– ¿Quién diablos son los nuevos americanos de Clive? -murmuré a Ned mientras nos congregábamos como primitivos adoradores en torno al magnetófono de Brock en la sala de situación.
El reloj de Londres dio las seis. Victoria Street no había empezado aún su gruñido matutino. El chirrido del carrete sonaba como un coro de estorninos mientras Brock enrollaba la cinta. Había llegado por correo hacía media hora, tras haber viajado por tierra hasta Helsinki en valija diplomática y, luego, en avión especial, hasta Northolt. Si Ned hubiera querido escuchar a los tentadores técnicos, podríamos habernos evitado todo este costoso proceso, pues los brujos de Langley recomendaban un nuevo aparato que transmitía la palabra hablada con absoluta garantía. Pero Ned era Ned y prefería sus propios y comprobados métodos.
Se hallaba sentado ante su mesa y firmaba un documento que tapaba con la mano. Dobló el papel, lo metió en su sobre y selló la solapa antes de entregárselo a la alta Emma, una de sus ayudantes. Para entonces yo había desistido ya de esperar una respuesta, así que su vehemencia me sobresaltó.
– Unos malditos chanchulleros -exclamó.
– De Langley?
– Dios sabe. Seguridad.
– ¿De quién? -insistí.
Meneó la cabeza, demasiado furioso para contestar. ¿Era el documento que acababa de firmar lo que le irritaba, o era la presencia de los intrusos americanos? Eran dos. Los escoltaba Johnny, llegado de su puesto de Londres. Llevaban chaquetas deportivas y el pelo muy corto, y mostraban una pulcritud mormona que yo encontraba ligeramente repulsiva. Clive se hallaba entre ellos, pero Bob se había sentado significativamente en el otro extremo de la habitación junto con Walter, que presentaba un aire desdichado, yo supuse al principio que por causa de la hora. Hasta Johnny parecía desconcertado por la presencia de los dos americanos, e inmediatamente lo estuve yo también. Aquellos rostros desconocidos e inexpresivos no tenían cabida en el centro de nuestra operación y en un momento tan crucial. Eran como una congregación anticipada de plañideras ante una muerte esperada. Pero ¿de quién? Volvía a mirar a Walter, y mi inquietud aumentó.
Miré otra vez a los nuevos americanos, tan esbeltos, tan pulcros, tan anodinos. Seguridad, había dicho Ned. Pero ¿por qué? Y ¿por qué ahora? ¿Por qué miraban a todos menos a Walter? ¿Por qué Walter miraba a todos menos a ellos? ¿Y por qué Bob se mantenía apartado de ellos y Johnny seguía mirándose las manos? Agradecí ver interrumpidos mis pensamientos.
Oímos el resonar de pisadas en una escalera de madera. Brock había puesto en marcha el magnetófono. Oímos unos chasquidos y la maldición de Barley al golpearse contra el marco de la ventana. Luego, de nuevo pisadas mientras se encaramaba al tejado.
Es una sesión de espiritismo, pensé cuando nos llegaron sus primeras palabras. Barley y Katia nos estaban hablando desde el gran más allá. Quedaron olvidados los inmóviles desconocidos con sus rostros de verdugos.
Ned era el único de nosotros con auriculares. Constituían una importante diferencia. Lo descubrí más tarde, cuando me los puse. Se oye a las palomas de Moscú moviéndose en el alero y la rápida respiración dentro de la voz de Katya. Se oye el latido del corazón del agente a través de los micrófonos corporales.
Brock pasó toda la escena del tejado antes de que Ned ordenara una pausa. Sólo nuestros nuevos americanos parecían no sentirse afectados. Sus oscuras miradas nos rozaban a cada uno de nosotros, pero no se detenían en ninguna parte. Walter se estaba ruborizando.
Brock pasó la escena de la cena, y nadie rebulló tampoco: ni un suspiro, ni un crujido, ni una palmada, ni siquiera cuando detuvo la cinta y la rebobinó.
Ned se quitó los auriculares.
– Yakov Yefremovich, segundo apellido desconocido, treinta años en 1968, o sea nacido en 1938 -anunció, mientras cogía un impreso rosa de solicitud del montón que tenía delante y garrapateaba rápidamente en él-. Walter, ¿sugerencias?
Walter tuvo que hacer un esfuerzo. Parecía turbado, y su voz carecía de su habitual volubilidad.
– Yefrem. Científico soviético, otros apellidos desconocidos, padre de Yakov Yefremovich, fusilado en Vorkuta tras un amotinamiento en la primavera de 1952 -declaró sin mirar su libreta-. No puede haber tantos científicos Yefrem que fueran ejecutados por una sobredosis de inteligencia, ni aun en la época del amigo Stalin -añadió un tanto patéticamente.
Era absurdo, pero creí ver lágrimas en sus ojos. Quizás alguien ha muerto realmente, pensé, mirando de nuevo a nuestros dos mormones.
– ¿Johnny? -dijo Ned, escribiendo.
– Ned, creemos que tomaremos a Boris, desconocidos otros apellidos, viudo, profesor de Humanidades en la Universidad de Leningrado, casi setenta años, una hija, Yekaterina -dijo Johnny, sin dejar de mirarse las manos.
Ned cogió otro impreso, lo rellenó y lo echó en su bandeja de salida como si fuese dinero que le encantara tirar.
– Palfrey. ¿Quieres jugar?
– Apúntame para los periódicos de Leningrado, ¿quieres, Ned? -dije, tan alegremente como pude, ya que los americanos de Clive habían vuelto sobre mí sus oscuras miradas-. Quisiera conocer los participantes, ganadores y colocados de la Olimpíada de Matemáticas de 1952 -dije entre risas-. Y, para más seguridad, quizá sea mejor incluir también el 51 y el 53. Y, ya que tal, podemos añadir sus medallas académicas. «Se hizo licenciado en ciencias, doctor en ciencias. Hizo todo», ha dicho ella. ¿Podemos tener eso? Gracias.
Cuando quedaron anotadas todas las posturas, Ned miró a su alrededor para que Emma llevase los impresos al Registro. Pero eso no era suficientemente bueno para Walter, súbitamente resuelto a ser tenido en cuenta, pues, poniéndose en pie, avanzó servicialmente hacia la mesa de Ned, con las delgadas muñecas extendidas ante sí.
– Yo me encargo de todo -anunció con tono demasiado solemne, mientras cogía los rosados papeles y los apretaba contra el pecho-. Esta guerra es demasiado importante como para dejársela a nuestros generales del Registro, por irresistibles que puedan ser.
Y recuerdo haberme fijado en que nuestros mormones se le quedaron mirando todo el tiempo hasta que llegó a la puerta. Luego, se miraron uno a otro mientras le oíamos alejarse taconeando por el pasillo. Y no creo hablar con sabiduría retrospectiva cuando digo que sentí helárseme la sangre por Walter sin tener la más mínima idea de por qué.
– Un poco de aire campestre -me dijo Ned por el teléfono interior una hora después, cuando no había hecho más que sentarme de nuevo a mi mesa en la sede central. Dile a Clive que te necesito.
– Entonces será mejor que vayas, ¿no? -dijo Clive, ocupado todavía con sus mormones.
Habíamos tomado un «Ford» rápido en el parque móvil. Mientras conducía, Ned hizo caso omiso de mis escasos intentos de entablar una conversación y me entregó el expediente para que leyera en lugar de hablar. Llegamos a la campiña de Berkshire, pero él continuó en silencio. Y cuando Brock llamó por el teléfono del coche para darle alguna elíptica confirmación que necesitaba, se limitó a gruñir: «Entonces díselo», y tornó a sus meditaciones.
