En la sala de situación instalada en el sótano del edificio de la Casa Rusia la atmósfera era la de un tenso y permanente raid aéreo nocturno. Ned se hallaba sentado a su mesa de mando ante tina batería de teléfonos. A veces parpadeaba uno de ellos y él hablaba al aparato con breves monosílabos. Dos secretarias repartían en silencio los telegramas y vaciaban las bandejas de correspondencia a cursar. Dos relojes iluminados, uno con la hora de Londres, otro con la hora de Moscú, brillaban como lunas gemelas en la pared del fondo. En Moscú era medianoche. En Londres, las nueve. Ned apenas si levantó la vista cuando su portero me abrió la puerta.
No había podido escaparme antes. Había pasado la mañana con los procuradores de Hacienda y la tarde con los abogados de Cheltenham. La cena estaba ayudando a entretener a una delegación sueca de espiócratas antes de que fueran despachados a la obligatoria comedia musical.
Walter y Bob estaban inclinados sobre un plano de Moscú, Brock hablaba por el teléfono interior con la sala de cifrado. Ned se hallaba inmerso en lo que parecía un prolijo inventario. Me indicó una silla y empujó hacia mí una serie de comunicados recibidos, garrapateados mensajes del frente.
09:54 horas, Barley ha logrado telefonear a Katya a «Octubre». Han concertado una cita para las 20.15 de esta noche en el «Odessa». Más.
13:20 horas, irregulares han seguido a Katya hasta el número 14 de la calle tal y tal. Dejó una carta en lo que parece ser una casa deshabitada. Seguirán lo antes posible fotografías por valija. Más.
20:18 horas, Katya ha llegado al hotel «Odessa». Barley y Katya están hablando en el bar. Wicklow y un irregular observan. Más.
21:05 horas, Katya sale del «Odessa». Seguirá resumen de conversación. Las cintas seguirán lo antes posible por valija. Más.
22:00 horas, espera. Katya ha prometido telefonear a Barley esta noche. Más.
22.50 horas, Katya seguida al hospital tal y tal. Cubren Wicklow y un irregular. Más.
23.25 horas, Katya recibe llamada telefónica por teléfono en desuso del hospital. Habla tres minutos veinte segundos. Más.
Y ahora, de pronto, nada más.
Espiar es la normalidad llevada a los extremos. Espiar consiste en esperar.
– ¿Está recibiendo Clive esta noche? -preguntó Ned, como si mi presencia le hubiera recordado algo.
Respondí que Clive estaría en su suite toda la noche. Había permanecido encerrado todo el día en la Embajada americana y me había dicho que era su intención mantenerse disponible para lo que hiciese falta.
Yo tenía un coche, así que fuimos juntos a la Oficina Central.
– ¿Has visto este maldito documento? -me preguntó Ned, dando unos golpecitos en la carpeta que llevaba en el regazo.
– ¿Qué maldito documento es ése?
– La lista de distribución del «Pájaro Azul». Los lectores del «Pájaro Azul» y sus sátrapas.
Adopté una actitud de cautelosa reserva. Era legendario el mal genio de Ned cuando se encontraba en medio de una operación. En la puerta del despacho de Clive estaba encendida la luz verde, con el significado de «entra si te atreves». La placa de latón decía «Delegado» en letras que eclipsaban a la Casa Real de la Moneda.
– ¿Qué diablos ha sido de la discreción, Clive? -le preguntó Ned, agitando la lista de distribución tan pronto como estuvimos en su presencia-. Le damos a Langley una remesa de material sumamente delicado, y de la noche a la mañana han reclutado más cocineros que caldo a cocinar. Quiero decir que ¿qué es esto? ¿Hollywood? Tenemos un agente allí. Tenemos un desertor que nunca hemos visto.
Clive contorneó la dorada alfombra. Cuando discutía con Ned acostumbraba a volver todo el cuerpo a la vez, como si fuese una carta de baraja. Lo hizo también ahora.
– ¿O sea que te parece demasiado larga la lista de lectura del «Pájaro Azul»? -preguntó con el tono de quien está tomando testimonio a alguien.
– Sí, y a ti también debería parecértelo. Y a Russell Sheriton. ¿Quién diablos son el Consejo de Enlace Científico del Pentágono? ¿Qué es el Equipo Académico Asesor de la Casa Blanca?
– ¿Preferirías que tomase una decisión e insistiese en que el «Pájaro Azul» quedara limitado a su Comité Interagencia? ¿Sólo directivos, sin ayudantes ni subordinados? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
– Si crees que puedes volver a meter la pasta de dientes en el tubo, sí.
Clive fingió considerar aquello en relación a su propio valor.
Pero yo sabía, y también lo sabía Ned, que Clive no consideraba nada en atención a su propio valor. Él consideraba quién estaba a favor de algo y quién estaba en contra. Y luego consideraba quién era el mejor aliado.
– En primer lugar, ni uno solo de esos elevados caballeros que he mencionado es capaz de encontrarle pies ni cabeza al material del «Pájaro Azul» sin la adecuada orientación especializada -dijo Clive, con su gélida voz-. O les dejamos debatirse en la ignorancia o admitimos a sus asesores y aceptamos el precio. Y lo mismo vale para su equipo de espionaje de Defensa, sus evaluadores de la Marina, el Ejército, la Aviación y la Casa Blanca.
– ¿Esto lo dice Russell Sheriton, o tú? -preguntó Ned.
– ¿Cómo podemos decirles que no hagan intervenir a sus paneles científicos, cuando al mismo tiempo les estamos ofreciendo un material inmensamente complejo? -insistió Clive, pasando limpiamente por alto la pregunta de Ned-. Si el «Pájaro Azul» es auténtico, van a necesitar toda la ayuda que puedan encontrar.
– Si -repitió Ned, con ojos llameantes-. Si es auténtico. Dios mío, Clive, eres peor que ellos. Hay doscientas cuarenta personas en esa lista, y cada una de ellas tiene una esposa, una amante y quince mejores amigos.
– Y en segundo lugar -continuó Clive, cuando ya habíamos olvidado que había habido un primer lugar-, no es nuestra información la que enajenamos. Es la de Langley -se volvió hacia mí antes de que Ned pudiera replicar-. Palfrey. Confírmalo. De acuerdo con nuestro tratado de colaboración con los americanos, ¿no es cierto que concedemos a Langley derechos prioritarios sobre todo el material estratégico?
– En asuntos estratégicos nuestra dependencia de Langley es total -admití-. Ellos nos dan lo que quieren que sepamos. A cambio, estamos obligados a darles todo lo que descubramos. No suele ser mucho, pero eso es lo pactado.
Clive escuchó con atención y mostró su asentimiento. Su frialdad poseía una desacostumbrada ferocidad, y me pregunté por qué. Si él hubiera tenido conciencia, yo habría dicho que no la tenía muy tranquila. ¿Qué había estado haciendo en la Embajada todo el día? ¿Qué había revelado a quién a cambio de qué?
– Es un error común en este Servicio -continuó Clive, hablándole directamente a Ned ahora- el pensar que nosotros y los americanos estamos en el mismo barco. No lo estamos. No cuando se trata de estrategia. No tenemos en el país mi solo analista de defensa que le llegue a la suela del zapato a su colega americano en cuestiones de estrategia. En lo que a la estrategia se refiere, nosotros somos un diminuto e ignorante chinchorro británico y ellos son el Queen Elizabeth. No nos incumbe a nosotros decirles cómo deben gobernar su buque.
