado irlandés. Sí -encendió la radio. Una mujer de voz profunda empezó a entonar un exuberante lamento-. Fado -declaró-. Adoro el fado, Creo que por eso es por lo que estoy aquí. Estoy seguro de que si, estoy seguro de que incluí el fado en mi solicitud de destino.

Empezó a conducir con la mano libre.

– Fado -explicó.

– ¿Son ustedes los que han estado acosando a mi hija, haciéndole un montón de preguntas estúpidas? -preguntó Barley.

– ¡Oh!, se trataba de una cuestión puramente comercial-dijo Merridew, y siguió plenamente atento a la tarea de conducir. Pero en su interior se sentía ahora gravemente conturbado por la falta de inocencia de Barley. Antes ellos que yo, pensó, sintiendo la fija mirada de Barley en su mejilla derecha. Si esto es con lo que tiene que habérselas hoy en día la Oficina Central, Dios me libre de un destino en la metrópoli.

Habían alquilado la casa que poseía en la ciudad un antiguo miembro del Servicio, un banquero británico propietario de una segunda casa en Cintra. El viejo Palfrey había cerrado el trato en su nombre. No querían instalaciones oficiales, nada que más tarde pudiera ser utilizado contra ellos. Sin embargo, la sensación de tiempo y lugar tenía su propia y particular elocuencia. Una lámpara de hierro forjado iluminaba la abovedada entrada. Las losas de granito habían sido cortadas para impedir que resbalasen los caballos. Merridew tocó el timbre. Brock se había acercado por si se producían accidentes.

– Hola. Adelante -dijo jovialmente Ned, abriendo la grande y ornamentada puerta.

– Bueno, yo me voy, ¿verdad? -dijo Merridew-. Maravilloso, formidable.

Todavía farfullando excusas, corrió a su coche antes de que nadie pudiese contradecirle. Y mientras lo hacía, el segundo automóvil se aproximó también como un buen amigo que ha visto a otro a la puerta de su casa en una noche peligrosa.


Durante unos momentos, mientras Brock se mantenía apartado observándoles, Ned y Barley se calibraron mutuamente como sólo pueden hacerlo ingleses de la misma estatura y clase y con la misma forma de cabeza. Y aunque aparentemente Ned era el perfecto arquetipo del dominio de sí mismo y equilibrio británicos, y, por ello, en muchos sentidos, el reverso exacto de Barley, que aunque desgarbado y anguloso, tenía un rostro que aun en reposo parecía resuelto a explorar más allá de lo evidente, había todavía en cada uno de ellos lo suficiente del otro, como para permitir su mutuo reconocimiento. A través de una puerta cerrada llegó un murmullo de voces masculinas, pero Ned hizo como si no lo hubiera oído. Condujo a Barley a lo largo del pasillo hasta una biblioteca y dijo: «Pase aquí», mientras Brock se quedaba fuera.

– ¿Está usted muy borracho? -preguntó Ned, bajando la voz y ofreciendo a Barley un vaso de agua helada.

– No -respondió Barley-. ¿Quién me está secuestrando? ¿Qué ocurre?

– Me llamo Ned, y voy a ir derecho al grano. No hay ningún telegrama, ni ninguna crisis en sus asuntos, fuera de lo habitual. Nadie está siendo secuestrado. Yo soy del Servicio de Inteligencia británico. Y también las personas que le están esperando aquí al lado. Una vez, usted solicitó unirse a nosotros. Ahora es su oportunidad de ayudar.

Se hizo el silencio entre ellos mientras Ned esperaba que respondiera. Ned tenía exactamente la misma edad de Barley. Durante veinticinco años, bajo un aspecto u otro, había estado revelándose como agente secreto británico a personas que necesitaba atraerse. Pero ésta era la primera vez en que su cliente se abstenía de hablar, parpadear, sonreír, retroceder un paso o manifestar la más mínima señal de sorpresa.

– Yo no sé nada -dijo Barley.