Estábamos a setenta kilómetros de Londres, en el planeta más sucio descubierto por el hombre. Eran los suburbios de la ciencia moderna, donde la hierba siempre está bien cortada. Los viejos pilares que flanqueaban la puerta estaban coronados por erosionados leones de piedra arenisca. Un cortés individuo vestido con una chaqueta deportiva de color marrón abrió la portezuela del lado de Ned. Su colega pasó un detector por debajo del chasis. Cortésmente, nos cachearon a los dos.
– ¿Podemos coger la cartera, caballeros?
– Sí -dijo Ned.
– ¿Le importa abrirla, señor?
– No.
– ¿Podemos meterla en la caja, caballeros? Supongo que no habrá ningún rollo de película virgen, ¿verdad, señor?
– Por favor -dije yo-. Métala en la caja.
Nos quedamos mirando mientras introducían la cartera en lo que parecía una carbonera verde y la volvían a sacar.
– Gracias -dije, cogiéndola de nuevo.
– Ha sido un placer, señor.
La furgoneta azul decía SÍGAME. Un perro alsaciano nos miraba ceñudo por entre los barrotes de la ventanilla posterior. Las puertas se abrieron electrónicamente, y más allá de ellas se veían montones de hierba cortada que semejaban montículos levantados sobre fosas comunes. Oliváceas colinas se extendían hacia el ocaso. Una nube con forma de hongo habría parecido completamente natural. Entramos en el aparcamiento. Un par de dardabasíes describían círculos en el cielo despejado. Una alta alambrada rodeaba los campos de heno. Edificios de ladrillo de los que no salía nada de humo se acurrucaban en valles artificiales. Un cartel apremiaba a la utilización de ropas protectoras en la zonas D a K. Una calavera y unas tibias decían «Está usted avisado». La furgoneta que marchaba delante de nosotros avanzaba a paso de funeral. Doblamos lentamente un recodo y vimos pistas de tenis vacías y torres de aluminio. Un tubo de color oscuro corría junto a nosotros, guiándonos hasta un grupo de cobertizos verdes. En su centro, sobre una pequeña eminencia del terreno, se alzaba el último vestigio de la era prenuclear, una casita de campo construida en piedra y ladrillo, con la palabra «Administrador» pintada sobre la cancela. Un hombre corpulento avanzó con paso ligero por el sendero irregularmente pavimentado para recibimos. Llevaba chaqueta deportiva y una corbata con doradas paletas de squash, y un pañuelo metido en el puño de la manga.
– Son ustedes de la Firma. Bien hecho. Yo soy O'Mara. ¿Quién de ustedes es quién? Le he dicho que se espere en el laboratorio hasta que le llamemos.
– Estupendo -dijo Ned.
O'Mara tenía el pelo rubio grisáceo, y una voz brusca y directa, enronquecida por el alcohol. Su cuello era grueso y sus dedos de atleta eran caoba manchada de nicotina. «O'Mara mantiene a raya a los científicos de pelo largo -me había dicho Ned en uno de los escasos momentos en que hablamos durante el viaje-. Es medio de personal, medio de seguridad.»
La sala tenía aspecto de estar atendida por prisioneros de guerra napoleónicos. Hasta los ladrillos de la chimenea habían sido abrillantados y pintadas de vivo color blanco las líneas de argamasa que había entre ellos. Nos sentamos en unos sillones tapizados en rosa, bebiendo ginebra con tónica y montones de hielo. En las relucientes vigas negras brillaban adornos de metal dorado.
– Acabo de volver de los Estados Unidos -recordó O'Mara, como si justificara nuestra reciente separación. Levantó su vaso y bajó la cabeza, encontrándolo a mitad de camino-. ¿Van ustedes mucho por allá?
– Ocasionalmente -dijo Ned.
– De vez en cuando -dije yo-. Cuando el deber lo exige.
– La verdad es que solemos enviar allá a algunos de nuestros muchachos. Oklahoma, Nevada, Utah. A la mayoría de ellos les gusta. A unos pocos les da la depresión y se vuelven a casa zumbando. -Bebió y se tomó unos momentos para tragar-. Visité su laboratorio de armas de Livermore, en California. Un sitio muy majo. Buen alojamiento. Dinero a porrillo. Se nos pidió que asistiéramos a un seminario sobre la muerte. Condenadamente macabro, si se piensa en ello, pero los tipos parecían creer que le vendría bien a todo el mundo, y los vinos eran extraordinarios. Supongo que cuando uno planea arrojar a las llamas a grandes sectores de la Humanidad debe saber cómo funciona la cosa.
Volvió a beber, tomándose todo el tiempo del mundo. La cima de la colina era a aquella hora un lugar muy tranquilo.
– Lo que era sorprendente es que muchas personas no habían pensado gran cosa en el asunto. Especialmente los jóvenes. Los mayores eran poco más escrupulosos, podían recordar la edad de la inocencia, si es que alguna vez existió. Si te mueres en el acto, eres una baja rápida, y si lo haces lentamente eres una baja demorada. Nunca me había percatado. Supongo que da un nuevo significado al valor de estar en el centro de las cosas. Pero estamos ya en la cuarta generación yeso lo suaviza todo. ¿Juegan ustedes al golf?
– No -respondió Ned.
– Me temo que no -dije yo-. Antes tomaba lecciones, pero el caso es que nunca me sirvieron de gran cosa.
– nos campos maravillosos, pero nos hacían alquilar los malditos carros «Noddy». Ni loco me encontrarán a mí en uno de esos cacharros. -Volvió a beber, con el mismo lento ritual-. Wintle es un tipo raro -explicó cuando hubo tragado-. Todos lo son, pero yo creo que Wintle más que la mayoría. Ha hecho socialismo, ha hecho cristianismo. Ahora está metido en rollos de contemplación y Tai Chi. Casado, gracias a Dios. Escuela secundaria, pero habla muy bien. Le quedan tres años.
– ¿Cuánto le ha dicho? -preguntó Ned.
– Siempre piensan que están bajo sospecha. Le he dicho que él no, y que mantenga cerrada su estúpida boca cuando la cosa haya terminado.
– ¿Y cree que lo hará? -pregunté. O'Mara meneó la cabeza.
– Nunca se sabe lo que hará la mayoría de ellos, cualquiera que sea la forma en que los tratemos.
Sonaron unos golpecitos en la puerta, y entró Wintle, un eterno estudiante de cincuenta y siete años. Era alto pero encorvado, con cabeza de pelo gris y rizado inclinada a un lado y un aire de vivacidad casi extinguida. Llevaba un jersey «Fair Isle» sin mangas, pantalones «Oxford» y mocasines. Se sentó con las rodillas juntas, manteniendo apartado su vaso de jerez como si fuese una retorta química que no le inspirase mucha confianza.
Ned había adoptado su aire profesional. Dejó a un lado sus arranques de mal humor.
– Estamos siguiendo el rastro a los científicos soviéticos -dijo, con tono inexpresivo-. Observando los elementos y características de su organización defensiva. Nada muy excitante, me temo.
– O sea que son ustedes de Inteligencia -dijo Wintle-. Me lo imaginaba, aunque no he dicho nada.
Se me ocurrió que era un hombre muy solitario.
– Ocúpese de sus jodidos asuntos, cualesquiera que sean -le aconsejó afablemente O'Mara-. Son ingleses y tienen un trabajo que hacer, igual que usted.
Ned sacó de una carpeta un par de hojas mecanografiadas y se las entregó a Wintle, que dejó el vaso sobre la mesa para cogerlas. Sus manos tenían abultados nudillos y sus dedos se encorvaban tensos, como los de un hombre suplicando ser liberado.