Todavía nos estábamos maravillando del vigor de esta declaración cuando empezó a sonar el teléfono de la línea de emergencia de Clive y éste se dirigió ávidamente hacia él, pues siempre le encantaba contestar al teléfono de emergencia delante de sus subordinados. Tuvo mala suerte. Era Brock que quería hablar con Ned.
Katya acababa de telefonear a Barley al «Odessa» y ambos habían concertado una reunión para mañana por la noche, dijo Brock. El puesto de Moscú necesitaba con urgencia la aprobación de Ned a sus propuestas operativas para la entrevista. Ned salió inmediatamente.
– ¿Qué estás tramando con los americanos? -pregunté a Clive, pero él no se molestó en prestarme atención.
Me pasé todo el día siguiente hablando con mis suecos. En la Casa Rusia la vida no era mucho más animada. Espiar es esperar. A eso de las cuatro me escabullí a mi habitación y telefoneé a Hannah. A veces lo hago. Para las cuatro ella ha regresado ya del Instituto del Cáncer en que trabaja a tiempo parcial, y su marido nunca vuelve a casa antes de las siete. Me contó cómo le había ido el día. Apenas si le escuché. Le conté algo acerca de mi hijo, Alan, que estaba liado con una enfermera de Birmingham, una muchacha bastante agradable, pero realmente no de la clase de Alan.
– Quizá te llame más tarde -dijo.
Algunas veces decía eso, pero nunca llamaba.
Barley caminaba al lado de Katia y podía oír sus pisadas como firme de las suyas propias. Las destartaladas mansiones del Moscú dickensiano se hallaban bañadas por la agria luz del atardecer. El primer patio era sombrío; el segundo, oscuro. Varios gatos le miraban desde los montones de desperdicios. Dos chicos de pelo largo que podrían haber sido estudiantes jugaban al tenis por encima de una fila de cajas de embalaje. Un tercero permanecía apoyado contra la pared. Frente a ellos había una puerta pintarrajeada con letreros diversos y una media luna de color rojo. «Atento a las señales rojas», había advertido Wicklow. Katia estaba pálida, y se preguntó si él también estaría pálido, pues lo contrario sería un auténtico milagro. Algunos hombres nunca serán héroes, algunos héroes nunca serán hombres, pensó, con apresurado agradecimiento a Joseph Conrad por la paternidad de la idea. Y Barley Blair nunca será ninguna de las dos cosas. Agarró el picaporte y estiró de él. Katya se mantenía a cierta distancia. Llevaba un pañuelo de cabeza y un impermeable. El picaporte giró, pero la puerta no se movió la empujó con las dos manos y, luego, empujó con más fuerza. Los chicos que jugaban al tenis le gritaron algo en ruso. Se detuvo en seco, sintiendo fuego en la espalda.
– Dicen que debe abrirla de una patada -dijo Katya, y vio con asombro que estaba sonriendo.
– Si puede sonreír ahora -dijo-, ¿qué cara tiene cuando se siente feliz?
Pero debió de decirlo para sus adentros, porque ella no respondió. Dio una patada a la puerta, que cedió, rechinando al frotar contra la arena del suelo. Los chicos se echaron a reír y volvieron a su juego. Él se introdujo en la oscuridad y ella le siguió. Accionó un interruptor, pero no se encendió ninguna luz. La puerta se cerró de golpe tras ellos, y cuando buscó a tientas el picaporte no pudo encontrarlo. Se hallaban en una oscuridad absoluta, oliendo a gatos y cebollas y aceite de cocina y escuchando retazos de música y conversaciones de las vidas de otras personas. Encendió una cerilla. Aparecieron tres escalones, luego media bicicleta, luego la puerta de entrada a un mugriento ascensor. Luego se quemó los dedos. Vaya al cuarto piso, había dicho Wicklow. Atento a las señales rojas. ¿Cómo diablos voy a ver señales rojas en la oscuridad? Dios le respondió con una débil claridad procedente del piso superior.
– ¿Puede decirme dónde estamos? -preguntó cortésmente Katia.
– Es un amigo mío -respondió él-. Un pintor.
Abrió la puerta del ascensor y, luego, la verja. Dijo: «Por favor», pero ella ya ella había pasado ante él y se encontraba dentro del ascensor, mirando hacia arriba, deseosa de subir.
– Se ha ido fuera por unos días. Es sólo un lugar en que hablar -dijo Barley.
Volvió a fijarse en sus pestañas, en la humedad de sus ojos. Sintió deseos de consolarla, pero ella no estaba suficientemente triste.
– Es pintor -repitió, como si eso legitimizara a un amigo.
– ¿Oficial?
– No. Creo que no. No sé.
¿Por qué no le había dicho Wicklow qué clase de maldito pintor se suponía que era el hombre?
Se disponía a apretar el botón cuando una niña con gafas de montura de concha entró saltando tras ellos y abrazando un oso de plástico. Saludó, y a Katya se le iluminó la cara mientras contestaba al saludo. El ascensor comenzó a elevarse ruidosamente con una sacudida, y los botones producían pequeños chasquidos en cada piso. En el tercero la niña se despidió cortésmente, y Barley y Katya respondieron al unísono. En el cuarto, el ascensor se detuvo bruscamente como si hubiera chocado contra el techo, y quizás era así. Barley empujó a Katya a tierra firme y saltó tras ella. A su frente se abría un pasillo lleno de olor a niño, a muchos niños quizás. En su extremo, en lo que parecía ser una pared lisa, una flecha roja les dirigía hacia la izquierda. Llegaron a una angosta escalera ascendente de madera. En el primer peldaño, Wicklow estaba acuclillado como un duende, leyendo un grueso libro a la luz de una linterna de mecánico. No levantó la cabeza cuando pasaron ante él, pero Barley observó que Katya le miraba.
– ¿Qué ocurre? ¿Ha visto un fantasma? -le preguntó.
¿Podía ella oírle? ¿Podía él oírse a sí mismo? ¿Había hablado? Se hallaban en un alargado ático, Se veía el cielo por entre las grietas de las tejas y las vigas estaban cubiertas de excrementos de murciélagos. Sobre las uniones se había instalado un camino de tablas de andamio. Barley le cogió la mano. Katya tenía la palma ancha, fuerte y seca. Su desnudez contra la suya era como la entrega de todo su cuerpo.
Avanzó cautelosamente, percibiendo un olor a trementina y linaza y oyendo el golpeteo de un viento inesperado, Pasó por entre dos cisternas de hierro y vio una gaviota de papel de tamaño natural, con las alas desplegadas y girando al extremo del hilo que la mantenía suspendida de una viga. Tiró de Katya para que le siguiese. Más allá, sujeta a una barra de ducha, colgaba una cortina rayada. Si no hay gaviota no hay reunión, había dicho Wicklow. La ausencia de gaviota significa aborto. Ése es mi epitafio, pensó Barley. «No había ninguna gaviota, así que abortó.» Descorrió la cortina y entró en un estudio de pintor sin dejar de tirar de Katia. En el centro había un caballete y una silla tapizada para los modelos. Sobre ella reposaba un raído' gabán. Es una instalación para ser utilizada sólo una vez, había dicho Wicklow. Y yo también, Wickers, yo también. En la pendiente del tejado se abría una claraboya de fabricación casera. En su marco se veía pintada una marca roja. Los rusos no confían en las paredes, había explicado Wicklow, ella hablará mejor al aire libre.