– Quizá necesitemos que averigüe algo.

– Averígüenlo ustedes mismos.

– No podemos. No sin usted. Por eso es por lo que estamos aquí.

Acercándose a las estanterías de libros, Barley inclinó a un lado la cabeza y miró los títulos por encima de sus redondas gafas, mientras continuaba bebiendo su agua.

– Primero eran comerciantes, ahora son espías -dijo.

– ¿Por qué no habla con el embajador?

– Es un estúpido. Estuve en Cambridge con él.

Cogió un libro encuadernado y miró la portada.

– Basura -declaró con desprecio-. Debe de comprarlos por metros. ¿De quién es esta casa?

– El embajador acreditará la verdad de mis palabras. Si usted le pregunta si puede jugar al golf el jueves, le dirá que no antes de las cinco.

– Yo no juego al golf -replicó Barley, cogiendo otro volumen-. No juego a nada, en realidad. Me he retirado de todos los juegos.

– Excepto del ajedrez -sugirió Ned, tendiéndole la guía telefónica abierta.

Encogiéndose de hombros, Barley marcó el número. Al oír al embajador no pudo evitar una sonrisa granuja, aunque un poco desconcertada.

– ¿Eres tú, Tubby? ¿Qué tal un poco de golf el jueves para tu hígado?

Una voz áspera respondió que estaba comprometido hasta las cinco.

– A las cinco, imposible -replicó Barley-. Se nos haría de noche jugando… El cabrón de él ha colgado -se lamentó, agitando el auricular. Luego vio la mano de Ned sobre el soporte del teléfono.

– Me temo que no es una broma -dijo Ned-. En realidad, es algo muy serio.

De nuevo sumido en sus propias reflexiones, Barley colgó lentamente el auricular.

– La línea divisoria entre lo realmente muy serio y lo realmente muy divertido es realmente muy fina -observó.

– Pues crucémosla, ¿eh? -dijo Ned.

Las voces del otro lado de la puerta habían callado. Barley hizo girar el picaporte y entró, Ned le siguió, Brock se quedó en el pasillo para proteger la puerta. Nosotros habíamos estado escuchando todo por el transmisor.


Si Barley sentía curiosidad respecto a qué encontraría allí, también nosotros. Es un juego extraño el de volver del revés la vida de un hombre sin conocerle. Entró lentamente. Avanzó unos pasos en la habitación y se detuvo, con los largos brazos colgando a los costados mientras Ned hacía las presentaciones.

– Éste es Clive, éste es Walter, y aquél es Bob. Éste es Harry. Aquí, Barley.

Barley fue inclinando levísimamente la cabeza a medida que iban siendo pronunciados los nombres. Parecía preferir la evidencia de sus ojos a cualquier cosa que se le dijese.

Le interesaron el ornamentado mobiliario y la maleza de las vulgares plantas de interiores. Y también un naranjo. Tocó un fruto, acarició una hoja y, luego, se olfateó delicadamente el índice y el pulgar como asegurándose de que eran reales. Había en él una ira pasiva que prescindía de toda averiguación de causas. Ira por ser despertado, pensé. Por ser individual izado y citado…, cosa que, según Hannah, era lo que yo más temía.

Recuerdo también que era elegante. No, bien lo sabe Dios, por sus raídas ropas. Sino en sus gestos, en su desvaída caballerosidad. En su cortesía natural, aunque se resistiese a ella.

– Parece que no quieren hablar de apellidos, ¿verdad? -preguntó Barley cuando hubo terminado su examen de la habitación.

– Me temo que no -respondió Clive.

– Porque un tal señor Rigby visitó la semana pasada a mi hija Anthea. Dijo que era un inspector de Hacienda, alguna patochada sobre que quería revisar una valoración indebida. ¿Era algún payaso de ustedes?

– A lo que parece, yo pensaría que probablemente lo era -respondió Clive, con la arrogancia de quien no quiere tomarse el trabajo de mentir.