– Estamos tratando de maximizar parte de nuestro viejo material ya olvidado -dijo Ned, recurriendo a una jerga que en otra situación habría evitado-. Esto es una transcripción del informe verbal que usted presentó a su regreso de una visita a Akademgorodok en agosto de 1963. ¿Se acuerda de un tal comandante Vauxhall? No es precisamente una obra maestra literaria, pero menciona usted los nombres de dos o tres científicos soviéticos con los que nos agradaría tomar contacto si todavía existen y usted los recuerda.
Como si fuera a protegerse de un ataque con gases, Wintle se puso un par de gafas de montura metálica extraordinariamente feas.
– Según recuerdo de aquel informe, el comandante Vauxhall me dio su palabra de honor de que todo lo que yo decía era enteramente personal y confidencial -declaró con tono espasmódicamente didáctico-. Por eso, me sorprende mucho ver mi nombre y mis palabras expuestos en unos archivos ministeriales abiertos veinticinco años después del hecho.
– Bueno, es lo más cerca que estará jamás de la inmortalidad, amigo, así que yo en su lugar cerraría el pico y lo saborearía -aconsejó O'Mara.
Mc interpuse como quien separa a unos beligerantes en una riña familiar. Quizá pudiera Wintle ampliar un poco la versión, un tanto concisa, del entrevistador, sugerí. Tal vez concretar detalles sobre uno o dos de los científicos soviéticos cuyos nombres aparecían relacionados en la última página y acaso proporcionar datos sobre el equipo de Cambridge mientras estuvo en él. Quizá no le importase contestar a una o dos preguntas que podrían inclinar la balanza.
– «Equipo» no es la palabra que yo utilizaría en este contexto, gracias -replicó Wintle, lanzándose sobre la palabra como una huesuda ave de presa-. Por lo menos, no en lo que se refiere a la parte inglesa. Equipo sugiere un propósito común. Nosotros éramos un grupo de Cambridge, sí. Pero no un equipo. Unos iban por el viaje, otros iban por su propia promoción. Me refiero en particular al profesor Callow, cuya opinión altamente exagerada de su trabajo sobre aceleradores, quedó refutada a partir de entonces. -Su acento de Birmingham había escapado de su confinamiento-. Sólo una minoría muy pequeña tenía realmente motivos ideológicos. Ellos creían en la ciencia sin fronteras. Un libre intercambio de conocimientos para beneficio común de la Humanidad.
– Ilusos -nos explicó servicialmente O'Mara.
– Teníamos allí franceses, americanos a manta, suecos, holandeses o dos alemanes -continuó Wintle, sin hacer caso de la humorada de O'Mara-. En mi opinión, todos ellos tenían esperanza, y los rusos la tenían a espuertas. Éramos nosotros, los ingleses, los que estábamos remoloneando. Y todavía lo estamos haciendo.
O'Mara lanzó un gemido y se tomó un reanimador trago de ginebra. Pero la agradable sonrisa de Ned, aunque un poco deteriorada, incitó a Wintle a continuar.
– Era el apogeo de la era Kruschov, como sin duda recordarán ustedes. Kennedy en este lado, Kruschov en aquel otro. Se aproximaba una edad de oro, decían algunos. En aquellos días se hablaba de Kruschov tanto como ahora se habla de Gorbachov, estoy seguro. Aunque no debo decido, en mi opinión nuestro entusiasmo de entonces era más auténtico y espontáneo que el llamado entusiasmo de ahora.
O'Mara bostezó y fijó desconcertadamente en mí la mirada de sus abolsados ojos.
– Nosotros les contábamos todo lo que sabíamos. Ellos hacían lo mismo -estaba diciendo Wintle con voz cada vez más firme-. Nosotros leíamos nuestros periódicos. Ellos leían los suyos. Debo decir que Callow no consiguió nada. Ellos le calaron enseguida. Pero teníamos a Panson en cibernética y él ondeó bien alta la bandera, y me teníamos a mí. Mi modesta conferencia fue todo un éxito, aunque sea yo quien lo diga. La verdad es que no he vuelto a oír aplausos como aquellos. No me sorprendería que aún siguiesen hablando de ella, allá. Las barricadas se derrumbaron con tanta rapidez que, literalmente, podía uno oídas desmoronarse en la sala de conferencias. «Opulencia, no limitación.» Ése era nuestro lema. Y tampoco «opulencia» era la palabra adecuada, no si se veía el vodka que se bebía en las fiestas de avanzadas horas de la noche. O las chicas que había allí. O se oían las conversaciones. La KGB estaba escuchando, naturalmente. Todos lo sabíamos. Se nos habían dado las instrucciones correspondientes antes de salir, aunque varios habían formulado objeciones. Yo, no; yo soy un patriota. Pero no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer, ni su KGB ni la nuestra.
Evidentemente, había tocado un tema favorito suyo, pues se dispuso a pronunciar un discurso preparado.
– Quisiera añadir aquí que, en mi opinión, su KGB está siendo en gran parte juzgada erróneamente. Sé de buena fuente que la KGB soviética ha albergado muy frecuentemente a algunos de los elementos más tolerantes de la intelectualidad soviética.
– Cristo, bueno, no me diga que la nuestra no -exclamó O'Mara.
– Además, no tengo ninguna duda de que las autoridades soviéticas estaban convencidas, con razón, de que en cualquier intercambio de conocimientos científicos con Occidente la Unión Soviética tenía más que ganar que perder.
La ladeada cabeza de Wintle iba pasando de uno a otro de nosotros como una señal ferroviaria, y su mano descansaba sobre su muslo con la palma vuelta hacia arriba en angustiado gesto.
– Tenían también la cultura. Para ellos, nada de divisiones entre artes y ciencias, no. Ellos tenían el sueño renacentista del hombre completo, y lo siguen teniendo. No es que yo entienda mucho de cultura, no tengo tiempo. Pero allí había de todo para los que tenían interés. Ya precios razonables además, según tengo entendido. Algunos de los actos y espectáculos eran gratuitos.
Wintle necesitaba sonarse la nariz. Y para sonarse la nariz Wintle necesitaba primero extender el pañuelo sobre la rodilla y hacerla operativo luego con las yemas de los dedos. Ned aprovechó la pausa.
– Bien, me pregunto si podríamos echar un vistazo a uno o dos de esos científicos soviéticos cuyos nombres tuvo usted la amabilidad de darle al comandante Vauxhall -sugirió, cogiendo el mazo de papeles que yo le tendía.
Habíamos llegado al momento para el que habíamos ido allí. De los cuatro que estábamos en la habitación, Wintle era el único, sospechaba yo, que no se daba cuenta de ello, pues los pálidos ojos de O'Mara se habían alzado hacia el rostro de Ned y le contemplaban con dispéptica astucia.
Ned empezó por los nombres que ya tenía descartados, como habría hecho yo. Los había señalado en verde en la lista. Dos de ellos se sabía que habían muerto y un tercero había caído en desgracia. Estaba poniendo a prueba la memoria de Wintle, haciéndole entrenarse para cuando llegase el momento realmente importante.
¿Sergey?, exclamó Wintle. ¡Dios mío, sí, Sergey! ¿Pero cuál era apellido? ¿Popov? ¿Popovich? ¡Eso, Protopopov! ¡Sergey Protopopov, ingeniero especialista en combustibles!
Ned continuó estimulándole pacientemente, tres nombres, luego un cuarto, guiando su memoria, ejercitándola.
– Bueno, y ahora piense en él unos momentos antes de volver a decir que no. ¿Realmente no? Muy bien. Probemos con Savelyev.
– ¿Cómo?
Observé que la memoria de Wintle tropezaba con las dificultades de todos los ingleses para retener apellidos rusos. Prefería nombres propios a los que podía dar una versión inglesa.