Se abrió la claraboya, para consternación de una colonia de palomas y gorriones. Barley indicó a Katya que pasara primero, observando la flexibilidad de su esbelto cuerpo al agacharse. Él la siguió, golpeándose en la espalda y mascullando «maldita sea», exactamente como sabía que haría. Se hallaban entre dos frontis en un emplomado canalillo en el que justamente les cabían los pies. El latido del tráfico llegaba hasta ellos desde calles que no podían ver. Katya estaba de frente a él y muy cerca. Quedémonos a vivir aquí, pensó Barley. Tus ojos, yo, el cielo. Se estaba frotando la espalda, entornando los ojos a consecuencia del dolor.
– ¿Se ha hecho daño?
– Fractura de columna sólo.
– ¿Quién es ese hombre de la escalera? -preguntó ella.
– Trabaja para mí. Es mi director literario. Él se encargará de vigilar mientras hablamos.
– Estaba en el hospital anoche.
– ¿Qué hospital?
– Anoche, después de estar con usted, visité cierto hospital.
– ¿Está enferma? ¿Por qué fue al hospital? -preguntó Barley, dejando de frotarse la espalda.
– Nada importante. Él estaba allí. Parecía tener un brazo roto.
– No puede haber estado allí -dijo Barley, sin creérselo él mismo-. Estuvo conmigo todo el tiempo después de marcharse usted. Tuvimos una discusión sobre libros rusos.
Vio que la suspicacia desaparecía lentamente de sus ojos.
– Estoy cansada. Debe disculparme.
– Permítame decirle lo que he ideado, y luego puede usted decirme que no vale. Hablamos y, luego, la llevo a cenar. Si los custodios del Pueblo estuvieron escuchando anoche nuestra conversación telefónica, esperarán que sea eso lo que hagamos. El estudio es de un pintor amigo mío, un chiflado del jazz como yo. Nunca le dije su nombre porque no podía recordarlo, y quizá nunca lo he sabido. Pensé que podíamos traerle bebida y ver sus cuadros, pero él no apareció. Fuimos a cenar y hablamos de literatura y de la paz mundial. A pesar de mi reputación, no le hice proposiciones atrevidas. Me sentía demasiado intimidado por su belleza. ¿Qué tal?
– Es conveniente.
Barley se puso en cuclillas, sacó un botellín de whisky y desenroscó el tapón.
– ¿Bebe usted de esto?
– No.
– Yo tampoco.
Esperó que ella se instalara a su lado, pero continuó en pie. Sirvió un poco de licor en el tapón y dejó la botella a sus pies.
– ¿Cómo se llama? -preguntó-. El autor. Goethe. ¿Quién es?
– Eso carece de importancia.
– ¿Cuál es su unidad? ¿Empresa? ¿Apartado postal? ¿Ministerio? ¿Laboratorio? ¿Dónde trabaja? No tenemos tiempo para andamos con rodeos.
– No lo sé.
– ¿Dónde está establecido? Tampoco me dirá eso, ¿verdad?
– En muchos sitios. Depende de dónde esté trabajando.
– ¿Cómo le conoció?
– No sé. No sé qué puedo decirle.
– ¿Qué le dijo él que me dijera?
Katya vaciló, como si él la hubiera descubierto. Frunció el ceño.
– Lo que sea necesario. Debo confiar en usted. Se mostró generoso. Es su naturaleza.
– ¿Qué le retrae, entonces? -Nada-. ¿Por qué cree que estoy yo aquí? -nada-. ¿Cree que disfruto jugando a guardias y ladrones en Moscú?
– No lo sé.
– ¿Por qué me envió usted el libro si no confía en mí?
– Si se lo envié, fue por él. Yo no le elegí a usted. Lo hizo él -replicó hoscamente.
– ¿Dónde está ahora? ¿En el hospital? ¿Cómo habla con él? -levantó la vista hacia ella, esperando su respuesta-. ¿Por qué no empieza a hablar a ver cómo resulta? -sugirió-. Quién es él, quién es usted. Cómo se gana la vida.
– No lo sé.
– Quién estaba en la leñera a las tres de la madrugada en la noche del crimen. -Nada tampoco-. Dígame por qué me ha arrastrado a esto. Usted lo empezó, no yo. ¿Katya? Soy yo. Soy Barley Blair. Gasto bromas, hago ruidos de pájaros, bebo. Soy un amigo.
A él le gustaban los solemnes silencios de Katya mientras le miraba. Le encantaba su forma de escuchar con los ojos y la sensación de recuperada camaradería cada vez que hablaba.
– No ha habido ningún crimen -dijo ella-. Es mi amigo. Su nombre y su ocupación carecen de importancia.
Barley tomó un sorbo de whisky mientras pensaba en esto.
– ¿O sea que esto es lo que usted acostumbra hacer por los amigos? ¿Pasarles clandestinamente a Occidente sus manuscritos ilícitos? -ella también piensa con los ojos, pensó-. ¿Le mencionó por casualidad sobre qué trataba su manuscrito?
– Naturalmente. Él no me pondría en peligro sin mi consentimiento.
Barley captó el tono protector de su voz y se sintió molesto.
– ¿Qué le dijo que era en lo que le estaba metiendo? -preguntó
– El manuscrito describe la implicación de mi país en la preparación de antihumanitarias armas de destrucción en masa, a lo largo de muchos años. Pinta un cuadro de corrupción e incompetencia en todos los campos del complejo industrial de defensa. Y también de despilfarro criminal y deficiencias éticas.
– Lo que usted dice es algo muy importante. ¿Conoce algunos detalles más?
– No estoy al tanto de cuestiones militares.
– O sea que él es militar.
– No.
– ¿Qué es entonces?
Silencio.
– ¿Pero usted aprueba eso? ¿Pasar esas cosas a Occidente?
– No las está pasando a Occidente ni a ningún bloque. Él respeta a los ingleses, pero eso es lo de menos. Su gesto garantizará una auténtica sinceridad entre científicos de todas las naciones. Ayudará a destruir la carrera de armamentos. -Aún tenía que llegar a él. Hablaba con tono monótono e inexpresivo, como si se hubiera aprendido las palabras de memoria-. Él cree que no queda tiempo. Debemos destruir el abuso de la ciencia y los sistemas políticos responsables de ello. Cuando habla de filosofía, habla en inglés -añadió.
Y tú escuchas, pensó él. Con los ojos. En inglés. Mientras te preguntas si puedes confiar en mí.
– ¿Es científico? -preguntó.
– Sí. Es científico.
– Los detesto a todos. ¿De qué rama? ¿Es físico?
– Quizá, no lo sé.
– Su información abarca todos los campos. Precisión, puntos de mira, mando y control, motores de cohetes. ¿Es un solo hombre? ¿Quién le da el material? ¿Cómo conoce tantas cosas?
– No lo sé. Es un solo hombre. Eso es evidente. Yo no tengo tantos amigos. No es un grupo. Quizá supervisa también el trabajo de otros. No lo sé.