Barley miró a Clive, que tenía uno de esos rostros ingleses que parecían haber sido embalsamados mientras era todavía un rey niño, a sus ojos duros e inteligentes que no tenían nada detrás, a la ceniza bajo su piel. Se volvió hacia Walter, redondo y jovial, una especie de Falstaff de las salas comunes. Y de Walter su mirada pasó a Bob, observando su porte patricio, su mayor edad, su masculina desenvoltura, los tonos marrones, en lugar de grises y azules, que vestía. Bob se hallaba cómodamente recostado, con las piernas estira das y el brazo apoyado posesivamente sobre el respaldo de la silla. Del bolsillo superior de su chaqueta asomaban unas gafas de montura de oro y medios cristales. Las suelas de sus agrietados zapatos color caoba eran como planchas de hierro.

– Barley, yo soy el elemento extraño de esta familia -anunció plácidamente Bob, con acusado deje bostoniano-. Supongo que también soy el más viejo, y no quiero estar aquí sentado bajo una falsa bandera. Tengo cincuenta y ocho años, así Dios me ampare, y trabajo para la Agencia Central de Inteligencia, que como usted probablemente sabe, tiene su base en Langley, en el Estado de Virginia. Tengo un apellido, pero no le insultaré ofreciéndole uno, porque, sin duda, no se parecería mucho al auténtico.

Levantó con aire desenfadado una mano salpicada de motitas oscuras.

– Encantado de conocerle, Barley. Vamos a divertirnos y a hacer algo bueno.

Barley se volvió de nuevo hacia Ned.

– Bueno, esto es estupendo -dijo, aunque sin animosidad perceptible-. Así que ¿adónde nos vamos? ¿A Nicaragua? ¿A Chile? ¿A El Salvador? ¿A Irán? Si quiere el asesinato de un líder del Tercer Mundo, yo soy su hombre.

– No desvaríe -dijo lentamente Clive, aunque eso era lo último de que podía acusarse a Barley-. Nosotros somos tan malos como los compañeros de Bob y hacemos las mismas cosas. Tenemos también una Ley de Secretos Oficiales, que ellos no tienen, y que esperamos que usted firme.

Y al decir esto Clive movió la cabeza en dirección a mí, haciendo que Barley reparase adecuada aunque tardíamente en mi existencia, Yo siempre procuro sentarme un poco apartado en esas ocasiones, y así lo había hecho también aquella noche. Alguna fantasía residual, supongo, respecto a ser un funcionario del Tribunal. Barley me miró, y por un momento me sentí desconcertado ante la fijeza animal de su mirada. No encajaba en nuestra desaliñada imagen de él. Y Barley, después de pasar sus ojos sobre mí y ver yo no sé qué, emprendió un examen más detallado de la habitación.

Era elegante, y quizá pensó que su propietario era Clive. Ciertamente, habría sido de su gusto, pues Clive era de clase media solamente en el sentido de que ignoraba que hubiese un gusto mejor. Tenía tallados tronos y sofás de algodón de zaraza y velones eléctricos en las paredes. La mesa del equipo, en cuyo torno habría podido celebrarse toda una ceremonia de armisticio, se hallaba en un hueco elevado, flanqueado de plantas ornamentales dispuestas en jarrones de Alí Babá.

– ¿Por qué no fue usted a Moscú? -preguntó Clive, sin esperar más tiempo a que Barley se instalara-. Le esperaban. Alquiló un puesto en la exposición, reservó su billete de avión y su hotel. Pero no apareció por allí y no ha pagado. En lugar de ello, vino a Lisboa con una mujer. ¿Por qué?

– ¿Preferiría usted que viniese aquí con un hombre? -preguntó Barley-. ¿Qué tiene que ver con usted ni con la CIA el que yo venga aquí con una mujer o con un pato ruso?

Cogió una silla y se sentó, más como señal de protesta que de obediencia.