– Savelyev -repitió Ned. Reparé de nuevo en los ojos de O'Mara fijos en él. Ned miró el informe que tenía en la mano, con aire de indiferencia quizás algo excesivo-. Eso es, Savelyev -lo deletreó-. «Joven, idealista, locuaz, se consideraba a sí mismo un humanitario. Trabajaba en partículas, formado en Leningrado.» Ésas fueron sus palabras según el comandante Vauxhall, hace todo ese tiempo. ¿Algo más que yo pueda añadir? ¿No se habrá mantenido en contacto con él, por ejemplo? ¿Con Savelyev?
Wintle estaba sonriendo, maravillado.
– ¿O sea que ése era el nombre? ¿Savelyev? Vaya, que me ahorquen. Lo había olvidado, ya ve. Para mí, sigue siendo Yakov.
– Estupendo. Yakov Savelyev. ¿Recuerda su patronímico? Wintle negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
– ¿Algo que añadir a su primitiva descripción?
Tuvimos que esperar. Wintle tenía un sentido del tiempo diferente del nuestro. Y, a juzgar por su sonrisa, un diferente sentido del humor.
– Era un tipo muy sensible, Yakov. No se atrevía a hacer sus preguntas en el pleno. Tenía que quedarse al terminar y le estiraba a uno de la manga. «Discúlpeme, señor, pero ¿qué opina usted de tal y tal cosa?» Y buenas preguntas, oiga. Un hombre muy culto, a su manera, según dicen. Tengo entendido que hizo muy buen papel en alguna de las lecturas poéticas. Y el arte se nota.
Wintle titubeó unos instantes, y temí que se dispusiera a inventar, que es lo que muchos suelen hacer cuando se han quedado sin información pero que quieren conservar su ascendiente. Mas, para mi alivio, estaba, simplemente, recuperando recuerdos de su almacén… o, mejor dicho, extrayéndolos del éter con sus erguidos dedos.
– Yakov siempre estaba yendo de un grupo a otro -dijo, con la misma irritante sonrisa de superioridad-. Manteniéndose al borde de una discusión, muy atento. Encaramado en el borde de una silla. Había algún misterio acerca de su padre, nunca supe de qué se trataba. Dicen que era también un científico, pero que había sido ejecutado. Bueno, muchos científicos lo fueron, ¿no? Los mataban como moscas. He leído cosas al respecto. Si no los mataban, los mantenían en la cárcel. Tupolev, Petliakov, Korolev…, algunas de sus más destacadas figuras de la tecnología aeronáutica diseñaron en la cárcel sus mejores modelos. Ramzin inventó en la cárcel una nueva caldera para máquinas térmicas. Su primera unidad de investigación en el campo de los cohetes se constituyó en la cárcel. La dirigía Korolev.
– Condenadamente bien hecho, muchacho -dijo O'Mara, de nuevo aburrido.
– Me dio este trozo de roca -continuó Wintle.
Y vi su mano, de nuevo vuelta hacia arriba sobre su rodilla abriéndose y cerrándose en torno al imaginario regalo.
– ¿Roca? -exclamó Ned-. ¿Se la dio Yakov? ¿Se refiere a una especie de muestra geológica?
– Cuando los occidentales nos fuimos de Akadem -dijo Wintle, como si se lanzara, y a nosotros con él, a una historia completamente nueva-, nos despojamos de nuestras posesiones. Literalmente. Si hubiera visto nuestro grupo aquel último día, no habría dado crédito a sus ojos. Teníamos a nuestros anfitriones rusos llorando a lágrima viva, abrazándonos, echando flores en los autobuses, hasta el propio Callow lloraba, aunque le cueste creerlo. Y nosotros, los occidentales, deshaciéndonos de todo lo que teníamos: libros, papeles, plumas, relojes, máquinas de afeitar, pasta dentífrica, incluso nuestros cepillos de dientes. Discos de gramófono si los habíamos llevado. Ropa interior, corbatas, zapatos, camisas, calcetines, todo excepto el mínimo que necesitábamos para nuestra decencia en el vuelo de regreso. No convinimos en hacerla. Ni siquiera habíamos hablado de ello. Sucedió espontáneamente. Hubo quien hizo más, desde luego. En particular los americanos, más impulsivos. Oí decir que uno ofreció un matrimonio de conveniencia a una chica que estaba desesperada por salir del país. Yo no hice tal cosa. Ni la haría. Yo soy un patriota.
– Pero usted le dio algunas de sus cosas a Yakov -sugirió Ned, mientras simulaba escribir laboriosamente en un dietario.
– Empecé a hacerla, sí. Es un poco como echarles comida a los pájaros en el parque, eso de repartir los tesoros de uno. Eliges al que no está cogiendo nada y tratas de atiborrarle. Además, le había tomado afecto al joven Yakov, era imposible evitarlo viéndole tan espiritual.
La mano se había inmovilizado en torno a la vacía forma, esforzándose las yemas de los dedos por juntarse. La otra mano se había elevado hasta su rostro y cogido un considerable pellizco de carne.
– Toma, Yakov -dije-. No te retraigas. Eres demasiado tímido para lo que te conviene.» Yo tenía entonces una máquina de afeitar eléctrica. Con pilas y transformador, todo en un lindo estuche. Pero él no parecía sentirse a gusto. Dejó las cosas a un lado y permaneció arrastrando lentamente los pies. Comprendí entonces que estaba tratando de darme algo a mí. Era esta roca, envuelta en papel de periódico. No tenían papel de envolver de fantasía, naturalmente. «Es un pedazo de mi país -dice-. Gracias por su conferencia», dice. Quería que yo amase lo bueno que hay en él, por malo que a veces pueda parecer desde fuera. Hablaba un inglés magnífico, oiga, mejor que muchos de nosotros. La verdad es que me sentí un poco desconcertado. Conservé durante muchos años aquel pedazo de roca. Luego, mi mujer lo tiró durante una de sus limpiezas generales de primavera. Pensé a veces escribirle, pero nunca lo hice. Él era arrogante a su manera. Bueno, muchos de ellos lo eran. Supongo que nosotros también lo éramos a nuestra manera. Todos creíamos que la ciencia podría gobernar el mundo. Bien, supongo que lo gobierna ahora, aunque no de la forma prevista, estoy seguro.
– ¿Le escribió él a usted? -preguntó Ned. Wintle reflexionó largo rato sobre esto.
– Nunca se puede decir, ¿no? Nunca se sabe qué es lo que ha sido interceptado en el correo. Ni por quién.
Saqué de la cartera las fotografías y se las pasé a Ned. Él se las pasó a Wintle, mientras O'Mara observaba. Wintle empezó a mirarlas una a una y, de pronto, lanzó una exclamación.
– ¡Es él! ¡Yakov! El hombre que me dio el trozo de roca -mostró la fotografía a Ned-. ¡Mírelo usted mismo! ¡Mire esos ojos! ¡Dígame a ver si no es un soñador!
Extraída del periódico vespertino de Leningrado del 5 de enero de 1954 y reconstituida por la Sección Fotográfica, Yakov Yefremovich Savelyev como genio adolescente.
Había otros nombres, y Ned llevó laboriosamente a Wintle a cada uno de ellos, tendiendo falsas pistas, borrando sus huellas hasta cerciorarse de que, para Wintle ‹11 menos, Savelyev no era más que el resto.
– Muy inteligente por su parte esconder su triunfo en la mano -observó O'Mara mientras, con el vaso en la mano, nos acompañaba por el camino hasta el coche-o La última vez que oí hablar de Savelyev, estaba dirigiendo su campo de pruebas en lo más profundo de Kazajstán, ideando formas de leer su propia telemetría sin que todo mundo se la leyera por encima del hombro. ¿Qué se propone ahora? ¿Vender la tienda?