– ¿Está en un cargo importante? ¿Es un gran jefe? ¿Trabaja aquí, en Moscú? ¿Está en el cuartel general? ¿Qué es?
Ella fue negando con la cabeza a cada pregunta.
– No trabaja en Moscú. Por lo demás, no se lo he preguntado, y él no me lo dice.
– ¿Realiza pruebas?
– No lo sé. Va a muchos sitios, por toda la Unión Soviética. A veces se ha abrasado de calor, a veces se ha helado de frío, a veces las dos cosas. No sé.
– ¿Ha mencionado en alguna ocasión su unidad?
– No.
– ¿Números de apartados postales? ¿Los nombres de sus jefes? ¿El nombre de un colega o de un subordinado?
– No está interesado en decirme esas cosas.
Y él la creyó. Mientras estuviese con ella, creería que el Norte estaba en el Sur y que los niños nacían de los árboles.
Ella le miraba, esperando su próxima pregunta.
– ¿Se da cuenta de las consecuencias de la publicación de esto? -preguntó-. ¿Para él mismo, quiero decir? ¿Sabe con qué está jugando?
– Él dice que hay veces en que nuestros actos deben ser lo primero, y que sólo después de realizados debemos considerar sus consecuencias.
Pareció esperar que dijera algo, pero Barley estaba aprendiendo a no precipitarse.
– Si vemos con claridad un objetivo tal vez podamos avanzar un paso. Si contemplamos todos los objetivos a la vez, no avanzaremos en absoluto.
– ¿Y usted? ¿Ha pensado él en las consecuencias que pueden derivarse para usted si algo de esto sale a la luz?
– Las acepta.
– ¿Y usted también?
– Naturalmente. Fue decisión mía también. ¿Por qué si no iba a apoyarle?
– ¿Y los niños? -preguntó Barley.
– Es para ellos y para su generación -respondió ella con tono resuelto, casi colérico.
– ¿Y las consecuencias para la Madre Rusia?
– Nosotros creemos preferible la destrucción de Rusia a la destrucción de toda la Humanidad. La mayor carga es el pasado. Para todas las naciones, no sólo para Rusia. Nosotros nos consideramos los verdugos del pasado. Él dice que, si no podemos ejecutar a nuestro pasado, ¿cómo vamos a construir nuestro futuro? No edificaremos un mundo nuevo hasta que nos hayamos desembarazado de las mentalidades del viejo. Para expresar la verdad, debemos también estar dispuestos a ser los apóstoles de la negación. Él cita a Turgueniev. Un nihilista es una persona que no da nada por sentado, por mucho que se respete un principio.
– ¿Y usted?
– Yo no soy nihilista. Yo soy humanista. Si se nos ha dado a interpretar un papel para el futuro, debemos interpretarlo.
Barley estaba buscando en su voz una sombra de duda, pero no encontró ninguna. Su tono era perfecto.
– ¿Cuánto tiempo hace que habla así? ¿Desde siempre? ¿O es reciente?
– Siempre ha sido un idealista. Es su naturaleza. Siempre ha sido extremadamente crítico en un sentido constructivo. Hubo un tiempo en que pudo convencerse a sí mismo de que las armas de aniquilación eran tan terribles que producirían el efecto de abolir la guerra. Creía que producirían un cambio en la mentalidad de los mandos militares. Estaba convencido de la paradoja de que las armas más poderosas contenían dentro de sí la más poderosa capacidad de paz. En este aspecto era un entusiasta de las opiniones estratégicas americanas.
Estaba empezando a acercarse a él. Podía percibirlo en ella, el surgimiento de una necesidad. Estaba despertando y aproximándose a él. Bajo el cielo de Moscú, se estaba despojando de su desconfianza después de demasiada soledad y privación.
– ¿Y qué cambió en él?.
– Ha experimentado durante muchos años la incompetencia y la arrogancia de nuestras organizaciones militares y burocráticas. Ha visto cómo ponen plomo en los pies del progreso. Ésa es su expresión. Se siente estimulado por la perestroika y por la perspectiva de una paz mundial. Pero no es utópico, no es pasivo. Él sabe que nada se producirá espontáneamente. Sabe que nuestro pueblo está engañado y carece de poder colectivo. La nueva revolución debe ser impuesta desde arriba. Por los intelectuales. Por los artistas. Por los administradores. Por los científicos, Él quiere realizar su propia e irreversible aportación de acuerdo con las exhortaciones de nuestros dirigentes. Suele citar un refrán ruso: «Si el hielo es delgado, hay que caminar de prisa.» Dice que hemos vivido demasiado tiempo en una era que ya no necesitamos. El progreso sólo se podrá lograr cuando haya terminado esa era.
– ¿Y está usted está de acuerdo?
– Sí, y usted también. -Calor ahora. Fuego en sus ojos. Un inglés demasiado perfecto, aprendido en el claustro, de clásicos permitidos en el pasado-. ¡Dice que le oyó a usted criticar en términos similares a su propio país!
– ¿Tiene algún pensamiento intrascendente? -preguntó Barley-, quiero decir que ¿le gusta el cine? ¿Qué coche conduce?
Ella se había vuelto, apartándose de él, y Barley vio el perfil de su rostro recortado sobre el vacío firmamento. Tomó otro sorbo de whisky.
– Ha dicho usted que podría ser físico -le recordó.
– Estudió física. Creo que también se capacitó en determinados aspectos de ingeniería. Tengo entendido que en el campo en que trabaja las distinciones no siempre se observan estrechamente.
– ¿Dónde estudió?
– Ya en la escuela se le consideraba un prodigio. A los catorce años ganó una Olimpíada de Matemáticas. Su triunfo se publicó en los periódicos de Leningrado. Fue al Litmo y, después, siguió estudios de posgraduación en la Universidad. Es brillante en grado sumo.
– Cuando yo iba a la escuela ésa era la clase de tipos que detestaba -dijo Barley, pero, para alarma suya, ella frunció el ceño.
– Pero usted no detestaba a Goethe. Usted le inspiraba. Suele citar con frecuencia a su amigo Scott Blair. «Si ha de haber esperanzas, todos debemos traicionar a nuestros países.» ¿Realmente dijo usted eso?
– ¿Qué es un Litmo? -preguntó Barley.
– Litmo es el Instituto de Leningrado para la Ciencia Mecánica y Óptica. Desde la universidad fue enviado a Novosibirsk para estudiar en la ciudad científica de Akademgorodok. Se hizo licenciado en ciencias, doctor en ciencias. Hizo todo.
Él deseaba insistir acerca de ese todo, pero no se atrevió a presionarla, así que, en lugar de ello, la dejó hablar de sí misma.
– ¿Cómo llegó a relacionarse con él?
– Cuando yo era niña.
– ¿De qué edad?
Barley notó como se acumulaba de nuevo su reserva y se disolvía después, como si tuviera que recordarse a sí misma que se hallaba en compañía segura… o en compañía tan insegura que daba igual comprometerse un poco más.
– Yo era una gran intelectual de dieciséis años -respondió con una grave sonrisa.
– ¿Qué edad tenía el prodigio?
– Treinta años.
– ¿De qué año estamos hablando?