Clive movió la cabeza en mi dirección, y yo hice mi número habitual. Me puse en pie, di la vuelta en torno a la absurda mesa y coloqué delante de él el impreso de la Ley de Secretos Oficiales. Saqué del bolsillo del chaleco una pluma de aspecto importante y se la ofrecí con fúnebre gravedad. Pero sus ojos se hallaban fijos en un lugar situado fuera de la habitación, cosa que observé con frecuencia en él esa noche y los meses siguientes, una forma de mirar más allá del lugar en que se encontraba, a algún turbulento territorio privado suyo; de romper a hablar ruidosamente como medio de exorcizar fantasmas que nadie más había visto; de chasquear sin motivo los dedos, como diciendo «entonces, eso queda decidido», cuando, que nadie supiese, no se había propuesto nada.

– ¿Va usted a firmar eso? -preguntó Clive.

– ¿Qué hará usted si no firmo? -replicó Barley.

– Nada. Porque le estoy diciendo, formalmente y delante de testigos, que esta reunión y todo lo que tiene lugar entre nosotros es secreto. Harry es abogado.

– Me temo que es cierto -dije.

Barley empujó sobre la mesa el impreso sin firmar, apartándolo de sí.

– Y yo le estoy diciendo que lo pintaré en los tejados si me apetece -replicó con igual calma.

Regresé a mi sitio, llevando conmigo mi ostentosa pluma.

– Parece haber armado un buen follón en Londres también antes de marcharse -observó Clive, mientras volvía a guardar el impreso en su carpeta-. Deudas por todas partes. Todo el mundo ignorando su paradero. Una estela de llorosas amantes. ¿Está usted tratando de destruirse a sí mismo o qué?

– Heredé un catálogo romántico -dijo Barley.

– ¿Qué diablos significa eso? -preguntó Clive sin avergonzarse de su propia ignorancia-. ¿Estamos utilizando una palabra elegante para designar los libros verdes?

– Mi abuelo se especializó en novelas para criadas. En aquellos tiempos la gente tenía criadas. Mi padre las llamó «novelas para las masas» y continuó la tradición.

Sólo Bob se sintió movido a oponerse.

– Maldita sea, Barley -exclamó-, ¿qué tiene de malo la literatura romántica? Es mejor que alguna de la basura que se publica. Mi mujer la lee en cantidades industriales. A ella nunca le ha hecho ningún daño.

– Si no le gustan los libros que publica, ¿por qué no los cambia? -preguntó Clive, que nunca leía nada más que los informes del Servicio y la Prensa de derechas.

– Tengo un Consejo de Administración -respondió cansadamente Barley, como si hablara con un niño fastidioso-. Tengo administradores. Tengo accionistas familiares. Tengo tías. Ellos quieren seguir la línea segura de siempre. Idilios. Intrigas. Aves del Imperio Británico -una mirada a Bob-. Interioridades de la CIA.

– ¿Por qué no fue usted a la feria de material fonográfico de Moscú? -repitió Clive.

– Las tías cancelaron la partida.

– ¿Quiere explicar eso?

– Yo pensaba introducir la firma en el campo de las cassettes magnetofónicas. La familia se enteró y decidió que no lo haría. Fin de la historia.

– Así que usted se largó -dijo Clive-. ¿Es eso lo que hace normalmente cuando alguien frustra sus propósitos? Quizá sea mejor que nos diga a qué se refiere esta carta -sugirió, y, sin mirar a Barley, la deslizó sobre la mesa en dirección a Ned.

No era el original. El original estaba en Langley, sometido a examen por las firmes fuerzas de la tecnología en busca de todo cuanto pudiera ofrecer, desde huellas dactilares hasta la enfermedad del legionario. Era un facsímil, preparado conforme a las meticulosas instrucciones de Ned, que incluía también el cerrado sobre marrón con la indicación «Señor Bartholomew Scott Blair. Personal y urgente» escrita con letra de Katya y rasgado luego con un cortaplumas para demostrar que había sido abierto más tarde. Clive se lo entregó a Ned. Ned se lo entregó a Barley. Walter se rascó la cabeza con su manaza y Bob se le quedó mirando magnánimamente como el chico bueno que había dado el dinero. Barley volvió la vista hacia mí como si se hubiera nombrado a sí mismo cliente mío. ¿Qué hago con esto? preguntaba con la mirada, ¿Lo leo o se lo tiro a la cara? Yo me mantuve, espero, impasible. Ya no tenía clientes. Tenía el Servicio.