No suelo encontrar placer en mi trabajo, pero nuestra entrevista y el lugar me habían dado náuseas, y O'Mara me había dado más náuseas que las dos cosas juntas. Tampoco suelo coger del brazo a nadie, y tengo que retroceder y soltar mi presa.
– Tengo entendido que ha firmado usted la Ley de Secretos Oficiales, ¿no? -le pregunté en voz muy baja.
– Prácticamente la escribí entera -replicó O'Mara, muy sorprendido.
– Entonces sabrá que todo conocimiento que haya adquirido oficialmente y toda especulación basada en ese conocimiento son propiedad perpetua de la Corona. -Otra tergiversación legal, pero no importa. La solté-. De modo que, si le gusta su empleo aquí y espera un ascenso, y si espera obtener su pensión, le sugiero que no vuelva a pensar jamás en esta entrevista ni en ningún nombre relacionado con ella. Muchas gracias por la ginebra. Adiós.
En el viaje de regreso, con la identificación de «Pájaro Azul» confirmada y telefoneada ya en mensaje cifrado a la Sección Rusa, Ned se mantuvo reservado y taciturno. Sin embargo, cuando llegamos a Victoria Street decidió súbitamente no dejarme marchar.
– Quédate -me ordenó, y me hizo bajar delante de él por la escalera del sótano.
A primera vista, la escena en la sala de situación era de la más pura alegría. El elemento central era Walter, plantado como un artista ante una pizarra tan grande como él y escribiendo en ella con rotuladores de colores los detalles de la vida de Savelyev. Si hubiera llevado blusa y sombrero de ala ancha, no habría tenido un aspecto más desenfadado. Sólo al cabo de unos instantes recordé la extraña aprensión que había experimentado por la mañana.
A su alrededor -lo que significaba detrás de él, pues la pizarra estaba apoyada contra la pared, debajo de los relojes- estaban Brock y Bob, y Jack, nuestro especialista en claves, y Emma, la ayudante de Ned, y una veterana empleada llamada Pat que era uno de los puntales del Registro Soviético. Tenían copas de champaña en la mano y todos sonreían, cada uno a su manera, aunque la sonrisa de Bob más parecía una mueca de dolor contenido.
– Un solitario tomador de decisiones -declamó enfáticamente Walter. Se inmovilizó un instante al oímos, pero no volvió la cabeza-. Un triunfador de cincuenta años sacudiendo los barrotes de su vida adulta, contemplando la mortalidad y una vida desperdiciada. Bueno, ¿no lo somos todos?
Retrocedió un paso. Luego, volvió a adelantarse y escribió una fecha. Después, tomó un trago de champaña. Y percibí en él algo macabro y aterrador, como si estuviera maquillando a un muerto.
– Viviendo toda su vida adulta en su centro secreto -continuó alegremente-. Pero manteniendo cerrada la boca. Tomando sus propias decisiones, por sí mismo, en la oscuridad, así Dios le bendiga. Siéndole indiferente que la historia le crucifique, cosa que probablemente hará. -Otra fecha, y la palabra OLIMPÍADA-. Se encuentra en el momento crítico. Más joven, le harían un lavado de cerebro. Más viejo, estaría buscando una sinecura que le asegurase una vida acomodada.
Bebió, todavía vuelto de espaldas a nosotros. Miré a Bob en busca de una explicación, pero él tenía la vista obstinadamente fija en el suelo. Miré a Ned. Sus ojos estaban posadas sobre Walter, pero su semblante carecía de expresión. Volví a mirar a Walter y vi que estaba respirando con una especie de desafiantes jadeos.
– Yo le inventé, estoy seguro -declaro Walter, indiferente, al parecer, al ambiente de consternación que le rodeaba-. Le he estado prediciendo durante años. -Escribió las palabras PADRE EJECUTADO-. Aun después de que lo reclutaran, el pobrecillo se esforzó en ser bueno. Él no era rastrero. No abrigaba resentimientos. Tenía sus dudas, pero, como suele ocurrir con los científicos, era un buen soldado. Hasta que un día…, ¡bingo! Se despierta y descubre que todo es un montón de basura y que ha desperdiciado su genio con una pandilla de gángsters incompetentes y, entretanto, ha llevado al mundo al borde de la destrucción. -Mientras le corría el sudor por las sienes, estaba escribiendo con violentos trazos: TRABAJANDO A LAS ÓRDENES DE ROGOV EN LA BASE DE PRUEBAS 109 EN KAZAJSTÁN-. Él no lo sabe, pero se ha sumado a la gran revolución menopáusica masculina rusa de los años 80. Ha pasado todas las mentiras, ha pasado Stalin, la rendija de luz de Kruschov y la larga noche de Brezhnev. Pero aún le queda un último impulso, una última posibilidad menopáusica de hacerse presente en el mundo. Y resuenan en sus oídos las nuevas consignas: revolución desde arriba, apertura, paz, cambio, valor, reconstrucción. Incluso está siendo alentado a rebelarse.
Jadeante o no, estaba escribiendo más rápidamente que nunca: TELEMETRÍA, PRECISIÓN.
– ¿Dónde caerán? -preguntaba retóricamente con respiración entrecortada-. ¿Cuánto de cerca llegarán cuántos a cuántos objetivos cuándo? ¿Cuál es la dilatación y temperatura de la piel? ¿Cuál es el efecto de la gravedad? Preguntas cruciales, y «Pájaro Azul» conoce las respuestas. Las conoce porque está encargado de hacer hablar a los misiles durante su vuelo… sin que lo oigan los americanos, que es su habilidad. Porque él ideó los sistemas de cifrado que burlan a los superespías americanos a la escucha en Turquía y China continental. Él ve todas las respuestas tal como son antes de que el Hermano Rogov las embrolle para sus dueños y señores de Moscú. Lo que, según «Pájaro Azul», es la especialidad de Rogov. «El profesor Vitaly Rogov es un maldito adulador», nos dice en el cuaderno número dos. Un juicio acertado. Eso es lo que es Vitaly Rogov. Un demostrable, plenamente pagado, servil y maldito adulador, cumpliendo sus normas y ganándose sus medallas y sus privilegios. ¿A quién nos recuerda eso? A nadie. Ciertamente, no a nuestro querido Clive. Así que «Pájaro Azul» no puede soportar más y confiesa su angustia a Katya, y Katya dice: «No lloriquees, haz algo.» Y ya lo creo que lo hace. Nos entrega toda maldita cosa a la que puede echar el guante. Las joyas de la Corona dobladas y redobladas. Textos cifrados, descifrados. Telemetría en claro. Claves retrospectivas para ayudarnos a comprobar. La verdad pura e incontaminada antes de que sea aderezada para consumo de Moscú. De acuerdo, es un tipo insignificante. ¿Quién no lo es, quién sirve de algo? -Tomó un último trago de su vaso, y vi que el centro de su rostro era una masa carmesí de dolor y turbación e indignación-. La vida es una chapuza -explicó, mientras me ponía el vaso en la mano.
Lo siguiente que supe fue que había pasado por delante de nosotros, escaleras arriba, y oímos las puertas de acero abrirse y cerrarse sucesivamente con estrépito tras él hasta que llegó a la calle.
– Walter era un riesgo -me explicó sucintamente Clive a la mañana siguiente, cuando le hablé del asunto-. Para nosotros, era simplemente excéntrico quizá. Pero para otros… -era lo más cerca de reconocer la existencia del sexo que le había visto jamás. Se reprimió rápidamente-. Le he cedido al Departamento de Instrucción -continuó, volviendo a su talante más gélido-. Provocaba demasiados enarcamientos de cejas en el otro lado.