– De 1968. Él era todavía un idealista de la paz. Decía que nunca harían intervenir a los tanques. «Los checos son nuestros amigos -decía-. Son como los serbios y los búlgaros. Si se tratara de Varsovia, quizás enviaran los tanques, pero contra nuestros checos, nunca, nunca.»
Ella había acabado volviéndose de espaldas. Era demasiadas mujeres a la vez. Vuelta de espaldas a él, estaba hablando al cielo y, sin embargo, le estaba atrayendo a su vida y nombrándole confidente suyo.
Era agosto en Leningrado, dijo, ella tenía dieciséis años y estudiaba francés y alemán en su último año en la escuela. Era una alumna brillante, una soñadora de la paz y una revolucionaria de la especie más romántica. Se hallaba al borde del estado adulto y se consideraba madura. Hablaba de sí misma con ironía. Había leído a Erich Fromm y a Ortega y Gasset y a Kafka y había visto Dr. Strangelove. Consideraba a Sajarov acertado en su pensamiento, pero equivocado en su método. Se preocupaba por los judíos rusos, pero compartía la opinión de su padre de que sus problemas se los habían buscado ellos mismos. Su padre era profesor de Humanidades en la Universidad, y su escuela era para hijos e hijas de la nomenclatura de Leningrado. Corría el mes de agosto de 1968, pero Katya y sus amigos aún eran capaces de vivir con esperanza política. Barley trató de recordar si alguna vez había vivido con esperanza política y decidió que era improbable. Ella hablaba como si nada pudiera nunca volver a impedirle hablar. Barley deseaba cogerle de nuevo la mano, como se la había cogido en la escalera. Deseaba poder coger cualquier parte de ella, pero sobre todo su cara, y besarla en lugar de escuchar su historia de amor.
– Nosotros creíamos que el Este y el Oeste se estaban acercando dijo Katya-. Cuando los estudiantes americanos se manifestaron en contra de la guerra del Vietnam, nos sentimos orgullosos de ellos y los consideramos como camaradas nuestros. Cuando los estudiantes de París se amotinaron, deseamos poder estar junto a ellos en las barricadas, llevando sus bellas ropas francesas.
Se volvió y le dirigió una sonrisa por encima del hombro. A su izquierda, sobre las estrellas, había aparecido una luna en cuarto creciente, y Barley tenía un vago recuerdo literario de que presagiaba mala suerte. Una bandada de gaviotas se había posado sobre un tejado, al otro lado de la calle. Nunca te abandonaré, pensó.
– En nuestro patio había un hombre que llevaba nueve años ausente -estaba diciendo ella-. Una mañana regresó, aparentando no haber estado nunca fuera. Mi padre le invitó a cenar y estuvo tocando música para él toda la noche. Yo nunca había conocido a alguien que hubiera sufrido una reciente persecución, así que, naturalmente, esperaba que hablase de los horrores de los campos de concentración. Pero lo único que él quería era escuchar a Shostakovich. En aquellos tiempos yo no comprendía que hay sufrimientos que se pueden describir. Nos llegaban desde Checoslovaquia noticias de reformas extraordinarias. Creíamos que esas reformas no tardarían en llegar a la Unión Soviética y que tendríamos una moneda fuerte y libertad para viajar.
– ¿Dónde estaba su madre?
– Muerta.
– ¿Cómo murió?
– De tuberculosis. Ya estaba enferma cuando yo nací. El 20 de agosto había una proyección privada de una película de Godard en el Club de los Científicos. -Su voz se había tornado severa contra ella misma-. Las invitaciones eran para dos personas. Mi padre, después de informarse sobre el contenido moral de la película, se mostraba reacio a llevarme, pero yo insistí. Al final, decidió que yo debía acompañarle como complemento de mis estudios franceses. ¿Conoce el Club de Científicos de Leningrado?
– No puedo decir que lo conozca -r-espondió él, recostándose.
– ¿Ha visto À bout de souffle?
– Intervine en ella -dijo, y ella se echó a reír mientras Barley tomaba unos sorbos de su whisky.
– Entonces recordará que es una película muy tensa. ¿Sí?
– Sí.
– Era la película más llena de fuerza que yo había visto jamás.
Todo el mundo se sintió muy impresionado por ella, pero para mí fue una auténtica conmoción. El Club de Científicos está a orillas del río Neva. Conserva el viejo esplendor, con escalinatas de mármol y sofás muy bajos en los que es difícil sentarse con una falda ajustada. -Se encontraba de nuevo de perfil a él, con la cabeza adelantada-. Hay un bello invernadero y una sala que semeja una mezquita, con gruesas cortinas y lujosas alfombras. Mi padre me quería mucho, pero estaba muy preocupado por mí y era muy severo. Cuando terminó la película, fuimos a un comedor de paredes revestidas de madera. Era muy hermoso. Nos sentamos a las largas mesas, y allí fue donde conocí a Yakov. Nos presentó mi padre. «He aquí un nuevo genio del mundo de la física», dijo. Mi padre tenía el defecto de mostrarse sarcástico a veces con los jóvenes. Yakov era, además, guapo. Yo había oído algo acerca de él, pero nadie me había dicho lo vulnerable que era, más parecido a un artista que a un científico en ese aspecto. Le pregunté qué estaba haciendo, y mc respondió que había regresado a Leningrado para recuperar su inocencia. Me eché a reír y formulé una observación sorprendente en una muchacha de dieciséis años, Dije que me parecía extraño que precisamente un científico estuviera buscando inocencia. Él explicó que en Akademgorodok había destacado demasiado en ciertos campos y se había hecho demasiado interesante para los militares. Parece ser que en cuestiones de física la distinción entre investigación pacífica e investigación militar es a menudo muy pequeña. Le estaban ofreciendo todo -privilegios, dinero para realizar sus investigaciones-, pero él lo rechazaba porque quería conservar sus energías para medios pacíficos. Esto les enfurecía, porque acostumbran reclutar la flor y nata de nuestros científicos y no esperan ser rechazados. Así que había regresado a su vieja universidad para recuperar su inocencia, Se proponía inicialmente estudiar física teórica y estaba buscando personas influyentes que le ayudasen, pero éstas se mostraban reacias a causa de su actitud. No tenía permiso para residir en Leningrado. Hablaba muy libremente, como suelen hacer nuestros científicos. Y estaba lleno de entusiasmo por el Gorodok. Hablaba de los extranjeros que destacaban entonces, los brillantes jóvenes americanos de Stanford y el MIT, y también de los ingleses. Describía a los pintores que estaban prohibidos en Moscú pero a los que se permitía exponer en el Gorodok. Los seminarios, la intensidad de la vida, los libres intercambios de ideas… y, como yo estaba segura, de amor. «¡En qué otro país más que en Rusia van a tocar especialmente para los científicos Richter y Rostropovich, Okudzhava a cantar Voznesensky a leer sus poemas! ¡Éste es el mundo que los científicos debemos construir para los demás!» Bromeaba, y yo reía como una mujer madura. Era muy ingenioso en aquellos tiempos, pero también vulnerable, como lo sigue siendo hoy. Tiene una parte que se resiste a crecer. Es el artista que hay en él, pero es también el perfeccionista. Ya en aquellos días criticaba abiertamente la incompetencia de las autoridades. Decía que había tantos huevos y salchichas en el supermercado de Gorodok que los compradores afluían masivamente en autobús desde Novosibirsk y habían vaciado las estanterías para las diez de la mañana. ¿Por qué no podían hacer el viaje los huevos, en lugar de las personas? ¡Sería mucho mejor! Nadie recogía la basura, dijo, y la electricidad seguía cortándose. A veces, la basura llegaba hasta la altura de la rodilla en las calles. ¡Y lo llaman un paraíso científico! Yo hice otro precoz comentario. «Eso es lo malo del paraíso -dije-. Que no hay nadie para recoger la basura.» Todo el mundo se mostró muy regocijado. Fue un éxito por mi parte. Él describió a la vieja guardia tratando de asimilar las ideas de los hombres nuevos y alejándose, meneando la cabeza como campesinos que hasta han visto por primera vez un tractor. No importa, dijo. El progreso prevalecerá. Dijo que el tren blindado de la revolución que Stalin había hecho descarrilar se hallaba de nuevo en marcha y que la próxima parada sería en Marte. Fue entonces cuando mi padre le interrumpió con una de sus cínicas observaciones. Estaba encontrando a Yakov demasiado vocinglero. «Pero, Yakov Yefremovich -dijo-, no era Marte el dios de la guerra?» Yakov adoptó inmediatamente una actitud meditabunda. No imaginaba yo que un hombre pudiera cambiar tan rápidamente, audaz un momento y, al momento siguiente, tan solitario y consternado. Yo se lo reprochaba a mi padre. Estaba furiosa con él. Yakov trataba de recuperarse, pero mi padre le había sumido en la desesperación. ¿Le habló Yakov de su padre?