– Léalo despacio -aconsejó Ned.

– Tómese todo el tiempo del mundo, Barley -dijo Bob.

¿Cuántas veces no habríamos leído nosotros la misma carta durante la última semana?, me pregunté, viendo cómo Barley examinaba por uno y otro lado el sobre, lo alejaba de sí y se lo acercaba, con las redondas gafas levantadas sobre la frente como las de un motorista. ¿Cuántas opiniones no se habían escuchado y descartado? Había sido escrita en un tren, habían declarado seis expertos de Langley. En la cama, dijeron otros tres en Londres. En el asiento trasero de un automóvil. Con prisa, en broma, con amor, con terror. Por una mujer, por un hombre, habían dicho. El autor es zurdo, diestro. Es alguien cuya escritura de origen es cirílica, es latina, es ambas cosas, no es ninguna.

Como giro final de la comedia, incluso habían consultado con el viejo Palfrey. «Conforme a nuestra ley de propiedad intelectual, el receptor es propietario de la carta física, pero el autor tiene la propiedad intelectual y el derecho de reproducción -les había dicho yo-. No creo que nadie os lleve a los tribunales soviéticos.» No podría decir si se sintieron preocupados o aliviados por mi opinión.

– ¿Reconoce la letra, o no? -preguntó Clive a Barley. Introduciendo sus largos dedos en el sobre, Barley extrajo finalmente la carta, pero desdeñosamente, como si todavía esperase que fuese una factura. Luego hizo una pausa y se quitó sus curiosas gafas redondas y las dejó sobre la mesa. Luego se volvió en la silla, apartándose de los demás. Y al empezar a leer, una expresión ceñuda se dibujó en su rostro. Terminó la primera página y miró el final de la carta en busca de la firma. Volvió a la segunda página y leyó el resto de la carta sin detenerse. Luego la volvió a leer entera de un tirón, desde «Mi querido Barley» hasta «Tu amante K». Después de lo cual, apretó celosamente la carta contra su regazo con las dos manos e inclinó el busto sobre ella, de tal modo que, ya fuera deliberadamente, ya fuera por casualidad, su rostro quedó oculto a todos los presentes, y su mechón de pelo quedó colgando como un gancho, y sus oraciones privadas se mantuvieron en su exclusivo ámbito personal, sin manifestarse al exterior.

– Está chiflada -declaró a la oscuridad que se abría bajo él-. Total y absolutamente chiflada. Ella ni siquiera estuvo allí.

Nadie preguntó de quién hablaba ni a qué lugar se refería. Hasta Clive conocía el valor de un buen silencio.

– K de Katya, abreviatura de Yekaterina, según tengo entendido -dijo Walter al cabo de unos momentos-. El patronímico es Borisovna -llevaba una torcida corbata de lazo, amarilla y con un motivo en colores pardo y naranja.

– No conozco ninguna K, no conozco ninguna Katya, no conozco ninguna Yekaterina -dijo Barley-. Y tampoco ninguna Borisovna. Nunca he jodido con ninguna, nunca he flirteado con ninguna, nunca me he declarado a ninguna, nunca me he casado siquiera con ninguna. Nunca he conocido a ninguna, que yo recuerde. Sí, una.

Todos esperaron, esperé yo también, y habríamos esperado toda la noche y no se habría oído el crujir de una silla ni el carraspear de una garganta mientras Barley escrutaba su memoria en busca de una Katya.

– La vieja bruja de Aurora -continuó Barley-. Trató de colocarme unas láminas artísticas de pintores rusos. No piqué. Las tías habrían montado en cólera.