Se refería al otro lado del Atlántico.
Así que Walter, maravilloso Walter, desapareció, y yo tenía razón, nunca volvimos a ver a los mormones y Clive no habló de ellos ni una sola vez. ¿Eran simples mensajeros de Langley, o habían formado su veredicto e impuesto su castigo? ¿Eran siquiera de Langley, o pertenecían a uno de los extraordinariamente abundantes grupos de iniciados a los que tantas objeciones había presentado Ned cuando se quejó a Clive de la lista de distribución de «Pájaro Azul»? ¿O eran lo que constituía objeto predilecto de los odios de Ned…, psiquiatras privados?
Fueran lo que fuesen, su efecto se dejó sentir en toda la Casa Rusia, y la ausencia de Walter se nos hacía patente como un boquete causado por los cañones de nuestro mejor aliado. Bob lo notaba y estaba avergonzado. Hasta el insensible Johnny se sentía confuso.
– Quiero que estés más cerca de la operación -me dijo Ned.
Parecía un pobre consuelo por la desaparición de Walter.
– Estás nervioso otra vez -dijo Hannah mientras caminábamos.
Era la hora de comer. Su oficina estaba cerca de Regent's Park. A veces, en días cálidos, nos tomábamos un sándwich juntos. A veces incluso nos dábamos una vuelta por el zoo. A veces, ella dejaba en paz al Instituto del Cáncer y acabábamos en la cama.
Le pregunté por su marido, Derek. Era uno de los pocos temas que teníamos en común. ¿Había vuelto a enfurecerse Derek? ¿La había pegado? A veces, en los tiempos en que éramos amantes a tiempo completo, yo solía pensar que era Derek quien nos mantenía unidos. Pero ahora ella no quería hablar de Derek. Quería saber por qué estaba yo nervioso.
– Han despedido a un hombre que apreciaba -dije-. Bueno, despedido, no, pero lo han arrojado al montón de basura.
– ¿Qué había hecho mal?
– Nada en absoluto. Simplemente, han decidido verle a una luz diferente.
– ¿Por qué?
– Porque les convenía. Le retiraron su tolerancia para satisfacer ciertas exigencias.
Ella reflexionó sobre esto.
– Quieres decir que se han dejado vencer por los convencionalismos -sugirió Hannah. Como tú, estaba diciendo. Como nosotros.
Me pregunté por qué seguía volviendo junto a ella. ¿Para visitar la escena del crimen? ¿Para buscar, por milésima vez, su absolución? ¿O la visito como visitamos nuestras antiguas escuelas, tratando de comprender qué fue de nuestra juventud?
Hannah es todavía una mujer hermosa, lo cual es un consuelo. Aún no ha empezado a encanecer y engordar. Cuando la miro a contraluz y atisbo su animosa y vulnerable sonrisa, la veo como la veía hace veinte años y me digo a mí mismo que no la he arruinado después de todo. «Ella está perfectamente. Mírala. Sonríe y permanece indemne. Es Derek, no tú, quien la maltrata.»
Pero nunca estoy seguro. Nunca estoy seguro por completo.
La Unión Jack, que tanto había enfurecido al dictador Stalin cuando la observaba desde las almenas del Kremlin, colgaba lánguidamente de su mástil en el patio exterior de la Embajada británica. El palacio color crema que se alzaba tras ella semejaba una vieja tarta nupcial esperando ser cortada, y el río yacía dócilmente mientras el aguacero matutino azotaba su oleaginoso lomo. En las puertas de hierro, dos policías rusos estudiaron el pasaporte de Barley mientras la lluvia hacía correrse la tinta. El más joven copió su nombre. El de más edad comparó dubitativamente sus atormentadas facciones con su fotografía. Barley llevaba un empapado impermeable marrón. Tenía el pelo pegado al cráneo. Parecía un poco más bajo que su estatura habitual.
– Bueno, francamente, ¡menudo día! -exclamó la muchacha de educados modales y falda escocesa que esperaba en el vestíbulo-. Hola, soy Felicity. Usted es quien creo que es, ¿verdad? ¿El alegre Scott Blair? El consejero de Economía le está esperando.
– Creía que la gente de Economía estaba en el otro edificio.
– ¡Oh!, ésos son de Comercio. Son completamente diferentes.
Barley siguió su ondulante figura, subiendo por la ancestral escalera. Como siempre que entraba en una misión británica, experimentó una sensación de dislocación que esta mañana era absoluta. El desafinado silbido era el de su vendedor de periódicos de Hampstead. El zumbido y el golpeteo de la enceradora eléctrica era la furgoneta de la cooperativa lechera. Eran las ocho de la mañana, y la Inglaterra oficial no estaba aún oficialmente despierta. El consejero de Economía era un rechoncho escocés de plateados cabellos. Se llamaba Craig.
– ¡Señor Blair! ¿Cómo está usted? ¡Siéntese! ¿Qué quiere tomar, té o café? Me temo que los dos saben igual, pero estamos trabajando en ello. Poco a poco, pero lo conseguiremos.
Cogiendo el impermeable de Barley, lo colgó en un perchero del Ministerio de Obras Públicas. Sobre la mesa, una fotografía enmarcada mostraba a la reina con traje de montar. Junto a ella, un letrero advertía que era arriesgado hablar en aquella habitación. Felicity llevó té y pastas Garibaldi. Craig hablaba vigorosamente, como si no pudiera esperar para comunicar sus noticias. Su rubicundo rostro brillaba por efecto del afeitado.
– ¡Oh!, y he oído que esos bergantes de la VAAP le ha estado llevando a dar las más fantásticas vueltas. ¿Ha sacado usted algo en limpio? ¿Está llegando a alguna parte o no encuentra más que las habituales insustancialidades moscovitas? Aquí todo es apariencia, ya sabe. Rara vez, pero rara vez, se llega a una transacción real. La idea del beneficio como motivo impulsor, la posibilidad de algo parecido a la diligencia, son cosas totalmente desconocidas para ellos. Todo es remolonear y rascarse unos a otros los ya sabe qué. La imposible combinación, digo yo siempre, de ociosidad incurable unida a visiones inalcanzables. El embajador utilizó recientemente mi misma frase en un despacho. No se concede crédito, ni nadie lo pide. ¿Cómo consiguen dominar pregunto yo, una economía edificada sobre la pereza, el tribalismo y el paro latente? Respuesta: ¡No lo consiguen! ¿Cuándo se liberarán? ¿Qué ocurrirá si lo hacen? Respuesta: sólo Dios lo sabe. Yo estoy viendo aquí el mundo del libro como un microcosmos de todo su dilema, ¿me sigue?
Continuó disertando con voz tonante hasta que decidió que Barley y los micrófonos habían tenido ya suficiente.
– Bueno, le aseguro que he disfrutado con nuestra pequeña conversación aquí esta mañana. No me importa decirle que me ha dado mucho en qué pensar. En nuestro oficio, existe el peligro de quedarnos distanciados de la fuente. ¿Me permite que le enseñe la casa? El personal de la cancillería nunca me perdonaría si no lo hiciese.
Con un imperioso movimiento de cabeza, la precedió a lo largo de un pasillo hasta una puerta de metal con mirilla. La puerta se abrió al llegar ellos y se cerró una vez que Barley hubo entrado.
Craig es su enlace, había dicho Ned. Es el infierno sobre la tierra, pero él le llevará hasta su jefe.
La primera impresión de Barley fue que se encontraba en una sala oscurecida, la siguiente que la sala era una sauna, pues la única luz llegaba desde un ángulo del suelo y se percibía un olor a resina. Luego decidió que la sauna estaba suspendida en el aire, pues detectó una especie de oscilación bajo los pies.