Estaba sentada en el otro lado del canalillo, frente a él, apoyada contra las tejas de la vertiente opuesta, con las largas piernas estiradas ante sí y el vestido apretado contra el cuerpo. El cielo se oscurecía tras ella y aumentaba el brillo de la luna y las estrellas.
– Me dijo que su padre murió de una sobredosis de inteligencia -respondió Barley.
– Tomó parte en un amotinamiento en el campo de concentración. Estaba desesperado. Yakov tardó muchos años en enterarse de la muerte de su padre. Un día, un viejo fue a su casa y dijo que él había matado al padre de Yakov. Estaba de guardián en el campo de concentración y se le ordenó intervenir en la ejecución de los rebeldes. Fueron ametrallados por docenas en las proximidades de la estación ferroviaria de Vorkuta. El guardián estaba llorando. Yakov tenía sólo catorce años a la sazón, pero dio al viejo su perdón y un poco de vodka.
Yo no puedo hacer eso, pensó Barley. No llego a esas alturas.
– ¿En qué año fusilaron a su padre? -preguntó. Pórtate como un hámster. Es casi lo único para lo que vales.
– Creo que fue en la primavera de 1952. Mientras Yakov guardaba silencio, todos los que estaban a la mesa empezaron a hablar vehementemente sobre Checoslovaquia -continuó ella en su perfecto inglés arqueológico-. Unos decían que la camarilla gobernante enviaría los tanques. Mi padre estaba seguro de ello. Algunos opinaban que estaría justificado el hacerla. Mi padre dijo que lo harían tanto si estuvieran justificados como si no. Los zares rojos harían exactamente lo que les diera la gana, dijo, como lo habían hecho los zares blancos. Vencería el sistema porque el sistema siempre vencía y el sistema era nuestra maldición. Ésta era la convicción de mi padre, como más tarde fue la de Yakov. Pero en aquella época Yakov estaba todavía decidido a creer en la Revolución. Deseaba que la muerte de su padre hubiera valido la pena. Escuchó atentamente lo que mi padre tenía que decir, pero luego se tornó agresivo. «¡Nunca enviarán los tanques! -dijo-. ¡La Revolución sobrevivirá!» Golpeó la mesa con el puño. ¿Ha visto sus manos? ¿Como las de un pianista, tan blancas y finas? Había estado bebiendo. También mi padre, y también mi padre se encolerizó. Quería que le dejaran en paz con su pesimismo. Como ilustre humanista, no le agradaba que le contradijese un joven científico a quien consideraba un advenedizo. Quizá mi padre estaba también celoso, porque, mientras discutían, yo me sentía completamente enamorada de Yakov.
Barley tomó otro sorbo de whisky.
– ¿No le parece sorprendente? -preguntó ella con tono indignado, mientras su sonrisa reaparecía en su rostro-. ¿Una chica de dieciséis años con un experimentado hombre de treinta?
Barley no se sentía especialmente agudo, pero ella parecía necesitar que la tranquilizase.
– Me desconcierta, pero en general diría que ambos fueron muy afortunados -respondió.
– Cuando terminó la recepción le pedí a mi padre tres rublos para ir al café «Sever» a tomar un helado con mis compañeros. En la recepción estaban varias hijas de académicos, algunas de ellas condiscípulas mías. Formamos un grupo, y yo invité a Yakov a que viniera con nosotras. Por el camino le pregunté dónde vivía, y él me contestó que en la calle del Profesor Popov. «¿Quién era Popov?», me preguntó, y yo me eché a reír. Todo el mundo sabe quién es Popov, dije. Popov fue el gran ruso inventor de la radio, que transmitió una señal antes incluso que Marconi, expliqué. Yakov no estaba tan seguro. «Quizá Popov no existió jamás -respondió- Quizás el Partido lo inventó para satisfacer nuestra obsesión rusa de ser los primeros en inventarlo todo.» Comprendí por aquello que todavía se veía asediado por dudas acerca de lo que harían con respecto a Checoslovaquia.
Sintiéndose todo menos juicioso, Barley asintió juiciosamente con la cabeza.
– Le pregunté si su apartamento era compartido o independiente. Él respondió que era una habitación que compartía con un viejo conocido del Litmo que trabajaba en un laboratorio especial nocturno, por lo que raras veces se veían. «Entonces, enséñame dónde vives -dije-. Quiero saber que estás cómodo.» Él fue mi primer amante -añadió con sencillez-. Fue sumamente delicado, como yo había esperado, pero también apasionado.
– Bravo -dijo Barley, tan suavemente que quizás ella no le oyó.
– Me quedé con él tres horas y tomé el último metro para casa. Mi padre me estaba esperando, y yo le hablé como si fuese una extraña de visita en su casa. Al día siguiente oí las noticias en inglés de la BBC. Los tanques habían entrado en Praga. Mi padre, que lo había profetizado, estaba desesperado. Pero a mí no me preocupaba mi padre. En lugar de ir a la escuela, volví a casa de Yakov. Su compañero de habitación me dijo que le encontraría en el «Saigón», que era el nombre informal de una cafetería de la Perspectiva Nevsky, un lugar para poetas, vendedores de droga y especuladores, no para hijas de profesores. Le encontré tomando café, pero estaba borracho. Había estado bebiendo vodka desde que oyó la noticia. «Tu padre tenía razón -dijo-. El sistema vencerá siempre. Hablamos de libertad, pero somos opresores.» Tres meses después, había regresado a Novosibirsk. Se sentía irritado consigo mismo, pero fue, de todos modos. «Es una elección entre morir de oscuridad o morir de compromiso -dijo-. Puesto que se trata de una opción entre muerte y muerte, bien podemos elegir la alternativa más confortable.»