– ¿Aurora? -preguntó Clive, sin saber si se trataba de una ciudad o de una agencia oficial.

– Editores.

– ¿Recuerda su otro nombre?

Barley meneó la cabeza, con la cara todavía oculta.

– Barba -dijo-. Katya de la barba. Treinta a la sombra.

La rica voz de Bob poseía una calidad estereofónica, y la habilidad de cambiar por sí sola las cosas.

– ¿Quiere leerla en voz alta, Barley? -preguntó, con el tono de camaradería de un viejo amigo-. Quizás el leerla en voz alta le refresque la memoria. ¿Quiere intentarlo, Barley?

Barley, Barley, todo el mundo amigo suyo, excepto Clive, que ni una sola vez, que yo recuerde, le llamó nada más que Blair.

– Sí, hágalo, ¿quiere? Léala en voz alta -dijo Clive, haciendo de ello una orden, y, para mi sorpresa, Barley pareció considerarlo buena idea. Irguiéndose con un rígido movimiento de la espalda, dispuso el busto de tal modo que tanto la carta como su rostro quedaban a la luz. Frunció el ceño como antes y empezó a leer en voz alta, con tono de estudiada perplejidad.

– Mi querido Barley -ladeó la carta y empezó de nuevo-. Mi querido Barley: ¿Recuerdas la promesa que me hiciste una noche en Peredelkino mientras nos hallábamos en la galería de la dacha de nuestros amigos y nos recitábamos el uno al otro la poesía de un gran místico ruso que amaba a Inglaterra? Tú me juraste que siempre prefreirías la Humanidad a las naciones y que cuando llegase el momento te comportarías como un ser humano decente.

Había vuelto a detenerse.

– ¿No es verdad nada de eso? -preguntó Clive.

– ¡Ya le he dicho que nunca he estado con esa tipa!

Había en la negativa de Barley una energía y un vigor antes inexistentes. Estaba rechazando algo que le amenazaba.

– Así que ahora te pido que cumplas tu promesa, aunque no en la forma que podríamos haber imaginado la noche en que consentimos en hacernos amantes. Chorradas -murmuró-. Esta tía lo confunde todo. Te ruego que enseñes este libro a personas inglesas que piensen igual que nosotros. Publícalo por mí, utilizando los argumentos que expresaste con tanto ardor. Enséñaselo a tus científicos y artistas e intelectuales, y diles que es la primera piedra de un gran alud y que ellos deben arrojar por sí mismos la siguiente. Diles que con la nueva apertura podemos actuar juntos para destruir la destrucción y castrar al monstruo que hemos creado. Pregúntales qué es más peligroso para la Humanidad, someterse como un esclavo o resistir como un hombre. Compórtate como un ser humano decente, Barley. Amo a la Inglaterra de Herzen ya ti. Tu amante K. ¿Quién diablos es ella? Está completamente tarumba. Los dos lo están.

Dejando la carta sobre la mesa, Barley se dirigió con pasos inciertos hacia el extremo oscuro de la estancia, maldiciendo por lo bajo y golpeando el aire con su puño derecho.

– ¿Qué diablos se propone la mujer? -protestó-. Ha tomado dos historias completamente distintas y las ha mezclado. Y, de todas maneras, ¿dónde está el libro?

Había recordado nuestra presencia y estaba de nuevo vuelto hacia nosotros.

– El libro está a salvo -respondió Clive, mirándome de soslayo.

– ¿Dónde está, por favor? Es mío.

– Nosotros pensábamos más bien que era del amigo de ella -dijo Clive.

– Me ha sido confiado a mí. Ya ha visto lo que él escribió. Yo soy su editor. Es mío. No tienen ustedes ningún derecho sobre él.

Se había posado con los dos pies justamente en el terreno en que no queríamos que entrase. Pero Clive fue rápido en distraerle.