Sentándose cuidadosamente en una silla giratoria, distinguió dos figuras detrás de una mesa. Sobre la primera colgaba un abarquillado cartel de un alabardero defendiendo el Puente de Londres. Sobre la segunda, el lago Windermere languidecía bajo una puesta de sol de los ferrocarriles británicos.
– Braco, Barley -exclamó una recia voz inglesa, no muy diferente de la de Ned, desde debajo del alabardero-. Me llamo Paddy, abreviatura de Patrick, y este caballero es Cy. Es americano.
– Hola, Barley -dijo Cy.
– Nosotros somos los chicos de los recados aquí -explicó Paddy-. Naturalmente, estamos bastante limitados en lo que podemos hacer. Nuestro principal trabajo consiste en proporcionar historias y explicaciones digeribles. Ned envía sus especiales saludos. Y también Clive. Si no estuvieran tan tocados, habrían venido a morderse las uñas con nosotros. Gajes del oficio. Nos ocurre a todos, me temo.
Mientras hablaba, la débil luz le hizo visible. Era velludo pero flexible, con las pobladas cejas y la mirada distante de un explorador. Cy era suave y urbano y una docena de años más joven. Sus cuatro manos reposaban sobre un plano de Leningrado. Los puños de la camisa de Paddy estaban deshilachados. Los de Cy estaban sin planchar.
– Por cierto, que voy a preguntarle si quiere continuar -dijo Paddy, como si se tratara de un chiste muy gracioso-. Si quiere largarse, está en su perfecto derecho y nadie se lo iba a tomar a mal. ¿Quiere abandonar? ¿Qué dice?
– Zapadny me matará -murmuró Barley.
– ¿Por qué?
– Soy su huésped. Él paga mi cuenta y prepara mi programa. -Llevándose la mano a la frente, se la frotó, como forma de restaurar la comunicación con su cerebro-. ¿Qué le digo? No puedo ponerme ahora con que adiós muy buenas, me voy a Leningrado. Pensaría que estaba chiflado.
– ¿Pero está usted diciendo Leningrado, no Londres? -insistió afablemente Paddy.
– No tengo visado. Tengo Moscú. No tengo Leningrado.
– Pero suponiendo.
Otra larga pausa.
– Necesito hablar con él -dijo Barley, como si eso fuese una explicación.
– ¿Con Zapadny?
– Con Goethe. Tengo que hablar con él.
Barley se pasó el dorso de la muñeca por la boca en uno de sus habituales gestos y se la miró como si esperara ver sangre.
– No le mentiré -murmuró.
– No tiene por qué mentirle. Ned quiere colaboración, no engaño.
– Y lo mismo nosotros -dijo Cy.
– No utilizaré argucias con él. Le hablaré con franqueza o no le hablaré en absoluto.
– Ned no querría que fuese de otra manera -dijo Paddy-. Nosotros queremos darle todo lo que necesita.
– Nosotros también -dijo Cy.
– «Potomac Boston, Incorporated», Barley, su nuevo socio comercial americano -propuso Paddy con voz animada, mirando un papel que tenía delante-. El jefe de sus actividades editoras es un tal señor Henziger, ¿no?
– J.P. -dijo Barley.
– ¿Le ha visto alguna vez?
Barley meneó la cabeza y dio un respingo.
– Figura en el contrato -dijo.
– ¿Eso es lo más cerca que ha estado de él?
– Hemos hablado por teléfono un par de veces. Ned pensó que debía oírsenos por la línea trasatlántico. Como cobertura.
– ¿Pero no se ha formado usted un retrato mental de él? -insistió Paddy. con su forma de forzar respuestas claras aunque ello le hiciese parecer pedante-. ¿No es para usted una persona concreta de alguna manera?
– Es un nombre con dinero y oficinas en Bastan y es una voz en el teléfono. Nunca ha sido otra cosa.
– Y en sus conversaciones con terceros locales, con Zapadny, por ejemplo, ¿no se le ha representado J.P. Henziger como alguna especie de figura horrible? ¿No le ha atribuido una barba postiza, o pata de madera o una vida sexual espeluznante? ¿Nada que debiera uno tener en cuenta si quisiera concebirle de carne y hueso?
Barley consideró la pregunta y pareció desorientado.
– ¿No? -preguntó Paddy.
– No -respondió Barley, y volvió a menear la cabeza.
– De modo que una situación que podría haber surgido es la siguiente -dijo Paddy-: el señor J.P. Henziger, de «Potomac Boston», joven, dinámico, agresivo, se encuentra actualmente de vacaciones en Europa con su mujer. Es la temporada. En este momento están, por ejemplo, en el hotel «Marski», de Helsinki. ¿Conoce el «Marski»?
– He tomado un trago allí -dijo Barley, como si se avergonzara de ello.
– Y, con su característica impulsividad americana, a los Henziger se les ha metido en la cabeza la idea de hacer un viaje a Leningrado. Y esto ya es tu terreno, creo, Cy.
Cy sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Tenía un rostro expresivo y una forma inteligente, aunque desabrida, de hablar.
– Los Henziger se apuntan a una excursión organizada de tres días, Barley. Visados en la frontera finlandesa, el guía, el autobús y toda la pesca. Son gente honrada, decente. Esto es Rusia, y es su primera vez. La glasnost es noticia allá en Boston. Él tiene dinero invertido en usted. Sabiendo que está en Moscú gastándolo, le requiere para que lo deje todo y acuda a toda prisa a Leningrado, le lleve las maletas e informe de los progresos realizados. Ésa es práctica normal, típica de un joven magnate. ¿Ve algún problema? ¿Alguna causa por la que no vaya a dar resultado?
A Barley se le estaba despejando la cabeza, y, con ella, también su visión.
– No. Dará resultado. Puedo hacer que funcione si usted puede.
– Lo primero de todo, esta mañana, hora del Reino Unido, J.P. llama desde el «Marski» a su oficina de Londres y le sale el contestador automático -continuó Cy-. J.P. no habla con contestadores automáticos. Una hora después, le manda un télex a través de Zapadny, en la VAAP, con una copia para Craig, en la Embajada británica en Moscú, pidiéndole que se reúna con él este viernes en el hotel «Evropeiskaya», alias el «Europa», Leningrado, que es donde se hospeda su grupo turístico. Zapadny se retorcerá, quizás incluso lance un grito de dolor. Pero, como usted está gastando el dinero de J.P., nuestra predicción es que no tendrá más remedio que someterse a las fuerzas del mercado. ¿Comprende?
– Sí -respondió Barley.
Paddy retornó el hilo de la historia.
– Si tiene un poco de sentido común, le ayudará a conseguir que le cambien los visados. Si remolonea, Wicklow puede llevarlos al OVIR, y allí se los cambiarán mientras espera. En nuestra opinión, usted no le insistiría demasiado a Zapadny. No suplicaría ni se rebajaría, no ante Zapadny. Haría de ello una virtud. Le diría que así es como se vive hoy en día, con rapidez.
– J.P. es de la familia -dijo Cy-. Es un excelente oficial. Y también su mujer.
Se detuvo bruscamente.
Como un árbitro que ha visto una falta, Barley había levantado la mano y apuntaba con ella al pecho de Paddy.
– ¡Eh, vamos a ver! Un momento, un momento. ¿Para qué va a servir ninguno de ellos, por excelentes que sean, si se pasan todo el día metidos en un autobús de turistas y dando vueltas por Leningrado?
Paddy tardó sólo un instante en recuperarse de este inesperado arranque.
– Díselo tú, Cy -dijo.