– ¿Dónde la dejó eso a usted? -preguntó Barley.
– Me sentí avergonzada de él. Le dije que él era mi ideal y que me había decepcionado. Yo había estado leyendo las novelas de Stendhal, así que le hablé como una gran heroína francesa. No obstante, consideraba que había tomado una decisión inmoral. Había dicho una cosa y hecho la contraria. En la Unión Soviética, le dije, había demasiada gente que hacía eso. Le dije que no volvería a hablarle jamás hasta que rectificase su inmoral elección. Le recordé a E.M. Forster, a quien ambos admirábamos. Le dije que debía coordinar, que sus pensamientos y sus actos debían ser una misma cosa. Naturalmente, no tardé en aplacarme, y reanudamos durante algún tiempo nuestra relación, pero ya no había romanticismo en ella, y cuando emprendió su nuevo trabajo correspondía sin calor. Me sentía avergonzada de él. Quizá también de mí misma.
– Y se casó con Volodya -dijo Barley.
– En efecto.
– ¿Y continuó viéndose en secreto ton Yakov? -sugirió él, como si fuese la cosa más normal del mundo.
Ella enrojeció y frunció el ceño a la vez.
– Durante algún tiempo, sí, Yakov y yo mantuvimos una relación clandestina. No con frecuencia, sino de vez en cuando. Él decía que éramos una novela que no había sido terminada. Cada uno de nosotros buscaba al otro para completar su destino. Tenía razón, pero yo no había comprendido la fuerza de su influencia sobre mí ni de la mía sobre él. Yo pensaba que si nos veíamos más a menudo podríamos acabar liberándonos el uno del otro. Cuando me di cuenta de que no era así, dejé de verle. Le quería, pero me negaba a verle. Además, estaba embarazada de Volodya.
– ¿Cuándo volvieron a reunirse?
– Después de la última feria del libro de Moscú. Usted fue el catalizador. Él había estado de vacaciones y bebiendo abundantemente. Había escrito muchos documentos internos y registrado muchas denuncias oficiales. Ninguna de ellas había producido ningún efecto en el sistema, aunque yo creo que había conseguido irritar a las autoridades. Usted le había hablado al corazón. Había expresado con palabras sus pensamientos, en un momento crucial de su vida, y había relacionado palabras y actos, cosa que a Yakov no le resulta fácil. Al día siguiente, me telefoneó a mi oficina con un pretexto. Había tomado prestado el apartamento de un amigo. Mi relación con Volodya estaba ya desintegrándose para entonces, aunque continuábamos viviendo juntos todavía porque Volodya tenía que esperar a que le concedieran un apartamento. Mientras nos hallábamos sentados en la habitación de su amigo, Yakov habló mucho de usted. Usted había hecho que todo se le apareciese claro. Ésa fue la expresión que utilizó: «El inglés me ha dado la solución. A partir de ahora, sólo hay acción, sólo hay sacrificio -dijo-. Las palabras son la maldición de nuestra sociedad rusa. Son el sustitutivo de los hechos.» Yakov sabía que yo tenía contactos con editores occidentales, así que me dijo que buscara su nombre entre nuestras listas de visitantes extranjeros. Inmediatamente su puso a trabajar en la preparación de un manuscrito. Yo debía entregárselo a usted. Él estaba bebiendo mucho. Sentí miedo por él. «¿Cómo puedes escribir si estás borracho?» Respondió que bebía para sobrevivir.
Barley tomó otro trago de whisky.
– ¿Habló usted a Volodya acerca de Yakov?
– No.
– ¿Averiguó algo Volodya?
– No.
– ¿Quién lo sabe, entonces?
Parecía haberse estado haciendo también la misma pregunta, pues respondió con gran prontitud.
– Yakov no cuenta nada a sus amigos. Lo sé. Si soy yo la que pide prestado el apartamento, digo sólo que es para un asunto privado. En Rusia tenemos secreto y soledad, pero no tenemos palabra para la intimidad.
– ¿Y sus amigas? ¿No les ha insinuado nada?
– No somos ángeles. Si les pido ciertos favores, hacen ciertas suposiciones. A veces soy yo quien hace los favores. Eso es todo.
– ¿Y nadie ayudó a Yakov a compilar su manuscrito?
– No.
– ¿Ninguno de los amigos con los que bebe?
– No.
– ¿Cómo puede estar segura?
– Porque estoy segura de que en sus pensamientos está solo.
– ¿Es usted feliz con él?
– ¿Perdón?
– ¿Le gusta… además de quererle? ¿Le hace reír?
– Yo creo que Yakov es un hombre grande y vulnerable que no puede sobrevivir sin mí. Ser perfeccionista es ser niño. Es también ser poco práctico. Yo creo que se derrumbaría sin mí.
– ¿Cree que está derrumbado ahora?
– ¿Quién está en su sano juicio?, diría Yakov. ¿El que planea el exterminio de la Humanidad, o el que adopta medidas para impedirlo?
– ¿Y el que hace ambas cosas?
No respondió. Ella estaba provocando, y Katya lo sabía. Estaba celoso y quería erosionar las aristas de su fe.
– ¿Está casado? -preguntó Barley.
En su rostro se pintó una expresión irritada.
– No creo que esté casado, pero eso carece de importancia.
– ¿Tiene hijos?
– Esas preguntas son ridículas.
– Se trata de una situación bastante ridícula.
– Él dice que los seres humanos son las únicas criaturas que convierten en víctimas a sus hijos. Está decidido a no ocasionar ninguna víctima.
Excepto los tuyos, pensó Barley; pero se las arregló para no decirlo.
– De modo que siguió su carrera con interés -sugirió ásperamente, volviendo a la cuestión del acceso de Goethe.
– Desde lejos y sin detalle.
– ¿Y durante todo ese tiempo no sabía qué trabajo hacía? ¿Es eso lo que está diciendo?
– Lo que sabía lo deducía sólo de nuestras discusiones sobre problemas morales. «¿Cuánta parte de la Humanidad debemos exterminar para preservar a la Humanidad? ¿Cómo podemos hablar de esfuerzo por la paz cuando sólo planeamos guerras terribles? ¿Cómo podemos hablar de blancos selectivos cuando carecemos de la precisión necesaria para alcanzarlos?» Cuando discutimos estos asuntos, yo me doy cuenta, naturalmente, de su implicación. Cuando me dice que el mayor peligro para la Humanidad no es la realidad del poder soviético, sino la ilusión de ese poder, yo no se lo discuto. Le animo, le insto a ser consecuente y, si es preciso, valiente. Pero no le pongo en tela de juicio.
– ¿Rogov? ¿No mencionó a Rogov? ¿Profesor Arkady Rogov?
– Ya le he dicho que él no habla de sus colegas.
– ¿Quién ha dicho que Rogov es un colega?
– Lo he supuesto por sus preguntas -replicó ella acaloradamente, y de nuevo él la creyó.
– ¿Cómo se comunica con él? -preguntó Barley, recuperando su tono amable de voz.
– No tiene importancia. Cuando cierto amigo suyo recibe cierto mensaje, informa a Yakov, y Yakov me telefonea.
– ¿Sabe el cierto amigo de quién procede el cierto mensaje?
– No tiene por qué. Sabe que es una mujer. Nada más.