– ¿Él? -repitió Clive-. ¿Quiere decir que Katya es un hombre? ¿Por qué dice él? Realmente, nos está usted desconcertando. Es usted una persona desconcertante, supongo.

Yo había estado esperando que el estallido se produjese antes. Había percibido ya que la sumisión de Barley era una tregua, no una victoria, y que cada vez que Clive la refrenaba le empujaba un poco más a la rebelión. Así que, cuando Barley se acercó a la mesa, se inclinó sobre ella y levantó flojamente las manos con las palmas hacia arriba, desde los costados, en lo que muy bien podría haber sido un dócil gesto de desvalimiento, yo no esperaba precisamente que fuese a ofrecer a Clive una respuesta dulcemente razonada a su pregunta. Pero ni yo mismo había imaginado la intensidad de la detonación.

– ¡No tiene usted ningún derecho! -rugió Barley directamente en la cara de Clive, golpeando con las palmas de las manos la mesa con tanta fuerza que mis papeles saltaron delante de mí. Brod acudió corriendo desde el pasillo. Ned tuvo que ordenarle que se volviera-. Ése es mi manuscrito. Enviado para mí por mi autor. Para mi consideración en mi propio tiempo. No tiene usted ningún derecho a robarlo, leerlo, ni guardarlo. Así que deme el libro y vuélvase a su cochina isla -agitó un brazo.

– Nuestra isla -le recordó Clive-. El libro, como usted lo llama, no es en absoluto un libro, y ni usted ni nosotros tenemos ningún derecho sobre él -continuó gélida y mendazmente-. No me interesa su preciosa ética de editor. A nadie aquí le interesa. Todo lo que sabemos es que el manuscrito en cuestión contiene secretos militares acerca de la Unión Soviética que, suponiendo que sean ciertos, son vitales para la defensa de Occidente. Hemisferio al cual pertenece usted también…, creo que agradecidamente. ¿Qué haría usted en nuestro lugar? ¿Ignorarlo? ¿Tirarlo al mar? ¿O tratar de averiguar cómo llegó a ser dirigido a un negligente editor británico?

– ¡Quiere que se publique! ¡Que lo publique yo! ¡No que permanezca oculto en sus cámaras acorazadas!

– Exactamente -dijo Clive, volviendo a mirarme.

– El manuscrito ha sido requisado oficialmente y clasificado como materia de alto secreto -dije-. Está sometido a las mismas restricciones que esta reunión. Incluso más.

Mi viejo profesor de Derecho se habría revuelto en su tumba… y me temo que no por primera vez. Pero siempre es maravilloso lo que un abogado puede conseguir cuando nadie conoce la ley.

Un minuto y catorce segundos fue lo que el silencio duró en la cinta, Ned lo midió con su cronómetro cuando volvió a la Casa Rusia. Había estado esperándolo, incluso complaciéndose en aguardarlo, pero empezó a temer haber tropezado con uno de esos enloquecedores fallos que siempre parecen aquejar a las grabadoras en el momento crucial. Pero al escuchar más atentamente captó el zumbido un coche lejano y un retazo de risa femenina llegando hasta la ventana. Para entonces, Barley había descorrido las cortinas y estaba mirando a la plaza. Durante un minuto y catorce segundos, pues, permanecimos contemplando la espalda de Barley, nítidamente recortada sobre la noche lisboeta. Se oye luego un terrible fragor, como el estallido de varios cristales a un tiempo, seguido del surtidor de un pozo petrolífero, y uno supondría que Barley había iniciado su marcha, largo tiempo demorada, llevándose consigo los ornamentales platos portugueses que decoraban la pared y los ondulados jarrones de flores. Pero, en realidad, todo el estruendo era solamente el ruido de Barley al descubrir la mesita de las bebidas, echar tres cubos de hielo en un vaso de cristal y verter sobre ellos una generosa cantidad de whisky escocés, todo ello a cinco centímetros de distancia del micrófono que Brock, con su esmero característico, había ocultado en uno de los compartimientos ricamente tallados.

Загрузка...