– Barley, a su llegada al hotel «Europa» el jueves por la noche, la señora Henziger contraerá una grave afección estomacal. J.P. no tendrá ganas de visitas turísticas mientras su bella esposa yace post rada de dolor. Se quedará con ella en el hotel. No es problema.
Paddy colocó la lámpara y el transformador junto al plano de Leningrado. Tres direcciones de Katya estaban señaladas con círculos rojos.
Barley no la telefoneó hasta última hora de la tarde, cuando calculó que ella estaría ya recogiendo sus cosas para irse. Había echado una siesta ya continuación se había tomado un par de whiskies para ponerse a tono. Pero cuando empezó a hablar descubrió que su voz era demasiado alta, y tuvo que bajarla.
– ¡Hola! ¿Llegó a casa sin novedad? -dijo-. El tren no se convirtió en una calabaza ni nada, ¿no?
– Gracias, no hubo problemas.
– Magnífico. Bien, en realidad sólo llamaba para saberlo. Sí. Oiga, gracias por esa noche tan maravillosa. Bueno, y adiós por el momento.
– Yo también le doy las gracias. Fue útil.
– Esperaba que pudiéramos tener otra oportunidad de vernos, sabe? Lo malo es que tengo que ir a Leningrado. Se ha presentado una estúpida cuestión de trabajo y me he visto obligado a cambiar de planes.
Un prolongado silencio.
– Entonces debe sentarse -dijo ella.
Barley se preguntó quién de los dos se había vuelto loco.
– ¿Por qué?
– Es costumbre entre nosotros, cuando nos estamos preparando para un largo viaje, sentarnos primero. ¿Está usted sentado ahora?
Él percibió la felicidad que latía en su voz, yeso le hizo sentirse feliz también.
– En ralidad, estoy echado. ¿Servirá?
– No lo sé. Se supone que debe usted sentarse sobre su equipaje o en un banco, suspirar un poco y, luego, santiguarse. Pero espero que el estar echado produzca el mismo efecto.
– Así es.
– ¿Volverá a Moscú desde Leningrado?
– Bueno, en este viaje no. Creo que volveremos directamente a la escuela.
– ¿La escuela?
– Inglaterra. Una estúpida expresión mía.
– ¿Qué denota?
– Obligaciones. Inmadurez. Ignorancia. Los habituales defectos ingleses.
– ¿Tiene muchas obligaciones?
– Montones de ellas. Pero estoy aprendiendo a clasificarlas. Ayer dije «no» y dejé estupefacto a todo el mundo.
– ¿Por qué tiene que decir «no»? ¿Por qué no decir «sí»? Tal vez se quedaran más estupefactos aún.
– Sí, bueno, eso fue lo malo de anoche, ¿no? No encontré momento para hablar de mí mismo. Hablamos de usted, de los grandes poetas de todos los tiempos, del señor Gorbachov, del negocio editorial. Pero dejamos fuera el tema principal. Yo. Tendré que hacer un viaje especial sólo para ir a aburrirla.
– Estoy segura de que no me aburrirá.
– ¿Hay algo que pueda traerle?
– ¿Perdón?
– La próxima vez que venga. ¿Algún deseo especial? ¿Un cepillo de dientes eléctrico? ¿Rizadores de papel? ¿Más Jane Austen?
Una larga y deliciosa pausa.
– Le deseo un buen viaje, Barley -dijo ella.
La última comida con Zapadny fue un velatorio sin cadáver.
Eran catorce, todos hombres, los únicos huéspedes en el enorme restaurante del último piso de un nuevo hotel aún sin terminar. Los camareros llevaban los platos y desaparecían hacia las distantes afueras. Zapadny tenía que despachar exploradores para localizarlos. No había bebida, y muy poca conversación, a menos que Barley y Zapadny la sostuvieran entre ellos. Sonaba música enlatada de los años 50. Se oían numerosos martillazos.
– Pero te hemos preparado una gran fiesta, Barley -protestó Zapadny-. Vassily traerá sus tambores, Víctor te prestará su saxofón, un amigo mío que destila sus propios licores nos ha prometido seis botellas, habrá varios pintores y escritores extravagantes. Tiene todos los ingredientes para ser una depravada velada, y tienes el fin de semana para recuperarte. Dile a tu bastardo americano del Potomac que se vaya al infierno. No nos gusta que estés tan serio.
– Nuestros magnates son sus burócratas, Alik. Si los ignoramos es a nuestro propio riesgo. Como vosotros.
La sonrisa de Zapadny no era ni cordial ni indulgente.
– Incluso pensábamos que podrías haberte prendado de una de nuestras célebres bellezas de Moscú. ¿No puede la deliciosa Katya persuadirte para que te quedes?
– ¿Quién es Katya? -se oyó Barley responder a sí mismo, al tiempo que se preguntaba por qué no se había desplomado el techo.
Un regocijado murmullo se elevó en torno a la mesa.
– Estamos en Moscú, Barley -le recordó Zapadny, muy complacida consigo mismo-. Nada sucede sin que suceda algo. La clase intelectual es poco numerosa, todos estamos sin blanca y las llamadas telefónicas son gratis. No puedes cenar con Katya Orlova en un selecto e íntimo restaurante sin que por lo menos quince de nosotros estemos enterados de ello a la mañana siguiente.
– Fue una reunión estrictamente profesional -dijo Barley.
– Entonces, ¿por qué no te llevaste al señor Wicklow?
– Es demasiado joven -respondió Barley, y provocó otro acceso de regocijo ruso.
El tren nocturno a Leningrado sale de Moscú pocos minutos antes de la medianoche, tradicionalmente para que los innumerables burócratas rusos puedan reclamar el importe de un día más de dietas por el viaje. El compartimiento constaba de cuatro literas, y Wicklow y Barley tenían las dos de abajo hasta que una corpulenta dama rubia insistió en que Barley cambiara de lugar con ella. La cuarta litera se hallaba ocupada por un hombre de modales reposados y aspecto acomodado que hablaba un elegante inglés y tenía una expresión de tristeza en el rostro. Primero llevaba un traje oscuro de abogado; luego, un estridente pijama a rayas que le habría sentado bien a un payaso, pero su talante no se animó con su atuendo. Hubo más ajetreo cuando la dama rubia se negó a quitarse ni tan siquiera el sombrero hasta que los tres hombres hubieran salido ni pasillo. La armonía quedó restablecida cuando los llamó para que volviesen a entrar y, vestida con un chándal rosa con pompones en los hombres, les ofreció pastas de confección casera en agradecimiento a su galantería. Y cuando Barley sacó whisky, quedó tan impresionada que les invitó a comer salchichas también, insistiendo en que bebiesen a la salud de la señora Thatcher más de una vez.
– ¿De dónde es usted? -preguntó a Barley el hombre triste cuando se disponían a pasar la noche.
– De Londres -dijo Barley.
– Londres de Inglaterra. No de la luna, no de las estrellas, sino Londres de Inglaterra -confirmó el hombre triste y, a diferencia de Barley, pareció quedarse dormido enseguida. Pero un par de horas después, al detenerse el tren en una estación, reanudó la conversación-. ¿Sabe dónde estamos ahora? -preguntó, sin molestarse en comprobar si Barley estaba despierto.
– Creo que no.
– Si Ana Karenina estuviera viajando con nosotros esta noche y mirase a su alrededor, éste sería el lugar en que abandonaría al insatisfactorio Vronsky.
– Maravilloso -dijo Barley, completamente desconcertado. Se le había terminado el whisky, pero el hombre triste tenía coñac georgiano.
– Si quiere estudiar la enfermedad rusa, debe vivir en la ciénaga rusa.
Estaba hablando de Leningrado.