– ¿Tiene miedo Yakov?
– Dado lo mucho que habla de valor, supongo que sí. Suele citar a Nietzsche: «La virtud definitiva es no tener miedo.» Cita a Pasternak: «La raíz de la belleza…»
– ¿Es usted?
Ella apartó la vista. En las casas del otro lado de la calle comenzaban a iluminarse las ventanas.
– No debo pensar en mis niños, sino en todos los niños -dijo, y Barley advirtió que dos lágrimas yacían olvidadas en sus mejillas.
Tomó otro trago de whisky y tarareó unos compases de Basie. Cuando la volvió a mirar, las lágrimas habían desaparecido.
– Él habla de la gran mentira -prosiguió Katya, como si acabara de recordarlo.
– ¿Qué gran mentira?
– Todo forma parte de la misma gran mentira, hasta la más pequeña pieza de repuesto del arma más insignificante. Incluso los resultados que se envían a Moscú están sujetos a la gran mentira.
– ¿Resultados? ¿Qué resultados? ¿Resultados de qué?
– No lo sé.
– ¿De pruebas?
Pareció haber olvidado su negación.
– Creo que sí. Él dice que los resultados de las pruebas son falseados deliberadamente para satisfacer las órdenes de los generales y las exigencias de producción oficial de los burócratas. Quizás es él personalmente quien los falsea. Es muy complicado. A veces habla de sus muchos privilegios de los que ha acabado por avergonzarse.
La lista de compras, lo había llamado Walter. Con amortiguado sentido del deber, Barley prescindió de los últimos puntos.
– ¿Ha mencionado proyectos concretos?
– No.
– ¿Ha mencionado que está implicado en sistemas de mando? ¿Cómo se controla al comandante de campo?
– No.
– ¿Le ha dicho alguna vez qué medidas se adoptan para impedir lanzamientos por error?
– No.
– Ha dado a entender alguna vez que podría hallarse ocupado en asuntos de proceso de datos?
Katya estaba cansada.
– No.
– ¿Le ascienden de vez en cuando? ¿Medallas? ¿Grandes fiestas a mediada que va subiendo el escalafón?
– Él no habla de ascensos, salvo para decir que todo está corrompido. Ya le he dicho que quizá se ha mostrado demasiado estruendoso en sus críticas al sistema. No sé.
Se había apartado de él. Su rostro permanecía oculto tras la cortina de sus cabellos.
– Será mejor que cualesquiera nuevas preguntas que quiera hacer se las haga usted mismo -dijo Katya, con el tono de quien hace las maletas para marcharse-. Quiere reunirse con usted en Leningrado el viernes. Va a asistir a una importante conferencia en una de las instituciones científicas militares.
Primero, se tambaleó el cielo, y luego, se percató del frío nocturno. Se había desplomado sobre él como una nube helada, aunque el cielo estaba despejado y la luna, cuando finalmente se detuvo, derramaba una cálida luz.
– Ha propuesto tres lugares y tres horas -continuó ella, con el mismo tono inexpresivo-. Usted acudirá a cada cita hasta que él consiga ir. Asistirá a una de ellas si puede. Le envía sus saludos y su agradecimiento. Le aprecia.
Dictó tres direcciones y se le quedó mirando mientras las anotaba en su Diario. Luego esperó mientras él tenía un acceso de estornudos, contemplando cómo se convulsionaba y maldecía a su Hacedor.
Cenaron como amantes exhaustos en un sótano con un viejo perro gris y una gitana que cantaba melancólicas canciones acompañándose de una guitarra. Quién era el dueño del local, quién permitía que existiese o por qué, eran misterios que Barley nunca se había molestado en resolver. Todo lo que sabía era que en alguna reencarnación anterior, en alguna olvidada feria del libro, había llegado allí borracho con un grupo de chiflados editores polacos y tocado Bendice esta casa con el saxofón de alguien.
Hablaron tensamente, y mientras hablaban el abismo que se abría entre ellos fue ensanchándose hasta que le pareció a Barley que englobaba la totalidad de su insignificancia. La miró, y le pareció que no tenía nada que ofrecerle que ella no poseyera ya en cantidades diez veces mayores. De ordinario, él le habría hecho una apasionada declaración de amor. Una zambullida en absolutos habría sido esencial para su necesidad de romper el ansia de una nueva relación. Pero en presencia de Katya no podía encontrar ningún absoluto que enfrentar a los suyos. Veía su propia vida como una serie de inútiles resurrecciones, un fracaso sustituido por otro. Le aterraba pensar que pertenecía a una sociedad que existía solamente en el materialismo y que tan poca atención dispensaba a sus grandes temas. Pero no podía decirle nada de todo eso. Decirle algo suponía atacar la imagen que ella tenía de él, y él no disponía de nada que ofrecer en su lugar.
Hablaron de libros, y Barley la veía distanciarse de él por momentos. Su rostro se tornaba distraído, su voz prosaica. Él la seguía, cantaba y bailaba, pero ella se había ido. La mujer formulaba las mismas insípidas observaciones que había estado escuchando todo el día mientras esperaba el momento de reunirse con ella. Dentro de unos minutos, pensó, le estaré hablando de «Potomac Boston» y explicándole que el río y la ciudad no se unen. Yeso era exactamente lo que estaba haciendo.
No fue hasta las once, cuando el dueño apagó las luces y él la acompañaba por la desierta calle hasta la estación del Metro, cuando empezó a comprender, contra todo cálculo razonable, que podría haber causado en ella una impresión comparable en cierta modesta manera a la que ella había causado en él. Le había cogido del brazo. Sus finos dedos reposaban a lo largo de la cara interior de su antebrazo, y caminaba a grandes pasos para mantenerse a su altura. La blanca boca del ascensor se hallaba abierta para recibirla. Las arañas de cristal centelleaban sobre ellos como árboles de Navidad invertidos, mientras él le daba el ceremonioso abrazo ruso: mejilla izquierda, mejilla derecha, mejilla izquierda y buenas noches.
– ¡Señor Blair! ¡Me pareció haberle visto! ¡Qué coincidencia! ¡Suba, le llevaremos a casa!
Barley subió al coche, y Wicklow, con su agilidad de acróbata, se deslizó en el asiento posterior, donde se dedicó a retirar la grabadora de la parte inferior de la espalda de Barley.
Le llevaron al «Odessa» y le dejaron allí. Tenían trabajo que hacer. El vestíbulo semejaba la terminal de un aeropuerto envuelto en espesa niebla. En cada sofá y cada sillón, huéspedes no oficiales, que habían pagado la tarifa ordinaria, dormitaban en la oscuridad, Barley los miró afablemente, arrugando la nariz. Algunos llevaban una especie de mono. Otros iban vestidos más formalmente.
– ¿Alguien quiere un pitillo? -exclamó en voz alta.
Silencio.
– ¿Alguien quiere un trago de whisky? -preguntó, sacando su botella, llena todavía en sus dos terceras partes, del bolsillo de su impermeable. Bebió él mismo largamente a manera de ejemplo, y luego, pasó la botella a lo largo de la fila.
Y así fue como le encontró Wicklow dos horas después en el vestíbulo, sentado campechanamente entre un grupo de agradecidos noctámbulos, saboreando un último trago antes de irse a la cama.